La ciudad de la sensatez. La ciudad del sentido común. Así
llamaban a Barcelona sus habitantes. A mí me gustaba. Era una ciudad
bonita y yo creo que me acostumbré a ella desde el segundo día (decir el
primer día sería una exageración), pero los resultados no acompañaban
al club y la gente como que te empezaba a mirar raro, eso siempre pasa,
hablo por experiencia, al principio los aficionados te piden autógrafos,
te esperan en las puertas del hotel para saludarte, no te dejan en paz
de tan cariñosos que son, pero luego enhebras una racha de mala suerte
con otra y ahí mismo te empiezan a torcer el gesto, que si eres un
flojo, que si te pasas las noches en las discotecas, que si te vas de
putas, ustedes ya me entienden, la gente empieza a interesarse por lo
que cobras, se especula, se sacan cuentas, y nunca falta el gracioso que
públicamente te llama ladrón o algo mil veces peor.
En fin,
estas cosas pasan en todas partes, a mí personalmente ya me había
sucedido algo parecido, pero entonces mi condición era la de nacional,
jugador de la casa, y ahora mi condición era la de extranjero, y la
prensa y los aficionados siempre esperan un plus extra de los
extranjeros, para eso los han traído, ¿no?
Yo, por ejemplo, como
todo el mundo sabe, soy extremo izquierdo. Cuando jugaba en
Latinoamérica (en Chile y después en Argentina) marcaba una media de
diez goles cada temporada. Aquí por el contrario, mi debut fue
asqueroso, al tercer partido me lesionaron, tuvieron que operarme de
ligamentos y mi recuperación, que en teoría tenía que ser rápida, fue
lenta y trabajosa, para qué les voy a contar. De golpe volví a sentirme
más solo que la una. Ésa es la verdad.
Gastaba una fortuna en
llamadas a Santiago y lo único que conseguía era preocupar a mi mamá y a
mi papá, que no entendían nada. Así que un día decidí irme de putas. No
lo voy a negar. Ésa es la verdad. En realidad lo único que hice fue
seguir el consejo que un día me dio Cerrone, el arquero argentino.
Cerrone me dijo: "chico, si no tienes nada mejor que hacer y los
problemas te están matando, consulta a las putas". Qué buena persona era
Cerrone. Por aquella época yo debía de tener diecinueve años a lo más y
acababa de llegar al Gimnasia y Esgrima.
Cerrone ya andaba por
los treinta y cinco o por los cuarenta, su edad era un misterio, y entre
los veteranos era el único que todavía estaba soltero. Algunos decían
que Cerrone era raro. Eso me retrajo al principio en mi trato con él. Yo
era un muchacho más bien tirado a tímido y pensaba que si conocía a un
homosexual éste iba a querer acostarse conmigo al tiro. En fin, puede
que lo fuera, puede que no lo fuera, lo único cierto es que una tarde en
que yo estaba más deprimido que nunca, me cogió aparte, era la primera
vez que hablábamos, podría decirse, y me dijo que esa noche me iba a
llevar a conocer algunas muchachas de Buenos Aires. Nunca me olvidaré de
esa salida.
El departamento estaba en el centro y mientras
Cerrone se quedaba en el living tomando unas copas y viendo un programa
nocturno en la tele, yo me acosté por primera vez con una argentina y la
depresión comenzó a amainar. A la mañana siguiente, mientras volvía a
mi casa, supe que todo mejoraría y que mi carrera en el fútbol argentino
aún me iba a deparar muchas tardes de gloria. Las depresiones eran
inevitables, me dije, pero Cerrone me había dado el remedio para
atenuarlas.
Y eso fue lo que hice en mi primer club europeo: salí
de putas y así fui capeando la lesión, el periodo de recuperación, la
soledad. ¿Que si me acostumbré? Puede que sí, puede que no, no soy quién
para emitir un juicio tan rotundo. Allí las putas son unos verdaderos
bombones, las putas de categoría, quiero decir, además de ser en líneas
generales unas chicas bastantes inteligentes y preparadas, así que
aficionarse a ellas, lo que se dice aficionarse, pues tampoco es tan
difícil.
En resumen, que me dio por salir de noche, incluso los
domingos, cuando había partido y lo que se esperaba de nosotros, los
lesionados, era que estuviéramos allí, en las gradas, convertidos en
hinchas de lujo. Pero así uno no se cura de las lesiones y yo prefería
pasarme las tardes de los domingos en alguna sala de masaje, con mi
whisky y una o dos amigas a cada lado, hablando de cosas más serias. Al
principio, por supuesto, nadie se dio cuenta. No era yo el único que
estaba lesionado, debíamos de ser unos seis o siete los que estábamos en
el dique seco, la mala racha parecía cebarse con nuestro club. Pero
luego, claro, nunca falta el periodista culiado que te ve salir de una
discoteca a las cuatro de la mañana y ahí se acabó el asunto. En
Barcelona, que parece tan grande y tan civilizada, las noticias vuelan.
Quiero decir: las noticias futbolísticas.
Una mañana me llamó el
entrenador y me dijo que se había enterado de que estaba llevando un
ritmo de vida impropio de un deportista y que eso se tenía que acabar.
Yo, por supuesto, le dije que sí, que sólo había sido una canita al
aire, y seguí con mis asuntos, porque, a ver, ¿qué otra cosa podía hacer
mientras duraba la lesión y el equipo bajaba en la tabla que daba pena
abrir el periódico los lunes para repasar las clasificaciones?
Además,
como es lógico, yo pensaba que lo que me había servido en Argentina me
tenía por fuerza que servir en España, y lo peor era que tenía razón: me
servía. Pero entonces entraron los burócratas del club y me dijeron:
"oiga, Acevedo, esto tiene que acabar, usted está resultando un mal
ejemplo para la juventud y una pésima inversión de nuestra sociedad, en
donde sólo trabajan hombres serios, así que a partir de ahora se
acabaron las salidas nocturnas, usted verá". Y luego, sin decir agua va,
me encontré de golpe con una multa que podía pagar, claro, pero que
puestos a perder dinero hubiera preferido enviarlo a Chile, no sé, a mi
tío Julio, por ejemplo, para que se lo gastara arreglando su casa. Pero
estas cosas pasan y hay que aguantarse. Así que me aguanté y me hice el
firme propósito de salir menos, digamos una vez cada quince días, pero
entonces llegó Buba y los del club decidieron que lo mejor para mí era
que dejara el hotel y que compartiera el departamento que habían puesto a
disposición de Buba, un departamento bastante coqueto, con dos
habitaciones y una terraza pequeñita pero con una buena vista, justo al
lado de nuestros campos de entrenamiento. Y eso fue lo que tuve que
hacer. Así que cogí mis maletas y me fui con un administrativo del club
al departamento y como no estaba Buba, pues escogí yo mismo el
dormitorio que quería para mí y saqué mis cosas y las metí en el closet y
entonces el administrativo me dio mis llaves y se marchó y yo me puse a
dormir la siesta.
