“No heredé nada de mi padre, ni siquiera su oficio; heredé, eso sí, su condición.”
Hijo de Ladrón (1951)
“Trabajar no me hacía mejor ni peor; me permitía, a lo sumo, no sentir vergüenza de estar vivo.”
Mejor que el vino (1958)
“Aprendí pronto que la ley no estaba hecha para nosotros, y que obedecerla no nos volvía mejores, solo más invisibles.”
Sombras contra el muro (1964)
“Nunca quise ser fuerte; quise entender, que es más difícil y deja menos cicatrices visibles.”
La oscura vida radiante (1971)
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En la tetralogía de Manuel Rojas, la masculinidad se construye sin padre fuerte, sin épica del trabajo, sin fe en la ley y sin culto a la fuerza, dando lugar a una figura masculina errante, reflexiva, ética y profundamente marcada por la clase. Aniceto Hevia no encarna al hombre exitoso del proyecto moderno, sino al sujeto que resiste desde los márgenes, haciendo de la conciencia y la palabra su forma de dignidad.
florilegios
viernes, 19 de diciembre de 2025
Manuel Rojas, by Francisco Farías Mansilla
viernes, 5 de diciembre de 2025
La señorita Cora, short story by Julio Cortázar (from Todos los fuegos el fuego, 1966)
We'll send your love to college, all for a year or two,
And then perhaps in time the boy will do for you.
The trees that grow so high.
(Canción folclórica inglesa.)
No entiendo por qué no me dejan pasar la noche en la clínica con el nene, al fin y al cabo soy su madre y el doctor De Luisi nos recomendó personalmente al director. Podrían traer un sofá cama y yo lo acompañaría para que se vaya acostumbrando, entró tan pálido el pobrecito como si fueran a operarlo en seguida, yo creo que es ese olor de las clínicas, su padre también estaba nervioso y no veía la hora de irse, pero yo estaba segura de que me dejarían con el nene. Después de todo tiene apenas quince años y nadie se los daría, siempre pegado a mí aunque ahora con los pantalones largos quiere disimular y hacerse el hombre grande. La impresión que le habrá hecho cuando se dio cuenta de que no me dejaban quedarme, menos mal que su padre le dio charla, le hizo poner el piyama y meterse en la cama. Y todo por esa mocosa de enfermera, yo me pregunto si verdaderamente tiene órdenes de los médicos o si lo hace por pura maldad. Pero bien que se lo dije, bien que le pregunté si estaba segura de que tenía que irme. No hay más que mirarla para darse cuenta de quién es, con esos aires de vampiresa y ese delantal ajustado, una chiquilina de porquería que se cree la directora de la clínica. Pero eso sí, no se la llevó de arriba, le dije lo que pensaba y eso que el nene no sabía donde meterse de vergüenza y su padre se hacía el desentendido y de paso seguro que le miraba las piernas como de costumbre. Lo único que me consuela es que el ambiente es bueno, se nota que es una clínica para personas pudientes; el nene tiene un velador de lo más lindo para leer sus revistas, y por suerte su padre se acordó de traerle caramelos de menta que son los que más le gustan. Pero mañana por la mañana, eso sí, lo primero que hago es hablar con el doctor De Luisi para que la ponga en su lugar a esa mocosa presumida. Habrá que ver si la frazada lo abriga bien al nene, voy a pedir que por las dudas le dejen otra a mano. Pero sí, claro que me abriga, menos mal que se fueron de una vez, mamá cree que soy un chico y me hace hacer cada papelón. Seguro que la enfermera va a pensar que no soy capaz de pedir lo que necesito, me miró de una manera cuando mamá le estaba protestando… Está bien, si no la dejaban quedarse qué le vamos a hacer, ya soy bastante grande para dormir solo de noche, me parece. Y en esta cama se dormirá bien, a esta hora ya no se oye ningún ruido, a veces de lejos el zumbido del ascensor que me hace acordar a esa película de miedo que también pasaba en una clínica, cuando a medianoche se abría poco a poco la puerta y la mujer paralítica en la cama veía entrar al hombre de la máscara blanca…
La enfermera es bastante simpática, volvió a las seis y media con unos papeles y me empezó a preguntar mi nombre completo, la edad y esas cosas. Yo guardé la revista en seguida porque hubiera quedado mejor estar leyendo un libro de veras y no una fotonovela, y creo que ella se dio cuenta pero no dijo nada, seguro que todavía estaba enojada por lo que le había dicho mamá y pensaba que yo era igual que ella y que le iba a dar órdenes o algo así. Me preguntó si me dolía el apéndice y le dije que no, que esa noche estaba muy bien. “A ver el pulso”, me dijo, y después de tomármelo anotó algo más en la planilla y la colgó a los pies de la cama. “¿Tenés hambre?”, me preguntó, y yo creo que me puse colorado porque me tomó de sorpresa que me tuteara, es tan joven que me hizo impresión. Le dije que no, aunque era mentira porque a esa hora siempre tengo hambre. “Esta noche vas a cenar muy liviano”, dijo ella, y cuando quise darme cuenta ya me había quitado el paquete de caramelos de menta y se iba. No sé si empecé a decirle algo, creo que no. Me daba una rabia que me hiciera eso como a un chico, bien podía haberme dicho que no tenía que comer caramelos, pero llevárselos… Seguro que estaba furiosa por lo de mamá y se desquitaba conmigo, de puro resentida; qué sé yo, después que se fue se me pasó de golpe el fastidio, quería seguir enojado con ella pero no podía. Qué joven es, clavado que no tiene ni diecinueve años, debe haberse recibido de enfermera hace muy poco. A lo mejor viene para traerme la cena; le voy a preguntar cómo se llama, si va a ser mi enfermera tengo que darle un nombre. Pero en cambio vino otra, una señora muy amable vestida de azul que me trajo un caldo y bizcochos y me hizo tomar unas pastillas verdes. También ella me preguntó cómo me llamaba y si me sentía bien, y me dijo que en esta pieza dormiría tranquilo porque era una de las mejores de la clínica, y es verdad porque dormí hasta casi las ocho en que me despertó una enfermera chiquita y arrugada como un mono pero muy amable, que me dijo que podía levantarme y lavarme pero antes me dio un termómetro y me dijo que me lo pusiera como se hace en estas clínicas, y yo no entendí porque en casa se pone debajo del brazo, y entonces me explicó y se fue. Al rato vino mamá y qué alegría verlo tan bien, yo que me temía que hubiera pasado la noche en blanco el pobre querido, pero los chicos son así, en la casa tanto trabajo y después duermen a pierna suelta aunque estén lejos de su mamá que no ha cerrado los ojos la pobre. El doctor De Luisi entró para revisar al nene y yo me fui un momento afuera porque ya está grandecito, y me hubiera gustado encontrármela a la enfermera de ayer para verle bien la cara y ponerla en su sitio nada más que mirándola de arriba a abajo, pero no había nadie en el pasillo. Casi en seguida salió el doctor De Luisi y me dijo que al nene iban a operarlo a la mañana siguiente, que estaba muy bien y en las mejores condiciones para la operación, a su edad una apendicitis es una tontería. Le agradecí mucho y aproveché para decirle que me había llamado la atención la impertinencia de la enfermera de la tarde, se lo decía porque no era cosa de que a mi hijo fuera a faltarle la atención necesaria. Después entré en la pieza para acompañar al nene que estaba leyendo sus revistas y ya sabía que lo iban a operar al otro día. Como si fuera el fin del mundo, me mira de un modo la pobre, pero si no me voy a morir, mamá, haceme un poco el favor. Al Cacho le sacaron el apéndice en el hospital y a los seis días ya estaba queriendo jugar al fútbol. Andate tranquila que estoy muy bien y no me falta nada. Sí, mamá, sí, diez minutos queriendo saber si me duele aquí o mas allá, menos mal que se tiene que ocupar de mi hermana en casa, al final se fue y yo pude terminar la fotonovela que había empezado anoche.
La enfermera de la tarde se llama la señorita Cora, se lo pregunté a la enfermera chiquita cuando me trajo el almuerzo; me dieron muy poco de comer y de nuevo pastillas verdes y unas gotas con gusto a menta; me parece que esas gotas hacen dormir porque se me caían las revistas de la mano y de golpe estaba soñando con el colegio y que íbamos a un picnic con las chicas del normal como el año pasado y bailábamos a la orilla de la pileta, era muy divertido. Me desperté a eso de las cuatro y media y empecé a pensar en la operación, no que tenga miedo, el doctor De Luisi dijo que no es nada, pero debe ser raro la anestesia y que te corten cuando estás dormido, el Cacho decía que lo peor es despertarse, que duele mucho y por ahí vomitás y tenés fiebre. El nene de mamá ya no está tan garifo como ayer, se le nota en la cara que tiene un poco de miedo, es tan chico que casi me da lástima. Se sentó de golpe en la cama cuando me vio entrar y escondió la revista debajo de la almohada. La pieza estaba un poco fría y fui a subir la calefacción, después traje el termómetro y se lo di. “¿Te lo sabes poner?”, le pregunté, y las mejillas parecía que iban a reventársele de rojo que se puso. Dijo que sí con la cabeza y se estiró en la cama mientras yo bajaba las persianas y encendía el velador. Cuando me acerqué para que me diera el termómetro seguía tan ruborizado que estuve a punto de reírme, pero con los chicos de esa edad siempre pasa lo mismo, les cuesta acostumbrarse a esas cosas. Y para peor me mira en los ojos, por qué no le puedo aguantar esa mirada si al final no es más que una mujer, cuando saqué el termómetro de debajo de las frazadas y se lo alcancé, ella me miraba y yo creo que se sonreía un poco, se me debe notar tanto que me pongo colorado, es algo que no puedo evitar, es más fuerte que yo. Después anotó la temperatura en la hoja que está a los pies de la cama y se fue sin decir nada. Ya casi no me acuerdo de lo que hablé con papá y mamá cuando vinieron a verme a las seis. Se quedaron poco porque la señorita Cora les dijo que había que prepararme y que era mejor que estuviese tranquilo la noche antes. Pensé que mamá iba a soltarle alguna de las suyas pero la miró nomás de arriba abajo, y papá también pero yo al viejo le conozco las miradas, es algo muy diferente. Justo cuando se estaba yendo la oí a mamá que le decía a la señorita Cora: “Le agradeceré que lo atienda bien, es un niño que ha estado siempre muy rodeado por su familia”, o alguna idiotez por el estilo, y me hubiera querido morir de rabia, ni siquiera escuché lo que le contestó la señorita Cora, pero estoy seguro de que no le gustó, a lo mejor piensa que me estuve quejando de ella o algo así.
