lunes, 3 de mayo de 2021

"En el bote", Iván Monalisa Ojeda

La policía me había parado en varias oportunidades. La última vez fue unos dos meses antes de que me sucediera lo que voy a contar.
Después de salir de la barra, si no me había hecho suficiente dinero, me iba caminando por la calle Catorce hacia la Novena Avenida. Mi amiga, la Maru, vivía cerca, en los proyectos de Chelsea. Allí me cambiaba de él a ella o de ella a él. Así que taco, taquito, tacón, Iris Chacón. A ver si aparecía algo, algún carro. Can you give me a ride? Si me decían que sí, me montaba. Y si no les sacaba algún dinero, igual me daban el aventón. A lo más me tocaban las piernas durante el camino. Les preguntaba si querían algo más. Por jugar debían dar me alguna propina. Si me decían que no, pues ok babe, thank for the ride. Leave me here.
Una de esas noches, casi a finales del otoño, hacía shows en una barra del downtown. Una de las tantas que administraba la legendary Sandy Michelle. Me había dado por personificar a Bette Midler. Así que canciones como «I am Beautiful» o «One Monkey don't Stop no Show» eran parte de mi repertorio. Me pagaban cincuenta dólares y tenía barra abierta. Por supuesto siempre terminaba borracha.
Como tantas otras noches, caminé de la calle Catorce hasta la Novena Avenida. Cuando ya iba cruzando la Octava, se parqueó un carro a mi lado. Se bajó el vidrio del lado del conductor y apareció un señor sexagenario de cachetes rosados y abundante barba blanca.
—Hi babe. What's up? Want come in?
Lo quedé mirando. A pesar de su apariencia y de las fechas navideñas que ya se acercaban, obviamente no era Santa Claus. Pensé en silencio en su cara de pargo nocturno en las calles de New York.
—Can you give me a ride?
—Sure, babe. Come in.
Aquí hay dinero, pensé mientras me montaba en el carro. No anduvimos ni media cuadra cuando nos paró una patrulla. Dos policías me pidieron bajar y, sin decir más palabras, me esposaron. Aunque alegué diciendo que solo había pedido un ride, ya estaba lista para entrar al carro policial.
Los agentes se acercaron a hablar con mi supuesto chofer. Y sí, Santa Claus era un undercover. Un policía encubierto.
Así que lo de siempre, lo de tantas veces. Fui llevada al precinto de la calle Catorce. El first precinct de Nueva York. Cuando me metieron en la furgoneta, ya estaba casi llena. Nada raro, eran como las cinco de la madrugada. La última vez, cuando otro undercover me había hecho caer, fui la primera en la van. Como no eran ni las diez de la noche tuve que estar más de cuatro horas ahí esperando que la camioneta se llenara. Poco a poco fueron cayendo mis colegas, chicas arrestadas a la salida de algún strip club o que trabajaban en barras. Muchas de ellas se acercaban a los undercover en la onda sexy boba. Babe, do you want a lap dance? Salían con el supuesto cliente y ahí mismo, en la calle, estaban los policías. Esperándolas. Esposadas y arriba, a la furgoneta. Como ganado nocturno.
Pero esa vez yo era la última que abordaba el barco. Nada de espera, directo al precinto. Allí no quedaba más que matar el tiempo hasta que te llevaran al juzgado y te dictaran sentencia.
La primera vez que te arrestan por prostitución, la sentencia es asistir a una clase sobre sexo seguro, seguida de otra sobre el uso de estupefacientes. Cuando ya caes por segunda vez comienzan a darte días de community service: dos días limpiando un parque o poniendo estampillas en las oficinas del New York Police Department. Mientras más veces caes, más son tus días de community service. Una vez, a mi amiga salvadoreña, la Myriam Hernández, le tocó hacer un mes completo de community service.
Ahora todo se veía venir como siempre pero había algo que desconocía. Un par de años atrás, en el 2000 para ser exactos, me había dado por dedicarme bastante a la calle. Años de gozeo o duro. Siempre hacía dinero o sacaba mis aventones a Washington Heights, que por entonces era donde yo vivía. Desde la calle Catorce, el campo de acción, hasta all the way uptown era bastante camino por recorrer, pero los carros cogían el West Side Highway y llegaban de un tirón. Hacía la calle por lo menos tres días a la semana, más bien tres noches.
Gozear por la Catorce en esos años era estar en la misma boca del lobo. O, lo que es lo mismo, en la de los policías. Siempre andaban patrullando. Sabían todo lo que pasaba y si les daba la gana te arrestaban. Estaban allí, siempre al acecho.
Después del primer mes en que mis high heels se hicieron familiares a esos callejones tapizados de adoquines bohemios, y en los que podía caminar casi a ciegas, comencé a caer presa. Caí cinco veces en tres meses.
En algunas ocasiones me cogieron dentro del carro, cuando el cliente de turno me estaba pasando el dinero. Otras, solo por estar caminando en el área. Esperamos a que te hicieras tu dinero, agradece, me dijo una vez el hipócrita del teniente Torres, encargado de arrestar a las trabajadoras sexuales que andaban por su territorio. En una ocasión me arrestaron solo por hablar con un tipo al que le había preguntado la hora. Tres patrullas se parquearon frente a mí. Por toda la parafernalia y alboroto que se armó no sabía si me habían confundido con algún criminal de alta peligrosidad. Salieron de sus patrullas como seis policías. Quedé arrinconada como una gata callejera, enceguecida por las luces y algo aturdida por el sonido de las sirenas. Nunca me había sentido tan importante.
Fueron tantas las veces y tantas las sentencias de community service que comencé a olvidar los días que me tocaba limpiar parques o barrer calles y también los días de audiencia con el juez.
Para sacarme todo esto de encima decidí no volver más a la calle. Solo trabajaría en las barras. Y, según yo, asunto arreglado. No sabía entonces, ni hasta este arresto, que tus ausencias al community service o a las citas con el juez se transforman en guarantees, lo que significa que cuando la policía te vuelve a arrestar te vas directo a la cárcel. Es decir, a Rikers Island. A Las Rocas, como la conocemos los del background latino.
Normalmente esperaba ansiosa que llegara la hora de ir a la corte a ver al juez, pero esta vez quería que el tiempo pasara lentamente. Algo presentía. Quizá por esto se me ocurrió la gran idea de dar un nombre distinto al de las otras veces. La primera vez que caí presa, una loca en la patrulla me aconsejó. No debía dar nunca mi nombre verdadero. Lo mejor era decir que eras puertorriqueña, así nadie te molestaría ni averiguaría si eras legal o ilegal: los boricuas son ciudadanos. Y sobre el número social debía decir que lo había olvidado, total, los policías piensan que todas estamos en droga y que no tenemos idea de lo que pasa a nuestro alrededor. Por eso, desde mi primer arresto me hice llamar Juan Cruz. ¿Por qué Juan? ¿Por qué Cruz? No tengo idea. Esa vez, de camino a la corte de midtown, esposada en la parte de atrás de la patrulla, decidí llamarme Luis Rivera. Qué más boricua que Luis. Qué más boricua que Rivera.
Pero apenas llegué a la corte todo empezó a ir en mi contra desde el momento en que me tomaron las huellas. Ya no se hacía con tinta. Esa mancha horrorosa que se te quedaba por días en los dedos, a modo de recordatorio: te arrestaron por puta, te arrestaron por puta. Pues no. El uso de la tinta era cosa del pasado. Estábamos en el new millennium. Ahora pasabas la yema de tus dedos por una pantalla donde se grababan tus huellas digitales.
—Name? —me preguntó la policía.
—Luis Rivera —contesté con seguridad.
Esperé ver alguna reacción en su rostro mientras escribía mi nombre en el teclado. Se daría cuenta de que los nombres no coincidían. Como dicha reacción nunca llegó, pensé que estaría acostumbrada a tanto delincuente mentiroso.
Una vez hechos los trámites, me devolvieron a la celda ubicada dentro de la corte, a la espera de ser vista por un juez. A los pocos minutos llegó el abogado que iba a representarme, un señor blanco en sus cincuenta y tantos. Se sentó frente a mí y comenzó a leer mi expediente.
—Mmm —murmuró mientras leía mi historial criminal—. Are you mister Cruz or mister Rivera?
En esa época no tenían la delicadeza de preguntarte si preferías ser llamado como él o como ella. Así que el mister iba seco y directo.
—Llámeme como quiera, I'm both —le contesté, cara dura.
Me devolvió un gesto que no alcanzó a convertirse en una sonrisa, pues seguro debía mantener la compostura.
—Veo que usted solo tiene arrestos por prostitución. Esperemos que el juez sea benevolente en su sentencia. —Dicho esto revisó una vez más mi historial y soltó una exclamación.
—Yes? —dije nervioso.
—Dice aquí que en dos oportunidades no se presentó a hacer sus días de community service. Y en otra ocasión no fue a la audiencia ante el juez. Una audiencia que usted mismo solicitó, pues se declaró inocente por el arresto. El juez le dio una oportunidad dándole otra cita en la corte para que probara su inocencia. ¿Y usted nunca se presentó?
—I know —le respondí.
—Esto significa que tiene tres guarantees. Un guarantee significa una falta de respeto a la ley. En todo caso, como le decía antes, usted ha sido detenido solo por prostitución. Ningún crimen violento ni nada por el estilo. Lo veo en un momento. —Se puso de pie, me miró con seriedad y se fue.
Me quedé esperando mi turno de audiencia, rogando tener suerte con el juez.
De pronto apareció un policía que me escoltó hasta la sala de la corte. Apenas abrieron la puerta, escuché en voz alta:
—Juan Cruz also known as Juan Rivera.
Ese era yo. Juan Cruz also known as Luis Rivera. Toda una criminal la loca, hasta con alias. Me quitaron las esposas y me ubicaron al lado del abogado. Sentí su risa contenida sobre mí. Demás estuvo rogarle al juez, decirle que haría todo el community service que quisiera. El juez, cara de perro sin amigos, nunca dio su brazo a torcer: tres meses en Las Rocas y a finales de febrero, nueva audiencia. O cinco mil dólares de fianza. Esa fue la irrevocable sentencia.
De la corte me llevaron a Central Booking, también conocido como Las Tumbas, pues queda en una especie de subterráneo de otra corte más grande, ubicada en el sector de Chinatown. Decirle tumbas a ese lugar es de lo más acertado, pues jamás llega la luz del sol. Ahí estuve en una celda por horas. Hasta que escuché el llamado que oiría tantas veces: Juan Cruz also known as Luis Rivera.
Me puse de pie. Un oficial me condujo por un largo pasillo que terminaba a las afueras del lugar, donde me esperaba un bus enrejado. Subí a esa especie de celda con ruedas que en menos de quince minutos se llenó. Miré a mi alrededor, a mis compañeros de viaje. Vi que abundaban las expresiones de frustración aunque también vi una que otra cara de tipos acostumbrados a todo esto.
Una puerta alambrada nos aislaba del chofer. Todos íbamos esposados. Sentí un murmullo de motores y voces a lo lejos. Por la ventana vi varios autobuses iguales que comenzaron a llegar cerca nuestro. Guaguas enrejadas que transportan a la creme de la creme de todos los condados de la ciudad de Nueva York. Staten Island, Queens, el Bronx, Brooklyn y, por supuesto, Manhattan, se hacían presentes con lo que había botado la ola. Nos hicieron bajar y entrar en uno de los dos galpones que teníamos en frente. Eran de ladrillos color cemento. Hombres iban y venían. Todos en overoles grises o naranjas. De los que pasaron frente a mis ojos, el ochenta por ciento eran presos. El resto, guardias y policías. No sé cómo tan pocos pueden controlar a tantos.
Me pusieron en una fila. Habían pasado casi tres días desde que caí por culpa del fucking Santa Claus. El maquillaje se había esfumado, con excepción del eyeliner a prueba de agua. No en vano había gastado diez dólares en eso: el resto del make up me lo robaba. Tres días sin ducharme, tres días sin afeitarme. En resumidas cuentas, una loca empelucada parecida a Freddy Krueger. Esperé mi turno. Se cruzó frente a mis ojos un recluso. Me impactó el color de su piel, una tez blanca de años sin sol. Una piel que bajo la iluminación del galpón se volvía casi transparente. Llegó mi turno. Me hicieron entrar a una gran habitación que parecía el baño de un centro deportivo venido a menos.
Me dijeron que tenía que sacarme la ropa. La peluca fue lo primero que me quité, después los zapatos y todo lo demás. No podía creer que todo ese tiempo hubiese estado sobre tacones. Recién ahí caí en la cuenta.
Pusieron mis pertenencias en una gran bolsa de papel. Cuando estuve lista para meterme a la ducha, los mismos presos que llevaban ya tiempo allí, y que se encargaban de estos trámites, comenzaron a toquetear mis pezones, erectos por mis esporádicas intervenciones con hormonas femeninas y por el frío del lugar. A uno de ellos, bastante guapo por lo demás, le pegué una mirada en plan toca todo lo que quieras, babe. Nos sonreímos. Y antes de que comenzara a soñar con que él fuera mi marido allí adentro, llegó el momento de meterme a la ducha.
Fueron solo tres minutos. Sin duda los tres minutos más agradables de esos últimos días. Me tocó el uniforme naranja y sandalias chinas del mismo color. Estábamos todos en silencio. Cansados. A todos nos esperaban unas largas vacaciones en Rikers Island Resort.
Después del baño, nos condujeron a otro galpón. El de los dormitorios. Entré a un lugar espacioso, con unas cincuenta o sesenta camas. Había un guardia en un cubículo enrejado que tenía una ventana que daba hacia dentro del dormitorio. Por ahí se comunicaba con los reclusos.
Apenas entré se me acercó alguien. Era un hombre blanco, de mi estatura y de barba castaña. Me saludó y me dio la bienvenida. Sorprendido, lo saludé de vuelta. Al sentirme un acento latino, me preguntó de dónde era. Y yo, que no estaba para seguir mintiendo sobre mi origen, le contesté:
—Soy de Chile. Del sur de Sudamérica.
—Oh, a Chilean one —exclamó él—, hay otro de Chile aquí. ¿Quieres que te lo presente?
—No, please. No quiero conocer a ningún chileno. Me vine hace tiempo de mi país. Y honestamente no estoy para chilenos. Menos ahora.
Apenas dije esto dieron la señal de que apagarían las luces. Hora de acostarse. Como no había tenido tiempo de ubicarme, me acosté en la primera cama que vi vacía. Me desplomé, sin colcha con que cubrirme, tiritando de frío. Ya en plena oscuridad, les pregunté a mis vecinos de cama por algo para cubrirme. Alguien me dijo que le preguntara al guardia del cubículo. Así que yo, bien segura de mí misma, alcé la voz y dije en plena oscuridad:
—Oficial. Por favor, necesito una colcha.
—¿Quién me habla?
—Juan Cruz also known as Luis Rivera. Necesito algo para a cubrirme.
—Ya es hora de irme. Se lo voy a decir al guardia que viene ahora.
—Gracias, oficial —respondí, acostumbrándome a las circunstancias. Ahí me quedé tiritando de frío, hasta que escuché una voz.
—Ey. ¿Acabas de llegar?
—Sí. Primera vez en este lugar.
—Toma.
Me tiró algo pesado y peludo que me cayó encima. Alcancé a ver a mi vecino en la oscuridad del dormitorio. Me enrollé en la colcha.
—¿Dónde está Juan Cruz? —escuché cuando empezaba a dormirme.
—Acá.
—¿Necesita una colcha?
—No, gracias. Ya me dieron una.
Como probablemente había visto mi historial de chica nocturna, mi foto en la carpeta y la razón de mi arresto, me respondió a viva voz:
—Ah, obvio, seguro la intercambiaste por una mamada.
El silencio se vio interrumpido por gritos de burla, desprecio y asombro. El cansancio era muy fuerte. No tenía energías para pensar o reaccionar. Me dormí.
De pronto sentí voces y movimiento. La luz invadía el espacio. Tal era mi cansancio que todos, o casi todos, se habían levantado antes que yo. Me senté en la cama y traté de divisar el rostro de quien me había dado la bienvenida.