Eran las cinco de la tarde, aproximadamente, y
antes me había echado entre pecho y espalda una fideuà, un plato típico
de Barcelona que ya había probado y que me encanta, aunque no es un
plato fácil de digerir, y cuando me dejé caer en mi nueva cama me entró
un sopor tan grande que sólo tuve fuerzas para sacarme los zapatos y ya
estaba dormido. Tuve entonces un sueño rarísimo. Soñé que estaba en
Santiago otra vez, en mi barrio de La Cisterna, y que estaba recorriendo
con mi padre la plaza esa en donde estuvo la estatua del Che, la
primera estatua del Che que hubo en América, exceptuando Cuba, y eso era
lo que me iba contando mi padre en medio del sueño, la historia de la
estatua y de todos los atentados que sufrió la estatua hasta que
llegaron los milicos y la volaron definitivamente, y mientras
caminábamos yo miraba hacia todas partes y era como si camináramos por
en medio de la selva, y mi padre decía por aquí debe estar la estatua,
pero no se veía nada, las hierbas eran altas y los árboles apenas
dejaban pasar unos rayitos de sol, suficientes para ver, para darnos
cuenta de que era de día, y nosotros íbamos por un sendero de tierra y
de piedras, pero a los lados hasta lianas había, y no se veía nada, sólo
sombras, hasta que de pronto llegábamos como a una especie de claro, un
claro rodeado de selva, y mi padre entonces se detenía y me ponía una
mano en el hombro y con la otra señalaba algo que se levantaba en medio
del claro, un pedestal de cemento de color gris clarito, y sobre el
pedestal no había nada, ni rastros de la estatua del Che, pero eso mi
padre y yo lo sabíamos y lo esperábamos, al Che lo habían quitado de
allí hacía mucho tiempo, eso no nos sorprendía, lo importante era que
estábamos juntos mi viejo y yo y que habíamos encontrado el lugar exacto
en donde antes se levantaba la estatua, pero mientras contemplábamos el
claro sin movernos, como embebidos en nuestro hallazgo, yo me fijé en
que bajo el pedestal, al otro lado, había algo, una cosa oscura que se
movía, y me solté de la mano de mi padre (me tenía cogido de la mano) y
empecé a rodear lentamente el pedestal.
Entonces lo vi: al otro
lado había un negro en pelotas haciendo unos dibujos en la tierra y yo
supe al tiro que ese negro era Buba, mi compañero de club y mi compañero
de departamento, aunque, sí quieren que les diga la verdad yo a Buba
sólo lo había visto en un par de fotos, yo y todos los demás compañeros,
y nadie se hace una idea cabal de una persona sí sólo la ha visto en la
prensa y además de pasada. Pero era Buba, de eso no me cupo la menor
duda. Y entonces yo pensé: rechuchas, debo de estar soñando, no estoy en
Chile no estoy en La Cisterna, mi padre no me ha traído a ninguna plaza
y este huevón calato no es Buba, el mediopunta africano recién
contratado por nuestro club.
Justo cuando acababa de pensar lo
anterior el negro levantó la mirada y me sonrió, dejó el palito con el
que estaba haciendo unos dibujos en la tierra amarilla (ésa sí una
tierra completamente chilena) y de un salto se puso de pie y me tendió
la mano, ¿tu eres Acevedo?, dijo, "me alegro de conocerte, flaco", eso
dijo. Y yo pensé; tal vez estamos de gira. ¿Pero de gira por dónde?
¿Estábamos
haciendo una gira por Chile? Imposible. Y entonces nos dimos la mano y
Buba me la estrechó muy fuerte y no me la soltó, y mientras me
estrechaba la mano yo miré el suelo y vi los dibujos en la tierra,
garabatos no más, qué otra cosa iba a ser, pero como que le encontré el
hilo a la cuestión, no sé si me explico, los garabatos tenían sentido,
es decir, no eran garabatos, eran otra cosa. Y entonces yo me quise
agachar y ver los dibujos más de cerca, pero la mano de Buba que
estrechaba mi mano me lo impidió, y cuando quise soltarme (ya no para
ver los dibujos sino más bien para alejarme de él, para tomar mis
distancias, porque sentí algo parecido al miedo) no pude hacerlo, la
mano de Buba, su brazo, parecían los de una estatua, una estatua recién
hecha, y mi mano había quedado empotrada en ese material que por
momentos parecía barro y por momentos parecía lava ardiente.
Creo
que fue entonces cuando me desperté. Sentí ruidos en la cocina y luego
pasos que iban desde el living hasta la otra habitación y yo me desperté
con el brazo acalambrado (me había quedado dormido en una mala postura,
algo que por aquellos días, antes de salir de la lesión, me solía
pasar) y me quedé esperando, la puerta de mi dormitorio estaba abierta,
así que él tenía que haberme visto, pero por más que esperé Buba no
apareció en el umbral. Sentí sus pasos, carraspeé, tosí, me levanté, oí
que alguien abría la puerta de la calle y luego, casi sin hacer ruido,
la volvía a cerrar.
El resto del día lo pasé solo, sentado
delante de la tele, cada vez más nervioso. Revisé (yo no soy curioso,
pero no pude evitarlo) su cuarto: en los cajones del closer había puesto
la ropa, ropas deportiva y algo de ropa de vestir y algunos trajes
africanos que a mí me parecieron como disfraces pero que en el fondo
eran bonitos. En el baño estaban sus útiles de aseo, una navaja (yo me
afeito con máquinas desechables y hacía tiempo que no veía una navaja),
una loción, un perfume inglés o comprado en Inglaterra, en la tina una
esponja de color tierra muy grande.
A las nueve de la noche
apareció Buba en nuestra nueva casa. A mí me dolían los ojos de tanto
ver la tele y él, según me dijo, venía de una sesión con la prensa
deportiva de la ciudad. Al principio nos costó un poco hacernos amigos,
aunque a veces, cuando me detengo a reflexionar, llego a la amarga
conclusión de que amigos, lo que se dice amigos, no lo fuimos nunca.
Pero otras veces, ahora mismo sin ir más lejos, creo que sí, que fuimos
bastante amigos y que, en todo caso, si Buba tuvo un amigo en el club,
ése fui yo.
Nuestra vida en común, por lo demás, no fue difícil.
Dos veces a la semana venía una señora a hacernos la limpieza del
departamento y el resto del tiempo cada uno limpiaba lo que ensuciaba,
lavaba sus propios platos, hacía la cama, en fin, lo de siempre. Por las
noches a veces yo me iba por ahí con Herrera, un muchacho de la cantera
que había subido al primer equipo y que terminó siendo titular
indiscutible de la selección española, y a veces se nos unía Buba, pero
pocas porque a Buba no le gustaba la vida nocturna.
