Para empezar os contaré una vieja leyenda.
El
emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha
alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el
soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real,
descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió
repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco
tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El
Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado,
no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra
pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver.
Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo con una piedra
preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se
apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del
arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el
anillo al lago de Constanza, Carlomagno se enamoró del lago de Constanza
y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.
Esta
leyenda, «tomada de un libro sobre la magia», se cuenta en una versión
aún más sintética que la mía en un cuaderno de apuntes inédito del
escritor romántico francés Barbey d'Aurevilly. Figura en las notas de la
edición de la Pléiade de las obras de Barbey d'Aurevilly pág. 1315).
Desde que la leí, ha seguido representándose en mi mente como si el
encantamiento del anillo continuara actuando a través del cuento.
Tratemos
de explicarnos por qué una historia como ésta puede fascinarnos. Hay
una sucesión de acontecimientos, todos fuera de lo corriente, que se
encadenan unos con otros: un viejo que se enamora de una joven, una
obsesión necrófila, una tendencia homosexual, y al final todo se aplaca
en una contemplación melancólica: el viejo rey absorto en la
contemplación del lago. «Charlemagne, la vue attachée sur son lac de
Constance, amoureux de l'abîme caché», escribe Barbey d'Aurevilly en el
pasaje de la novela a que remite la nota que refiere la leyenda (Une vieille maitresse),
Hay
un vínculo verbal que crea esta cadena de acontecimientos: la palabra
«amor» o «pasión», que establece una continuidad entre diversas formas
de atracción; y hay un vínculo narrativo, el anillo mágico, que
establece entre los diversos episodios una relación lógica de causa a
efecto. La carrera del deseo hacia un objeto que no existe, una
ausencia, una carencia, simbolizada por el círculo vacío del anillo,
está dada más por el ritmo del relato que por los hechos narrados. Del
mismo modo, todo el cuento está recorrido por la sensación de muerte en
la que parece debatirse afanosamente Carlomagno aferrándose a los lazos
de la vida, afán que se aplaca después en la contemplación del lago de
Constanza.
El
verdadero protagonista del relato es, pues, el anillo mágico: porque
son los movimientos del anillo los que determinan los movimientos de los
personajes, y porque el anillo es el que establece las relaciones entre
ellos. En torno al objeto mágico se forma como un campo de fuerzas que
es el campo narrativo. Podemos decir que el objeto mágico es un signo
reconocible que hace explícito el nexo entre personas o entre
acontecimientos: una función narrativa cuya historia podemos seguir en
las sagas nórdicas y en las novelas de caballería y que sigue
presentándose en los poemas italianos del Renacimiento. En el Orlando furioso asistimos
a una interminable serie de intercambios de espadas, escudos, yelmos,
caballos, dotados cada uno de propiedades características, de modo que
la intriga podría describirse a través de los cambios de propiedad de
cierto número de objetos dotados de ciertos poderes que determinan las
relaciones entre cierto número de personajes.
En
la narrativa realista, el yelmo de Mambrino se convierte en la bacía de
un barbero, pero no pierde importancia ni significado; así como son
importantísimos todos los objetos que Robinson Crusoe salva del
naufragio y los que fabrica con sus manos. Diremos que, desde el momento
en que un objeto aparece en una narración, se carga de una fuerza
especial, se convierte en algo como el polo de un campo magnético, un
nudo en una red de relaciones invisibles. El simbolismo de un objeto
puede ser más o menos explícito, pero existe siempre. Podríamos decir
que en una narración un objeto es siempre un objeto mágico.
La leyenda de Carlomagno, para volver a ella, tiene tras de sí una tradición en la literatura italiana. En sus Cartas familiares (1, 4), Petrarca cuenta que se ha enterado de esta «graciosa historieta» (fabella non inamena), en
la que dice no creer, al visitar el sepulcro de Carlomagno en
Aquisgrán. En el latín de Petrarca, el relato es mucho más rico en
detalles y sensaciones (el obispo de Colonia que, obedeciendo a una
milagrosa advertencia divina, hurga con el dedo debajo de la lengua
gélida y rígida [sub gelida rigentique lingua] del cadáver) y en
comentarios morales, pero yo encuentro mucho más fuerte la sugestión del
resumen descarnado donde todo queda librado a la imaginación, y donde
la rapidez con que se suceden los hechos crea la sensación de lo
ineluctable.
La
leyenda reaparece en el florido italiano del siglo XVI, en varias
versiones en las cuales la fase de necrofilia es la que más se
desarrolla. Sebastiano Erizzo, cuentista veneciano, hace pronunciar a
Carlomagno, acostado con el cadáver, una lamentación de varias páginas.
En cambio sólo se alude a la fase homosexual de la pasión por el obispo,
o directamente se la censura, como en uno de los más famosos tratados
sobre el amor del siglo XVI, el de Giuseppe Betussi, en que el cuento
termina con el hallazgo del anillo. En cuanto al final, en Petrarca y
sus continuadores italianos no se habla del lago de Constanza porque
toda la acción se desarrolla en Aquisgrán, ya que la leyenda debía
explicar los orígenes del palacio y del templo que el Emperador había
hecho construir; el anillo es arrojado a un pantano cuyo olor aspira el
Emperador como un perfume y de cuyas aguas «hace uso con gran
voluptuosidad» (esto se relaciona con otras leyendas locales sobre los
orígenes de las fuentes termales), detalles que acentúan aún más la
impresión fúnebre de todo el conjunto.
