PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN DE
EL GAUCHO MARTÍN FIERRO (1872)
Señor D. José Zoilo Miguens.
Querido amigo:
Al fin me he decidido a que mi pobre Martín Fierro, que me ha ayudado algunos
momentos a alejar el fastidio de la vida del hotel, salga a conocer el mundo, y allá va
acogido al amparo de su nombre. No le niegue su protección, usted que conoce bien
todos los abusos y todas las desgracias de que es víctima esa clase desheredada de
nuestro país.
Es un pobre gaucho, con todas las imperfecciones de forma que el arte tiene todavía
entre ellos, y con toda la falta de enlace en sus ideas, en las que no existe siempre una
sucesión lógica, descubriéndose frecuentemente entre ellas apenas una relación oculta y
remota.
Me he esforzado, sin presumir haberlo conseguido, en presentar un tipo que
personificara el carácter de nuestros gauchos, concentrando el modo de ser, de sentir, de
pensar y de expresarse que les es peculiar, dotándolo con todos los juegos de su
imaginación llena de imágenes y de colorido, con todos los arranques de su altivez,
inmoderados hasta el crimen, y con todos los impulsos y arrebatos, hijos de una
naturaleza que la educación no ha pulido y suavizado.
Cuantos conozcan con propiedad el original podrán juzgar si hay o no semejanza en
la copia.
Quizá la empresa habría sido para mí más fácil, y de mejor éxito, si sólo me hubiera
propuesto hacer reír a costa de su ignorancia, como se halla autorizado por el uso en
este género de composiciones; pero mi objeto ha sido dibujar a grandes rasgos, aunque
fielmente, sus costumbres, sus trabajos, sus hábitos de vida, su índole, sus vicios y sus
virtudes; ese conjunto que constituye el cuadro de su fisonomía moral, y los accidentes
de su existencia llena de peligros, de inquietudes, de inseguridad, de aventuras y de
agitaciones constantes. Y he deseado todo esto, empeñándome en imitar ese estilo
abundante en metáforas, que el gaucho usa sin conocer y sin valorar, y su empleo
constante de comparaciones tan extrañas como frecuentes; en copiar sus reflexiones con
el sello de la originalidad que las distingue y el tinte sombrío de que jamás carecen,
revelándose en ellas esa especie de filosofía propia que, sin estudiar, aprende en la
misma naturaleza; en respetar la superstición y sus preocupaciones, nacidas y
fomentadas por su misma ignorancia; en dibujar el orden de sus impresiones y de sus
afectos, que él encubre y disimula estudiosamente; sus desencantos, producidos por su
misma condición social, y esa indolencia que le es habitual, hasta llegar a constituir una
de las condiciones de su espíritu; en retratar, en fin, lo más fielmente que me fuera
posible, con todas sus especialidades propias, ese tipo original de nuestras pampas, tan
poco conocido por lo mismo que es difícil estudiarlo, tan erróneamente juzgado muchas
veces, y que, al paso que avanzan las conquistas de la civilización, va perdiéndose casi
por completo.
Sin duda que todo esto ha sido demasiado desear para tan pocas páginas, pero no se
me puede hacer un cargo por el deseo, sino por no haberlo conseguido.
Una palabra más, destinada a disculpar sus defectos. Páselos usted por alto porque
quizá no lo sean todos los que a primera vista puedan parecerlo, pues no pocos se
encuentran allí como copia o imitación de los que lo son realmente.
Por lo demás, espero, mi amigo, que usted lo juzgará con benignidad, siquiera sea
porque Martín Fierro no va de la ciudad a referir a sus compañeros lo que ha visto y
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admirado en un 25 de Mayo u otra función semejante, referencias algunas de las cuales,
como el Fausto y varias otras, son de mucho mérito ciertamente, sino que cuenta sus
trabajos, sus desgracias, los azares de su vida de gaucho, y usted no desconoce que el
asunto es más difícil de lo que muchos se imaginarán.