Cuando me
quedaba en casa veía la tele y Buba se encerraba en su cuarto y se ponía
a escuchar música. Música africana. Al principio las cintas debuta no
me resultaban nada agradables. La primera vez que las escuche, al
segundo día de estar compartiendo el departamento, incluso me
sobresaltaron. Yo estaba viendo un documental sobre el Amazonas,
haciendo tiempo para la hora en que iba a empezar una película de Van
Damme, cuando de repente sentí como si en la habitación de Buba
estuvieran matando al alguien. Pónganse en mi lugar. La situación era
extraordinaria, capaz de alterarle los nervios al más valiente. ¿Qué
hice? Pues me levanté, estaba de espaldas a la puerta de Buba, y me puse
en guardia, claro, hasta que comprendí que aquello era una cinta, que
los gritos provenían del radiocasette. Después los ruidos se apagaron,
solo se oía algo así como un tambor, y luego los gemidos de una persona,
el llanto de una persona, que poco a poco fue subiendo de volumen.
Hasta ahí aguanté.
Recuerdo que me acerqué a la puerta, que llamé
con los nudillos y que nadie me respondió. En ese momento pensé que las
lágrimas y los gemidos eran de Buba y no de la cinta. Pero entonces oí
la voz de Buba que me preguntaba qué quería y no supe qué contestarle.
Todo resultaba bastante embarazoso. Le dije que bajara el volumen. Se lo
dije con una voz que traté con toda mi voluntad de que me saliera
normal. Durante un rato Buba se mantuvo en silencio. Después la música
(en realidad: el sonido de los tambores, tal vez una especie de flauta
también) se apagó y la voz de Buba dijo que se iba a dormir. Buenas
noches, dije yo y volví al sillón pero durante un rato estuve viendo el
documental sobre los indios del Amazonas sin sonido.
El resto, la
cotidianidad, como se suele decir, era apacible. Buba acababa de llegar
y aún no había jugado ni un partido como titular. El club, en aquel
tiempo, tenía un superávit de jugadores que para qué les voy a contar.
Estaba Antoine García, el líbero francés. Estaba Delève, el delantero
belga, Neuhuys el defensa central holandés, Jovanovic, delantero
yugoslavo, el argentino Percutti y el uruguayo Buzatti, mediocampistas,
además de los españoles, entre los que teníamos a cuatro jugadores de la
selección nacional. Pero las cosas nos iban mal y después de diez
jornadas desastrosas estábamos a mitad de la tabla, más bien tirando
para abajo que para arriba.
La verdad, a Buba no sé por qué no lo
ficharon. Supongo que lo hicieron para acallar las críticas casa vez
más acerbas de nuestros propios aficionados, pero al menos en teoría fue
una cagada completa. Lo que todo el mundo esperaba era un fichaje de
urgencia para cubrir mi lugar, es decir lo que todo el mundo esperaba
era que ficharan a un extremo, no a un mediocampista porque en esa la
posición ya estaba Percutti, pero los directivos suelen ser bastante
imbéciles en todas partes y cogieron lo primero que tuvieron a mano y
entonces apareció Buba. Muchos pensaron que el plan era hacerlo jugar un
tiempo con el segundo equipo, un segundo equipo que por aquellas fechas
estaba hundido en la Segunda División B, pero el representante de Buba
dijo que de eso nada, que el contrato era bien claro al respecto: o Buba
jugaba con el primer equipo o no jugaba.
Así que allí estábamos
los dos, en nuestro departamento cerca del campo de entrenamiento, él
calentando banquillo todos los domingos y yo reponiéndome de mi lesión y
sumido en una melancolía que para qué les cuento. Y los dos éramos los
más jóvenes, como ya les he dicho, y si no lo he dicho lo digo ahora,
aunque sobre eso también se especuló un rato. Yo entonces tenía
veintidós años y eso estaba claro. De Buba decían que tenía diecinueve, y
por descontado no faltó el periodista gracioso que dijo que nuestros
directivos habían sido engañados, que en el país de Buba los
certificados de nacimiento eran a la carta, que en realidad Buba no sólo
parecía tener más edad sino que, en efecto, la tenía, y que en
resumidas cuentas el fichaje había sido un timo.
La verdad es que
yo no sabía a qué carta quedarme. En el día a día, por lo demás, vivir
con Buba no era nada pesado. A veces, por las noches, se encerraba en su
dormitorio y ponía su música de gritos y de gemidos, pero uno a todo se
acostumbra. A mí también me gustaba ver la tele con el sonido muy alto,
hasta altas horas de la madrugada, y Buba, que yo sepa, nunca se quejó
por eso. A l principio la comunicación no era muy fluida, por cuestiones
de idioma, y más bien nos comunicábamos con gestos. Pero luego Buba
aprendió algo de castellano y algunas mañanas, mientras desayunábamos,
incluso hasta hablábamos de películas, que siempre ha sido uno de mis
temas favoritos, aunque la verdad es que Buba no era muy conversador y
tampoco le interesaba demasiado el cine.
En realidad, ahora que
lo pienso, Buba era bastante callado. Y no es que fuera tímido ni que
temiera meter la pata, Herrera, que sabía hablar inglés, una vez me dijo
que lo que le pasaba era que no tenía nada que decir. El loco Herrera.
Qué simpático que era Herrera. Y un buen amigo, además. Cuántas veces
salimos todos juntos. Herrera, Pepito Vila, que también era canterano,
Buba y yo. Pero Buba siempre en silencio, mirándolo todo como si
estuviera y no estuviera, y aunque a veces Herrera lo cogía por su
cuenta y se largaba a hablar en inglés con él, un inglés fluido en de
Herrera, el negro siempre se iba por las ramas, como si le diera pereza
explicar cosas de su infancia y de su patria, menos aún de su familia,
al grado de que Herrera estaba convencido de que a Buba algo malo le
tenía que haber ocurrido cuando era niño, por su reiterada negativa a
referir el más mínimo detalle íntimo, como si hubieran arrasado su
aldea, decía Herrera, que era y es de izquierdas, como si hubiera
presenciado en vivo y en directo la muerte de sus padres y hermanos y
pretendiera borrar de su cabeza todos esos años, algo bastante lógico si
las presunciones de Herrera hubieran sido ciertas, pero en realidad, y
eso yo siempre lo supe, lo intuí, Herrera se equivocaba, Buba hablaba
poco porque él era así, y eso era lo que importaba, más allá de una
infancia o adolescencia atroz o agradable: la vida de Buba estaba
rodeada de misterio porque Buba era así, eso era todo.
En todo
caso lo único cierto es que por aquellas fechas el equipo estaba mal y
Herrera y Buba parecían condenados a calentar banquillo hasta el final
de la temporada, y yo estaba lesionado y cualquier equipo de provincias
era capaz de ganarnos en nuestro propio campo. Fue entonces, cuando peor
íbamos, cuando nada parecía capaz de empeorar el hundimiento del club,
cuando se lesionó Percutti y el míster no tuvo más remedio que alinear a
Buba. Lo recuerdo como si fuera ayer. Teníamos que jugar un sábado y en
el entrenamiento del jueves, en un choque fortuito con Palau, un
defensa central, Percutti se jodió la rodilla. Así que nuestro
entrenador puso a Buba en su lugar en el entrenamiento del viernes y
para Herrera y para mí quedó claro que saldría de titular el sábado.