Antes
aún estaban las tradiciones medievales alemanas estudiadas por Gastan
Paris, que se refieren al amor de Carlomagno por la mujer muerta, con
variantes que la convierten en una historia muy diferente: unas veces la
amada es la legítima esposa del Emperador, la cual se asegura su
fidelidad con el anillo mágico; otras es un hada o ninfa que muere
apenas se la despoja del anillo; otras es una mujer que parece viva y al
quitarle el anillo resulta ser un cadáver. El origen está probablemente
en una saga escandinava: el rey noruego Harald duerme con su mujer
muerta envuelta en una capa mágica que la conserva como viva.
En
una palabra, en las versiones medievales recogidas por Gastan Paris
falta la sucesión en cadena de los acontecimientos, y en las versiones
literarias de Petrarca y de los escritores del Renacimiento falta la
rapidez. Por eso sigo prefiriendo la versión contada por Barbey
d'Aurevilly, a pesar de ser esquemática, un poco patched up; su
secreto reside en la economía del relato: los acontecimientos,
independientemente de su duración, se vuelven puntiformes, ligados por
segmentos rectilíneos, en un dibujo en zigzag que corresponde a un
movimiento sin pausa.
Con
esto no quiero decir que la velocidad sea un valor en sí: el tiempo
narrativo puede ser también retardador, o cíclico, o inmóvil. En todo
caso el relato es una operación sobre la duración, un encantamiento que
obra sobre el transcurrir del tiempo, contrayéndolo o dilatándolo. En
Sicilia e! que cuenta historias emplea una fórmula: «lu cuntu nun metti
tempu» [el cuento no lleva tiempo], cuando quiere saltar pasajes o
indicar un intervalo de meses o de años. La técnica de la narración oral
en la tradición popular responde a criterios de funcionalidad: descuida
los detalles que .no sirven, pero insiste en las repeticiones, por
ejemplo, cuando el cuento consiste en una serie de obstáculos que hay
que superar. El placer infantil de escuchar cuentos reside también en la
espera de lo que se repite: situaciones, frases, fórmulas. Así como en
los poemas o en las canciones las rimas escanden el ritmo, en las
narraciones en prosa hay acontecimientos que riman entre sí. La leyenda
de Carlomagno tiene eficacia narrativa porque es una sucesión de
acontecimientos que se responden como rimas en un poema.
Si en una época de mi actividad literaria me atrajeron los folk-tales, los fairy-tales, no
era por fidelidad a una tradición étnica (puesto que mis raíces se
encuentran en una Italia absolutamente moderna y cosmopolita) ni por
nostalgia de las lecturas infantiles (en mi familia un niño debía leer
solamente libros instructivos y con algún fundamento científico), sino
por interés estilístico y estructural, por la economía, e! ritmo, la
lógica esencial con que son narrados. En mi trabajo de transcripción de
los cuentos populares italianos a partir de los registros hechos por los
estudiosos de! folclore del siglo pasado, sentía un placer particular
cuando e! texto original era muy lacónico y debía intentar contarlo
respetando su concisión y tratando de extraerle e! máximo de eficacia
narrativa y de sugestión poética. Por ejemplo:
Un
Re s'ammalò, Vennero i medici e gli dissero: «Senta, Maestà, se vuol
guarire, bisogna che lei prenda una penna dell'Orco. un rimedio
difficile, perche l'Orco tutti i cristiani che vede se li mangia».
Il
Re lo disse a tutti ma nessuno ci voleva andare. Lo chiese a un suo
sottoposto, molto fedele e coraggioso, e questi disse: «Andro».
Gli insegnarono la strada: «In cima a un monte, ci sono sette buche: in una delle sette, ci sta l'Orco».
L 'uomo andò e lo prese il buio per la strada. Si fermo in una locanda ... (Fiabe italiane, 57).
[Un
Rey enfermó. Vinieron los médicos y le dijeron: «Oíd, Majestad, si
queréis curaros tenéis que tomar una pluma del Ogro. Es un remedio
difícil, porque el Ogro, cristiano que ve, cristiano que se come».
El
Rey lo dijo a todos, pero nadie quería ir. Entonces se lo pidió a uno
de sus subordinados, muy fiel y corajudo, que le dijo: «Allá voy».
Le
indicaron el camino: «En lo alto de un monte hay siete cuevas: en una
de las siete está el Ogro». El hombre salió y en el camino se le hizo de
noche. Se detuvo en una posada...]
Nada
se dice de la del de cómo es posible que un Ogro tenga plumas, de cómo
son las siete cuevas. Pero todo lo que se nombra tiene en la trama una
función necesaria; la primera característica del folk-tale es la
economía expresiva; las peripecias más extraordinarias se narran
teniendo en cuenta solamente lo esencial; hay siempre una batalla contra
el tiempo, contra los obstáculos que impiden o retardan el cumplimiento
de un deseo o el restablecimiento de un bien perdido. El tiempo puede
detenerse del todo, como en el castillo de la Bella Durmiente, pero para
eso basta que Charles Perrault escriba:
...les
broches même qui étaient au Jeu toutes pleines de perdrix et de faisans
s'endormirent, et le feu aussi. Tout cela se fit en un moment: les fées
n'étaient pas longues leur besogne.
[...
hasta las broquetas en que se asaban cantidad de perdices y faisanes se
durmieron, y el fuego también. Todo eso ocurrió en un instante: las
hadas hacen muy rápido las cosas.]
La relatividad del tiempo es el tema de un folk-tale difundido
por todas partes: el viaje al más allá que es vivido por quien lo
cumple como si durase pocas horas, mientras que al regreso el lugar de
partida es irreconocible porque han pasado años y años. Recordaré en passant que en los comienzos de la literatura norteamericana este motivo dio origen al Rip Van Winkle de Washington Irving, que asumió el significado de un mito de fundación de la sociedad norteamericana basada en el cambio.