Y con lo dicho basta para preámbulo, pues ni Martín Fierro exige más, ni usted
gusta mucho de ellos, ni son de la predilección del público, ni se avienen con el carácter
de
Su verdadero amigo,
JOSÉ HERNÁNDEZ
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN DE
LA VUELTA DE MARTÍN FIERRO (1879)
Cuatro palabras de conversación con los lectores
Entrego a la benevolencia pública, con el título La vuelta de Martín Fierro, la
segunda parte de una obra que ha tenido una acogida tan generosa, que en seis años se
han repetido once ediciones, con un total de cuarenta y ocho mil ejemplares.
Esto no es vanidad de autor, porque no rindo tributo a esa falsa diosa; ni bombo de
editor, porque no lo he sido nunca de mis humildes producciones.
Es un recuerdo oportuno y necesario para explicar por qué el primer tiraje del
presente libro consta de veinte mil ejemplares, divididos en cinco secciones o ediciones
de a cuatro mil números cada una; y agregaré que confío en que el acreditado
Establecimiento Tipográfico del señor Coni hará una impresión esmerada, como la
tienen todos los libros que salen de sus talleres.
Lleva también diez ilustraciones incorporadas en el texto, y creo que en los
dominios de la literatura es la primera vez que una obra sale de las prensas nacionales
con esta mejora.
Así se empieza.
Las láminas han sido dibujadas y calcadas en la piedra por don Carlos Clerice,
artista compatriota que llegará a ser notable en su ramo, porque es joven, tiene escuela,
sentimiento artístico y amor al trabajo.
El grabado ha sido ejecutado por el señor Supot,
que posee el arte nuevo y poco generalizado todavía entre nosotros de fijar en láminas
metálicas lo que la habilidad del litógrafo ha calcado en la piedra, creando o imaginando
posiciones que interpreten con claridad y sentimiento la escena descrita en el verso.
No se ha omitido, pues, ningún sacrificio a fin de hacer una publicación en las más
aventajadas condiciones artísticas.
En cuanto a su parte literaria, sólo diré que no se debe perder de vista al juzgar los
defectos del libro que es copia fiel de una original que los tiene, y repetiré que muchos
defectos están allí con el objeto de hacer más evidente y clara la imitación de los que lo
son en realidad.
Un libro destinado a despertar la inteligencia y el amor a la lectura en una población
casi primitiva, a servir de provechoso recreo, después de las fatigosas tareas, a millares
de personas que jamás han leído, debe ajustarse estrictamente a los usos y costumbres
de esos mismos lectores, rendir sus ideas e interpretar sus sentimientos en su mismo
lenguaje, en sus frases más usuales, en su forma más general, aunque sea incorrecta; con
sus imágenes de mayor relieve y con sus giros más característicos, a fin de que el libro
se identifique con ellos de una manera tan estrecha e íntima, que su lectura no sea sino
una continuación natural de su existencia.
Sólo así pasan sin violencia del trabajo al
libro; y sólo así esa lectura puede serles amena, interesante y útil.
¡Ojalá hubiera un libro que gozara del dichoso privilegio de circular incesantemente
de mano en mano en esta inmensa población diseminada en nuestras vastas campañas, y
que bajo una forma que lo hiciera agradable, que asegurara su popularidad, sirviera de
ameno pasatiempo a sus lectores!, pero:
Enseñando que el trabajo honrado es la fuente principal de toda mejora y bienestar.
Enalteciendo las virtudes morales que nacen de la ley natural y que sirven de base a
todas las virtudes sociales.
Inculcando en los hombres el sentimiento de veneración hacia su Creador,
inclinándolos a obrar bien.
Afeando las supersticiones ridículas y generalizadas que nacen de una deplorable
ignorancia.
Tendiendo a regularizar y dulcificar las costumbres, enseñando por medios
hábilmente escondidos la moderación y el aprecio de sí mismo, el respeto a los demás,
estimulando la fortaleza por el espectáculo del infortunio acerbo, aconsejando la
perseverancia en el bien y la resignación en los trabajos.
Recordando a los Padres los deberes que la naturaleza les impone para con sus hijos,
poniendo ante sus ojos los males que produce su olvido, induciéndolos por ese medio a
que mediten y calculen por sí mismos todos los beneficios de su cumplimiento.
Enseñando a los hijos cómo deben respetar y honrar a los autores de sus días.
Fomentando en el esposo el amor a su esposa, recordando a ésta los santos deberes
de su estado; encareciendo la felicidad del hogar, enseñando a todos a tratarse con
respeto recíproco, robusteciendo por todos estos medios los vínculos de la familia y de
la sociabilidad.
Afirmando en los ciudadanos el amor a la libertad, sin apartarse del respeto que es
debido a los superiores y magistrados.
Enseñando a hombres con escasas nociones morales que deben ser humanos y
clementes, caritativos con el huérfano y con el desvalido, fieles a la amistad, gratos a los
favores recibidos, enemigos de la holgazanería y del vicio, conformes con los cambios
de fortuna, amantes de la libertad, tolerantes, justos y prudentes siempre.
Un libro que todo esto, más que esto o parte de esto enseñara sin decirlo, sin revelar
su pretensión, sin dejarla conocer siquiera, sería indudablemente un buen libro, y por
cierto que levantaría el nivel moral e intelectual de sus lectores, aunque dijera naides
por nadie, resertor por desertor, mesmo por mismo u otros barbarismos semejantes,
cuya enmienda le está reservada a la escuela, llamada a llenar un vacío que el poema
debe respetar, y a corregir vicios y defectos de fraseología, que son también elementos
de que se debe apoderar el arte para combatir y extirpar males morales más
fundamentales y trascendentes, examinándolos bajo el punto de vista de una filosofía
más elevada y pura.
El progreso de la locución no es la base del progreso social, y un
libro que se propusiera tan elevados fines debería prescindir por completo de las
delicadas formas de la cultura de la frase, subordinándose a las imperiosas exigencias de
sus propósitos moralizadores, que serían en tal caso el éxito buscado.
Los personajes colocados en escena deberían hablar en su lenguaje peculiar y
propio, con su originalidad, su gracia y sus defectos naturales, porque, despojados de
ese ropaje, lo serían igualmente de su carácter típico, que es lo único que los hace
simpáticos, conservando la imitación y la verosimilitud en el fondo y en la forma.
Entra también en esta parte la elección del prisma a través del cual le es permitido a
cada uno estudiar sus tiempos. Y aceptando esos defectos como un elemento, se idealiza
también, se piensa, se inclina a los demás a que piensen igualmente, y se agrupan, se
preparan y conservan pequeños monumentos de arte para los que han de estudiarnos
mañana y levantar el grande monumento de la historia de nuestra civilización.
El
gaucho no conoce ni siquiera los elementos de su propio idioma, y sería una
impropiedad, cuando menos, y una falta de verdad muy censurable, que quien no ha
abierto jamás un libro siga la reglas de arte de Blair, Hermosilla o la Academia.
El gaucho no aprende a cantar. Su único maestro es la espléndida naturaleza que en
variados y majestuosos panoramas se extiende delante de sus ojos.
Canta porque hay en
él cierto impulso moral, algo de métrico, de rítmico que domina en su organización, y
que lo lleva hasta el extraordinario extremo de que todos sus refranes, sus dichos
agudos, sus proverbios comunes son expresados en dos versos octosílabos perfectamente medidos, acentuados con inflexible regularidad, llenos de armonía, de
sentimiento y de profunda intención.
Eso mismo hace muy difícil, si no de todo punto imposible, distinguir y separar
cuáles son los pensamientos originales del autor y cuáles los que son recogidos de las
fuentes populares.
No tengo noticia que exista ni que haya existido una raza de hombre aproximado a
la naturaleza, cuya sabiduría proverbial llene todas las condiciones rítmicas de nuestros
proverbios gauchos.