Mi cama estaba en medio de todas. Yo en medio de todos. Muchos caminaban en una misma dirección, supuse que a los baños. Divisé a mi vecino. Ahí venía. Cuando pasó cerca mío lo saludé con entusiasmo. Me miró y alejó la mirada de inmediato. Siguió de largo. Antes de sorprenderme por su reacción, recordé lo que había pasado la noche anterior. Todo el mundo se había enterado de la llegada de una loca. Me dirigí adonde el guardia, que esa mañana había sido reemplazado por una mujer. Le pedí una toalla. Me la entregó sin mirarme, junto a una pequeña barra de jabón. Un afroamericano me dio un hombrazo, en la onda machote, sal de mi camino. Miré hacia todos lados. Las duchas estaban vacías. Me sentía en estado de alerta. Me duché rápido. Ni siquiera me eché jabón. Volví a mi cama. Me tiré en ella. Era mi territorio, el único lugar donde podía estar seguro y hasta podría decir que protegido.
En la sala contigua prendieron un gran televisor que colgaba del techo. Había un grupo de chinos jugando ajedrez. Me levanté y me acerqué haciendo pantomima de «juguemos». Pero ellos también me esquivaron.
De pronto se escuchó por unos altoparlantes que era hora de salir al patio. Preferí quedarme en el dormitorio. Los presos volvieron de la caminata. Nadie me miraba. Nadie me saludaba. Todos se agrupaban. Los blancos con los blancos, los boricuas con los morenos. Los chinos se ignoraban entre ellos. Los mexicanos hacían su propio grupo aparte.
Me di cuenta de que había una cama vacía frente al guardia. Un instinto, digamos que de supervivencia, me impulsó de un salto hacia ella. Le pregunté a la guardia si esa cama era de alguien. Vacía y disponible, me respondió con indiferencia.
Me instalé ahí, con mi colcha. Ese fue desde entonces mi refugio. A la vista de los guardias era más difícil que me hicieran algo. Otra vez todo el mundo se levantó de sus camas. De sus pequeñas casas. Supuse que era hora de almuerzo. Tenía un hambre tan grande que podría haberme comido una vaca entera.
Me ubiqué al final de la fila. A medida que íbamos avanzando por los pasillos, otras filas de presos se unían. Teníamos que caminar entre una línea blanca marcada en el piso y la pared. Salirse de ahí era una provocación para que los guardias te ladraran como perros furiosos.
Vi a un recluso que contestaba diciendo que era su primera vez en una cárcel, que no sabía eso de caminar dentro de la línea. No alcanzó a terminar su argumento.
Dos policías se le vinieron encima y, ya en el suelo, lo esposaron y lo arrastraron de vuelta a los dormitorios. Alguien entre las filas gritó:
—¡Un almuerzo extra! Todos nos echamos a reír.
En el comedor, agarré una bandeja de plástico. Otros presos a los que ese día les tocó estar en la cocina, depositaban la comida. Pasta, jugo, pan y una naranja. Me senté en cualquier mesa. La pasta, que no tenía salsa de tomate, se me quedó atascada en medio de la garganta. Era viscosa, intragable. El tipo que estaba sentado a mi lado me preguntó si iba a comerla. Le dije que no. Agarró mi plato y se la devoró.
Me dejé la naranja. La comí despacio, intentando imaginar que era una hamburguesa o algo parecido. Terminé bebiendo el jugo, no sé de qué era pero me agradaba, estaba dulce y refrescaba.
Al terminar, un hombre blanco en sus tempranos treinta se sentó frente a mí. Era tan atractivo que aún lo recuerdo a la perfección. Comía y miraba a todos lados, como si alguien lo estuviera persiguiendo. Tenía una lágrima tatuada bajo el ojo izquierdo. Más tarde supe que es una marca que muestra que has matado a alguien. Cada lágrima es un muerto en tu historial. Su presencia me provocaba terror y fascinación. Se fue apenas terminó de comer. Seguro lo perseguía el espíritu del muerto que cargaba, el de su lágrima. Para mi desgracia o fortuna, nunca más lo volví a ver.
Un guardia avisó que la hora del lunch había terminado.
A la fila, again. De vuelta a caminar entre la línea blanca y la pared. De regreso al dormitorio me instalé en mi nueva ubicación: en la cama frente al cubículo del guardia que nos vigilaba. No quise echarme. Me quedé sentado. Comencé a condenarme: Esto te pasa por loca estúpida. Sabías que tarde o temprano te iban a agarrar. No te costaba nada presentarte ante el juez y pedir disculpas. Te hubiesen dado un mes entero de community service y una fianza que no pasaría de los cien dólares. Pero no. Cabeza dura. Mírate dónde estás. Enjaulada.