Este
motivo puede entenderse también como una alegoría del tiempo narrativo,
de su inconmensurabilidad en relación con el tiempo real. Y el mismo
significado se puede reconocer en la operación inversa, la de la
dilatación del tiempo por proliferación interna de una historia en otra,
característica de los cuentos orientales. Sherezada cuenta una historia
en la que se cuenta una historia en la que se cuenta una historia, y
así sucesivamente.
El
arte gracias al cual Sherezada salva cada noche su vida reside en saber
encadenar una historia con otra y en saber interrumpirse en el momento
justo: dos operaciones sobre la continuidad y la discontinuidad del
tiempo. Es un secreto de ritmo, una captura del tiempo que podemos
reconocer desde los orígenes: en la épica, por efecto de la métrica del
verso; en la narración en prosa, por los efectos que mantienen vivo el
deseo de escuchar la continuación.
Todos
conocen la sensación de incomodidad que se tiene cuando alguien que
pretende contar un chiste no sabe hacerlo y se equivoca en los efectos,
es decir, en las concatenaciones y en los ritmos sobre todo. Hay un
cuento de Boccaccio (VI, 1), relativo justamente al arte del relato
oral, en que se trata de esta sensación.
Un
alegre grupo de damas y caballeros que una señora florentina ha acogido
en su casa de campo sale a dar un paseo a pie, después del almuerzo,
hasta otra amena localidad de los alrededores. Para hacer más llevadero
el camino, uno de los caballeros propone contar un cuento:
«Madonna
Oretta, quando voi vogliate, io vi porterò, gran parte della via che a
andare abbiamo, a cavallo con una delle belle novelle del mondo».
Al quale la donna rispuose: «Messere,ansi ve ne priego io molto, e sarammi carissimo»,
Messer
lo cavaliere, al quale forse non stava meglio la spada allato che'l
novellar nella lingua, udito questo, comincio una sua novella, la quale
nel vera da se era bellissima, ma egli or tre e quatro e sei volte
replicando una medesima parola e ora indietro tornando e talvolta
dicendo: «Io non dissi bene» e spesso ne’ nomi errando, un per un altro
ponendone, fieramente la guastava: senza che egli pessimamente, secondo
le qualità delle persone e gli atti che accadevano, profereva.
Di
che a madonna Oretta, udendolo, spesse volte veniva un sudore e uno
sfinimento di cuore, come se inferma fosse stata per terminare; la qual
cosa poi che piu sofferir non poté, conoscendo che il cavaliere era
entrato nel pecoreccio né era per riuscirne, piacevolmente disse:
«Messer, questo vostro cavallo ha troppo duro trotto, per che io vi
priego che vi piaccia di pormi a pii»,
[–Doña
Oretta, si queréis, os llevaré gran parte del camino que hemos de andar
como si fuerais a caballo, con una de las más bellas novelas del
mundo.
La señora respondió: -Señor, mucho os lo ruego, que me será gratísimo.
El
señor caballero, a quien tal vez no le sentaba mejor la espada al cinto
que el contar historias, oído esto comenzó una novela que en verdad era
en sí bellísima, pero que él estropeaba gravemente, repitiendo tres,
cuatro o seis veces una misma palabra, o bien volviendo atrás y diciendo
a veces: «No es como dije», y equivocándose a menudo en los nombres,
sustituyendo uno por otro; sin contar con que la exponía pésimamente,
según la calidad de las personas y los hechos que sucedían.
Con
lo cual a doña Oretta, al oírlo, a menudo le entraban sudores y un
desmayo del corazón, como si estuviera enferma y a punto de morir;
cuando ya no lo pudo aguantar más, viendo que el caballero se había
metido en un atolladero y no sabía cómo salir, le placenteramente:
-Señor, este caballo vuestro tiene un trote demasiado duro, por lo que os ruego que me dejéis seguir a pie.]
El
cuento es un caballo: un medio de transporte, con su andadura propia,
trote o galope, según el itinerario que haya de seguir, pero la
velocidad de que se habla es una velocidad mental. Los defectos del
narrador torpe enumerados por Boccaccio son sobre todo ofensas al ritmo,
además de defectos de estilo, porque no usa las expresiones apropiadas a
los personajes y a las acciones, es decir, que, bien mirado, aun en la
propiedad estilística se trata de rapidez de adaptación, agilidad de la
expresión y del pensamiento.
El
caballo como emblema de la velocidad, incluso mental, marca toda la
historia de la literatura, preanunciando toda la problemática propia de
nuestro horizonte tecnológico. La era de la velocidad, tanto en los
transportes como en la información, comienza con uno de los más bellos
ensayos de la literatura inglesa, El coche correo inglés (The English Mail-Coach) de
Thomas de Quincey, que ya en 1849 había entendido todo lo que hoy
sabemos del mundo motorizado y de las autopistas, incluidos los choques
mortales a gran velocidad.
De Quincey describe un viaje nocturno en el pescante de un velocísimo mail-coach, junto
a un gigantesco cochero profundamente dormido. La perfección técnica
del vehículo y la transformación del conductor en un ciego objeto
inanimado dejan al viajero a merced de la inexorable exactitud de una
máquina. Con la acuidad de sensaciones que le ha provocado una dosis de
láudano, De Quincey advierte que los caballos corren a una velocidad de
trece millas por hora, por el lado derecho del camino. Esto significa un desastre seguro, no para el mail-coach veloz
y solidísimo, sino para el primer desdichado vehículo que venga en
sentido contrario. Justamente al fondo del recto camino arbolado, que
parece la nave de una catedral, divisa una pequeña y frágil calesa de
mimbre con una joven pareja que avanza a una milla por hora. «Between
them and eternity, to all human calculation, there is but a minute and a
half» [Entre ellas y la eternidad, para todo cálculo humano, no hay más
que un minuto y medio]. De Quincey lanza un grito. «Mine had been the
first step; the second was for the young man; the third was for God» [El
primer paso había sido mío; el segundo le correspondía al joven; el
tercero, a Dios].