Qué singular es y qué digno de observación, el oír a nuestros paisanos más incultos
expresar en dos versos claros y sencillos máximas y pensamientos morales que las
naciones más antiguas, la India y la Persia, conservaban como un tesoro inestimable de
su sabiduría proverbial; que los griegos escuchaban con veneración en boca de sus
sabios más profundos, de Sócrates, fundador de la moral, de Platón y de Aristóteles; que
entre los latinos difundió gloriosamente el afamado Séneca; que los hombres del Norte
les dieron lugar preferente en su robusta y enérgica literatura; que la civilización
moderna repite por medio de sus moralistas más esclarecidos, y que se hallan
consagrados fundamentalmente en los códigos religiosos de todos los grandes
reformadores de la humanidad.
Indudablemente que hay cierta semejanza íntima, cierta identidad misteriosa entre
todas las razas del globo que sólo estudian en el gran libro de la naturaleza, pues que de
él deducen y vienen deduciendo desde hace más de tres mil años la misma enseñanza,
las mismas virtudes naturales, expresadas en prosa por todos los hombres del globo, y
en verso por los gauchos que habitan las vastas y fértiles comarcas que se extienden a
las dos márgenes del Plata.
El corazón humano y la moral son los mismos en todos los
siglos.
Las civilizaciones difieren esencialmente. «Jamás se hará -dice el doctor don V.
F. López en su prólogo a Las neurosis- un profesor o un catedrático europeo de un
bracma». Así debe ser: pero no ofrecería la misma dificultad el hacer de un gaucho un
bracma lleno de sabiduría, si es que los bracmas hacen consistir toda su ciencia en su
sabiduría proverbial, según los pinta el sabio conservador de la Biblioteca Nacional de
París en La sabiduría popular de las naciones, que difundió en el Nuevo Mundo el
americano Pazos Kanki.
Saturados de ese espíritu gaucho hay entre nosotros algunos poetas de formas muy
cultas y correctas, y no ha de escasear el género porque es una producción legítima y
espontánea del país, y que en verdad no se manifiesta únicamente en el terreno florido
de la literatura.
Concluyo aquí, dejando a la consideración de los benévolos lectores lo que yo no
puedo decir sin extender demasiado este prefacio, poco necesario en las humildes coplas
de un hijo del desierto.
¡Sea el público indulgente con él! y acepte esta humilde producción que le
dedicamos como que es nuestro mejor y más antiguo amigo.
La originalidad de un libro debe empezar en el prólogo.
Nadie se sorprenda, por tanto, ni de la forma ni de los objetos que éste abraza. Y
debemos terminarlo haciendo público nuestro agradecimiento hacia los distinguidos
escritores que acaban de honrarnos con su fallo, como el señor don José Tomás Guido,
en una bellísima carta que acogieron deferentes La Tribuna y La Prensa, y que
reprodujeron en sus columnas varios periódicos de la República; el Dr. don Adolfo
Saldias, en un meditado trabajo sobre el tipo histórico y social del gaucho; el doctor don
Miguel Navarro Viola, en la última entrega de la Biblioteca Popular, estimulándonos
con honrosos términos a continuar en la tarea empezada.
Diversos periódicos de la ciudad y campaña como El Heraldo, del Azul; La Patria,
de Dolores; El Oeste, de Mercedes, y otros, han adquirido también justos títulos a
nuestra gratitud, que consideramos como una deuda sagrada.
Terminamos esta breve reseña con La Capital, del Rosario, que ha anunciado La
vuelta de Martín Fierro haciendo concebir esperanzas que Dios sabe si van a ser
satisfechas.
Ciérrase este prólogo diciendo que se llama este libro La vuelta de Martín Fierro
porque ese título le dio el público antes, mucho antes de haber pensado yo en escribirlo;
y allá va a correr tierras con mi bendición paternal.
JOSÉ HERNÁNDEZ