Volvió a eso de las seis y media con una mesita de esas de ruedas llena de frascos y algodones, y no sé por qué de golpe me dio un poco de miedo, en realidad no era miedo pero empecé a mirar lo que había en la mesita, toda clase de frascos azules o rojos, tambores de gasa y también pinzas y tubos de goma, el pobre debía estar empezando a asustarse sin la mamá que parece un papagayo endomingado, le agradeceré que atienda bien al nene, mire que he hablado con el doctor De Luisi, pero sí, señora, se lo vamos a atender como a un príncipe. Es bonito su nene, señora, con esas mejillas que se le arrebolan apenas me ve entrar. Cuando le retiré las frazadas hizo un gesto como para volver a taparse, y creo que se dio cuenta de que me hacía gracia verlo tan pudoroso. “A ver, bajate el pantalón del piyama”, le dije sin mirarlo en la cara. “¿El pantalón?”, preguntó con una voz que se le quebró en un gallo. “Si, claro, el pantalón”, repetí, y empezó a soltar el cordón y a desabotonarse con unos dedos que no le obedecían. Le tuve que bajar yo misma el pantalón hasta la mitad de los muslos, y era como me lo había imaginado. “Ya sos un chico crecidito”, le dije, preparando la brocha y el jabón aunque la verdad es que poco tenía para afeitar. “¿Cómo te llaman en tu casa?”, le pregunté mientras lo enjabonaba. “Me llamo Pablo”, me contestó con una voz que me dio lástima, tanta era la vergüenza. “Pero te darán algún sobrenombre”, insistí, y fue todavía peor porque me pareció que se iba a poner a llorar mientras yo le afeitaba los pocos pelitos que andaban por ahí. “¿Así que no tenés ningún sobrenombre? Sos el nene solamente, claro.” Terminé de afeitarlo y le hice una seña para que se tapara, pero él se adelantó y en un segundo estuvo cubierto hasta el pescuezo. “Pablo es un bonito nombre”, le dije para consolarlo un poco; casi me daba pena verlo tan avergonzado, era la primera vez que me tocaba atender a un muchachito tan joven y tan tímido, pero me seguía fastidiando algo en él que a lo mejor le venía de la madre, algo más fuerte que su edad y que no me gustaba, y hasta me molestaba que fuera tan bonito y tan bien hecho para sus años, un mocoso que ya debía creerse un hombre y que a la primera de cambio sería capaz de soltarme un piropo.
Me quedé con los ojos cerrados, era la única manera de escapar un poco de todo eso, pero no servía de nada porque justamente en ese momento agregó: “¿Así que no tenés ningún sobrenombre. Sos el nene solamente, claro”, y yo hubiera querido morirme, o agarrarla por la garganta y ahogarla, y cuando abrí los ojos le vi el pelo castaño casi pegado a mi cara porque se había agachado para sacarme un resto de jabón, y olía a shampoo de almendra como el que se pone la profesora de dibujo, o algún perfume de esos, y no supe qué decir y lo único que se me ocurrió fue preguntarle: “¿Usted se llama Cora, verdad?” Me miró con aire burlón, con esos ojos que ya me conocían y que me habían visto por todos lados, y dijo: “La señorita Cora.” Lo dijo para castigarme, lo sé, igual que antes había dicho: “Ya sos un chico crecidito”, nada más que para burlarse. Aunque me daba rabia tener la cara colorada, eso no lo puedo disimular nunca y es lo peor que me puede ocurrir, lo mismo me animé a decirle: “Usted es tan joven que… Bueno, Cora es un nombre muy lindo.” No era eso, lo que yo había querido decirle era otra cosa y me parece que se dio cuenta y le molestó, ahora estoy seguro de que está resentida por culpa de mamá, yo solamente quería decirle que era tan joven que me hubiera gustado poder llamarla Cora a secas, pero cómo se lo iba a decir en ese momento cuando se había enojado y ya se iba con la mesita de ruedas y yo tenía unas ganas de llorar, esa es otra cosa que no puedo impedir, de golpe se me quiebra la voz y veo todo nublado, justo cuando necesitaría estar más tranquilo para decir lo que pienso. Ella iba a salir pero al llegar a la puerta se quedó un momento como para ver si no se olvidaba de alguna cosa, y yo quería decirle lo que estaba pensando pero no encontraba las palabras y lo único que se me ocurrió fue mostrarle la taza con el jabón, se había sentado en la cama y después de aclararse la voz dijo: “Se le olvida la taza con el jabón”, muy seriamente y con un tono de hombre grande. Volví a buscar la taza y un poco para que se calmara le pasé la mano por la mejilla. “No te aflijas, Pablito”, le dije. “Todo irá bien, es una operación de nada.” Cuando lo toqué echó la cabeza atrás como ofendido, y después resbaló hasta esconder la boca en el borde de las frazadas. Desde ahí, ahogadamente, dijo: “Puedo llamarla Cora, ¿verdad?” Soy demasiado buena, casi me dio lástima tanta vergüenza que buscaba desquitarse por otro lado, pero sabía que no era el caso de ceder porque después me resultaría difícil dominarlo, y a un enfermo hay que dominarlo o es lo de siempre, los líos de María Luisa en la pieza catorce o los retos del doctor De Luisi que tiene un olfato de perro para esas cosas. “Señorita Cora”, me dijo tomando la taza y yéndose. Me dio una rabia, unas ganas de pegarle, de saltar de la cama y echarla a empujones, o de… Ni siquiera comprendo cómo pude decirle: “Si yo estuviera sano a lo mejor me trataría de otra manera.” Se hizo la que no oía, ni siquiera dio vuelta la cabeza, y me quedé solo y sin ganas de leer, sin ganas de nada, en el fondo hubiera querido que me contestara enojada para poder pedirle disculpas porque en realidad no era lo que yo había pensado decirle, tenía la garganta tan cerrada que no sé cómo me habían salido las palabras, se lo había dicho de pura rabia pero no era eso, o a lo mejor sí pero de otra manera.
Y sí, son siempre lo mismo, una los acaricia, les dice una frase amable, y ahí nomás asoma el machito, no quieren convencerse de que todavía son unos mocosos. Esto tengo que contárselo a Marcial, se va a divertir y cuando mañana lo vea en la mesa de operaciones le va a hacer todavía más gracia, tan tiernito el pobre con esa carucha arrebolada, maldito calor que me sube por la piel, cómo podría hacer para que no me pase eso, a lo mejor respirando hondo antes de hablar, que sé yo. Se debe haber ido furiosa, estoy seguro de que escuchó perfectamente, no sé cómo le dije eso, yo creo que cuando le pregunté si podía llamarla Cora no se enojó, me dijo lo de señorita porque es su obligación pero no estaba enojada, la prueba es que vino y me acarició la cara; pero no, eso fue antes, primero me acarició y entonces yo le dije lo de Cora y lo eché todo a perder. Ahora estamos peor que antes y no voy a poder dormir aunque me den un tubo de pastillas. La barriga me duele de a ratos, es raro pasarse la mano y sentirse tan liso, lo malo es que me vuelvo a acordar de todo y del perfume de almendras, la voz de Cora, tiene una voz muy grave para una chica tan joven y linda, una voz como de cantante de boleros, algo que acaricia aunque esté enojada. Cuando oí pasos en el corredor me acosté del todo y cerré los ojos, no quería verla, no me importaba verla, mejor que me dejara en paz, sentí que entraba y que encendía la luz del cielo raso, se hacía el dormido como un angelito, con una mano tapándose la cara, y no abrió los ojos hasta que llegué al lado de la cama. Cuando vio lo que traía se puso tan colorado que me volvió a dar lástima y un poco de risa, era demasiado idiota realmente. “A ver, m’hijito, bájese el pantalón y dese vuelta para el otro lado”, y el pobre a punto de patalear como haría con la mamá cuando tenía cinco años, me imagino, a decir que no y a llorar y a meterse debajo de las cobijas y a chillar, pero el pobre no podía hacer nada de eso ahora, solamente se había quedado mirando el irrigador y después a mí que esperaba, y de golpe se dio vuelta y empezó a mover las manos debajo de las frazadas pero no atinaba a nada mientras yo colgaba el irrigador en la cabecera, tuve que bajarle las frazadas y ordenarle que levantara un poco el trasero para correrle mejor el pantalón y deslizarle una toalla. “A ver, subí un poco las piernas, así está bien, echate más de boca, te digo que te eches más de boca, así.” Tan callado que era casi como si gritara, por una parte me hacía gracia estarle viendo el culito a mi joven admirador, pero de nuevo me daba un poco de lástima por él, era realmente como si lo estuviera castigando por lo que me había dicho. “Avisá si está muy caliente”, le previne, pero no contestó nada, debía estar mordiéndose un puño y yo no quería verle la cara y por eso me senté al borde de la cama y esperé a que dijera algo, pero aunque era mucho líquido lo aguantó sin una palabra hasta el final, y cuando terminó le dije, y eso sí se lo dije para cobrarme lo de antes: “Así me gusta, todo un hombrecito”, y lo tapé mientras le recomendaba que aguantase lo más posible antes de ir al baño. “¿Querés que te apague la luz o te la dejo hasta que te levantes?”, me preguntó desde la puerta. No sé cómo alcancé a decirle que era lo mismo, algo así, y escuché el ruido de la puerta al cerrarse y entonces me tapé la cabeza con las frazadas y qué le iba a hacer, a pesar de los cólicos me mordí las dos manos y lloré tanto que nadie, nadie puede imaginarse lo que lloré mientras la maldecía y la insultaba y le clavaba un cuchillo en el pecho cinco, diez, veinte veces, maldiciéndola cada vez y gozando de lo que sufría y de cómo me suplicaba que la perdonase por lo que me había hecho.