El
relato de esos pocos segundos no ha sido aún superado, ni siquiera en
la época en que la experiencia de las grandes velocidades ha llegado a
ser fundamental en la vida humana.
Glance
of thought of man, wing of angel, which of these had speed enough to
sweep between the question and the answer, and divide the one from the
other? Light does not tread upon the steps of light more indivisibly
than did our all-conquering arrival upon the escaping efforts of the
gig.
[Golpe
de vista, pensamiento humano, ala de ángel, de éstos tenía bastante
rapidez para volar entre la pregunta la respuesta y separar la una de la
otra? La luz no pisa sobre las huellas de la luz de forma más
indivisible que nuestra llegada avasalladora sobre los esfuerzos del
quitrín por escaparse.]
De
Quincey consigue dar la sensación de un lapso de tiempo extremadamente
breve, que sin embargo puede contener el cálculo de la inevitabilidad
técnica del choque y a la vez lo imponderable, la parte de Dios, gracias
a la cual los dos vehículos pasan sin rozarse.
El
tema que aquí nos interesa no es la velocidad física, sino la relación
entre velocidad física y velocidad mental. Esta relación ha interesado
también a un gran poeta italiano de la generación de De Quincey. Giacomo
Leopardi, en su juventud más que sedentaria, encontraba uno de sus
raros momentos de alegría cuando escribía en las notas de su Zibaldone: «La
velocità, per esempio, de' cavalli o veduta, o sperimentata, cioè
quando essi vi trasportano (...) piacevolissima per sé sola, cioè per la
vivacità, l'energia, la forza, la vita di tal sensazione. Essa desta
realmente una quasi idea dell'infinito, sublima l'anima, la fortifica
...» (27 de octubre de 1821). [La velocidad, por ejemplo, de los
caballos, ya sea vista, ya experimentada, es decir, cuando nos
transportan (...), es gratísima en sí misma por la vivacidad, la
energía, la fuerza, la vida de esa sensación. Despierta realmente una
casi idea de infinito, eleva el alma, la fortalece...]
En las notas del Zibaldone de
los meses siguientes Leopardi desarrolla sus reflexiones sobre la
velocidad, y en cierto momento llega a hablar del estilo: «La rapidità e
la concisione dello stile piace perché presenta all'anima una folla
d'idee simultanee, cosi rapidamente succedentisi, che paiono simultanee,
e fanno ondeggiar l'anima in una tale abbondanza di pensieri, o
d'immagini e sensazioni spirituali, ch'ella o non capace di abbracciarle
tutte, e pienamente ciascuna, o non ha tempo di restare in ozio, e
priva di sensazioni. La forza dello stile poetico, che in gran parte
tutt'uno colla rapidità, non piacevole per altro che per questi effetti,
e non consiste in altro. L'eccitamento d'idee simultanee, derivare e da
ciascuna parola isolata, o propria o metaforica, e dalla loro
collocazione, e dal giro della frase, e dalla soppressione stessa di
altre parole o frasi ec.» (3 de noviembre de 1821). [La rapidez y la
concisión del estilo agradan porque presentan al espíritu una multitud
de ideas simultáneas, en sucesión tan rápida que parecen simultáneas, y
hacen flotar el espíritu en tal abundancia de pensamientos o de imágenes
y sensaciones espirituales, que éste no es capaz de abarcarlos todos y
cada uno plenamente, o no tiene tiempo de permanecer ocioso y privado de
sensaciones. La fuerza del estilo poético, que en gran parte es una con
la rapidez, no es placentera sino por estos efectos y no consiste en
otra cosa. La excitación de ideas simultáneas puede derivar de cada
palabra aislada, o propia o metafórica, y de su ubicación, y del giro de
la frase, y de la supresión misma de otras palabras o etc.]
Creo que la metáfora del caballo aplicada a la velocidad de la mente fue usada por primera vez por Galileo Galilei. En el Saggiatore, polemizando con un adversario que sostenía sus propias tesis con gran acopio de citas clásicas, escribía:
Se
il discorrere circa un problema difficile fosse come il portar pesi,
dove molt i cavalli porteranno più sacca di grano che un caval solo, io
acconsentirei che i molti discorsi facessero più che un solo; ma il
discorrere come il correre, e non come il portare, ed un caval barbero
solo che cento frisoni (45).
[Si
el discurrir acerca de un problema difícil fuera como llevar pesos, en
que muchos caballos cargarán más sacos de grano que un caballo solo,
consentiría en que muchos discursos cuentan más que uno solo; pero
discurrir es como correr, y no como cargar pesos, y un solo caballo
berberisco correrá más que cien frisones.]
«Discurrir»,
«discurso» quiere decir para Galileo razonamiento, y a menudo
razonamiento deductivo. «Discurrir es como correr»: esta afirmación es
como el programa estilístico de Galileo, estilo como método de
pensamiento y como gusto literario: la rapidez, la agilidad del
razonamiento, la economía de los argumentos, pero también la fantasía de
los ejemplos son para Galileo cualidades decisivas del pensar bien.