Cuando ya estaba dispuesta a tirarme en la cama y entregarme a la depresión, escuché una voz que por su acento se me hizo familiar.
—Oye. ¿Vos soi chileno?
Levanté la cabeza y vi un rostro que me sonreía. Un rostro que me recordaba a algún compañero de curso. A algún vecino. A algún amigo de un amigo. Era el mismo al que yo, soberbio, me había negado a conocer.
—Hola. Sí. Soy chileno —le contesté con una mezcla de felicidad y agradecimiento.
—¿Me puedo sentar?
—Claro.
Él tomó asiento y prosiguió.
—¿Cómo te llamái?
—Iván —le respondí con la verdad, harto de los nombres falsos.
—Yo me llamo Vladimir.
Se quedó mirándome, como si esperase alguna pregunta de mi parte. Al ver que no dije nada, continuó:
—Ya lo sé. Vladimir no es un nombre muy común para Chile. Es que mi papá era comunista. Y todo lo que le sonara a ruso le encantaba. Yo me llamo Vladimir y tengo dos hermanos menores, Igor y Tatiana —se quedó pensando y me miró fijo—: Oye, pero tú también tenís nombre ruso. Iván.
—Sí —le dije sonriendo, me pareció un tipo muy simpático—. Pero mi papá no es comunista. Y tú, ¿por qué estás acá?
—Por vicioso —me contestó.
—¿Cómo así?
—Me agarraron comprando heroína. Llevo tres meses acá. Al menos me ha servido para estar limpio. Acá me dan la metadona así que no me entra ni el desespero. Cuando recién llegué, estuve cuatro días sin dormir, con un dolor de huesos que me hacía chillar. Pero ya al quinto día comenzaron a darme metadona. Y ahí tranqui, tranquiléin. ¿Y vos por qué estái acá?
—Se me juntaron varias guarantees.
—¡Oh!—exclamó al notar que no quería contarle el porqué de mis arrestos y se puso de pie—. Tienes cara de cansado. Toma una siesta y yo vuelvo en un rato.
—Cool.
Me tendí en mi cama. Una sensación de temperatura agradable me invadió el cuerpo. Tomé una siesta. Sé que dormí con una sonrisa en los labios.
No sé cuánto tiempo pasó. Solo sé que escuché una voz que me estaba despertando.
—Pss, pss, ey.
Abrí los ojos y vi a mi nuevo amigo.
—Mira. Tengo galletas y té. ¡Hora de once!
Me senté de un tirón, con unas ganas enormes de abrazarlo. Me contuve. Me sentí feliz.
Otra vez, de modo ceremonioso, me preguntó si podía sentarse al lado mío. Yo, sin decir nada, me senté en un rincón de la cama dejándole suficiente espacio.
Apenas se sentó, puso la bolsa de té en una taza de plástico llena de agua hirviendo.
—Esta alcanza para dos.
—Bien a la chilena —le respondí riendo.
—Mira, y estas galletas se parecen a las Tritón. Son ocho. Cuatro para mí y cuatro para ti.
Las galletas eran como una Coca-Cola en medio del desierto. Me las devoré.
—¿Cuándo sales? —me preguntó.
—A fines de febrero. Podría salir antes si pagara la fianza.
—¿Cuánto es?
—Cinco mil dólares —le dije mientras soplaba el agua caliente de mi taza plástica, que iba tomando el color del té. Tú comprenderás que no tengo dinero.
—Solo tienes que pagar quinientos.
—Te dije que son cinco mil.
—Sí, pero uno paga el diez por ciento de la fianza. Si son cinco mil, solo tienes que pagar quinientos.
—Really? —le pregunté con asombro, mientras me engullía la última galleta que le quedaba a Vladimir.
—Claro. Mi fianza es de diez mil. Entonces solo tengo que pagar mil. Llamé a mi vieja para que me los pagara. Me dijo que no. Que mejor me quedara dentro de la cárcel, para que estuviera limpio un par de meses. Que quizás así se me aclaraba la mente y no me metía más droga —respiró profundo y siguió—: Creo que tiene razón, tú cachái. Las madres siempre tienen la razón.
—¿Cómo es que la llamaste? —le pregunté incrédulo e ilusionado a la vez—. ¿Acaso tienes celular aquí adentro?
—Uf, se nota que es tu primera vez. ¿Veís ese teléfono que está en la pared al lado de la puerta del baño? Apuntó con el dedo hacia un teléfono igualito a los públicos que se ven en las calles de Nueva York y continuó:
—Todos los presos tenemos derecho a dos llamadas por día. —Se paró y recogió las tazas vacías—. Bueno, ya van a apagar las luces para que nos acostemos. Nos vemos mañana, Iván. Buenas noches.
—Wait! ¿Tú crees que pueda llamar ahora?
—Claro. Pero apúrate que ya las van a apagar.
De un brinco llegué al teléfono. Como en ese tiempo no tenía celular, me sabía de memoria los números de mis amigos. Le marqué a la Maru, mi amiga de los proyectos de Chelsea, que era la última a la que había visto.
No alcanzó a dar el segundo timbrazo cuando contestó.
—Alo, ¿Maru? Soy yo.
—Oh, my God —me gritó del otro lado. ¿Dónde está usted? ¿Qué pasó?
—Pues aquí, en el bote, como dicen los mexicanos.
—Nos tenías a todos histéricos. La Silvia y la Manuel andan crazy, llaman a cada rato para preguntar si he sabido algo de ti.
—Pues diles que junten quinientos dólares para poder salir de aquí. Que vayan a la corte de Centre Street, que den mis datos y ahí les van a informar lo que deben hacer. La Silvia se sabe esos trámites de memoria.
—Bueno. No le prometo nada. Pero lo importante es que está...
—Vivo—le dije antes de que terminara la frase.
—La Silvia ya pensaba en ir a la morgue.
—Dile a la loca que aún me queda camino por recorrer.
De pronto sonó un pito. El aviso de que la llamada se iba a cortar. Rápido le dije a la Maru:
—Cuando vayan a averiguar lo de mi fianza, que pregunten por Juan Cruz also known as Luis Rivera. Anota. Juan Cruz, Juan Rivera —terminé de decirlo y la comunicación se cortó.
Al volver a mi cama, el guardia estaba dando el aviso de que era hora de apagar las luces. Hora de dormir.
—¡Gracias Vladimir! —dije fuerte, ya tendido en mi cama.
—De nada —me respondió desde la oscuridad.
Así pasaron varios días. Tal vez una semana. Siempre aparecía Vladimir con el té y las galletas estilo Tri tón a eso de las seis de la tarde. Como él se llevaba bien con todo el mundo ahí adentro, los reclusos comenzaron a hablarme, incluso hasta a saludarme. Y agarré confianza, quizá demasiada.
En una ocasión, estaba recostado en mi cama y escuché la voz de Vladimir.
—Oye, Iván, ven pa' acá.
—¿Qué onda? —le respondí desde mi cama hogar.
—Ven nomás. Aquí te cuento.
Me puse de pie y vi que estaba a unas cuantas camas de la mía, parado, hablando con otro recluso. Me acerqué.

—Te presento a Carlos. Es el líder aquí, en este dormitorio. Cualquier cosa, problema o lo que se te ocurra, siempre consúltalo con él —me dijo Vladimir, con la formalidad que lo caracterizaba.
Carlos era un hombre canoso, de unos cincuenta. Era alto y delgado. Sin que me lo dijeran, supe que era boricua. Me estiró la mano y le di la mía.
—Mucho gusto. Me llamo Iván.
Él no dijo nada. Solo me estrechó la mano y me miró de reojo.
Yo, que con la compañía de Vladimir me sentía muy seguro y relajado, me senté en la cama del tal Carlos, con la intención de conversarle y con attitude muy graciosa.
Noté que Carlos comenzó a ponerse de todos colores. Los colores de la ira. Sin saber qué pasaba, miré a Vladimir, que estaba pálido y tenía los ojos abiertos como plato. En silencio, me agarró de un brazo y me empujó hacia mi cama.
—Acuéstate y no te levantes de ahí. No digas nada. Ni siquiera respires. Déjame ver cómo arreglo esto.
Noté que la cosa era seria y tuve miedo. El tal Carlos gritaba.
—Le voy a enseñar a ese man a respetar. Lo voy a partir a ese marica.
Un sudor frío me corría por la espalda. No entendía nada. Escuché la voz de Vladimir, adiviné por su tono que intentaba calmarlo. Otros presos se levantaron de sus camas para ver qué pasa. El líder estaba fuera de sus casillas. Alguien le había faltado el respeto. Y ese había sido yo. Aunque aún no sabía cuál había sido mi error. Escuché que Carlos bajaba más la voz, de a poco. Vladimir no paraba de hablarle. De calmarlo. Yo tenía la cabeza enterrada en la almohada. Sentí que Vladimir me hablaba. Se sentó al lado mío.
—Nunca te tires ni te sientes en una cama que no

es la tuya. Aquí lo único que tenemos son nuestras camas. Es nuestra única propiedad. Ni los guardias nos molestan cuando estamos acostados, así que no volvái a hacerlo. Ahora levántate y anda a ofrecer una disculpa.
Me levanté de mi cama y, en la más cara de circunstancia, me acerqué al líder. Él se me puso al frente esperando mi disculpa.
—I am so sorry, sir. Primera vez que estoy en la que cárcel y aún hay códigos de conducta desconozco. Por favor acepte mis disculpas.
Al ver que no me decía nada, comencé a tiritar.
—Está bien. Que no vuelva a suceder.
Le agradecí y volví a mi cama. Vladimir me hizo un gesto de aprobación. Intenté agradecerle expresándolo con los labios. Esa noche me dormí de inmediato. Sentía que me había salvado de algo peligroso.
Busqué a Vladimir apenas desperté al día siguiente. Lo vi sentado en su cama, como encogido. Le pregunté qué le pasaba.
—Mal del estómago y náuseas. Esta metadona es tan mala o peor que la heroína. Creo que me voy a ir a la enfermería.
—¿Quieres que te acompañe?
—No me hagas reír, ¿dónde crees que estás? Aquí nadie acompaña a nadie —respiró profundo y se puso de pie—. Nos vemos mañana. A ver si me dejan de un día para otro, hasta que se me pase.
—Suerte —le dije.
Volví a tirarme en mi cama. No salí al patio. Preferí esperar ahí la hora de almuerzo. Me entretuve mirando el techo. Hasta que escuché, en voz alta:
—Juan Cruz also known as Luis Rivera.
Como no reaccioné, el guardia repitió mi nombre.

—Soy yo.
Sin mirarme, el guardia continuó.
—Tome sus cosas. Hoy sale de aquí. Le pagaron su fianza.
No supe qué hacer. Estaba como una momia.
—Qué espera. No tengo todo el tiempo. Tome sus cosas que si se demora lo dejo aquí otro día.
Corrí adonde el guardia. No tenía nada que llevar. Le pregunté si podíamos pasar a la enfermería para despedirme de mi amigo. Me miró con desprecio y no contestó.
Los trámites para salir fueron más o menos los mismos que los del ingreso. Me puse ropa común, lo que encontré de mi tamaño en la caja que me dieron. Zapatos no había, así que me fui con las sandalias chinas color naranja. En el bus me dieron una tarjeta del subway. Me tomó un par de horas llegar a la casa de Maru.
Dormí como dos días seguidos. No podía caer de nuevo, al menos no antes de mi cita con el juez, en febrero. Decidí buscármelas de mimo en las estaciones del subway. Me instalé en Colombus Circle, Times Square y a veces en Bedford. Allí me paraba por horas. No veía a nadie en particular. Veía una especie de mancha hecha por la gente. Un día me pareció reconocer a una figura al escuchar la moneda caer en el hat. Abrí bien los ojos, pero solo vi la masa de personas caminando rápido. Dos niños, sentados en la banqueta del andén, compartían un paquete de galletas. Volví a mi rutina de movimientos. Volví a ser el mimo hasta que sentí un olor a té. Escuché a los niños que compartían las galletas reírse a lo lejos, como un eco. Detuve mis movimientos y una vez más le agradecí, en silencio, a mi amigo chileno Vladimir.

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