Es lo de siempre, che Suárez, uno corta y abre, y en una de esas la gran sorpresa. Claro que a la edad del pibe tiene todas las chances a su favor, pero lo mismo le voy a hablar claro al padre, no sea cosa que en una de esas tengamos un lío. Lo más probable es que haya una buena reacción, pero ahí hay algo que falla, pensá en lo que pasó al comienzo de la anestesia: parece mentira en un pibe de esa edad. Lo fui a ver a las dos horas y lo encontré bastante bien si pensás en lo que duró la cosa. Cuando entró el doctor De Luisi yo estaba secándole la boca al pobre, no terminaba de vomitar y todavía le duraba la anestesia pero el doctor lo auscultó lo mismo y me pidió que no me moviera de su lado hasta que estuviera bien despierto. Los padres siguen en la otra pieza, la buena señora se ve que no está acostumbrada a estas cosas, de golpe se le acabaron las paradas, y el viejo parece un trapo. Vamos, Pablito, vomitá si tenés ganas y quejate todo lo que quieras, yo estoy aquí, sí, claro que estoy aquí, el pobre sigue dormido pero me agarra la mano como si se estuviera ahogando. Debe creer que soy la mamá, todos creen eso, es monótono. Vamos, Pablo, no te muevas así, quieto que te va a doler más, no, dejá las manos tranquilas, ahí no te podes tocar. Al pobre le cuesta salir de la anestesia. Marcial me dijo que la operación había sido muy larga. Es raro, habrán encontrado alguna complicación: a veces el apéndice no está tan a la vista, le voy a preguntar a Marcial esta noche. Pero sí, m’hijito, estoy aquí, quéjese todo lo que quiera pero no se mueva tanto, yo le voy a mojar los labios con este pedacito de hielo en una gasa, así se le va pasando la sed. Si, querido, vomitá más, aliviate todo lo que quieras. Qué fuerza tenés en las manos, me vas a llenar de moretones, sí, sí, llorá si tenés ganas, llorá, Pablito, eso alivia, llorá y quejate, total estás tan dormido y creés que soy tu mamá. Sos bien bonito, sabés, con esa nariz un poco respingada y esas pestañas como cortinas, parecés mayor ahora que estás tan pálido. Ya no te pondrías colorado por nada, verdad, mi pobrecito. Me duele, mamá, me duele aquí, dejame que me saque ese peso que me han puesto, tengo algo en la barriga que pesa tanto y me duele, mamá, decile a la enfermera que me saque eso. Sí, m’hijito, ya se le va a pasar, quédese un poco quieto, por qué tendrás tanta fuerza, voy a tener que llamar a María Luisa para que me ayude. Vamos, Pablo, me enojo si no te estás quieto, te va a doler mucho más si seguís moviéndote tanto. Ah, parece que empezás a darte cuenta, me duele aquí, señorita Cora, me duele tanto aquí, hágame algo por favor, me duele tanto aquí, suélteme las manos, no puedo más, señorita Cora, no puedo más.
Menos mal que se ha dormido el pobre querido, la enfermera me vino a buscar a las dos y media y me dijo que me quedara un rato con él que ya estaba mejor, pero lo veo tan pálido, ha debido perder tanta sangre, menos mal que el doctor De Luisi dijo que todo había salido bien. La enfermera estaba cansada de luchar con él, yo no entiendo por qué no me hizo entrar antes, en esta clínica son demasiado severos. Ya es casi de noche y el nene ha dormido todo el tiempo, se ve que está agotado, pero me parece que tiene mejor cara, un poco de color. Todavía se queja de a ratos pero ya no quiere tocarse el vendaje y respira tranquilo, creo que pasará bastante buena noche. Como si yo no supiera lo que tengo que hacer, pero era inevitable; apenas se le pasó el primer susto a la buena señora le salieron otra vez los desplantes de patrona, por favor que al nene no le vaya a faltar nada por la noche, señorita. Decí que te tengo lástima, vieja estúpida, si no ya ibas a ver cómo te trataba. Las conozco a éstas, creen que con una buena propina el último día lo arreglan todo. Y a veces la propina ni siquiera es buena, pero para qué seguir pensando, ya se mandó mudar y todo está tranquilo. Marcial, quedate un poco, no ves que el chico duerme, contame lo que pasó esta mañana. Bueno, si estás apurado lo dejamos para después. No, mirá que puede entrar María Luisa, aquí no, Marcial. Claro, el señor se sale con la suya, ya te he dicho que no quiero que me beses cuando estoy trabajando, no está bien. Parecería que no tenemos toda la noche para besarnos, tonto. Andate. Váyase le digo, o me enojo. Bobo, pajarraco. Sí, querido, hasta luego. Claro que sí. Muchísimo.
Está muy oscuro pero es mejor, no tengo ni ganas de abrir los ojos. Casi no me duele, qué bueno estar así respirando despacio, sin esas náuseas. Todo está tan callado, ahora me acuerdo que vi a mamá, me dijo no sé qué, yo me sentía tan mal. Al viejo lo miré apenas, estaba a los pies de la cama y me guiñaba un ojo, el pobre siempre el mismo. Tengo un poco de frío, me gustaría otra frazada. Señorita Cora, me gustaría otra frazada. Pero sí estaba ahí, apenas abrí los ojos la vi sentada al lado de la ventana leyendo un revista. Vino en seguida y me arropó, casi no tuve que decirle nada porque se dio cuenta en seguida. Ahora me acuerdo, yo creo que esta tarde la confundía con mamá y que ella me calmaba, o a lo mejor estuve soñando. ¿Estuve soñando, señorita Cora? Usted me sujetaba las manos, ¿verdad? Yo decía tantas pavadas, pero es que me dolía mucho, y las náuseas… Discúlpeme, no debe ser nada lindo ser enfermera. Sí, usted se ríe pero yo sé, a lo mejor la manché y todo. Bueno, no hablaré más. Estoy tan bien así, ya no tengo frío. No, no me duele mucho, un poquito solamente. ¿Es tarde, señorita Cora? Sh, usted se queda calladito ahora, ya le he dicho que no puede hablar mucho, alégrese de que no le duela y quédese bien quieto. No, no es tarde, apenas las siete. Cierre los ojos y duerma. Así. Duérmase ahora.
Sí, yo querría pero no es tan fácil. Por momentos me parece que me voy a dormir, pero de golpe la herida me pega un tirón o todo me da vueltas en la cabeza, y tengo que abrir los ojos y mirarla, está sentada al lado de la ventana y ha puesto la pantalla para leer sin que me moleste la luz. ¿Por qué se quedará aquí todo el tiempo? Tiene un pelo precioso, le brilla cuando mueve la cabeza. Y es tan joven, pensar que hoy la confundí con mamá, es increíble. Vaya a saber qué cosas le dije, se debe haber reído otra vez de mí. Pero me pasaba hielo por la boca, eso me aliviaba tanto, ahora me acuerdo, me puso agua colonia en la frente y en el pelo, y me sujetaba las manos para que no me arrancara el vendaje. Ya no está enojada conmigo, a lo mejor mamá le pidió disculpas o algo así, me miraba de otra manera cuando me dijo: “Cierre los ojos y duérmase.” Me gusta que me mire así, parece mentira lo del primer día cuando me quitó los caramelos. Me gustaría decirle que es tan linda, que no tengo nada contra ella, al contrario, que me gusta que sea ella la que me cuida de noche y no la enfermera chiquita. Me gustaría que me pusiera otra vez agua colonia en el pelo. Me gustaría que me pidiera perdón, que me dijera que la puedo llamar Cora.
