viernes, 11 de junio de 2021

EL AMOR DESPUÉS DEL AMOR , Alejandro Zambra

 Del libro Tema libre (2018)

El primer ser humano argentino que tuvo alguna influencia en mi vida fue un rubio de veinte años y un metro noventa, al parecer muy bueno para el volley playa, que en el verano de 1991 se comió a mi polola. Fue en el club de yates de El Quisco, en presencia casual de unos compañeros míos del colegio, que luego describieron los hechos, con lujo de detalles, en el diario mural. Ahí empezó mi calvario, pero ahora pienso que fue bueno. Fue bueno, por supuesto, saber. Siempre es mejor saber. Y también fue bueno ocupar tan temprano, a los quince años, y de forma tan pública, el lugar de cornudo. Uno de los momentos más importantes en la vida es cuando nos enteramos de que nos pusieron el gorro. Es necesario pasar por eso, haber estado ahí.

Aprendí mucho esos días –esas semanas, esos meses–, cuando todos se burlaban de mí o me compadecían, que al fin y al cabo es lo mismo. Hubo dos o tres amigos fieles que no mencionaban el tema en mi presencia y que si se burlaban lo hacían con discreción. Y qué importantes son la discreción y el compañerismo. El Hugo Puebla, por ejemplo, para consolarme, me contó el chiste del tipo que vuelve a casa con la cara ensangrentada, cojeando, su mujer le pregunta qué te pasó y él responde que le pegaron entre varios porque lo confundieron con argentino –y por qué no te defendiste, pregunta ella, y él le responde: porque me encanta que les peguen a esos conchas de su madre. Cuando imaginaba a ese argentino metiéndole mano a mi polola me acordaba de ese chiste y me lo contaba a mí mismo de nuevo y lo alargaba indefinidamente, y era un deleite, un antídoto, un soberbio desahogo.

Esos tristes hechos provocaron en mí un prejuicio grande contra los argentinos, contra el volley playa e incluso contra el verano. Por fortuna al año siguiente, en Guanaqueros, conocí a Natalia, una maravillosa porteña menor de edad, lo que en todo caso no era un problema, porque yo también era menor de edad, incluso ella era algunos meses mayor que yo. Nuestro noviazgo –ella lo conceptualizó como un noviazgo– duró, en lo presencial, solamente una semana, pero seguimos un rato por correspondencia. Por entonces estaba de moda El amor después del amor, el disco de Fito Páez. Yo no soportaba –ni soporto– la voz de Páez, pensaba que se reía de la gente, que era una parodia, que nadie que cantara así podía pretender que lo tomaran en serio, pero igual «Tumbas de la gloria» me emocionaba un poco y también me gustaban otras tres o cuatro canciones del casete –cuando ella me preguntó, por supuesto le dije que me gustaba entero, que era un discazo, y entonces sacó un fascinante aparato que permitía que ambos conectáramos simultáneamente nuestros audífonos a su walkman.

El casete sonaba y sonaba, porque el walkman era autoreverse. La canción que menos me gustaba era justo la que le daba título al disco. Me parecía –y me sigue pareciendo– espantosa, pero qué remedio, a ella le gustaba, y la aprendimos de memoria, y hasta analizamos la letra: «El amor después / del amor tal vez / se parezca a este rasho de sol.» En realidad no había mucho que analizar, la canción era simplemente mala, pero Natalia me explicaba que había otra etapa en las parejas, una etapa en que dejaban de amarse y empezaba algo que no era amor pero que era el amor después del amor, y yo me imaginaba a un matrimonio de ancianos cantándola y tratando de tirar y me partía de la risa.

La Nati –no le gustaba que le dijeran así, sus amigas decían Nata, como esa lámina asquerosa que cubre la leche caliente– volvió a Buenos Aires y comenzamos a cartearnos al tiro. Yo le escribía cartas largas y dramáticas en que le hablaba de Santiago, de mi familia, de mi barrio, y ella me contestaba con perfectas redacción y ortografía (yo valoraba mucho eso) y hasta con unos dibujos muy bien hechos y algún detalle como perfume, o mechones de su pelo medio rubio, o pedazos de uñas pintadas, e incluso, pero solo una vez, cinco gotitas de sangre. Le pedía que me describiera Buenos Aires y ella respondía, con gracia, que Buenos Aires era como todas las ciudades del mundo, pero un poco más hermosa y bastante más fea. Para bien y para mal, mi educación sentimental les debe bastante a esas cartas, que de pronto ella, muy razonablemente, dejó de contestar, aunque yo seguí escribiéndole durante un tiempo, porque en esos años mi rasgo principal era la persistencia.