Añádase a esto una predilección por el caballo en las metáforas y en los Gedanken-Experimenten de
Galileo: en un estudio que hice sobre la metáfora en los escritos de
Galileo conté por lo menos once ejemplos significativos en los que habla
de caballos: como imágenes de movimiento, por lo tanto como instrumento
de experimentos de cinética, como forma de la naturaleza en toda su
complejidad y también en toda su belleza, como forma que desencadena la
imaginación en las hipótesis de caballos sometidos a las pruebas más
inverosímiles o que han crecido hasta adquirir dimensiones gigantescas;
además de la identificación del razonamiento con la carrera: «discurrir
es como correr».
La velocidad del pensamiento en el Dialogo dei massimi sistemi es
encarnada por Sagredo, un personaje que interviene en la discusión
entre el tolemaico Simplicio y el copernicano Salviati. Salviati y
Sagredo representan dos facetas diferentes del temperamento de Galileo:
Salviati es el razonador metodológicamente riguroso que avanza
lentamente y con prudencia; Sagredo se caracteriza por su «velocísimo
discurso», por un espíritu más inclinado a la imaginación, a extraer
consecuencias no demostradas y a llevar cada idea hasta sus últimas
consecuencias, como cuando enuncia hipótesis acerca de cómo podría ser
la vida en la luna o lo que sucedería si la tierra se detuviese.
Pero
será Salviati quien defina la escala de valores en la que Galileo sitúa
la velocidad mental: el razonamiento instantáneo, sin passaggi (pasos),
es el de la mente de Dios, infinitamente superior a la humana, que sin
embargo no debe despreciarse ni considerarse nula, puesto que ha sido
creada por Dios, y procediendo paso a paso ha comprendido, investigado y
realizado cosas maravillosas. En ese momento interviene Sagredo
haciendo el elogio de la más grande invención humana, el alfabeto: (Dialogo dei massimi sistemi, fin de la primera jornada):
Ma
sopra tutte la invenzioni stupende, qual eminenza di mente fu quella di
colui che s'immagino di trovar modo di comunicare i suoi più reconditi
pensieri a qualsivoglia altra persona, benché distante per lunghissimo
intervallo di luogo e di tempo? parlare con quelli che son nell'Indie,
parlare a quelli che non sono ancora nati né saranno se non di qua a
mille e dieci mila anni? e con qual facilita? con i vari accozzamenti di
venti caratteruzzi sopra una carta.
[Pero
por encima de todas las invenciones admirables, ¿cuán soberana no fue
la mente de quien imaginó y halló la manera de comunicar sus más
recónditos pensamientos a cualquier persona, aunque separada por
larguísimos intervalos de lugar y de tiempo? hablar con los que están en
las Indias, de hablar con los que todavía no han nacido ni nacerán
hasta dentro de mil, de diez mil años? ¿Y de qué manera? Disponiendo de
diversas maneras veinte caracteres insignificantes sobre un papel.]
En
mi anterior conferencia sobre la levedad cité a Lucrecio, quien veía en
la combinatoria del alfabeto el modelo de la impalpable estructura
atómica de la materia; hoy cito a Galileo, que veía en la combinatoria
alfabética («disponiendo de diversas maneras veinte caracteres
insignificantes») el instrumento insuperable de la comunicación.
Comunicación entre personas alejadas en el espacio y en el tiempo, dice
Galileo, pero es preciso añadir: comunicación inmediata que la escritura
establece entre todas las cosas existentes o posibles.
Como
en cada una de estas conferencias me he propuesto recomendar al próximo
milenio un valor que me es caro, hoy el valor que quiero recomendar es
justamente éste: en una época en que triunfan otros media velocísimos
y de amplísimo alcance, y en que corremos el riesgo de achatar toda
comunicación convirtiéndola en una costra uniforme y homogénea, la
función de la literatura es la de establecer una comunicación entre lo
que es diferente en tanto es diferente, sin atenuar la diferencia silla
exaltándola, según la vocación propia del lenguaje escrito.
El
siglo de la motorización ha impuesto la velocidad como un valor
mensurable, cuyos récords marcan la historia del progreso de las
máquinas y de los hombres. Pero la velocidad mental no se puede medir y
no permite confrontaciones o competencias, ni puede disponer los propios
resultados en una perspectiva histórica. La velocidad mental vale por
sí misma, por el placer que provoca en quien es sensible a este placer,
no por la utilidad práctica que de ella se pueda obtener. Un
razonamiento veloz no es necesariamente mejor que un razonamiento
ponderado, todo lo contrario; pero comunica algo especial que reside
justamente en su rapidez.
Cada
uno de los valores que escojo como tema de mis conferencias, lo he
dicho al principio, no pretende excluir el valor contrario: así como en
mi elogio de la levedad estaba implícito mi respeto por el peso, así
esta apología de la rapidez no pretende negar los placeres de la
dilación. La literatura ha elaborado varias técnicas para retardar el
curso del tiempo; he recordado ya la iteración; me referiré ahora a la
digresión.
En
la vida práctica el tiempo es una riqueza de la que somos avaros; en la
literatura es una riqueza de la que se dispone con comodidad y
desprendimiento: no se trata de llegar antes a una meta preestablecida:
al contrario, la economía de tiempo es cosa buena porque cuanto más
tiempo economicemos, más tiempo podremos perder. Rapidez de estilo y de
pensamiento quiere decir sobre todo agilidad, movilidad, desenvoltura,
cualidades todas que se avienen con una escritura dispuesta a las
divagaciones, a saltar de un argumento a otro, a perder el hilo cien
veces y a encontrarlo al cabo de cien vericuetos.