Se quedó dormido un buen rato, a las ocho calculé que el doctor De Luisi no tardaría y lo desperté para tomarle la temperatura. Tenía mejor cara y le había hecho bien dormir. Apenas vio el termómetro sacó una mano fuera de las cobijas, pero le dije que se estuviera quieto. No quería mirarlo en los ojos para que no sufriera pero lo mismo se puso colorado y empezó a decir que él podía muy bien solo. No le hice caso, claro, pero estaba tan tenso el pobre que no me quedó más remedio que decirle: “Vamos, Pablo, ya sos un hombrecito, no te vas a poner así cada vez, verdad?” Es lo de siempre, con esa debilidad no pudo contener las lágrimas; haciéndome la que no me daba cuenta anoté la temperatura y me fui a prepararle la inyección. Cuando volvió yo me había secado los ojos con la sábana y tenía tanta rabia contra mí mismo que hubiera dado cualquier cosa por poder hablar, decirle que no me importaba, que en realidad no me importaba pero que no lo podía impedir. “Esto no duele nada”, me dijo con la jeringa en la mano. “Es para que duermas bien toda la noche.” Me destapó y otra vez sentí que me subía la sangre a la cara, pero ella se sonrió un poco y empezó a frotarme el muslo con un algodón mojado. “No duele nada”, le dije porque algo tenía que decirle, no podía ser que me quedara así mientras ella me estaba mirando. “Ya ves”, me dijo sacando la aguja y frotándome con el algodón. “Ya ves que no duele nada. Nada te tiene que doler, Pablito.” Me tapó y me pasó la mano por la cara. Yo cerré los ojos y hubiera querido estar muerto, estar muerto y que ella me pasara la mano por la cara, llorando.
Nunca entendí mucho a Cora pero esta vez se fue a la otra banda. La verdad que no me importa si no entiendo a las mujeres, lo único que vale la pena es que lo quieran a uno. Si están nerviosas, si se hacen problema por cualquier macana, bueno nena, ya está, deme un beso y se acabó. Se ve que todavía es tiernita, va a pasar un buen rato antes de que aprenda a vivir en este oficio maldito, la pobre apareció esta noche con una cara rara y me costó media hora hacerle olvidar esas tonterías. Todavía no ha encontrado la manera de buscarle la vuelta a algunos enfermos, ya le pasó con la vieja del veintidós pero yo creía que desde entonces habría aprendido un poco, y ahora este pibe le vuelve a dar dolores de cabeza. Estuvimos tomando mate en mi cuarto a eso de las dos de la mañana, después fue a darle la inyección y cuando volvió estaba de mal humor, no quería saber nada conmigo. Le queda bien esa carucha de enojada, de tristona, de a poco se la fui cambiando, y al final se puso a reír y me contó, a esa hora me gusta tanto desvestirla y sentir que tiembla un poco como si tuviera frío. Debe ser muy tarde, Marcial. Ah, entonces puedo quedarme un rato todavía, la otra inyección le toca a las cinco y media, la galleguita no llega hasta las seis. Perdoname, Marcial, soy una boba, mirá que preocuparme tanto por ese mocoso, al fin y al cabo lo tengo dominado pero de a ratos me da lástima, a esa edad son tan tontos, tan orgullosos, si pudiera le pediría al doctor Suárez que me cambiara, hay dos operados en el segundo piso, gente grande, uno les pregunta tranquilamente si han ido de cuerpo, les alcanza la chata, los limpia si hace falta, todo eso charlando del tiempo o de la política, es un ir y venir de cosas naturales, cada uno está en lo suyo, Marcial, no como aquí, comprendés. Sí, claro que hay que hacerse a todo, cuántas veces me van a tocar chicos de esa edad, es una cuestión de técnica como decís vos. Sí, querido, claro. Pero es que todo empezó mal por culpa de la madre, eso no se ha borrado, sabés, desde el primer minuto hubo como un malentendido, y el chico tiene su orgullo y le duele, sobre todo que al principio no se daba cuenta de todo lo que iba a venir y quiso hacerse el grande, mirarme como si fueras vos, como un hombre. Ahora ya ni le puedo preguntar si quiere hacer pis, lo malo es que sería capaz de aguantarse toda la noche si yo me quedara en la pieza. Me da risa cuando me acuerdo, quería decir que sí y no se animaba, entonces me fastidió tanta tontería y lo obligué para que aprendiera a hacer pis sin moverse, bien tendido de espaldas. Siempre cierra los ojos en esos momentos pero es casi peor, está a punto de llorar o de insultarme, está entre las dos cosas y no puede, es tan chico, Marcial, y esa buena señora que lo ha de haber criado como un tilinguito, el nene de aquí y el nene de allí, mucho sombrero y saco entallado pero en el fondo el bebé de siempre, el tesorito de mamá. Ah, y justamente le vengo a tocar yo, el alto voltaje como decís vos, cuando hubiera estado tan bien con María Luisa que es idéntica a su tía y que lo hubiera limpiado por todos lados sin que se le subieran los colores a la cara. No, la verdad, no tengo suerte, Marcial.
Estaba soñando con la clase de francés cuando encendió la luz del velador, lo primero que le veo es siempre el pelo, será porque se tiene que agachar para las inyecciones o lo que sea, el pelo cerca de mi cara, una vez me hizo cosquillas en la boca y huele tan bien, y siempre se sonríe un poco cuando me está frotando con el algodón, me frotó un rato largo antes de pincharme y yo le miraba la mano tan segura que iba apretando de a poco la jeringa, el líquido amarillo que entraba despacio, haciéndome doler. “No, no me duele nada.” Nunca le podré decir: “No me duele nada, Cora.” Y no le voy a decir señorita Cora, no se lo voy a decir nunca. Le hablaré lo menos que pueda y no la pienso llamar señorita Cora aunque me lo pida de rodillas. No, no me duele nada. No, gracias, me siento bien, voy a seguir durmiendo. Gracias.
Por suerte ya tiene de nuevo sus colores pero todavía está muy decaído, apenas si pudo darme un beso, y a tía Esther casi no la miró y eso que le había traído las revistas y una corbata preciosa para el día en que lo llevemos a casa. La enfermera de la mañana es un amor de mujer, tan humilde, con ella sí da gusto hablar, dice que el nene durmió hasta las ocho y que bebió un poco de leche, parece que ahora van a empezar a alimentarlo, tengo que decirle al doctor Suárez que el cacao le hace mal, o a lo mejor su padre ya se lo dijo porque estuvieron hablando un rato. Si quiere salir un momento, señora, vamos a ver cómo anda este hombre. Usted quédese, señor Morán, es que a la mamá le puede hacer impresión tanto vendaje. Vamos a ver un poco, compañero. ¿Ahí duele? Claro, es natural. Y ahí, decime si ahí te duele o solamente está sensible. Bueno, vamos muy bien, amiguito. Y así cinco minutos, si me duele aquí, si estoy sensible más acá, y el viejo mirándome la barriga como si me la viera por primera vez. Es raro pero no me siento tranquilo hasta que se van, pobres viejos tan afligidos pero qué le voy a hacer, me molestan, dicen siempre lo que no hay que decir, sobre todo mamá, y menos mal que la enfermera chiquita parece sorda y le aguanta todo con esa cara de esperar propina que tiene la pobre. Mirá que venir a jorobar con lo del cacao, ni que yo fuese un niño de pecho. Me dan unas ganas de dormir cinco días seguidos sin ver a nadie, sobre todo sin ver a Cora, y despertarme justo cuando me vengan a buscar para ir a casa. A lo mejor habrá que esperar unos días más, señor Morán, ya sabrá por De Luisi que la operación fue más complicada de lo previsto, a veces hay pequeñas sorpresas. Claro que con la constitución de ese chico yo creo que no habrá problema, pero mejor dígale a su señora que no va a ser cosa de una semana como se pensó al principio. Ah, claro, bueno, de eso usted hablará con el administrador, son cosas internas. Ahora vos fijate si no es mala suerte, Marcial, anoche te lo anuncié, esto va a durar mucho más de lo que pensábamos. Sí, ya sé que no importa pero podrías ser un poco más comprensivo, sabés muy bien que no me hace feliz atender a ese chico, y a él todavía menos, pobrecito. No me mirés así, por qué no le voy a tener lástima. No me mirés así.