Cuando
se lo dijimos, por la tarde, en el hotel en donde nos habían
concentrado (pues aunque jugábamos en casa y con un rival en teoría
débil el club había decidido que cada partido era de importancia vital),
Buba nos miró como si nos calibrara por primera vez y luego se encerró
en el lavabo con una excusa cualquiera. Durante un rato Herrera y yo
estuvimos viendo la tele y decidiendo a qué hora nos pensábamos arrimar a
la timba que Buzatti había montado en su cuarto. Con Buba, por
supuesto, no contábamos.
Al poco rato oímos una música salvaje
que salía del lavabo A Herrera ya le había contado de los gustos
musicales de Buba, de las veces que se encerraba en nuestro departamento
con su radiocasette infernal, pero él nunca lo había escuchado en
directo.
Durante un rato permanecimos atentos a los gemidos y a
los tambores, después Herrera, que francamente era un muchacho culto,
dijo que aquello era de un tal Mango no sé cuánto, un músico de Sierra
Leona o Liberia, uno de los mayores exponentes de la música étnica, y
nos desentendimos del asunto. Entonces la puerta se abrió y Buba salió
del baño, se sentó a nuestro lado, en silencio, como si a él también le
interesara la tele, y yo le noté un olor un poco raro, un olor a sudor,
pero no era sudor, un olor a rancio pero que tampoco resultaba ser un
olor a rancio. Olía a humedad, a setas y hongos. Olía raro.
Yo,
lo confieso, me puse nervioso y sé que Herrera también se puso nervioso,
los dos estábamos nerviosos, los dos teníamos ganas de irnos de allí,
de salir corriendo hacia la habitación de Buzatti, en donde seguro
íbamos a encontrar a unos seis o siete compañeros jugando a las cartas,
al póquer descubierto o al once, un juego civilizado. Pero lo cierto es
que ninguno de los dos nos movimos, como si el olor y la presencia de
Buba a nuestro lado nos hubiera dejado sin ánimo para nada. No era
miedo. No tenía nada que ver con el miedo. Era algo mucho más rápido.
Como si el aire que nos rodeara se hubiera condensado y nosotros nos
hubiéramos licuado. Bueno, eso fue al menos lo que sentí. Y luego Buba
se puso a hablar y nos dijo que necesitaba sangre. La sangre de Herrera y
la mía.
Creo que Herrera se rió, no mucho, solo un poquito. Y
luego alguien apagó la televisión, no recuerdo quién, tal vez Herrera,
tal vez yo. Y Buba dijo que lo podía conseguir, que sólo necesitaba las
gotas de sangre y nuestro silencio. ¿Qué es lo que puedes conseguir?
dijo Herrera. El partido, dije yo. No sé cómo lo supe, pero lo cierto es
que lo supe desde el primer momento. El partido, sí, dijo buba. Y
entonces Herrera y yo nos reímos y tal vez nos miramos, Herrera estaba
sentado en un sillón y yo a los pies de mi cama y Buba esperaba sentado
humildemente en la cabecera de su cama.
Creo que Herrera hizo
unas preguntas. Yo también hice un a pregunta. Buba respondió con
cifras. Levantó su mano izquierda y nos mostró tres dedos, el medio, el
anular y el meñique. Dijo que no perdíamos nada con probar. El pulgar y
el índice los tenía cruzados, como si formaran un lazo o una horca en
donde un animal diminuto se asfixiaba.
Predijo que Herrera iba a
jugar. Habló de responsabilidad con los colores de la camiseta y también
habló de oportunidad. Su castellano seguía siendo deficiente.
Lo
siguiente que recuerdo es que Buba volvió a entrar en el lavabo y que
cuando salió llevaba un vaso y su navaja de afeitar. No nos vamos a
pinchar con eso, dijo Herrera. La navaja es buena, dijo Buba. Con tu
navaja no, dijo Herrera. ¿Por qué no?, dijo Buba. Porque no nos sale de
los cojones, dijo Herrera. ¿O no? Me miraba a mí. No, dije yo. Yo me
pincho con mi propia máquina de afeitar. Recuerdo que cuando me levanté
para ir al baño las piernas me temblaban. No encontré mi maquinilla,
probablemente la había olvidado en el departamento, así que cogí la que
el hotel ponía a disposición de los clientes. Herrera aún no había
vuelto y Buba parecía dormido, sentado en la cabecera de su cama, aunque
cuando cerré la puerta levantó la cabeza y me miró sin decir nada.
Permanecimos
en silencio hasta que alguien llamó a la puerta. Fui a abrir. Era
Herrera. Nos sentamos los dos en mi cama. Buba se sentó enfrente, en la
suya, y sostuvo el vaso en medio de las dos camas. Luego, con un gesto
rápido, levantó uno de los dedos de la mano que sostenía el vaso y se
hizo un corte limpio. Ahora tú, le dijo a Herrera, que cumplió el trance
armado con un pequeño alfiler de corbata, el único objeto punzocortante
que había encontrado. Después me tocó mi turno. Cuando quisimos ir al
baño a lavarnos las manos Buba nos adelantó. ¡Déjame entrar, Buba!, le
grité a través de la puerta. Por única respuesta oímos otra vez la
música que unos minutos antes Herrera había calificado de manera un
tanto apresurada (o eso me parecía ahora) como música étnica.
Esa
noche tardé en irme a dormir. Estuve un rato en la habitación de
Buzatti y luego me fui al bar del hotel, en donde ya no quedaba ningún
jugador despierto. Pedí un whisky y me lo tomé en una mesa desde la que
se apreciaban con nitidez las luces de Barcelona. Al cabo de un rato
sentí que alguien se sentaba a mi lado. Me sobresalté. Era el
entrenador, que tampoco podía dormir. Me preguntó qué hacía despierto a
esas horas. Le dije que estaba nervioso. Pero si tú mañana no juegas,
Acevedo, dijo él. Peor todavía, dije yo.
El entrenador miró la
ciudad, asintiendo, y se frotó las manos. ¿Qué estás bebiendo?,
preguntó. Lo mismo que usted, dije. Ah, vaya, dijo él, eso es bueno para
los nervios. Después el entrenador se puso a hablar de su hijo y de su
familia, que vivían en Inglaterra, pero sobre todo de su hijo, y luego
los dos nos levantamos y dejamos nuestros vasos vacíos en la barra.
Al
entrar en mi habitación Buba dormía plácidamente en su cama.
Normalmente no hubiera encendido la luz, pero esta vez lo hice. Buba ni
se movió. Fui al lavabo: todo estaba en orden. Me puse el pijama y me
acosté y apagué la luz. Durante unos minutos estuve escuchando la
respiración acompasada de Buba. No recuerdo en qué momento me quedé
dormido.
Al día siguiente ganamos por tres a cero. El primer gol
lo marcó Herrera. Era el primero que marcaba aquella temporada. Los
otros dos los hizo Buba. La prensa deportiva, un poco reticente, hablaba
de cambio sustancial en nuestro juego y destacaba el gran partido
realizado por Buba. Yo vi el partido. Yo sé lo que realmente ocurrió. En
realidad, Buba no jugó bien. El que jugó bien fue Herrera y Delève y
Buzatti. La línea medular del equipo. En realidad, Buba estuvo como
ausente durante buena parte del partido. Pero marcó dos goles y eso era
suficiente.
Ahora tal vez debería decir algo acerca de los goles.
El primero (que fue el segundo del encuentro) se produjo tras un córner
que sirvió Palau. Buba, en medio del barullo, metió la pierna y marcó.
El segundo fue extraño: el equipo rival ya había aceptado la derrota,
corría el minuto 85, todos los jugadores estaban cansados, los nuestros
probablemente más, el tono del partido era francamente conservador, y
entonces alguien le pasó la pelota a Buba, con la esperanza, digo yo, de
que la devolviese o la retrasara, pero Buba corrió por su banda, mucho
más rápido de lo que había estado en el resto del partido, se acercó a
unos cuatro metros del área grande y cuando todos esperaban que centrara
soltó un tiro que sorprendió a los dos defensas que tenía delante y al
arquero, un tiro con un chanfle como yo no había visto nunca, un disparo
endemoniado propio sólo de los jugadores brasileños, que se coló por la
escuadra derecha de la portería contraria y que puso a todos los
espectadores de pie.
Esa noche, después de celebrar la victoria,
hablé con él. Le pregunté por la magia, por el hechizo, por la sangre en
el vaso. Buba me miró y se puso serio. Acerca tu oreja, dijo.
Estábamos
en una discoteca y apenas nos oíamos. Buba me susurró unas palabras que
al principio no entendí. Probablemente yo ya estaba borracho. Luego
alejó su boca de mi oreja y me sonrió. Tú pronto podrás marcar goles
mejores, dijo. De acuerdo, perfecto, dije yo.
A partir de
entonces todo se encarriló. El siguiente partido lo ganamos cuatro a
dos, y eso que jugábamos en campo contrario. Herrera marcó un gol de
cabeza, Delève uno de penalti, y Buba marcó los otros dos, que fueron
rarísimos, o eso me pareció a mí, que conocía la historia y que antes
del viaje, al que no fui, participé junto con Herrera en la ceremonia de
los dedos cortados y del vaso y de la sangre.
Tres semanas
después me convocaron y reaparecí en la segunda parte, en el minuto 75.
Jugábamos en la casa del líder y ganamos uno a cero. El gol lo marqué yo
en el minuto 88. El pase me lo dio Buba o eso fue lo que pensó todo el
mundo, aunque yo tengo algunas dudas. Sólo sé que Buba se escapó por la
banda derecha y yo eché a correr por la izquierda. Había cuatro
defensas, uno detrás de Buba, dos en el medio y uno a unos tres metros
de donde corría yo. Entonces ocurrió algo que aún no sé explicarme.
Los
defensas centrales parecieron clavarse en sus posiciones. Yo seguí
corriendo con el lateral derecho de ellos pegado a mis talones. Buba se
acercó al área con el lateral izquierdo que tampoco se le despegaba.
Entonces hizo una finta y centró. Yo me metí en el área sin ninguna
posibilidad de darle a la pelota, pero entre que los centrales estaban
como despistados o como repentinamente mareados y el efecto rarísimo que
cogió el balón, lo cierto es que milagrosamente me vi dentro del área,
con la pelota controlada y el portero de ellos que salía y el lateral
derecho pegado a mi hombro izquierdo sin saber si hacerme una falta o
no, y entonces simplemente chuté y marqué el gol y ganamos.
El
domingo siguiente fui titular indiscutible. Y a partir de entonces
empecé a marcar más goles que nunca en mi vida. Y Herrera también tuvo
una racha goleadora. Y todo el mundo adoraba a Buba. Y también nos
adoraban a Herrera y a mí. De la noche a la mañana nos convertimos en
los reyes de la ciudad. Todo nos sonreía. El club inició una ascensión
imparable. Ganábamos y ganábamos.
Y nuestro rito de la sangre
siguió repitiéndose indefectiblemente antes de cada partido. De hecho, a
partir de la primera vez, Herrera y yo nos compramos navajas de afeitar
parecidas a la que tenía Buba y cada vez que íbamos a jugar fuera lo
primero que metíamos en nuestro equipaje eran las navajas, y cuando
jugábamos en casa nos reuníamos la noche anterior en nuestro
departamento (porque ya no nos concentraban en los partidos como
locales) y realizábamos la sesión y Buba recogía su sangre y la nuestra
en un vaso y luego se encerraba en el baño y mientras escuchábamos la
música que salía de allí Herrera se ponía a hablar de libros o de obras
de teatro que había visto y yo me quedaba callado y asentía a todo,
hasta que Buba reaparecía y nosotros lo mirábamos como preguntándole si
todo estaba en orden y Buba entonces nos sonreía y se metía en la cocina
a buscar el estropajo y el cubo de agua y volvía luego al baño, en
donde se estaba por lo menos un cuarto de hora arreglándolo todo, y
cuando nosotros entrábamos en el baño todo estaba igual que antes, y a
veces, cuando me iba con Herrera a una discoteca y Buba no venía (porque
a Buba no le gustaban demasiado las discotecas), Herrera se ponía a
hablar conmigo y me preguntaba qué creía yo que hacía Buba con nuestra
sangre en el baño, porque lo cierto es que cuando Buba desocupaba el
baño ya no había rastros de sangre por ningún lado, el vaso que la había
contenido estaba reluciente, el suelo limpio, vaya, el baño parecía
como cuando venía la señora a hacernos la limpieza, y yo le decía a
Herrera que no sabía, que no tenía idea de lo que hacía Buba cuando se
encerraba allí, y Herrera me miraba y decía: si yo viviera con él me
daría miedo, y yo miraba a Herrera como diciéndole: ¿lo dices en serio o
estás de broma?, y Herrera decía: estoy de guasa, Buba es nuestro
amigo, gracias a él ahora estoy en la selección, gracias a él nuestro
club va a ser campeón, gracias a él la gloria nos sonríe, y eso era
verdad.
Por lo demás, yo nunca le tuve miedo a Buba. A veces.
Mientras veíamos la tele en nuestro departamento antes de irnos a
dormir, me lo quedaba mirando con el rabillo del ojo y pensaba en lo
extraño que era todo. Pero no pensaba mucho rato en esto. El fútbol es
extraño.
Finalmente aquel año que empezamos tan mal fuimos
campeones de Liga y paseamos por el centro de Barcelona entre una
multitud enfervorecida y hablamos desde el balcón del ayuntamiento a
otra multitud enfervorecida que coreaba nuestros nombres y ofrecimos el
título a la virgen de Montserrat, del monasterio de Montserrat, una
virgen negra como Buba, esto parece mentira pero es verdad, y dimos
entrevistas hasta que ya no pudimos hablar. Las vacaciones las pasé en
Chile. Buba se fue a África. Herrera se marchó al Caribe con su novia.
Nos
encontramos en la pretemporada, en el centro deportivo del este de
Holanda, cerca de una ciudad fea y gris que me hizo tener los peores
presentimientos.
Todos estaban allí, menos Buba. No sé qué
problema había tenido en su país de origen. Herrera parecía agotado
aunque exhibía un bronceado de deportista de élite. Me dijo que había
pensado en casarse. Yo le expliqué mis vacaciones en Chile, pero, como
ustedes saben, cuando en Europa es verano en Chile es invierno, así que
mis vacaciones no habían sido muy lucidas. La familia estaba bien. Poco
más. La tardanza de Buba nos intranquilizó. No queríamos reconocerlo,
pero estábamos intranquilos. De repente sentimos, tanto Herrera como yo,
que sin él estábamos perdidos. Por el contrario, nuestro entrenador
contribuyó a quitarle hierro a la impuntualidad de Buba.
Una
mañana, después de un vuelo que hizo escalas en Roma y Frankfurt, el
negro se reintegró en el equipo. Loa partidos de pretemporada, sin
embargo, fueron pésimos. Nos ganó un equipo de la Tercera División
holandesa. Empatamos con el equipo de aficionados de la ciudad donde
residíamos. Ni Herrera ni yo nos atrevíamos a pedirle a Buba el rito de
la sangre, aunque nuestras navajas estaban listas.
De hecho, y
esto tardé en comprenderlo, parecía como si tuviéramos miedo de pedirle a
Buba un poco de su magia. Por supuesto seguíamos siendo amigos y en
alguna ocasión fuimos juntos a una discoteca holandesa, pero de sangre
no hablábamos sino de los chismes que circulan en pretemporada, los
jugadores que cambiaban de equipo, los nuevos fichajes, la Liga de
Campeones que íbamos a jugar ese año, los contratos que se acababan o
que tenían que ser mejorados. También hablábamos de películas y de las
vacaciones que ya habían terminado y Herrera, sólo Herrera, hablaba de
libros, entre otras cosas porque era el único que leía.
Después
volvimos a la ciudad y yo volví a encontrarme solo con Buba y con
nuestra cotidianidad en aquel departamento enfrente de los campos de
entrenamiento, y luego empezó la Liga, en primer partido, y la noche
antes apareció Herrera por nuestra casa y encaró la situación. Le dijo a
Buba que qué pasaba. ¿No iba a haber magia ese año? Y Buba sonrió y
dijo que no era magia. Y Herrera dijo qué coño es entonces. Y Buba se
encogió de hombros y dijo que era algo que sólo él entendía. Y luego
hizo un gesto como quitándole importancia al asunto. Y Herrera dijo que
él quería más, que él creía en Buba, fuera lo que fuera lo que éste
hacía. Y Buba dijo que estaba cansado y cuando dijo eso yo lo miré a la
cara y no me pareció en modo alguno un tipo de diecinueve o veinte años
sino un jugador de más de treinta que ya le ha exigido demasiado a su
cuerpo. Y Herrera, contra lo que yo esperaba, aceptó las palabras de
Buba con una actitud admirable. Dijo: "pues no se hable más del asunto,
os invito a cenar". Así era Herrera. Buen tipo.
De tal manera que
salimos a cenar a uno de los mejores restaurantes de la ciudad, y un
fotógrafo de prensa que había allí nos hizo una foto, es esa que tengo
colgada en el comedor, con Herrera y Buba y yo sonriendo, bien vestidos,
delante de una mesa exquisita, si me permiten la expresión (pero es que
otra no hay), dispuestos a comernos el mundo aunque en nuestro fuero
interno teníamos bastantes dudas (sobre todo Herrera y yo) de que
efectivamente fuéramos a comernos nada. Y mientras estuvimos allí no se
dijo nada de magia ni de sangre: hablamos de películas, de viajes, pero
no de viajes de trabajo sino de viajes de placer, y de poco más.
Y
cuando salimos del restaurante, no sin antes haberle firmado autógrafos
a los camareros y al cocinero y a los pinches de cocina, nos pusimos a
caminar durante un rato por las calles vacías de la ciudad, esa ciudad
tan bonita, la ciudad de la sensatez y del sentido común como la
llamaban algunos exaltados, pero que también era la ciudad del
resplandor en donde uno se sentía bien consigo mismo y para mí ahora es
la ciudad de mi juventud, bueno, como decía, nos pusimos a caminar por
calles de Barcelona, porque un deportista sabe que después de una cena
copiosa lo mejor es estirar las piernas, y entonces, cuando ya
llevábamos un rato dando vueltas y viendo los edificios iluminados (obra
de grandes arquitectos que Herrera nombraba como si los hubiera
conocido personalmente), Buba dijo con una sonrisa más bien triste que
si queríamos podíamos volver a repetir la experiencia del año pasado.
Ésa
fue la palabra que empleó. Experiencia. Herrera y yo nos quedamos
callados. Luego volvimos al parking, nos subimos a mi coche y enfilamos
hasta nuestro departamento sin decir una sola palabra. Yo me hice el
corte con mi navaja. Herrera empleó un cuchillo de la cocina. Cuando
Buba salió del baño nos miró y por primera vez, mientras iba a buscar el
estropajo y el cubo de agua a la cocina, no dejó la puerta cerrada.
Recuerdo que Herrera se levantó pero acto seguido volvió a sentarse.
Luego Buba se encerró en el baño y cuando salió todo estaba como antes.
Yo propuse celebrarlo tomándonos un último whisky. Herrera aceptó. Buba
dijo que no con la cabeza. Ninguno tenía ganas de hablar, supongo,
porque el único que dijo algo fue Buba. Dijo: "esto no es necesario, ya
somos ricos". Eso fue todo. Después Herrera y yo nos bebimos nuestros
whiskys de un solo trago y nos fuimos todos a dormir.
Al día
siguiente empezamos la Liga ganando seis a cero. Buba marcó tres goles,
Herrera uno, yo dos. Fue una temporada gloriosa, a mí me parece mentira
que la gente se acuerde, porque ya ha pasado mucho tiempo, pero si lo
pienso bien, si hago funcionar la memoria, me resulta lógico (perdonen
la vanidad) que todavía no haya caído en el olvido la segunda y última
temporada que jugué con Buba en Europa. Ustedes vieron los partidos por
televisión. Si hubieran vivido en Barcelona se vuelven locos. Ganamos la
Liga con más de quince puntos de ventaja y fuimos campeones de Europa
sin haber perdido ni un solo partido, sólo el Milán nos empató en San
Siro y el Bayern sacó el otro empate en su casa. El resto, puras
victorias.
Buba se convirtió en la estrella del momento, goleador
en la Liga Española y en la Liga de Campeones, su cotización subió por
encima de las nubes. A mitad de temporada su agente intentó renegociar
la ficha a más del triple de su monto anual y el club se vio obligado a
venderlo a la Juve a principios de la pretemporada siguiente. Herrera
también se convirtió en un jugador ambicionado por muchos clubes. Pero
como era canterano, es decir casi se había criado en las categorías
inferiores de nuestro club, no quiso irse, aunque a mí me consta que
tuvo ofertas del Manchester, en donde hubiera ganado más. A mí también
me llovieron las ofertas, pero después de dejar marchar a Buba el club
no podía darse el lujo de desprenderse de mí y me arreglaron la ficha y
me quedé.
Para entonces ya había conocido a una catalana, que no
tardaría en ser mi esposa, y yo creo que esto influyó en mi decisión de
no marcharme. No me arrepiento de haberlo hecho. Aquella temporada
volvimos a ser campeones de la Liga Española, pero en la Liga de
Campeones nos enfrentamos en semifinales con el equipo de Buba y fuimos
eliminados.
En Italia nos metieron tres a cero y uno de los goles
lo marcó Buba, uno de los goles más bonitos que he visto en mi vida, un
gol de falta, o de tiro libre para ustedes, muchachos, desde una
distancia de más de veinte metros, lo que los brasileños llaman una hoja
muerta, una hoja de otoño. Una pelota que parece va a salir y que de
repente cae como una hoja muerta, algo que dicen que sabía hacer Didí,
algo que yo nunca le había visto hacer a Buba, y recuerdo que después
del gol Herrera me miró, yo estaba en la barrera y Herrera estaba detrás
marcando a un italiano, y cuando nuestro arquero iba a buscar la pelota
al fondo de la portería herrera me miró y se sonrió como diciendo
“vaya, vaya”, y yo también me sonreí. Fue el primer gol de los italianos
y a partir de ahí Buba se eclipsó. Lo sacaron en el minuto 50. Antes de
dejar la cancha nos abrazó a Herrera y a mí. Cuando acabó el partido
estuvimos un rato con él en los túneles del vestuario.
En el
partido de vuelta, en nuestro campo, los italianos nos empataron a cero.
Fue uno de los partidos más raros que he jugado en mi vida. Todo
pareció transcurrir como a cámara lenta y al final los italianos nos
eliminaron. Pero en líneas generales fue una temporada como para no
olvidar. Volvimos a ganar la Liga, a Herrera y a mí nos convocaron para
jugar el Mundial con nuestras respectivas selecciones, las noticias que
teníamos de Buba eran magníficas. Él también ganó la Liga italiana (el
famoso Scudetto) y la Liga de Campeones por segundo año consecutivo. Era
el jugador del momento. A veces lo llamábamos por teléfono y hablábamos
durante un rato de banalidades.
Poco antes de que nos
marcháramos a unas vacaciones que iban a ser más cortas de lo usual
(aquel año los internacionales nos concentramos para el Mundial casi sin
tiempo para nada), la noticia salió en la primera página de los
periódicos deportivos. Buba había muerto en un accidente automovilístico
camino del aeropuerto de Turín.
Nos quedamos helados. Poco más
es lo que puedo decir. Con la mano en el pecho: nos quedamos helados y
ya está. El Mundial fue asqueroso. A Chile la eliminaron en octavos,
pero no ganamos ni un solo partido. España ni siquiera pasó a octavos,
aunque ellos sí que ganaron un partido. Mi actuación, ustedes se
acordarán, fue funesta. Así que mejor no hablar. ¿El país de Buba? No,
ellos fueron eliminados en la fase previa por Camerún o Nigeria, no me
acuerdo. Buba no hubiera podido ir al Mundial ni vivo ni muerto. Como
jugador, quiero decir.
Luego pasó el tiempo y vivieron otras
ligas y otros mundiales y otros amigos. En Barcelona permanecí aún seis
años. En España, diez. Por supuesto que todavía alcancé a vivir muchas
noches de gloria, pero nada es comparable. Me retiré del fútbol jugando
en el Colo-Colo, pero ya no de extremo izquierdo, la vida de un extremo
izquierdo es corta, sino de mediocampista. Luego me dediqué a mi tienda
de deportes. Hubiera podido ser entrenador, hice el curso, pero la
verdad es que ya estaba harto. Herrera todavía jugó un par de años más.
Luego se retiró en olor de multitudes. Fue internacional más de cien
veces (yo sólo lo fui en cuarenta y tres ocasiones) y cuando dejó el
fútbol la hinchada de Barcelona le tributó un homenaje como se han visto
pocos. Ahora tiene no sé cuántas empresas en su ciudad y la vida, como
es obvio, le va bien.
Durante muchos años estuvimos sin vernos.
Hasta hace poco, que se hizo un programa de televisión, de esos más bien
nostálgicos, sobre el equipo que había ganado por primera vez la Liga
de Campeones. A mí me llegó la invitación y aunque ahora ya no me gusta
viajar, acepté porque era una ocasión para reunirme con los viejos
amigos. La ciudad, qué otra cosa voy a decir, sigue igual de bonita. Nos
alojaron en un hotel de primera y mi mujer al poco rato ya había
partido a ver a sus familiares y amistades. Yo preferí echarme en la
cama y dormir un rato, pero la verdad es que al cabo de un cuarto de
hora me di cuenta de que no iba a poder dormir.
Después me vino a
buscar un muchacho de la productora y me llevó a los estudios de
televisión. En la sala de maquillaje coincidí con Pepito Vila. Estaba
completamente calvo y me costó reconocerlo. Después apareció Delève y
aquello fue el acabose. Qué viejos estaban todos. La moral me subió un
poco cuando, antes de entrar en el plató, ví a Herrera. A él sí que lo
hubiera reconocido en cualquier parte. Nos dimos un abrazo y cruzamos
una pocas palabras, las suficientes como para que yo supiera que aquella
noche, pasara lo que pasara, cenábamos juntos.
El programa fue
largo y prolijo. Se habló de la Copa, de lo que había significado para
el club, de Buba, de aquel primer año de Buba en Europa, pero también se
habló de Buzatti y de Delève, de Palau y Pepito Vila, de mí y sobre
todo de Herrera y de su larga carrera deportiva, un ejemplo para la
juventud. Éramos siete ex jugadores y tres periodistas y dos aficionados
de relumbrón, un actor de cine y una cantante brasileña, que al final
resultó ser la más fanática seguidora que yo haya visto jamás. Se
llamaba Liza Do Elisa, no creo que fuera su nombre verdadero, pero lo
cierto es que cuando el programa se acabó (yo apenas dije cuatro
tonterías, sentía un nudo en el estómago) la Liza Do Elisa se vino a
cenar con nosotros, con Herrera y conmigo y con Pepito Vila y con uno de
los periodistas, no sé, tal vez fuera amiga de este último, el caso es
que de pronto me encontré en un restaurante en penumbra cenando con toda
esta gente y luego en una discoteca aún más oscura salvo la pista de
baile en donde yo estaba bailando unas veces solo y otras veces con la
Liza Do Elisa y finalmente, a las tantas de la mañana, en un bar del
puerto, bebiéndome un carajillo en una mesa algo sucia en donde sólo
estaba Herrera y la cantante brasileña.
No recuerdo quién de los
dos sacó el tema. Tal vez la Liza Do Elisa estuviera hablando de magia,
puede ser, tal vez Herrera quería hablar de eso y la provocó, magia
negra y magia blanca, decía la brasileña, o eso creí entender, y luego
se puso a contar historias, hechos reales que le habían sucedido en la
infancia o durante su juventud, cuanto tuvo que abrirse un camino en el
mundo del espectáculo. Recuerdo que la miré y pensé que era una mujer de
armas tomar: hablaba igual, con la misma energía y agresividad que
durante el programa de televisión. Le había costado subir y permanecía
en guardia, como si en cualquier momento la fueran a atacar. Era una
mujer hermosa, de unos treintaicinco años, con una buena delantera. Se
notaba que no había tenido una vida fácil. Pero esto no le interesaba a
Herrera, lo comprendí en el acto. Herrera quería hablar de magia, de
vudú, de ritos candomblé, de negros, en suma. Y la Liza Do Elisa no hizo
de rogar.
Así que yo me acabé el carajillo y aguanté mecha y
como el tema, sinceramente, me aburría un poco, pedí un whisky y luego
otro whisky y cuando ya empezaba a entrar la luz del día por las
ventanas del bar Herrera dijo que él tenía una historia parecida a las
historias que le había contado Liza Do Elisa y que se la iba a contar a
ver qué le parecía a ella. Y entonces yo cerré los ojos, como si tuviera
sueño, aunque no tenía nada de sueño, y escuché que Herrera contaba la
historia de Buba y de él y mía, pero sin decir que Buba era Buba ni él y
yo nosotros sino unos jugadores franceses que había conocido hacía
tiempo, y Liza Do Elisa se calló (me parece que era la primera vez que
callaba en toda la noche) hasta que Herrera llegó al final, a la muerte
de Buba, y sólo entonces Liza Do Elisa abrió la boca y dijo que sí, que
eso era posible, y Herrera preguntó por la sangre que los tres jugadores
vertían en el vaso y Liza Do Elisa dijo que aquello era parte de la
ceremonia, y luego Herrera preguntó por la música que salía del baño en
donde se encerraba el negro y Liza Do Elisa dijo que aquello también era
parte de la ceremonia, y luego Herrera preguntó por el destino de la
sangre que el negro se llevaba al baño y por el estropajo y el cubo de
agua con lejía y también quiso saber qué creía Liza Do Elisa que hacía
en el baño, y a todas las preguntas la brasileña respondió que aquello
era parte de la ceremonia, hasta que Herrera se anduvo enojando y dijo
que obviamente todo era parte de la ceremonia pero que él quería saber
en qué consistía la ceremonia. Y entonces Liza Do Elisa le dijo que a
ella no le levantara la voz, mucho menos si quería follarla, textual,
empleó esas palabras, a lo que Herrera respondió con una risotada que me
hizo recordar emocionado al Herrera de la Liga de Campeones y de las
dos Ligas que ganamos juntos, quiero decir, de las dos que ganamos con
Buba y de las cinco que ganamos en total, y después de reírse dijo que
no era su intención ofenderla (la Liza Do Elisa se ofendía por cualquier
detalle) y repitió la pregunta.
Y entonces la brasileña puso
cara de meditar y luego miró a Herrera y me miró a mí (pero a Herrera lo
miro con mucha más intensidad) y dijo que a ciencia cierta no lo sabía.
Que tal vez bebía la sangre o tal vez la arrojaba al inodoro, que tal
vez orinaba o defecaba en la sangre o que tal vez no hacía ninguna de
esas cosas, que tal vez se desnudaba y se empapaba con la sangre y
después se duchaba, pero que todo eso sólo eran suposiciones. Y luego
los tres nos quedamos callados hasta que Liza Do Elisa volvió a abrir la
boca para decir que, fuera lo que fuera, lo cierto es que aquel tipo
sufría y quería mucho.
Y luego Herrera le preguntó si ella creía
que la magia de aquel negro que jugaba en el equipo francés era
efectiva. No, dijo Liza Do Elisa. Estaba loco. ¿Cómo iba a ser efectiva?
Y Herrera dijo: ¿y por qué sus compañeros empezaron a jugar mejor?
Porque eran buenos jugadores, dijo la brasileña. Y entonces yo metí la
cuchara y le pregunté qué había querido decir con que sufría mucho,
¿sufrir cómo?, le dije, y ella respondió que con todo el cuerpo y más
que con el cuerpo con toda la mente.
- ¿Qué quieres decir, Liza? -dije yo.
- Que estaba loco, -dijo la brasileña.
El
bar había bajado la persiana metálica. En una pared distinguí varias
fotos de nuestro equipo. La brasileña nos preguntó (no sólo a Herrera, a
mí también) si estábamos hablando de Buba. Herrera no movió ni un solo
músculo de la cara. Yo tal vez asentí. La Liza Do Elisa se persignó. Me
levanté y fui a echar una ojeada a las fotos. Allí estaba nuestro once:
Herrera, de pie, con los brazos cruzados, junto a Miquel Serra, el
arquero, y Palau, y debajo de ellos, en cuclillas, Buba y yo. Yo estoy
sonriendo, como si no me preocupara nada, y Buba está serio y mira
directamente a la cámara.
Fui al baño y cuando volví Herrera
estaba junto a la barra, pagando, y la brasileña también se había
levantado y se alisaba el vestido, un vestido granate muy ajustado,
junto a la mesa. Antes de marcharnos el encargado del bar o tal vez era
el dueño, el tipo que nos había soportado hasta el amanecer, me pidió
que estampara mi firma en otra de las fotos que adornaban la pared. Allí
estaba yo solo, era una de las primeras fotos que me tomaron cuando
llegué a la ciudad. Le pregunté su nombre. Dijo que se llamaba Narcís.
Se la dediqué con afecto.
Ya clareaba cuando salimos. Como en los
viejos tiempos, caminamos durante un rato por las calles de Barcelona.
Noté sin sorpresa que Herrera llevaba a la brasileña cogida por la
cintura. Después nos metimos en un taxi y me acompañaron hasta mi hotel.
lunes, 16 de octubre de 2023
Buba, short story by Roberto Bolaño (from "Putas asesinas", Anagrama 2001)
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