El
gran invento de Laurence Sterne fue la novela toda hecha de
digresiones, ejemplo que seguirá después Diderot. La divagación o
digresión es una estrategia para aplazar la conclusión, una
multiplicación del tiempo en el interior de la obra, una fuga perpetua;
¿fuga de qué? De la muerte, seguramente, dice en su introducción al Tristram Shandy un
escritor italiano, Carla Levi, que pocos imaginarían admirador de
Sterne, ya que su secreto consistía justamente en aplicar un espíritu
divagante y el sentido de un tiempo ilimitado aun a la observación de
los problemas sociales. Escribía Carlo Levi:
L'orologio
il primo simbolo di Shandy, sotto il suo influsso egli viene generato,
ed iniziano le sue disgrazie, che sono tutt'uno con questo segno del
tempo. La morte sta nascosta negli orologi, como diceva il Belli; e l'
infelicità della vita individuale, di questo frammento, di questa cosa
scissa e disgregata, e priva di totalità: la morte, che il tempo, il
tempo della individuazione, della separazione, l'astratto tempo que
rotola verso la sua fine. Tristram Shandy non vuol nascere, perché non
vuol morire. Tutti i mezzi, tutte le armi sono buone per salvarsi dalla
morte e dal tempo. Se la linea retta la più breve fra due punti fatali e
inevitabili, le digressioni la allungheranno: e se queste digressioni
diventeranno complesse, aggrovigliate, tortuose, rapide da far perdere
le proprie tracce, chissà che la morte non ci trovi più, che il tempo si
smarrisca, e che possiamo restare celati nei mutevoli nascondigli.
[El
reloj es el primer símbolo de Shandy, bajo su influjo es engendrado y
comienzan sus desgracias, que son una sola cosa con ese signo del
tiempo. La muerte está escondida en los relojes, como decía Belli, y la
infelicidad de la vida individual, de ese fragmento, de esa cosa
escindida y disgregada y desprovista de totalidad: la muerte, que es el
tiempo, el tiempo de la individuación, de la separación, el abstracto
tiempo que rueda hacia su fin. Tristram Shandy no quiere nacer porque no
quiere morir. Todos los medios, todas las armas son buenos para
salvarse de la muerte' y del tiempo. Si la línea recta es la más breve
entre dos puntos fatales e inevitables, las digresiones la alargarán; y
si esas digresiones se vuelven tan complejas, enredadas, tortuosas, tan
rápidas que hacen perder las propias huellas, tal vez la muerte no nos
encuentre, el tiempo se extravíe y podamos permanecer ocultos en los
mudables escondrijos.]
Palabras
que me hacen reflexionar. Porque yo no soy un cultor de la divagación;
podría decir que prefiero fiarme de la línea recta, en la esperanza de
que siga hasta el infinito y me vuelva inalcanzable. Prefiero calcular
largamente mi trayectoria de fuga, esperando poder lanzarme como una
flecha y desaparecer en el horizonte. O si no, si me bloquean el camino
demasiados obstáculos, calcular la serie de segmentos rectilíneos que me
saquen del laberinto en el tiempo más breve posible.
Ya desde mi juventud elegí como lema la antigua máxima latina Festina lente, apresúrate
despacio. Tal vez más que las palabras y el concepto, me atrajo la
sugestión de los emblemas. Recordaréis el del gran editor humanista
veneciano, Aldo Manuzio, que en todos los frontispicios simbolizaba el
lema Festina lente con un delfín que se desliza sinuoso alrededor
de un ancla. La intensidad y la constancia del trabajo intelectual
están representados en ese elegante sello gráfico que Erasmo de
Rotterdam comentó en páginas memorables. Pero delfín y ancla pertenecen a
un mundo homogéneo de imágenes marinas, y yo siempre he preferido los
emblemas que reúnen figuras incongruentes y enigmáticas como charadas.
Como la mariposa y el cangrejo que ilustran el Festina lente en
la recopilación hecha por Paolo Giovio de emblemas del siglo XVI, dos
formas animales, las dos extrañas y las dos simétricas, que establecen
entre sí una inesperada armonía.
Desde
que empecé a escribir he tratado de seguir el recorrido fulmíneo de los
circuitos mentales que capturan y vinculan puntos alejados en el
espacio y en el tiempo. En mi predilección por la aventura y el cuento
popular buscaba el equivalente de una energía interior, de un movimiento
de la mente. He apuntado siempre a la imagen y al movimiento que brota
naturalmente de la imagen, sin ignorar que no se puede hablar de un
resultado literario mientras esa corriente de la imaginación no se haya
convertido en palabra. Como para el poeta en verso, para el escritor en
prosa el logro está en la felicidad de la expresión verbal, que en
algunos casos podrá realizarse en fulguraciones repentinas, pero que por
lo general quiere decir una paciente búsqueda del mot juste, de
la frase en la que cada palabra es insustituible, del ensamblaje de
sonidos y de conceptos más eficaz y denso de significado. Estoy
convencido de que escribir en prosa no debería ser diferente de escribir
poesía; en ambos casos es búsqueda de una expresión necesaria, única,
densa, concisa, memorable.
Es
difícil mantener este tipo de tensión en obras muy largas, y por lo
demás mi temperamento me lleva a realizarme mejor en textos mi obra está
constituida en gran parte por short stories. Por ejemplo, el tipo de operación que experimenté en las Cosmicámicas (Le cosmicomiche) y Tiempo cero (Ti con zero), dando evidencia narrativa a ideas abstractas del espacio y el tiempo, no podrían realizarse sino en el breve arco de la short story. Pero he intentado también composiciones aún más cortas, con un desarrollo narrativo más reducido, entre el apólogo y el petit-poème en-prose, en Las ciudades invisibles (Le cittá invisibili) y recientemente en las descripciones de Palomar. La
longitud y la brevedad del texto son, desde luego, criterios
exteriores, pero yo hablo de una densidad particular que, aunque pueda
alcanzarse también en narraciones largas, encuentra su medida en la
página única.
En
esta predilección por las formas breves no hago sino seguir la
verdadera vocación de la literatura italiana, pobre en novelistas pero
siempre rica en poetas, que cuando escriben en prosa dan lo mejor de sí
mismos en textos en los que el máximo de invención y de pensamiento está
contenido en pocas páginas, como ese libro sin igual en otras
literaturas que son los Diálogos (Operette morali) de Leopardi.
La literatura norteamericana tiene una gloriosa y siempre viva tradición de short stories; diré incluso que entre las short stories se cuentan sus joyas insuperables. Pero la bipartición rígida de la clasificación editorial -o short stories o novel-deja
fuera otras posibilidades de formas breves, como las que están sin
embargo presentes en la obra en prosa de los grandes poetas
norteamericanos, desde los Specimen Days de Walt Whitman hasta
muchas páginas de William Carlos Williams. La demanda del mercado del
libro es un fetiche que no debe inmovilizar la experimentación de formas
nuevas. Quisiera romper aquÍ una lanza en favor de la riqueza de las
formas breves, con lo que ellas presuponen como estilo y como densidad
de contenidos. Pienso en el Paul Valéry de Monsieur Teste y de
muchos de sus ensayos, en los pequeños poemas en prosa sobre los objetos
de Francis Ponge, en las exploraciones de sí mismo y del propio
lenguaje de Michel Leiris, en el humour misterioso y alucinado de Henri Michaux en los brevísimos relatos de Plume.
La
última gran invención de un género literario a que hayamos asistido es
obra de un maestro de la escritura breve, Jorge Luis Borges, y fue la
invención de sí mismo como narrador, el huevo de Colón que le permitió
superar el bloqueo que le había impedido, hasta los cuarenta años
aproximadamente, pasar de la prosa ensayística a la prosa narrativa. La
idea de Borges consistió en fingir que el libro que quería escribir ya
estaba escrito, escrito por otro, por un hipotético autor desconocido,
un autor de otra lengua, de otra cultura, yen describir, resumir,
comentar ese libro hipotético. Forma parte de la leyenda de Borges la
anécdota de que, cuando apareció en la revista Sur, en 1940, el primer y extraordinario cuento escrito según esta fórmula, El acercamiento a Almotásim, se
creyó que era realmente un comentario de un libro de autor indio. Así
como forma parte de los lugares obligados de la crítica sobre Borges
observar que cada texto suyo duplica o multiplica el propio espacio a
través de otros libros de una biblioteca imaginaria o real, lecturas
clásicas o simplemente inventadas. Lo que más me interesa subrayar es
cómo realiza Borges sus aperturas hacia el infinito sin la más mínima
congestión, con el fraseo más cristalino, sobrio y airoso; cómo el
narrar sintéticamente y en escorzo lleva a un lenguaje de absoluta
precisión y concreción, cuya inventiva se manifiesta en la variedad de
los ritmos, del movimiento sintáctico, de los adjetivos siempre
inesperados y sorprendentes.
Nace
con Borges una literatura elevada al cuadrado y al mismo tiempo una
literatura como extracción de la raíz cuadrada de sí misma; una
«literatura potencial», para usar un término que se aplicará más tarde
en Francia, pero cuyos preanuncios se pueden encontrar en Ficciones, en ideas y fórmulas de las que hubieran podido ser las obras de un hipotético autor llamado Herbert Quain.
La
concisión es sólo un aspecto del tema que quería tratar, y me limitaré a
deciros que sueño con inmensas cosmogonías, sagas y epopeyas encerradas
en las dimensiones de un epigrama. En los tiempos cada vez más
congestionados que nos aguardan, la necesidad de literatura deberá
apuntar a la máxima concentración de la poesía y del pensamiento.
Borges y Bioy Casares recopilaron una antología de Cuentos breves y extraordinarios. Yo
quisiera preparar una colección de cuentos de una sola frase, o de una
sola línea, si fuera posible. Pero hasta ahora no encontré ninguno que
supere el del escritor guatemalteco Augusto Monterroso: «Cuando
despertó, el dinosaurio todavía estaba allí».
Me
doy cuenta de que esta conferencia, fundada en las conexiones
invisibles, se ha ramificado en diversas direcciones con peligro de
dispersión. Pero todos los temas que he tratado esta tarde, y quizá
también los de la vez pasada, pueden unificarse porque sobre ellos reina
un dios del Olimpo al que tributo un culto especial: Hermes-Mercurio,
dios de la comunicación y de las mediaciones; bajo el nombre de Toth,
inventor de la escritura; y que, según dice C. G. Jung en sus estudios
sobre la simbología alquímica, como «espíritu Mercurio» representa
también el principium individuationis.
Mercurio,
el de los pies alados, leve y aéreo, hábil y ágil, adaptable y
desenvuelto, establece las relaciones de los dioses entre sí y entre los
dioses y los hombres, entre las leyes universales y los casos
individuales, entre las fuerzas de la naturaleza y las formas de la
cultura, entre todos los objetos del mundo y entre todos los sujetos
pensantes. ¿Qué mejor patrono podría escoger para mi propuesta de
literatura?
En
la sabiduría antigua, en la que el microcosmos y el macrocosmos se
reflejan en las correspondencias entre psicología y astrología, entre
humores, temperamentos, planetas, constelaciones, estatuto de Mercurio
es el más indefinido y oscilante. Pero, según la opinión más difundida,
el temperamento influido por Mercurio, inclinado a los intercambios, a
los comercios, a la habilidad, se contrapone al temperamento influido
por Saturno, melancólico, contemplativo, solitario. Desde la Antigüedad
se considera que el temperamento saturnino es justamente el de los
artistas, los poetas, los pensadores, y me parece que esta
caracterización corresponde a la verdad. Desde luego, la literatura
nunca hubiese existido si una parte de los seres humanos no tuviera una
tendencia a una fuerte introversión, a un descontento con el mundo tal
como es, al olvido de las horas y los días, fija la mirada en la
inmovilidad de las palabras mudas. Mi carácter corresponde ciertamente a
las peculiaridades tradicionales de la categoría a la que pertenezco:
también yo he sido siempre un saturnino, cualquiera que fuese la máscara
que tratara de ponerme. Mi culto a Mercurio corresponde quizá sólo a
una aspiración, a un querer ser: soy un saturnino que suena con ser
mercurial, y todo lo que escribo está marcado por estas dos tensiones.
Pero
si Saturno-Granos sobre mí su poder, también es cierto que nunca fui
devoto de ese dios; nunca alimenté por él otro sentimiento que no fuera
un respetuoso temor. En cambio hay otro dios que tiene con Saturno lazos
de afinidad y parentesco, que me inspira un gran afecto, un dios que no
goza de prestigio astrológico y por lo tanto psicológico, por no ser el
titular de uno de los siete planetas del cielo de los antiguos, pero
que goza en cambio de una gran fortuna literaria desde los
tiempos
de Homero: hablo de Vulcano-Efesto, dios que no planea en los cielos
sino que se refugia en el fondo de los cráteres, encerrado en su fragua,
donde fabrica infatigablemente objetos acabados en todos sus detalles,
joyas y ornamentos para las diosas y los dioses, armas, escudos, redes,
trampas. Vulcano, que contrapone al vuelo aéreo de Mercurio el ritmo
discontinuo de su paso claudicante y e! golpeteo cadencioso de su
martillo.
Aquí
he de referirme también a una lectura ocasional, pero a veces de la
lectura de libros extraños y difícilmente clasificables desde el punto
de vista del rigor académico nacen ideas esclarecedoras. El libro en
cuestión, que leí cuando estudiaba la simbología de los tarots, se
titula Histoire de notre image, de André Virel (Ginebra 1965).
Según el autor, un estudioso de lo imaginario colectivo, de escuela
junguiana, Mercurio y Vulcano representan las dos funciones vitales
inseparables y complementarias: Mercurio, la sintonía, o sea la participación en el mundo que nos rodea; Vulcano, la focalidad, o
sea la concentración constructiva. Mercurio y Vulcano son ambos hijos
de Júpiter, cuyo reino es el de la conciencia individualizada y
socializada; pero, por parte de madre, Mercurio desciende de U rano,
cuyo reino era el del tiempo «ciclofrénico» de la continuidad
indiferenciada, y Vulcano desciende de Saturno, cuyo reino era e! del
tiempo «esquizofrénico» del aislamiento egocéntrico. Saturno destronó a
Urano, Júpiter destronó a Saturno; al final, en el reino equilibrado y
luminoso de Júpiter, Mercurio y Vulcano llevan cada uno el recuerdo de
uno de los oscuros reinos primordiales, transformando lo que era
enfermedad destructiva en cualidad positiva: sintonía y focalidad.
Desde
que leí esta explicación de la contraposición y la complementariedad
entre Mercurio y Vulcano, empecé a entender algo que hasta entonces sólo
había intuido confusamente: algo acerca de mí mismo, de cómo soy y cómo
quisiera ser, de cómo escribo y cómo podría escribir. La concentración y
la craftmanship de Vulcano son las condiciones necesarias para
escribir las aventuras y las metamorfosis de Mercurio. La movilidad y la
rapidez de Mercurio son las condiciones necesarias para que los
esfuerzos interminables de Vulcano sean portadores de significado, y de
la informe ganga mineral cobren forma los atributos de los dioses,
cetros o tridentes, lanzas o diademas. El trabajo del escritor debe
tener en cuenta tiempos diferentes: el tiempo de Mercurio y el tiempo de
Vulcano, un mensaje de inmediatez obtenido a fuerza de ajustes
pacientes y meticulosos; una intuición instantánea que, apenas
formulada, asume la definitividad de lo no podía ser de otra manera;
pero también el tiempo que corre sin otra intención que la de dejar que
los sentimientos y los pensamientos se sedimenten, maduren, se aparten
de toda impaciencia y de toda contingencia efímera.
Empecé esta conferencia contando un cuento; permitidme que la termine con otro. Es un cuento chino.
Entre
sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo.
El rey le pidió que dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que
necesitaba cinco años y una casa con doce servidores. Pasaron" cinco
años y el dibujo aún no estaba empezado. «Necesito otros cinco años»,
dijo Chuang Tzu. El rey se los concedió. Transcurridos los diez años,
Chuang Tzu tomó el pincel y en un instante, con un solo gesto, dibujó un
cangrejo, el cangrejo más perfecto que jamás se hubiera visto.
De: Calvino, Italo – Seis propuestas para el próximo milenio. Ediciones
Siruela, Madrid, 1989. Págs. 45-67. Traducción de Aurora Bernárdez.
Conferencias dictadas en la Universidad de Harvard en junio de 1984.
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