Nadie me prohibió que leyera pero se me caen las revistas de la mano, y eso que tengo dos episodios por terminar y todo lo que me trajo tía Esther. Me arde la cara, debo de tener fiebre o es que hace mucho calor en esta pieza, le voy a pedir a Cora que entorne un poco la ventana o que me saque una frazada. Quisiera dormir, es lo que más me gustaría, que ella estuviese allí sentada leyendo una revista y yo durmiendo sin verla, sin saber que esta allí, pero ahora no se va a quedar más de noche, ya pasó lo peor y me dejarán solo. De tres a cuatro creo que dormí un rato, a las cinco justas vino con un remedio nuevo, unas gotas muy amargas. Siempre parece que se acaba de bañar y cambiar, está tan fresca y huele a talco perfumado, a lavanda. “Este remedio es muy feo, ya sé”, me dijo, y se sonreía para animarme. “No, es un poco amargo, nada más”, le dije. “¿Cómo pasaste el día?”, me preguntó, sacudiendo el termómetro. Le dije que bien, que durmiendo, que el doctor Suárez me había encontrado mejor, que no me dolía mucho. “Bueno, entonces podés trabajar un poco”, me dijo dándome el termómetro. Yo no supe qué contestarle y ella se fue a cerrar las persianas y arregló los frascos en la mesita mientras yo me tomaba la temperatura. Hasta tuve tiempo de echarle un vistazo al termómetro antes de que viniera a buscarlo. “Pero tengo muchísima fiebre”, me dijo como asustado. Era fatal, siempre seré la misma estúpida, por evitarle el mal momento le doy el termómetro y naturalmente el muy chiquilín no pierde tiempo en enterarse de que está volando de fiebre. “Siempre es así los primeros cuatro días, y además nadie te mandó que miraras”, le dije, más furiosa contra mí que contra él. Le pregunté si había movido el vientre y me dijo que no. Le sudaba la cara, se la sequé y le puse un poco de agua colonia; había cerrado los ojos antes de contestarme y no los abrió mientras yo lo peinaba un poco para que no le molestara el pelo en la frente. Treinta y nueve nueve era mucha fiebre, realmente. “Tratá de dormir un rato”, le dije, calculando a qué hora podría avisarle al doctor Suárez. Sin abrir los ojos hizo un gesto como de fastidio, y articulando cada palabra me dijo: “Usted es mala conmigo, Cora.” No atiné a contestarle nada, me quedé a su lado hasta que abrió los ojos y me miró con toda su fiebre y toda su tristeza. Casi sin darme cuenta estiré la mano y quise hacerle una caricia en la frente, pero me rechazó de un manotón y algo debió tironearle en la herida porque se crispó de dolor. Antes de que pudiera reaccionar me dijo en voz muy baja: “Usted no sería así conmigo si me hubiera conocido en otra parte.” Estuve al borde de soltar una carcajada, pero era tan ridículo que me dijera eso mientras se le llenaban los ojos de lágrimas que me pasó lo de siempre, me dio rabia y casi miedo, me sentí de golpe como desamparada delante de ese chiquilín pretencioso. Conseguí dominarme (eso se lo debo a Marcial, me ha enseñado a controlarme y cada vez lo hago mejor), y me enderecé como si no hubiera sucedido nada, puse la toalla en la percha y tapé el frasco de agua colonia. En fin, ahora sabíamos a qué atenernos, en el fondo era mucho mejor así. Enfermera, enfermo, y pare de contar. Que el agua colonia se la pusiera la madre, yo tenía otras cosas que hacerle y se las haría sin más contemplaciones. No sé por qué me quedé más de lo necesario. Marcial me dijo cuando se lo conté que había querido darle la oportunidad de disculparse, de pedir perdón. No sé, a lo mejor fue eso o algo distinto, a lo mejor me quedé para que siguiera insultándome, para ver hasta dónde era capaz de llegar. Pero seguía con los ojos cerrados y el sudor le empapaba la frente y las mejillas, era como si me hubiera metido en agua hirviendo, veía manchas violeta y rojas cuando apretaba los ojos para no mirarla sabiendo que todavía estaba allí, y hubiera dado cualquier cosa para que se agachara y volviera a secarme la frente como si yo no le hubiera dicho eso, pero ya era imposible, se iba a ir sin hacer nada, sin decirme nada, y yo abriría los ojos y encontraría la noche, el velador, la pieza vacía, un poco de perfume todavía, y me repetiría diez veces, cien veces, que había hecho bien en decirle lo que le había dicho, para que aprendiera, para que no me tratara como a un chico, para que me dejara en paz, para que no se fuera.
Empiezan siempre a la misma hora, entre seis y siete de la mañana, debe ser una pareja que anida en las cornisas del patio, un palomo que arrulla y la paloma que le contesta, al rato se cansan, se lo dije a la enfermera chiquita que viene a lavarme y a darme el desayuno, se encogió de hombros y dijo que ya otros enfermos se habían quejado de las palomas pero que el director no quería que las echaran. Ya ni sé cuánto hace que las oigo, las primeras mañanas estaba demasiado dormido o dolorido para fijarme, pero desde hace tres días escucho a las palomas y me entristecen, quisiera estar en casa oyendo ladrar a Milord, oyendo a tía Esther que a esta hora se levanta para ir a misa. Maldita fiebre que no quiere bajar, me van a tener aquí hasta quién sabe cuándo, se lo voy a preguntar al doctor Suárez esta misma mañana, al fin y al cabo podría estar lo más bien en casa. Mire, señor Morán, quiero ser franco con usted, el cuadro no es nada sencillo. No, señorita Cora, prefiero que usted siga atendiendo a ese enfermo, y le voy a decir por qué. Pero entonces. Marcial… Vení, te voy a hacer un café bien fuerte, mirá que sos potrilla todavía, parece mentira. Escuchá, vieja, he estado hablando con el doctor Suárez, y parece que el pibe…
Por suerte después se callan, a lo mejor se van volando por ahí, por toda la ciudad, tienen suerte las palomas. Qué mañana interminable, me alegré cuando se fueron los viejos, ahora les da por venir más seguido desde que tengo tanta fiebre. Bueno, si me tengo que quedar cuatro o cinco días más aquí, qué importa. En casa sería mejor, claro, pero lo mismo tendría fiebre y me sentiría tan mal de a ratos. Pensar que no puedo ni mirar una revista, es una debilidad como si no me quedara sangre. Pero todo es por la fiebre, me lo dijo anoche el doctor De Luisi y el doctor Suárez me lo repitió esta mañana, ellos saben. Duermo mucho pero lo mismo es como si no pasara el tiempo, siempre es antes de las tres como si a mí me importaran las tres o las cinco. Al contrario, a las tres se va la enfermera chiquita y es una lástima porque con ella estoy tan bien. Si me pudiera dormir de un tirón hasta la medianoche sería mucho mejor. Pablo, soy yo, la señorita Cora. Tu enfermera de la noche que te hace doler con las inyecciones. Ya sé que no te duele, tonto, es una broma. Seguí durmiendo si querés, ya está. Me dijo: “Gracias” sin abrir los ojos, pero hubiera podido abrirlos, sé que con la galleguita estuvo charlando a mediodía aunque le han prohibido que hable mucho. Antes de salir me di vuelta de golpe y me estaba mirando, sentí que todo el tiempo me había estado mirando de espaldas. Volví y me senté al lado de la cama, le tomé el pulso, le arreglé las sábanas que arrugaba con sus manos de fiebre. Me miraba el pelo, después bajaba la vista y evitaba mis ojos. Fui a buscar lo necesario para prepararlo y me dejó hacer sin una palabra, con los ojos fijos en la ventana, ignorándome. Vendrían a buscarlo a las cinco y media en punto, todavía le quedaba un rato para dormir, los padres esperaban en la planta baja porque le hubiera hecho impresión verlos a esa hora. El doctor Suárez iba a venir un rato antes para explicarle que tenían que completar la operación, cualquier cosa que no lo inquietara demasiado. Pero en cambio mandaron a Marcial, me tomó de sorpresa verlo entrar así pero me hizo una seña para que no me moviera y se quedó a los pies de la cama leyendo la hoja de temperatura hasta que Pablo se acostumbrara a su presencia. Le empezó a hablar un poco en broma, armó la conversación como él sabe hacerlo, el frío en la calle, lo bien que se estaba en ese cuarto, él lo miraba sin decir nada, como esperando, mientras yo me sentía tan rara, hubiera querido que Marcial se fuera y me dejara sola con él, yo hubiera podido decírselo mejor que nadie, aunque quizá no, probablemente no. Pero si ya lo sé, doctor, me van a operar de nuevo, usted es el que me dio la anestesia la otra vez, y bueno, mejor eso que seguir en esta cama y con esta fiebre. Yo sabía que al final tendrían que hacer algo, por qué me duele tanto desde ayer, un dolor diferente, desde más adentro. Y usted, ahí sentada, no ponga esa cara, no se sonría como si me viniera a invitar al cine. Váyase con él y béselo en el pasillo, tan dormido no estaba la otra tarde cuando usted se enojó con él porque la había besado aquí. Váyanse los dos, déjenme dormir, durmiendo no me duele tanto.
Y bueno, pibe, ahora vamos a liquidar este asunto de una vez por todas, hasta cuándo nos vas a estar ocupando una cama, che. Contá despacito, uno, dos, tres. Así va bien, vos seguí contando y dentro de una semana estás comiendo un bife jugoso en casa. Un cuarto de hora a gatas, nena, y vuelta a coser. Había que verle la cara a De Luisi, uno no se acostumbra nunca del todo a estas cosas. Mirá, aproveché para pedirle a Suárez que te relevaran como vos querías, le dije que estás muy cansada con un caso tan grave; a lo mejor te pasan al segundo piso si vos también le hablás. Está bien, hacé como quieras, tanto quejarte la otra noche y ahora te sale la samaritana. No te enojés conmigo, lo hice por vos. Sí, claro que lo hizo por mí pero perdió el tiempo, me voy a quedar con él esta noche y todas las noches. Empezó a despertarse a las ocho y medía, los padres se fueron en seguida porque era mejor que no los viera con la cara que tenían los pobres, y cuando llegó el doctor Suárez me preguntó en voz baja si quería que me relevara María Luisa, pero le hice una seña de que me quedaba y se fue. María Luisa me acompañó un rato porque tuvimos que sujetarlo y calmarlo, después se tranquilizó de golpe y casi no tuvo vómitos; está tan débil que se volvió a dormir sin quejarse mucho hasta las diez. Son las palomas, vas a ver, mamá, ya están arrullando como todas las mañanas, no sé por qué no las echan, que se vuelen a otro árbol. Dame la mano, mamá, tengo tanto frío. Ah, entonces estuve soñando, me parecía que ya era de mañana y que estaban las palomas. Perdóneme, la confundí con mamá. Otra vez desviaba la mirada, se volvía a su encono, otra vez me echaba a mí toda la culpa. Lo atendí como si no me diera cuenta de que seguía enojado, me senté junto a él y le mojé los labios con hielo. Cuando me miró, después que le puse agua colonia en las manos y la frente, me acerqué más y le sonreí. “Llamame Cora”, le dije. “Yo sé que no nos entendimos al principio, pero vamos a ser tan buenos amigos, Pablo.” Me miraba callado. “Decime: Sí, Cora.” Me miraba, siempre. “Señorita Cora”, dijo después, y cerró los ojos. “No, Pablo, no”, le pedí, besándolo en la mejilla, muy cerca de la boca. “Yo voy a ser Cora para vos, solamente para vos.” Tuve que echarme atrás, pero lo mismo me salpicó la cara. Lo sequé, le sostuve la cabeza para que se enjuagara la boca, lo volví a besar hablándole al oído. “Discúlpeme”, dijo con un hilo de voz, “no lo pude contener”. Le dije que no fuera tonto, que para eso estaba yo cuidándolo, que vomitara todo lo que quisiera para aliviarse. “Me gustaría que viniera mamá”, me dijo, mirando a otro lado con los ojos vacíos. Todavía le acaricié un poco el pelo, le arreglé las frazadas esperando que me dijera algo, pero estaba muy lejos y sentí que lo hacía sufrir todavía más si me quedaba. En la puerta me volví y esperé; tenía los ojos muy abiertos, fijos en el cielo raso. “Pablito”, le dije. “Por favor, Pablito. Por favor, querido.” Volví hasta la cama, me agaché para besarlo; olía a frío, detrás del agua colonia estaba el vómito, la anestesia. Si me quedo un segundo más me pongo a llorar delante de él, por él. Lo besé otra vez y salí corriendo, bajé a buscar a la madre y a María Luisa; no quería volver mientras la madre estuviera allí, por lo menos esa noche no quería volver y después sabía demasiado bien que no tendría ninguna necesidad de volver a ese cuarto, que Marcial y María Luisa se ocuparían de todo hasta que el cuarto quedara otra vez libre.