Al verano siguiente mis padres armaron unas vacaciones en Frutillar e invitaron a Luciano, un viejo amigo trasandino. Alojábamos en dos cabañas, una muy grande donde dormían mis padres, mis tres hermanas y la Mirtita, que era la hija de Luciano, y en la otra nos quedábamos él y yo, aunque yo dormía poco, porque estaba deprimido, aunque en ese tiempo no lo sabía y tardé una eternidad en darme cuenta, estuve deprimido tantos años, mi adolescencia entera y la primera parte de mi juventud, y si lo hubiera sabido todo habría sido tan distinto, pienso, por la rechucha.

El día anterior al viaje le había encargado a mi mami, que trabajaba en el centro, que me comprara una antología del poeta Jorge Teillier, y ella se había confundido y me había comprado un libro de cuentos de Jaime Collyer, así que no me quedaba más remedio que leerlo. En la cama de al lado Luciano fumaba, tomaba whisky, miraba el Festival de Viña, se rascaba violentamente la mejilla izquierda y más encima me conversaba –«seguí leyendo, no me contestés», me decía, pero luego lanzaba alguna observación que se convertía en pregunta, y yo en efecto, obedientemente, no le contestaba, pero él igual esperaba una respuesta, y entonces yo decía una frase corta y eso a él le bastaba, me lo agradecía, hasta que se quedaba dormido con el vaso perfectamente equilibrado en el pecho, como si todos los días de su vida se hubiera dormido con un vaso de whisky a medio terminar en el pecho. Luciano era gordo, de tez rojiza y casi completamente calvo, como creo que son todos los argentinos a contar de cierta edad. Y aunque después me porté tan mal con él, debo decir que en ese momento me pareció una persona agradable.

Entonces mi padre andaba obsesionado con la pesca con mosca, y cuando no estaba pescando se dedicaba a ensayar en el césped sus lanzamientos, trataba obsesivamente de perfeccionar la técnica (había algo inquietante en la imagen, una cierta proximidad con la locura, por supuesto). Luciano era, en teoría, su socio, su amigote, pero se aburría casi de inmediato, así que a veces, en realidad casi siempre, se iba con mi mamá y las niñas al lago, o jugaba conmigo a la pelota o me acompañaba en mis caminatas. Un día pasamos por una escuálida feria, en la Plaza de Armas, donde vendían algunos libros de la editorial Planeta. Todos los argentinos que conocí luego son grandes lectores, se diría que se pasan todo el tiempo leyendo, aunque también parece que se dedicaran exclusivamente a tomar mate o a ver el fútbol o a escribir columnas de opinión. A Luciano, en cambio, no le gustaba leer: miraba los libros de lejos, con desconfianza, como proyectando un futuro aburrimiento, y esbozaba una semisonrisa prudente, como en una celebración callada de la no lectura. A mí me gustaba leer más que nada poesía, era raro que leyera novelas, pero ese verano tenía ganas de leer novelas, y elegí tres, más o menos al azar. Luciano insistió en pagar mis libros, cosa que quiero ahora agradecer públicamente, y se disponía a pagar la novela que con desgano o más bien dicho con falso entusiasmo había elegido, pero a último minuto se arrepintió. «A quién quiero engañar, boludo, si no la voy a leer nunca», me dijo, con total y contagiosa alegría.

Esa noche salí buscando diversión, pero en la discoteca bailaban una música funesta, así que me volví enseguida, dispuesto a terminar el libro de Collyer, que me estaba gustando. Pensé que Luciano seguiría en la otra cabaña jugando con mis papás al carioca o al poto sucio o al dominó, pero ya estaba instalado en su cama dándole al whisky y devorando uno de esos extraordinarios kúchenes de cerezas que horneaba la dueña de las cabañas. Comí yo también un trozo y probé el whisky. Fue mi debut oficial en el whisky. Ya había paladeado unos conchitos cuando me levantaba a sacarle a Luciano el vaso del pecho, pero esta vez él me sirvió, con temblorosa solemnidad, una dosis doble o triple, y hasta me preguntó con cuántos hielos lo quería (cinco). Era un J&B rasposo, medio terrible, pero estuve a la altura.

