miércoles, 3 de diciembre de 2025

SUÉLTALA PERRO DE MIERDA, ALEMÁN DE MIERDA, NAZI DE MIERDA, Quiltras's foreword by Gabriela Wiener

Cómo no me va a caer bien, si de los escritores chilenos sólo me gustan los quiltros, los sin raza, como esos perros desclasados, degenerados, sin poder, sin pedigrí, que no saben de dónde vienen ni a dónde van. Lo único que sabemos es que descienden de criaturas salvajes y callejeras: Violeta, Bolaño antes de ser Bolaño, Lemebel. Y Arelis. Ella es como una aparición marciana en medio de la burguesía literaria chilena, tan cuica, pituca, cheta, pija, tan blanca, macha y nerudiana, tan donosiana, es decir, tan cretina. Ella, en cambio, llegó envuelta en el pelaje de las nuestras: «toda mujer tiene un recuerdo asqueroso», escribió un día Arelis y es exactamente así.

Con un oído prodigioso para decir, para captar los ritmos nativos, naturales, y las tensiones sutiles de lo que nos rodea, ella hace escribir por primera vez a quienes nunca habían escrito, de hecho, a las que ni siquiera habían hablado. La voz no es algo que alguien te da o te devuelve, la voz un día brota y grita, y por fin el resto escucha. Entonces se entona, se eleva, se proyecta y alcanza y contagia a las demás, como las de ese puñado de chicas que hablan en Quiltras, sólo mujeres de la clase media baja y bajísima, cuando el internet iba lento, los buses eran viejos como los televisores y en los botellones se bebía ron con naranja en vasos de plástico.

La experiencia de crecer para ellas será mirar por primera vez a la cara el fondo y retorcer el silencio hasta que salga un ruido, emanciparse de eso sin nombre que, pronto sabrán, las atraviesa como mujeres, como personas, y que es ya memoria colectiva. Aprenderán, entonces, «por qué vivíamos tan diferente si éramos de la misma familia», como dice una de las primas de su primer cuento.

Las chicas de Quiltras tendrán que soportar que las encajonen en periferias, resentimiento social y rollos generacionales, referentes pop femeninos noventeros e imaginismo urbano marginal mediante. Pero su rebelión real habrá sido poner en marcha esta lengua de bestia, esa cadencia rota e irrecuperable del argot cotidiano del barrio empobrecido, que nombra y renombra, desde una falsa nostalgia, para dejar bien nítida la brecha de nuestros desencuentros. Son el tipo de cosas que sólo se aprenden en los bordes: saber cortar con filo las palabras cuando se ponen inútiles. O lo que hace Arelis con la realidad, dejar que esta la acompañe como una perra en el camino de regreso a casa hasta el paradero 20, como si fueran dos obreras amigas proletarias.

Antes de que este libro llegara a España, miles de jóvenes de los barrios populares chilenos se sintieron identificadas con esta emergente subjetividad, con las historias de extrarradio de chicas mestizas, precarias, urbanas, indígenas, bisexuales, de las que Arelis es su cronista extraoficial. Allí se vieron por primera vez, por fin estaban sus deseos y tormentos, todo eso que no recogió la literatura intramuros del masculino universal, anclado entre Las Condes y Providencia. Tampoco la del realismo sucio urbano de chicos malditos, donde ellas eran las novias, perritas, culitos, las musas flacas y perversas de sus delirios bukowskianos.

Es curioso cómo Quiltras cubre una época en que las chicas no están nada politizadas y, sin embargo, sabemos perfectamente mientras las seguimos en sus peripecias que ellas serán las próximas feministas, que están a punto de romper, de explotar, de despertar: la chica que revienta el globo del amor idealizado porque su novio le manda fotos de su pene a la vez que le promete un futuro a ella y a sus hijos; la joven asistenta social recién graduada que visita por primera vez un colegio público y encuentra en sus instalaciones cochambrosas la representación fidedigna de la educación de su país; las primas que se tocan las tetas pero a las que separan los conflictos y abismos sociales del interior de sus propias familias; la joven que vuelve de una fiesta y comprende que si ama la noche debe sortear los mismos peligros que enfrenta cualquier perra callejera, alejándose lo más posible del pastor alemán. 

Es raro que ahora que quiero hablar de Arelis, de las cholas, de todas las sangres, de nuestros cuerpos mezclados e identidades cruzadas, me venga de repente la palabra pureza a la mente. Hablar de su sencillez expresiva, de la limpia intimidad de sus descripciones para la comprensión de los mundos. La escritora no busca los símbolos ni las ideas, va detrás de las propias cosas, que son lo que son; la realidad objetiva y ruinosa despierta la vida de la imaginación. Ya saben lo que se dice de la inteligencia de los perros chuscos, esa extraña facilidad para entrar en nosotros, tan pura, simplemente sin pretenderlo. Lo impuro en Arelis es lo puro. La historia del miedo, de lo invisible, de las que no contaban y ahora cuentan, hacen de este libro el retrato más vivo de nuestra intensidad y desmesura, y deja, sin proponérselo, el germen para la siguiente revolución. 

martes, 18 de noviembre de 2025

Mi carrera literaria, poem by Roberto Bolaño

Rechazos de Anagrama, Grijalbo, Planeta, con toda seguridad tambíen de Alfaguara, Mondadori. Un no de Muchnik, Seix Barral, Destino… Todas las editoriales… Todos los lectores…
Todos los gerentes de ventas…
Bajo el puente, mientras llueve, una oportunidad de oro para verme a mí mismo:
como una culebra en el Polo Norte, pero escribiendo.
Escribiendo poesía en el país de los imbéciles.
Escribiendo con mi hijo en las rodillas.
Escribiendo hasta que cae la noche
con un estruendo de los mil demonios.
Los demonios que han de llevarme al infierno,
pero escribiendo.

viernes, 24 de octubre de 2025

Cuando hablábamos con los muertos, Mariana Enríquez

A esa edad suena música en la cabeza, todo el tiempo, como si transmitiera una radio en la nuca, bajo el cráneo. Esa música un día empieza a bajar de volumen o sencillamente se detiene. Cuando eso pasa, uno deja de ser adolescente. Pero no era el caso, ni de cerca, de la época en que hablábamos con los muertos. Entonces la música estaba a todo volumen y sonaba como Slayer, Reign in Blood.

Empezamos con la copa en casa de la Polaca, encerradas en su pieza. Teníamos que hacerlo en secreto porque Mara, la hermana de la Polaca, le tenía miedo a los fantasmas y a los espíritus, le tenía miedo a todo, bah, era una pendeja estúpida. Y teníamos que hacerlo de día, por la hermana en cuestión y porque la Polaca tenía mucha familia, todos se acostaban temprano, y lo de la copa no le gustaba a ninguno porque eran recontracatólicos, de ir a misa y rezar el rosario. La única con onda de esa familia era la Polaca, y ella había conseguido una tabla ouija tremenda, que venía como oferta especial con unos suplementos sobre magia, brujería y hechos inexplicables que se llamaban El mundo de lo oculto, que se vendían en kioscos de revistas y se podían encuadernar. La ouija ya la habían regalado varias veces con los fascículos, pero siempre se agotaba antes de que cualquiera de nosotras pudiera juntar el dinero para comprarla. Hasta que la Polaca se tomó las cosas en serio, ahorró, y ahí estábamos con nuestra preciosa tabla, que tenía los números y las letras en gris, fondo rojo y unos dibujos muy satánicos y místicos todo alrededor del círculo central. Siempre nos juntábamos cinco: yo, Julita, la Pinocha (le decíamos así porque era de madera, la más bestia en la escuela, no porque tuviera nariz grande), la Polaca y Nadia. Las cinco fumábamos, así que a veces la copa parecía flotar en humo cuando jugábamos, y le dejábamos la habitación apestando a la Polaca y su hermana. Para colmo cuando empezamos con la copa era invierno, así que no podíamos abrir las ventanas porque nos cagábamos de frío.

Así, encerradas entre humo y con la copa totalmente enloquecida nos encontró Dalila, la madre de la Polaca, y nos sacó a patadas. Yo pude recuperar la tabla —y me la quedé desde entonces— y Julita evitó que se partiera la copa, lo cual hubiera sido un desastre para la pobre Polaca y su familia, porque el muerto con el que estábamos hablando justo en ese momento parecía malísimo, hasta había dicho que no era un muerto-espíritu, nos había dicho que era un ángel caído. Igual, a esa altura, ya sabíamos que los espíritus eran muy mentirosos y mañosos, y no nos asustaban más con trucos berretas, como que adivinaran cumpleaños o segundos nombres de abuelos. Las cinco nos juramos con sangre —pinchándonos el dedo con una aguja— que ninguna movía la copa, y yo confiaba en que era así. Yo no la movía, nunca la moví, y creo de verdad que mis amigas tampoco. Al principio, a la copa siempre le costaba arrancar, pero cuando tomaba envión parecía que había un imán que la unía a nuestros dedos, ni la teníamos que tocar, jamás la empujábamos, ni siquiera apoyábamos un poco el dedo; se deslizaba sobre los dibujos místicos y las letras tan rápido que a veces ni hacíamos tiempo de anotar las respuestas a las preguntas (una de nosotras, siempre, era la que tomaba nota) en el cuaderno especial que teníamos para eso.

Cuando nos descubrió la loca de la madre de la Polaca (que nos acusó de satánicas y putas, y habló con nuestros padres: fue un garronazo) tuvimos que parar un poco con el juego, porque se hacía difícil encontrar otro lugar donde seguir. En mi casa, imposible: mi mamá estaba enferma en esa época, y no quería a nadie en casa, apenas nos aguantaba a la abuela y a mí; directamente me mataba si traía compañeras de la escuela. En lo de Julita no daba porque el departamento donde vivía con sus abuelos y su hermanito tenía un solo ambiente, lo dividían con un ropero para que hubiera dos piezas, digamos, pero era ese espacio solo, sin intimidad para nada, después quedaban solamente la cocina y el baño, y un balconcito lleno de plantas de aloe vera y coronas de Cristo, imposible por donde se lo mirara. Lo de Nadia era imposible también porque quedaba en la villa: las otras cuatro no vivíamos en barrios muy copados, pero nuestros padres no nos iban a dejar ni en pedo pasar la noche en la villa, para ellos era demasiado. Nos podríamos haber escapado sin decirles, pero la verdad es que también nos daba un poco de miedo ir. Nadia, además, no nos mentía: nos contaba que era muy brava la villa, y que ella se quería rajar lo antes que pudiera, porque estaba harta de escuchar los tiros a la noche y los gritos de los guachos repasados, y de que la gente tuviera miedo de visitarla.

Quedaba nomás lo de la Pinocha. El único problema con su casa era que quedaba muy lejos, había que tomar dos colectivos, y convencer a nuestros viejos de que nos dejaran ir hasta allá, a la loma del orto. Pero lo logramos. Los padres de la Pinocha no daban bola, así que en su casa no corríamos el riesgo de que nos sacaran a patadas hablando de Dios. Y la Pinocha tenía su propia habitación, porque sus hermanos ya se habían ido de la casa.

Por fin una noche de verano las cuatro conseguimos el permiso y nos fuimos hasta lo de la Pinocha. Era lejos de verdad, la calle donde quedaba su casa no estaba asfaltada y había zanja al lado de la vereda. Tardamos como dos horas en llegar. Pero cuando llegamos, enseguida nos dimos cuenta de que era la mejor idea del mundo haberse mandado hasta allá. La pieza de la Pinocha era muy grande, había una cama matrimonial y cuchetas: nos podíamos acomodar las cinco para dormir sin problema. Era una casa fea porque todavía estaba en construcción, con el revoque sin pintar, las bombitas colgando de los feos cables negros, sin lámparas, el piso de cemento nomás, sin azulejos ni madera ni nada. Pero era muy grande, tenía terraza y fondo con parrilla, y era mucho mejor que cualquiera de nuestras casas. Vivir tan lejos no estaba bueno, pero si era para tener una casa así, aunque estuviera incompleta, valía la pena. Allá afuera, lejos de la ciudad, el cielo de la noche se veía azul marino, había luciérnagas y el olor era diferente, una mezcla de pasto quemado y río. La casa de la Pinocha tenía todo rejas alrededor, eso sí, y también la cuidaba un perro negro grandote, creo que un rottweiler, con el que no se podía jugar porque era bravo. Vivir lejos parecía un poco peligroso, pero la Pinocha nunca se quejaba.

A lo mejor porque el lugar era tan diferente, porque esa noche nos sentíamos distintas en la casa de la Pinocha, con los padres que escuchaban a Los Redondos y tomaban cerveza, mientras el perro le ladraba a las sombras, a lo mejor por eso Julita blanqueó y se animó a decirnos con qué muertos quería hablar ella.

Julita quería hablar con su mamá y su papá.


Estuvo buenísimo que Julita finalmente abriera la boca sobre sus viejos, porque nosotras no nos animábamos a preguntarle. En la escuela se hablaba mucho del tema, pero nadie se lo había dicho nunca en la cara, y nosotras saltábamos para defenderla si alguien decía una pelotudez. La cuestión era que todos sabían que los viejos de Julita no se habían muerto en un accidente: los viejos de Julita habían desaparecido. Estaban desaparecidos. Eran desaparecidos. Nosotras no sabíamos bien cómo se decía. Julita decía que se los habían llevado, porque así hablaban sus abuelos. Se los habían llevado y por suerte habían dejado a los chicos en la pieza (no se habían fijado en la pieza, capaz: igual, Julita y su hermano no se acordaban de nada, ni de esa noche ni de sus padres tampoco).

Julita los quería encontrar con la tabla, o preguntarle a algún otro espíritu si los había visto. Además de tener ganas de hablar con ellos, quería saber dónde estaban los cuerpos. Porque eso tenía locos a sus abuelos, su abuela lloraba todos los días por no tener dónde llevar una flor. Pero además Julita era muy tremenda: decía que si encontrábamos los cuerpos, si nos daban la data y era posta, teníamos que ir a la tele o a los diarios, y nos hacíamos más que famosas, nos iba a querer todo el mundo.

A mí por lo menos me pareció refuerte esa parte de sangre fría de Julita, pero pensé que estaba bien, cosa de ella. Lo que sí, nos dijo, teníamos que empezar a pensar en otros desaparecidos conocidos, para que nos ayudaran. En un libro sobre el método de la tabla habíamos leído que ayudaba concentrarse en un muerto conocido, recordar su olor, su ropa, sus gestos, el color de su pelo, hacer una imagen mental, entonces era más fácil que el muerto de verdad viniera. Porque a veces venían muchos espíritus falsos que mentían y te quemaban la cabeza. Era difícil distinguir.

La Polaca dijo que el novio de su tía estaba desaparecido, se lo habían llevado durante el Mundial. Todas nos sorprendimos porque la familia de la Polaca era recareta. Ella nos aclaró que casi nunca hablaban del tema, pero a ella se lo había contado la tía, medio borracha, después de un asado en su casa, cuando los hombres hablaban con nostalgia de Kempes y el Campeonato del Mundo, y ella se sulfuró, se tomó un trago de vino tinto y le contó a la Polaca sobre su novio y lo asustada que había estado ella. Nadia aportó a un amigo de su papá, que cuando ella era chica venía a comer seguido los domingos y un día no había venido más. Ella no había registrado mucho la falta de ese amigo, sobre todo porque él solía ir mucho a la cancha con su viejo, y a ella no la llevaban a los partidos. Sus hermanos registraron más que ya no venía, le preguntaron al viejo, y al viejo no le dio para mentirles, para decirles que se habían peleado o algo así. Les dijo a los chicos que se lo habían llevado, lo mismo que decían los abuelos de Julita. Después, los hermanos le contaron a Nadia. En ese momento, ni los chicos ni Nadia tenían idea de adónde se lo habían llevado, o de si llevarse a alguien era común, si era bueno o era malo. Pero ahora ya todas sabíamos de esas cosas, después de la película La noche de los lápices (que nos hacía llorar a los gritos, la alquilábamos como una vez por mes) y el Nunca más —que la Pinocha había traído a la escuela, porque en su casa se lo dejaban leer— y lo que contaban las revistas y la televisión. Yo aporté a mi vecino del fondo, un vecino que había estado ahí poco tiempo, menos de un año, que salía poco a la calle pero nosotros lo podíamos ver paseando por el fondo (la casa tenía un parquecito atrás). No me lo acordaba mucho, era como un sueño, tampoco se la pasaba en el patio: pero una noche lo vinieron a buscar y mi vieja se lo contaba a todo el mundo, decía que por poco, por culpa de ese hijo de puta, casi nos llevan también a nosotras. A lo mejor porque ella lo repetía tanto a mí se me quedó grabado el vecino, y no me quedé tranquila hasta que otra familia se mudó a esa casa, y me di cuenta de que él no iba a volver más.

La Pinocha no tenía a ninguno que aportar, pero llegamos a la conclusión de que con todos los muertos desaparecidos que ya teníamos era suficiente. Esa noche jugamos hasta las cuatro de la mañana, a esa hora ya empezamos a bostezar y a tener la garganta rasposa de tanto fumar, y lo más fantástico fue que los padres de la Pinocha ni vinieron a tocar la puerta para mandarnos a la cama. Me parece, no estoy segura porque la ouija consumía mi atención, que estuvieron mirando tele o escuchando música hasta la madrugada también.


Después de esa primera noche, conseguimos permiso para ir a lo de la Pinocha dos veces más, en el mismo mes. Era increíble, pero los padres o responsables de todas habían hablado por teléfono con los viejos de la Pinocha, y por algún motivo la charla los dejó recontratranquilos. El problema era otro: nos costaba hablar con los muertos que queríamos. Daban muchas vueltas, les costaba decidirse por el sí o por el no, y siempre llegaban al mismo lugar: nos contaban dónde habían estado secuestrados y ahí se quedaban, no nos podían decir si los habían matado ahí o si los llevaron a algún otro lugar, nada. Daban vueltas después y se iban. Era frustrante. Creo que hablamos con mi vecino, pero después de escribir POZO DE ARANA se fue. Era él, seguro: nos dijo su nombre, lo buscamos en el Nunca más y ahí estaba, en la lista. Nos cagamos en las patas: era el primer muerto posta posta con el que hablábamos. Pero de los padres de Julita, nada.

Fue la cuarta noche en lo de la Pinocha cuando pasó lo que pasó. Habíamos logrado comunicarnos con uno que conocía al novio de la tía de la Polaca, habían estudiado juntos, decía. El muerto con el que hablamos se llamaba Andrés, y nos dijo que no se lo habían llevado ni había desaparecido: él mismo se había escapado a México, y ahí se murió después, en un accidente de coche, nada que ver. Bueno, este Andrés tenía rebuena onda, y le preguntamos por qué todos los muertos se iban cuando les preguntamos adónde estaban sus cuerpos. Nos dijo que algunos se iban porque no sabían dónde estaban, entonces se ponían nerviosos, incómodos. Pero otros no contestaban porque alguien les molestaba. Una de nosotras. Quisimos saber por qué, y nos dijo que no sabía el motivo, pero que era así, una de nosotras estaba de más.

Después, el espíritu se fue.

Nos quedamos pensando un toque en eso, pero decidimos no darle importancia. Al principio, en nuestros primeros juegos con la tabla, siempre le preguntábamos al espíritu que venía si alguien molestaba. Pero después dejamos de hacerlo porque a los espíritus les encantaba molestar con eso, y jugaban con nosotras, primero decían Nadia, después decían no, con Nadia está todo bien, la que molesta es Julita, y así nos podían tener toda la noche poniendo y sacando el dedo de la copa, y hasta yéndonos de la habitación, porque los guachos no tenían límites en sus pedidos.

Lo de Andrés nos impresionó tanto, igual, que decidimos repasar la conversación anotada en el cuaderno, mientras destapábamos una cerveza.

Entonces tocaron a la puerta de la pieza. Nos sobresaltamos un poco, porque los padres de la Pinocha nunca molestaban.

—¿Quién es? —dijo la Pinocha, y la voz le salió un poco tembleque. Todas teníamos un poco de cagazo, la verdad.

—Leo, ¿puedo pasar?

—¡Dale, boludo! —La Pinocha se levantó de un salto y abrió la puerta. Leo era su hermano mayor, que vivía en el centro y visitaba a los viejos nomás los fines de semana, porque trabajaba todos los días. Y tampoco venía todos los fines de semana, porque a veces estaba demasiado cansado. