Todos dicen que les saco de quicio, especialmente mi mujer. Nunca le digo lo preciosa o lo bonita que es, a pesar de que lo pienso. Lo que le digo es que está bien. Ella me contesta que su madre también está bien. Yo le digo que estar bien es algo bueno, muy bueno. Para mí decirle a alguien que está bien es decirle algo bueno. ¿Qué sucede si un día ella está preciosa y al día siguiente está aún más bonita? Si no me reservase algo, ya no me quedaría nada por decir. Uno siempre tiene que reservarse algo.
Continuamente veo a gente que se queda sin reservas. Para empezar, ésa es la razón por la que decidí convertirme en médico especialista en dolor. Lo maravilloso del dolor es que no se anda con tonterías. No se necesita malgastar mucho tiempo hablando de él. Cuando los pacientes llegan a mí, ya han pasado por todo tipo de médicos que han tirado la toalla. Son como huesos en los que ya no queda carne que roer. Yo admiro el dolor. Habría que hacerle un homenaje. No hay miedo más primario que el miedo al dolor constante, interminable.
L. vino a mi consulta porque le dolía la pierna izquierda. No paraba de sonreír. Pensé: Esta mujer es tonta. Cuando la examino, veo que la pierna no sólo le duele, sino que está tan rígida que apenas puede andar. Tanto ella como su marido sonríen todo el rato como bobos. Sospecho que la causa puede ser un tumor en la médula espinal y no me equivoco. Le pido al neurocirujano que haga una biopsia de la médula. Después de la biopsia, la médula está casi sin reservas, así que la paciente aprende a ponerse ella misma el catéter, empieza un tratamiento para los intestinos y ahora casi no puede usar la otra pierna. La biopsia no arroja resultados definitivos. No me lo puedo creer. Paso un montón de tiempo llamando a un renombrado patólogo y le pregunto si no podría echarle otro vistazo al caso. Llamo al neurocirujano, que dice: «Creo que extraje un buen trozo».
«Bueno, a veces estas cosas pasan…», dice ella sonriendo.
Monto un tribunal médico al completo. La presento a mis colegas, extraigo su fluido espinal, le hago un examen de columna, de pulmones, de cerebro y de sangre. Excepto el inexplicable tumor en la médula y que se hace pipí y caca en la cama, está perfectamente sana. Durante los meses siguientes el tumor se mantiene estable, así que le receto algunos medicamentos. Algunas pastillas para disminuirle los espasmos en las piernas y en la vejiga y algunos esteroides para sentirme mejor yo.
Su marido sonríe encantado y me dice que está muy feliz de tenerme como médico. Me dan ganas de echarle la llave a la puerta y dejarlos a los dos encerrados para siempre para que no puedan andar por las calles. Aquello era lo único que me faltaba: él sonriendo radiante y ella flaca como un esqueleto, en su silla de ruedas y con aquel tumor, contándole a cualquiera que estuviese a tiro de piedra: «¿Ve? Mire qué doctor tan maravilloso tenemos. ¡Estamos muy contentos con él!».
No queda mucho más por hacer. Nada ha cambiado en meses. Supongo que la paciente llevará una vida durísima, pero, al menos, sigue siendo su vida. Vienen a verme de vez en cuando. Cuando se les ha terminado algún medicamento o para solicitar más sesiones de fisioterapia. Viven a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia y a veces vienen para una consulta de quince minutos, de los cuales hablamos trece y el resto la examino a ella. Trato de darles cita para esas horas en las que sé que no voy a tener a nadie más en mi consulta. Sigo siendo su médico preferido.
Un viernes me llama su marido. Los síntomas que me describe son diferentes de los acostumbrados. Les digo que recorran los ciento cincuenta kilómetros y vengan a la clínica. El examen arroja que tiene un tumor en la parte posterior del cerebro de cinco centímetros de diámetro, en un sitio donde tres meses antes no había absolutamente nada más que cerebro. Tiene los minutos contados debido a la presión del tumor. El marido corre hacia mí y me aprieta la mano un par de miles de veces y dice: «Estoy tan contento de que esté usted aquí». A ella le bailan los ojos debido al tumor y le duele la cabeza, pero también está feliz de verme. Esa noche el neurocirujano le abre el cráneo. Ella empieza a sentirse mejor con bastante rapidez. Varios patólogos y oncólogos de la ciudad reconocen que no es un tumor común, aunque tampoco les resulta desconocido.
La paciente ha empezado su tratamiento y hoy viene a verme a la consulta. Los dos entran con una sonrisa radiante. Ella tiene las piernas delgadísimas, cubiertas de manchas rojas, descarnadas y sin un pelo. Las uñas de los pies son un espanto. Me dice: «¡Mire, mire!». Balancea los dos pies hacia atrás y hacia delante en su silla de ruedas para hacerme una demostración. Después dice: «Mire esto». Apoya las manos en los posabrazos de la silla y hace fuerza hasta casi levantarse. Debido a la lesión en la médula espinal, los dos pies le han quedado apuntando hacia abajo, ya que los tendones de Aquiles se le han acortado y le tiran hacia arriba de los tobillos. Tiene la cara hinchada y redonda, como una luna llena, debido a la cortisona. Apenas le queda una capa muy fina de pelo. Tiene las cejas muy arqueadas y frunce muchísimo la frente. Sonríe de oreja a oreja y sus ojos siguen bailándole de un lado a otro, pero ahora miran hacia abajo para mostrarme que está de pie, de puntillas. Parece una niña. Una bailarina. Su marido está orgulloso y también le mira los pies. Y entonces ella vuelve a sentarse y se queja: «Ay, si por lo menos no tuviera esta cara tan enorme…».
«No», le digo. «Está usted preciosa». Y es cierto.
NICOLAS WIEDER
Los Ángeles, California
sábado, 9 de marzo de 2024
Bailarina, excerpt from "I Thought My Father Was God", by Paul Auster
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