A la noche siguiente ya derechamente nos pusimos a tomar, y a la cuarta o quinta jornada de complicidad masculina, como él no hacía más que hablarme de mujeres que le gustaban, le conté la historia de su compatriota Natalia. En un punto me pidió que se la describiera físicamente. La verdad es que yo nunca había estado en situación de describirla, Nati era tan hermosa que había decidido no contarle a nadie sobre ella, porque sabía que nadie me creería, y además porque pensaba que no era necesario describir a una argentina, que ya estaba todo implícito en la palabra argentina, o que solo había que describirla si se salía de la norma, es decir, si la argentina no era despampanante. Igual traté de describirla, y creo que fui, en algún grado, persuasivo.

«¿Y, te la vacunaste?», me preguntó Luciano. A mí me dio risa la expresión. Y bueno, loco, no me la había vacunado, pero mentí, le dije que sí. No me di cuenta de que Luciano pensaba que yo solapada o descaradamente hablaba de su hija Mirtita, que era dos años menor que yo, rubiecita, delgada y bastante linda, pero no me gustaba, su belleza era medio rutinaria. Me costaba creer que Luciano pensara que hablaba de su hija. Lancé una risita nerviosa que él consideró una risotota cínica, y ahí quedó la cagada, porque se abalanzó sobre mí y no me quedó otra que aplicar mi rudimentario método de defensa personal, que básicamente consistía en pegarle un rodillazo en los cocos, y mientras se retorcía en el suelo me gritó que siempre había tenido ganas de vacunarse a mi mamá.

Me pareció tonto, me pareció que Luciano era como un niño, que estaba compitiendo, y recordé un diálogo inge nioso en el colegio, cuando González Barría le dijo a González Martínez la frase «me voy a culiar a tu hermana» y González Martínez respondió triunfalmente «no tengo hermana», pero González Barría contraatacó muy rápido con esta abominable salida: «Anoche, con tu mamá, te hicimos una.» Bueno, es horrenda la historia, pero a mí no dejaba de hacerme gracia la rapidez de González Barría, y había sido tanto el ingenio que González Martínez ni si quiera se enojó, y hasta se palmotearon la espalda mutuamente, y al acordarme de todo eso casi me vino un verdadero ataque de risa, pero no era el momento adecuado para esas evocaciones, pues mientras yo más reía mi roomie más gritaba, y lo que sigue es confuso, porque ahora estaban todos, incluso las niñas y mis padres, en la habitación, gritando, era un verdadero desastre/quilombo, y no recuerdo cómo terminó la noche, pero al otro día el grupo se disolvió y los chilenos dormimos en una cabaña y los argentinos en otra, y mis tres hermanas me culparon, y solo mi madre me defendió y mi papá me dijo que era el último verano que yo pasaba con la familia, lo que absolutamente desde todo punto de vista era para mí una buena noticia.

Tres años después mis padres se separaron. Fue terrible. O durante un tiempo me pareció terrible. En diversos momentos de la infancia, mi padre nos llamaba a mis hermanas y a mí, se ponía muy serio y nos decía que con mi mamá habían decidido separarse y teníamos que elegir si nos íbamos con él o nos quedábamos con ella. Era una broma muy cruel, pero casi una tradición familiar, que él disfrutaba a sus anchas, porque siempre conseguía que termináramos creyéndole, era muy dramático y elocuente, y mi mamá después lo retaba, pero él se reía muchísimo, quizás estaba drogado o algo. Por eso, tantos años después, cuando me comunicaron la noticia de la verdadera separación, pensé que era broma, y tuvieron que explicarme muchas veces que no, que ahora sí era cierto. Lloré un poco, dos dedos de lágrimas. Dos dedos de lágrimas con cinco hielos. Más tarde, más calmado, cuando no había otra opción que aceptarlo, pensé que era tardío. Pensé algo ambiguo. Algo como: ah, están vivos. Me parecía innecesario. Tenían que quedarse juntos y ya. Pero ellos querían existir y tomar decisiones y cambiar lo todo. Insistían en existir.

A los pocos meses me enteré, de la peor manera, de que mi mamá tenía un pololo. Es difícil ser el hijo de una mujer tan llena de talentos y de pechos. Maldigo el día en que me destetaron, a los veinticinco meses de edad, hasta entonces estaba todo tan bien, ahí empezó toda esta porquería. Y una tarde esa mujer tan fabulosa y tan llena de lunares en las piernas me invita a tomar once. ¡A tomar once en nuestra propia casa! Sospechoso. Ven mañana a tomar once, me dijo, me llamó. ¡Por teléfono! Se consiguió el número de mi polola (chilena), pidió hablar conmigo, mi vieja estaba nerviosa, yo la conozco. Como a qué hora, le pregunté, haciéndome el tentativo. Era a las seis, siempre era a las seis. Yo sabía la respuesta, pero igual me dolió la guata cuando me dijo: a las seis. Ese día me desperté a las diez y tanto y decidí quedarme en pijama, atrincherado, leyendo a Antonio Cisneros y tomando desesperadas cocacolas. Como a las cinco y media lo sentí llegar. Y quizás aquí viene una nueva lección. Quizás todos deberíamos alguna vez ver a nuestra madre darse besos y manosearse y frotarse con alguien que no es el papá de uno (ni uno). Pero igual fue demasiado fuerte verla con ese. Con Luciano, che, sí. Más gordo, más rojo, más pelado. Yo no podía creerlo. Ese hombre me había agredido, era un alcohólico, un adicto al kuchen de cerezas, un roncador profesional, y encima no leía. ¡No leía! ¡Un argentino que no leía, por qué, mamá! Y ni siquiera tomaba mate, pasaba el día a puros cafecitos.

Traté de inhalar y exhalar y todo eso, pero qué confusión al mirarlos por la ventana de mi pieza: mis hermanas con sus sibilinos novios, mi madre tomada de un regordete y venoso y rojizo brazo argentino, y vamos fumando y tomando pichunchos bajo el mismo parrón donde de niños correteábamos a nuestros perros y gatos y conejos, ahora enterrados, todos, junto a las buganvilias del jardín. Me acerqué. Me sentía muy fuera de este mundo, pero tenía que encarar a Luciano. Ni a mis hermanas ni a los sibilinos los miré. Pero miré a mi mamá con amor callado: seguía en silencio, su carita temblaba. Y después miré a Luciano a los ojos y le dije con toda la rabia, con todo el corazón, con el odio vivo, y una lágrima turbia y caliente y nerudiana en la mejilla, el que entonces me pareció el garabato final, el insulto más serio, terrible, hiriente e irrevocable, la peor palabrota propinada jamás: argentino.

Inmediatamente decidí irme lo más lejos que pude: a la casa de mi papá. Pobre hombre solo, mi padre, qué falta de imaginación: lo único que hacía era hablarme de fútbol chileno, que es un deporte que juegan casi puros argentinos, con uno que otro chileno de colado, generalmente en la banca. En vez de odiar a los argentinos mi papá los quería. Qué lejos estaba del hombre valiente que aterrorizaba a sus hijos con las periódicas alarmas de separación.

Al tiempo supe que mi mamá se iba a Buenos Aires. Me llamó para despedirse, pero yo no quise hablar con ella. Luego me arrepentí, pero era muy tarde. Y empezamos a escribirnos. Me mandaba unas cartas hermosas pero sin perfume ni mechones de cabello ni uñas ni gotas de sangre. Me daba consejos sobre las dosis de los medicamentos, sabía mucho de eso. Y siempre me pedía que usara la plaquita para el bruxismo. Y me invitaba a Buenos Aires, me decía que podía estudiar allá (pero yo no quería estudiar, nunca he querido estudiar). Yo le contestaba mensajes cada vez menos parcos. Me dejaba querer.

Poco a poco se fue sabiendo la historia de mi mamá y Luciano. Una historia de amor larga, radiante, internacional. Seria. Una historia seria. Se conocieron en los sesenta y cualquiera se enamora a fondo con tanta buena música. Efectivamente alguna vez Luciano había cortejado a mi mamá. Y ella lo había dejado para emprender su vida chilena convencional. Y empezó a tener hijos, mis hermanas, yo, perdió un poquito la línea con tantas transformaciones, pero siguió estupenda, enérgica, inteligente y divertida. Luciano también se casó y se convirtió en el papá de Mirtita, pero sufriendo. Él todo lo hizo sufriendo. Mi mamá olvidaba, él no. Y después, por algo que parecía azar pero que de azar no tenía una gota, Luciano y mi papá se conocieron y se hicieron amigos. Realmente amigos. Y era una manera de llegar a ella. Pero no era un plan maquiavélico, nunca intentó nada en esos años. Los conflictos entre mi padre y Luciano surgieron mucho después, digamos que por culpa mía, cuando le conté a mi papá que su amigo siempre había querido coger con mi mami. Eso los distanció. Tampoco es que mis padres terminaran por eso. Igual, cuando Luciano supo de la separación esperó un plazo prudente antes de presentar sus credenciales.

Ya entendía la historia, pero igual me costaba aceptar el amor de Luciano y mi mamá. Supongo que todo cambió una madrugada en que iba yo curado como tagua en el auto de mi papá y me salió la famosa canción y me acordé de Nati, de Nata, y me puse a cantar a voz en cuello, con evangélico entusiasmo, esa letra lamentable del amor después del amor. En la esencia de las almas. En la ausencia del amor. Para mí que es el amor después del amor. Y nadie puede, nadie debe, vivir (¡vivir!) sin amor. Mi mami y Luciano, el amor después del amor se parece a este rayo de sol.

¿Cuánto se habrá demorado Fito Páez en escribir esa letra? ¿Cinco minutos? ¿Diez segundos? ¿O nunca la escribió y cuando había que llenar la música le dijeron «algo tenés que cantar, flaco», y él dijo lo primero que se le vino a la cabeza? Tiene otras canciones buenas, pero esa... Una llave por otra llave y esa llave es amor. Y puede que la canción sea muy mala pero dice una verdad del porte de un buque, pensé en el auto aquella noche. Y recuerdo que cuando pensé eso acababa de comerme un completo delicioso, pero no consigo recordar si fue en una Shell o una Copec. Y después vomité en el manubrio, creo.

Esa misma semana traté de vender todos los libros que tenía en casa, pero no eran muchos, no me alcanzaba para el pasaje. Cuando mi mamá supo que yo de verdad quería ir convenció a Luciano para que me lo pagara. Conversé con harta gente en el avión, fueron todos muy amables. Al verme mi mamá abrió los brazos como haciendo yoga y se echó a llorar y me explicaba todo. En sus frases había un tinte fronterizo, de pronto sonaba casi como argentina. Me fijé en que duplicaba el complemento directo en casos como yo lo vi a tu padre desnudo y sentí asco o yo la encontré a la perra pero me mordió. En su habla la preeminencia del pretérito perfecto simple por sobre la forma compuesta era absoluta. En cuanto a mi relación con Luciano, poco a poco nos fuimos acercando, y ahora no sé qué sería de mí sin su compañía, sin su comprensión.

Me fui quedando con ellos, hasta que me propusieron que viviera permanentemente acá. Y no fueron ellos quienes me convencieron, yo mismo decidí convertirme en argentino.

Ser argentino tiene muchas ventajas. Para qué hablar de música o de fútbol (ahora sí que me gusta). Ser argentino te permite algo muy valioso: no ser chileno. ¿Qué más se puede pedir? Acá hay educación gratuita. Y no importan los apellidos, somos todos inmigrantes. Y a nadie le parece escandaloso que cambies de opinión a cada rato. Y nadie cree en Dios, por lo tanto nadie cree en el Diablo. Y a mí no me gustan los hombres (creo), pero me reconforta saber que si me empiezan a gustar hasta me podría casar con algún chabón.

Me gusta este país, me quedaría acá para siempre. En cada esquina descubro que es cierto lo que decía la Natalia, Nati, Nata querida: dondequiera que estés, sí, Buenos Aires es como todas las ciudades del mundo pero un poco más hermosa y bastante más fea. Y claro que quiero a mi papá. De vez en cuando lo llamo, está mejor, lo pasa bien en Chile. Pero también lo quiero a Luciano, le hago el aguante. Los domingos vamos a la cancha y después a lo de Mazzini a tomar unas birras. A veces le digo te estás garchando a mi vieja, pelado, te voy a romper el orto, y él se ríe, es un groso.

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