Fixup y relato coral
Algunos fix-up, en su forma final, son más cercanos al concepto de short story cycle (en la tradición teórica anglosajona) o de "cuentos integrados" (en la tradición latinoamericana), o incluso a la llamada novela compuesta, más que a la novela tradicional de una sola línea argumental. Algunos ejemplos son Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, y Yo, Robot, de Isaac Asimov, ambas conteniendo una serial de cuentos que pueden compartir tramas y personajes, pero que aun así pueden leerse como historias individuales.
Un relato coral es una estructura narrativa donde múltiples personajes comparten el protagonismo, entrelazando sus historias o puntos de vista para formar un todo narrativo, sin un único héroe central, dando voz a diversas perspectivas y democratizando la historia, como en Pulp Fiction o The Wire, donde cada voz es esencial para la trama general.
Propósito compartido: Aunque las historias son distintas, a menudo comparten un tema o un evento central que las une.
Fragmentación y atomización: Puede fragmentar el tiempo y el espacio, mostrando eventos desde distintos ángulos (como en Rashomon) o a través de testimonios (como en Ciudadano Kane).
Conexión con el coro: Evoca la polifonía del teatro clásico, donde el coro ofrecía una visión plural de los eventos.
Un relato coral por forma espiral es una técnica narrativa donde múltiples voces (personajes) tejen una historia, no de forma lineal, sino que cada hilo narrativo se expande desde un núcleo (un evento, un misterio, una emoción) en un movimiento de envolvente o bucle, permitiendo explorar la misma realidad desde perspectivas subjetivas, psicológicas y emocionales que se van conectando, revelando capas de significado como una espiral que profundiza en la experiencia humana compartida.
Múltiples Narradores: Varios personajes (a menudo en primera persona) cuentan partes de la historia, ofreciendo visiones distintas y a veces contradictorias.
Núcleo Central: La narración gira en torno a un punto de partida (un suceso, un espacio, un problema) que se explora en profundidad.
Expansión Circular: La historia no avanza en línea recta, sino que cada voz "envuelve" el tema central, añadiendo detalles, recuerdos y reflexiones que se conectan temáticamente.
Estructura fragmentada.
miércoles, 3 de diciembre de 2025
SUÉLTALA PERRO DE MIERDA, ALEMÁN DE MIERDA, NAZI DE MIERDA, Quiltras's foreword by Gabriela Wiener
Cómo no me va a caer bien, si de los escritores chilenos sólo me gustan los quiltros, los sin raza, como esos perros desclasados, degenerados, sin poder, sin pedigrí, que no saben de dónde vienen ni a dónde van. Lo único que sabemos es que descienden de criaturas salvajes y callejeras: Violeta, Bolaño antes de ser Bolaño, Lemebel. Y Arelis. Ella es como una aparición marciana en medio de la burguesía literaria chilena, tan cuica, pituca, cheta, pija, tan blanca, macha y nerudiana, tan donosiana, es decir, tan cretina. Ella, en cambio, llegó envuelta en el pelaje de las nuestras: «toda mujer tiene un recuerdo asqueroso», escribió un día Arelis y es exactamente así.
Con un oído prodigioso para decir, para captar los ritmos nativos, naturales, y las tensiones sutiles de lo que nos rodea, ella hace escribir por primera vez a quienes nunca habían escrito, de hecho, a las que ni siquiera habían hablado. La voz no es algo que alguien te da o te devuelve, la voz un día brota y grita, y por fin el resto escucha. Entonces se entona, se eleva, se proyecta y alcanza y contagia a las demás, como las de ese puñado de chicas que hablan en Quiltras, sólo mujeres de la clase media baja y bajísima, cuando el internet iba lento, los buses eran viejos como los televisores y en los botellones se bebía ron con naranja en vasos de plástico.
La experiencia de crecer para ellas será mirar por primera vez a la cara el fondo y retorcer el silencio hasta que salga un ruido, emanciparse de eso sin nombre que, pronto sabrán, las atraviesa como mujeres, como personas, y que es ya memoria colectiva. Aprenderán, entonces, «por qué vivíamos tan diferente si éramos de la misma familia», como dice una de las primas de su primer cuento.
Las chicas de Quiltras tendrán que soportar que las encajonen en periferias, resentimiento social y rollos generacionales, referentes pop femeninos noventeros e imaginismo urbano marginal mediante. Pero su rebelión real habrá sido poner en marcha esta lengua de bestia, esa cadencia rota e irrecuperable del argot cotidiano del barrio empobrecido, que nombra y renombra, desde una falsa nostalgia, para dejar bien nítida la brecha de nuestros desencuentros. Son el tipo de cosas que sólo se aprenden en los bordes: saber cortar con filo las palabras cuando se ponen inútiles. O lo que hace Arelis con la realidad, dejar que esta la acompañe como una perra en el camino de regreso a casa hasta el paradero 20, como si fueran dos obreras amigas proletarias.
Antes de que este libro llegara a España, miles de jóvenes de los barrios populares chilenos se sintieron identificadas con esta emergente subjetividad, con las historias de extrarradio de chicas mestizas, precarias, urbanas, indígenas, bisexuales, de las que Arelis es su cronista extraoficial. Allí se vieron por primera vez, por fin estaban sus deseos y tormentos, todo eso que no recogió la literatura intramuros del masculino universal, anclado entre Las Condes y Providencia. Tampoco la del realismo sucio urbano de chicos malditos, donde ellas eran las novias, perritas, culitos, las musas flacas y perversas de sus delirios bukowskianos.
Es curioso cómo Quiltras cubre una época en que las chicas no están nada politizadas y, sin embargo, sabemos perfectamente mientras las seguimos en sus peripecias que ellas serán las próximas feministas, que están a punto de romper, de explotar, de despertar: la chica que revienta el globo del amor idealizado porque su novio le manda fotos de su pene a la vez que le promete un futuro a ella y a sus hijos; la joven asistenta social recién graduada que visita por primera vez un colegio público y encuentra en sus instalaciones cochambrosas la representación fidedigna de la educación de su país; las primas que se tocan las tetas pero a las que separan los conflictos y abismos sociales del interior de sus propias familias; la joven que vuelve de una fiesta y comprende que si ama la noche debe sortear los mismos peligros que enfrenta cualquier perra callejera, alejándose lo más posible del pastor alemán.
Es raro que ahora que quiero hablar de Arelis, de las cholas, de todas las sangres, de nuestros cuerpos mezclados e identidades cruzadas, me venga de repente la palabra pureza a la mente. Hablar de su sencillez expresiva, de la limpia intimidad de sus descripciones para la comprensión de los mundos. La escritora no busca los símbolos ni las ideas, va detrás de las propias cosas, que son lo que son; la realidad objetiva y ruinosa despierta la vida de la imaginación. Ya saben lo que se dice de la inteligencia de los perros chuscos, esa extraña facilidad para entrar en nosotros, tan pura, simplemente sin pretenderlo. Lo impuro en Arelis es lo puro. La historia del miedo, de lo invisible, de las que no contaban y ahora cuentan, hacen de este libro el retrato más vivo de nuestra intensidad y desmesura, y deja, sin proponérselo, el germen para la siguiente revolución.
martes, 18 de noviembre de 2025
Mi carrera literaria, poem by Roberto Bolaño
Rechazos de Anagrama, Grijalbo, Planeta, con toda seguridad tambíen de Alfaguara, Mondadori. Un no de Muchnik, Seix Barral, Destino… Todas las editoriales… Todos los lectores…
Todos los gerentes de ventas…
Bajo el puente, mientras llueve, una oportunidad de oro para verme a mí mismo:
como una culebra en el Polo Norte, pero escribiendo.
Escribiendo poesía en el país de los imbéciles.
Escribiendo con mi hijo en las rodillas.
Escribiendo hasta que cae la noche
con un estruendo de los mil demonios.
Los demonios que han de llevarme al infierno,
pero escribiendo.
viernes, 24 de octubre de 2025
Cuando hablábamos con los muertos, Mariana Enríquez
A esa edad suena música en la cabeza, todo el tiempo, como si transmitiera una radio en la nuca, bajo el cráneo. Esa música un día empieza a bajar de volumen o sencillamente se detiene. Cuando eso pasa, uno deja de ser adolescente. Pero no era el caso, ni de cerca, de la época en que hablábamos con los muertos. Entonces la música estaba a todo volumen y sonaba como Slayer, Reign in Blood.
Empezamos con la copa en casa de la Polaca, encerradas en su pieza. Teníamos que hacerlo en secreto porque Mara, la hermana de la Polaca, le tenía miedo a los fantasmas y a los espíritus, le tenía miedo a todo, bah, era una pendeja estúpida. Y teníamos que hacerlo de día, por la hermana en cuestión y porque la Polaca tenía mucha familia, todos se acostaban temprano, y lo de la copa no le gustaba a ninguno porque eran recontracatólicos, de ir a misa y rezar el rosario. La única con onda de esa familia era la Polaca, y ella había conseguido una tabla ouija tremenda, que venía como oferta especial con unos suplementos sobre magia, brujería y hechos inexplicables que se llamaban El mundo de lo oculto, que se vendían en kioscos de revistas y se podían encuadernar. La ouija ya la habían regalado varias veces con los fascículos, pero siempre se agotaba antes de que cualquiera de nosotras pudiera juntar el dinero para comprarla. Hasta que la Polaca se tomó las cosas en serio, ahorró, y ahí estábamos con nuestra preciosa tabla, que tenía los números y las letras en gris, fondo rojo y unos dibujos muy satánicos y místicos todo alrededor del círculo central. Siempre nos juntábamos cinco: yo, Julita, la Pinocha (le decíamos así porque era de madera, la más bestia en la escuela, no porque tuviera nariz grande), la Polaca y Nadia. Las cinco fumábamos, así que a veces la copa parecía flotar en humo cuando jugábamos, y le dejábamos la habitación apestando a la Polaca y su hermana. Para colmo cuando empezamos con la copa era invierno, así que no podíamos abrir las ventanas porque nos cagábamos de frío.
Así, encerradas entre humo y con la copa totalmente enloquecida nos encontró Dalila, la madre de la Polaca, y nos sacó a patadas. Yo pude recuperar la tabla —y me la quedé desde entonces— y Julita evitó que se partiera la copa, lo cual hubiera sido un desastre para la pobre Polaca y su familia, porque el muerto con el que estábamos hablando justo en ese momento parecía malísimo, hasta había dicho que no era un muerto-espíritu, nos había dicho que era un ángel caído. Igual, a esa altura, ya sabíamos que los espíritus eran muy mentirosos y mañosos, y no nos asustaban más con trucos berretas, como que adivinaran cumpleaños o segundos nombres de abuelos. Las cinco nos juramos con sangre —pinchándonos el dedo con una aguja— que ninguna movía la copa, y yo confiaba en que era así. Yo no la movía, nunca la moví, y creo de verdad que mis amigas tampoco. Al principio, a la copa siempre le costaba arrancar, pero cuando tomaba envión parecía que había un imán que la unía a nuestros dedos, ni la teníamos que tocar, jamás la empujábamos, ni siquiera apoyábamos un poco el dedo; se deslizaba sobre los dibujos místicos y las letras tan rápido que a veces ni hacíamos tiempo de anotar las respuestas a las preguntas (una de nosotras, siempre, era la que tomaba nota) en el cuaderno especial que teníamos para eso.
Cuando nos descubrió la loca de la madre de la Polaca (que nos acusó de satánicas y putas, y habló con nuestros padres: fue un garronazo) tuvimos que parar un poco con el juego, porque se hacía difícil encontrar otro lugar donde seguir. En mi casa, imposible: mi mamá estaba enferma en esa época, y no quería a nadie en casa, apenas nos aguantaba a la abuela y a mí; directamente me mataba si traía compañeras de la escuela. En lo de Julita no daba porque el departamento donde vivía con sus abuelos y su hermanito tenía un solo ambiente, lo dividían con un ropero para que hubiera dos piezas, digamos, pero era ese espacio solo, sin intimidad para nada, después quedaban solamente la cocina y el baño, y un balconcito lleno de plantas de aloe vera y coronas de Cristo, imposible por donde se lo mirara. Lo de Nadia era imposible también porque quedaba en la villa: las otras cuatro no vivíamos en barrios muy copados, pero nuestros padres no nos iban a dejar ni en pedo pasar la noche en la villa, para ellos era demasiado. Nos podríamos haber escapado sin decirles, pero la verdad es que también nos daba un poco de miedo ir. Nadia, además, no nos mentía: nos contaba que era muy brava la villa, y que ella se quería rajar lo antes que pudiera, porque estaba harta de escuchar los tiros a la noche y los gritos de los guachos repasados, y de que la gente tuviera miedo de visitarla.
Quedaba nomás lo de la Pinocha. El único problema con su casa era que quedaba muy lejos, había que tomar dos colectivos, y convencer a nuestros viejos de que nos dejaran ir hasta allá, a la loma del orto. Pero lo logramos. Los padres de la Pinocha no daban bola, así que en su casa no corríamos el riesgo de que nos sacaran a patadas hablando de Dios. Y la Pinocha tenía su propia habitación, porque sus hermanos ya se habían ido de la casa.
Por fin una noche de verano las cuatro conseguimos el permiso y nos fuimos hasta lo de la Pinocha. Era lejos de verdad, la calle donde quedaba su casa no estaba asfaltada y había zanja al lado de la vereda. Tardamos como dos horas en llegar. Pero cuando llegamos, enseguida nos dimos cuenta de que era la mejor idea del mundo haberse mandado hasta allá. La pieza de la Pinocha era muy grande, había una cama matrimonial y cuchetas: nos podíamos acomodar las cinco para dormir sin problema. Era una casa fea porque todavía estaba en construcción, con el revoque sin pintar, las bombitas colgando de los feos cables negros, sin lámparas, el piso de cemento nomás, sin azulejos ni madera ni nada. Pero era muy grande, tenía terraza y fondo con parrilla, y era mucho mejor que cualquiera de nuestras casas. Vivir tan lejos no estaba bueno, pero si era para tener una casa así, aunque estuviera incompleta, valía la pena. Allá afuera, lejos de la ciudad, el cielo de la noche se veía azul marino, había luciérnagas y el olor era diferente, una mezcla de pasto quemado y río. La casa de la Pinocha tenía todo rejas alrededor, eso sí, y también la cuidaba un perro negro grandote, creo que un rottweiler, con el que no se podía jugar porque era bravo. Vivir lejos parecía un poco peligroso, pero la Pinocha nunca se quejaba.
A lo mejor porque el lugar era tan diferente, porque esa noche nos sentíamos distintas en la casa de la Pinocha, con los padres que escuchaban a Los Redondos y tomaban cerveza, mientras el perro le ladraba a las sombras, a lo mejor por eso Julita blanqueó y se animó a decirnos con qué muertos quería hablar ella.
Julita quería hablar con su mamá y su papá.
Estuvo buenísimo que Julita finalmente abriera la boca sobre sus viejos, porque nosotras no nos animábamos a preguntarle. En la escuela se hablaba mucho del tema, pero nadie se lo había dicho nunca en la cara, y nosotras saltábamos para defenderla si alguien decía una pelotudez. La cuestión era que todos sabían que los viejos de Julita no se habían muerto en un accidente: los viejos de Julita habían desaparecido. Estaban desaparecidos. Eran desaparecidos. Nosotras no sabíamos bien cómo se decía. Julita decía que se los habían llevado, porque así hablaban sus abuelos. Se los habían llevado y por suerte habían dejado a los chicos en la pieza (no se habían fijado en la pieza, capaz: igual, Julita y su hermano no se acordaban de nada, ni de esa noche ni de sus padres tampoco).
Julita los quería encontrar con la tabla, o preguntarle a algún otro espíritu si los había visto. Además de tener ganas de hablar con ellos, quería saber dónde estaban los cuerpos. Porque eso tenía locos a sus abuelos, su abuela lloraba todos los días por no tener dónde llevar una flor. Pero además Julita era muy tremenda: decía que si encontrábamos los cuerpos, si nos daban la data y era posta, teníamos que ir a la tele o a los diarios, y nos hacíamos más que famosas, nos iba a querer todo el mundo.
A mí por lo menos me pareció refuerte esa parte de sangre fría de Julita, pero pensé que estaba bien, cosa de ella. Lo que sí, nos dijo, teníamos que empezar a pensar en otros desaparecidos conocidos, para que nos ayudaran. En un libro sobre el método de la tabla habíamos leído que ayudaba concentrarse en un muerto conocido, recordar su olor, su ropa, sus gestos, el color de su pelo, hacer una imagen mental, entonces era más fácil que el muerto de verdad viniera. Porque a veces venían muchos espíritus falsos que mentían y te quemaban la cabeza. Era difícil distinguir.
La Polaca dijo que el novio de su tía estaba desaparecido, se lo habían llevado durante el Mundial. Todas nos sorprendimos porque la familia de la Polaca era recareta. Ella nos aclaró que casi nunca hablaban del tema, pero a ella se lo había contado la tía, medio borracha, después de un asado en su casa, cuando los hombres hablaban con nostalgia de Kempes y el Campeonato del Mundo, y ella se sulfuró, se tomó un trago de vino tinto y le contó a la Polaca sobre su novio y lo asustada que había estado ella. Nadia aportó a un amigo de su papá, que cuando ella era chica venía a comer seguido los domingos y un día no había venido más. Ella no había registrado mucho la falta de ese amigo, sobre todo porque él solía ir mucho a la cancha con su viejo, y a ella no la llevaban a los partidos. Sus hermanos registraron más que ya no venía, le preguntaron al viejo, y al viejo no le dio para mentirles, para decirles que se habían peleado o algo así. Les dijo a los chicos que se lo habían llevado, lo mismo que decían los abuelos de Julita. Después, los hermanos le contaron a Nadia. En ese momento, ni los chicos ni Nadia tenían idea de adónde se lo habían llevado, o de si llevarse a alguien era común, si era bueno o era malo. Pero ahora ya todas sabíamos de esas cosas, después de la película La noche de los lápices (que nos hacía llorar a los gritos, la alquilábamos como una vez por mes) y el Nunca más —que la Pinocha había traído a la escuela, porque en su casa se lo dejaban leer— y lo que contaban las revistas y la televisión. Yo aporté a mi vecino del fondo, un vecino que había estado ahí poco tiempo, menos de un año, que salía poco a la calle pero nosotros lo podíamos ver paseando por el fondo (la casa tenía un parquecito atrás). No me lo acordaba mucho, era como un sueño, tampoco se la pasaba en el patio: pero una noche lo vinieron a buscar y mi vieja se lo contaba a todo el mundo, decía que por poco, por culpa de ese hijo de puta, casi nos llevan también a nosotras. A lo mejor porque ella lo repetía tanto a mí se me quedó grabado el vecino, y no me quedé tranquila hasta que otra familia se mudó a esa casa, y me di cuenta de que él no iba a volver más.
La Pinocha no tenía a ninguno que aportar, pero llegamos a la conclusión de que con todos los muertos desaparecidos que ya teníamos era suficiente. Esa noche jugamos hasta las cuatro de la mañana, a esa hora ya empezamos a bostezar y a tener la garganta rasposa de tanto fumar, y lo más fantástico fue que los padres de la Pinocha ni vinieron a tocar la puerta para mandarnos a la cama. Me parece, no estoy segura porque la ouija consumía mi atención, que estuvieron mirando tele o escuchando música hasta la madrugada también.
Después de esa primera noche, conseguimos permiso para ir a lo de la Pinocha dos veces más, en el mismo mes. Era increíble, pero los padres o responsables de todas habían hablado por teléfono con los viejos de la Pinocha, y por algún motivo la charla los dejó recontratranquilos. El problema era otro: nos costaba hablar con los muertos que queríamos. Daban muchas vueltas, les costaba decidirse por el sí o por el no, y siempre llegaban al mismo lugar: nos contaban dónde habían estado secuestrados y ahí se quedaban, no nos podían decir si los habían matado ahí o si los llevaron a algún otro lugar, nada. Daban vueltas después y se iban. Era frustrante. Creo que hablamos con mi vecino, pero después de escribir POZO DE ARANA se fue. Era él, seguro: nos dijo su nombre, lo buscamos en el Nunca más y ahí estaba, en la lista. Nos cagamos en las patas: era el primer muerto posta posta con el que hablábamos. Pero de los padres de Julita, nada.
Fue la cuarta noche en lo de la Pinocha cuando pasó lo que pasó. Habíamos logrado comunicarnos con uno que conocía al novio de la tía de la Polaca, habían estudiado juntos, decía. El muerto con el que hablamos se llamaba Andrés, y nos dijo que no se lo habían llevado ni había desaparecido: él mismo se había escapado a México, y ahí se murió después, en un accidente de coche, nada que ver. Bueno, este Andrés tenía rebuena onda, y le preguntamos por qué todos los muertos se iban cuando les preguntamos adónde estaban sus cuerpos. Nos dijo que algunos se iban porque no sabían dónde estaban, entonces se ponían nerviosos, incómodos. Pero otros no contestaban porque alguien les molestaba. Una de nosotras. Quisimos saber por qué, y nos dijo que no sabía el motivo, pero que era así, una de nosotras estaba de más.
Después, el espíritu se fue.
Nos quedamos pensando un toque en eso, pero decidimos no darle importancia. Al principio, en nuestros primeros juegos con la tabla, siempre le preguntábamos al espíritu que venía si alguien molestaba. Pero después dejamos de hacerlo porque a los espíritus les encantaba molestar con eso, y jugaban con nosotras, primero decían Nadia, después decían no, con Nadia está todo bien, la que molesta es Julita, y así nos podían tener toda la noche poniendo y sacando el dedo de la copa, y hasta yéndonos de la habitación, porque los guachos no tenían límites en sus pedidos.
Lo de Andrés nos impresionó tanto, igual, que decidimos repasar la conversación anotada en el cuaderno, mientras destapábamos una cerveza.
Entonces tocaron a la puerta de la pieza. Nos sobresaltamos un poco, porque los padres de la Pinocha nunca molestaban.
—¿Quién es? —dijo la Pinocha, y la voz le salió un poco tembleque. Todas teníamos un poco de cagazo, la verdad.
—Leo, ¿puedo pasar?
—¡Dale, boludo! —La Pinocha se levantó de un salto y abrió la puerta. Leo era su hermano mayor, que vivía en el centro y visitaba a los viejos nomás los fines de semana, porque trabajaba todos los días. Y tampoco venía todos los fines de semana, porque a veces estaba demasiado cansado. Nosotras lo conocíamos porque antes, cuando éramos más chicas, en primero y segundo año, a veces él iba a buscar a la Pinocha a la escuela, cuando los viejos no podían. Después empezamos a usar el colectivo, ya estábamos grandes. Una lástima, porque dejamos de ver a Leo, que estaba fuertísimo, un morocho de ojos verdes con cara de asesino, para morirse. Esa noche, en la casa de la Pinocha, estaba tan lindo como siempre. Todas suspiramos un poco y tratamos de esconder la tabla, nomás para que él no pensara que éramos raras. Pero no le importó.
—¿Jugando a la copa? Es jodido eso, a mí me da miedo, revalientes las pendejas —dijo. Y después la miró a su hermana—: Pendeja, ¿me ayudás a bajar de la camioneta unas cosas que les traje a los viejos? Mamá ya se fue a acostar y el viejo está con dolor de espalda…
—Qué ganas de joder que tenés, ¡es retarde!
—Y bueno, me pude venir recién a esta hora, qué querés, se me hizo tarde. Copate, que si dejo las cosas en la camioneta me las pueden afanar.
La Pinocha dijo bueno con mala onda, y nos pidió que esperemos. Nos quedamos sentadas en el suelo alrededor de la tabla, hablando en voz baja de lo lindo que era Leo, que ya debía tener como veintitrés años, era mucho más grande que nosotras. La Pinocha tardaba, nos extrañó. A la media hora, Julita propuso ir a ver qué pasaba.
Y entonces todo pasó muy rápido, casi al mismo tiempo. La copa se movió sola. Nunca habíamos visto una cosa así. Sola solita, ninguna de nosotras tenía el dedo encima, ni cerca. Se movió y escribió muy rápido, «ya está». ¿Ya está? ¿Qué cosa ya está? Enseguida, un grito desde la calle, desde la puerta: la voz de la Pinocha. Salimos corriendo a ver qué pasaba, y la vimos abrazada a la madre, llorando, las dos sentadas en el sillón al lado de la mesita del teléfono. En ese momento no entendimos nada, pero después, cuando se tranquilizó un poco la cosa —un poco—, reconstruimos más o menos.
La Pinocha había seguido a su hermano hasta la vuelta de la casa. Ella no entendía por qué había dejado la camioneta ahí, si había lugar por todos lados, pero él no le contestó. Se había puesto distinto cuando salieron de la casa, se había puesto mala onda, no le hablaba. Cuando llegaron a la esquina, él le dijo que esperara y, según la Pinocha, desapareció. Estaba oscuro, así que podía ser que hubiera caminado unos pasos y ya se perdiera de vista, pero según ella había desaparecido. Esperó un rato a ver si volvía, pero como tampoco estaba la camioneta, le dio miedo. Volvió a la casa y encontró a los viejos despiertos, en la cama. Les contó que había venido Leo, que estaba superraro, que le había pedido bajar algunas cosas de la camioneta. Los viejos la miraron como si estuviera loca. «Leo no vino, nena, ¿de qué estás hablando? Mañana trabaja temprano». La Pinocha empezó a temblar de miedo y decir «era Leo, era Leo», y entonces su papá se calentó, le gritó si estaba drogada o qué. La mamá, más tranquila, le dijo: «Hagamos una cosa: lo llamamos a Leo a la casa. Debe estar durmiendo ahí». Ella también dudaba un poco ahora, porque veía que la Pinocha estaba muy segura y muy alterada. Llamó, y después de un rato largo Leo la atendió, puteando, porque estaba en el quinto sueño. La madre le dijo «después te explico» o algo así, y se puso a tranquilizar a la Pinocha, que tuvo tremendo ataque de nervios.
Hasta la ambulancia vino, porque la Pinocha no paraba de gritar que «esa cosa» la había tocado (el brazo sobre los hombros, como en un abrazo que a ella le dio más frío que calor), y que había venido porque ella era «la que molestaba».
Julita me dijo, al oído, «es que a ella no le desapareció nadie». Le dije que se callara la boca, pobre Pinocha. Yo también tenía mucho miedo. Si no era Leo, ¿quién era? Porque esa persona que había venido a buscar a la Pinocha era tal cual su hermano, como un gemelo idéntico, ella no había dudado ni un segundo. ¿Quién era? Yo no quería acordarme de sus ojos. No quería volver a jugar a la copa ni volver a lo de la Pinocha.
Nunca volvimos a juntarnos. La Pinocha quedó mal y los padres nos acusaban —pobres, tenían que acusar a alguien— y decían que le habíamos hecho una broma pesada, que la había dejado medio loca. Pero todas sabíamos que no era así, que la habían venido a buscar porque, como nos dijo el muerto Andrés, ella molestaba. Y así se terminó la época en que hablábamos con los muertos.
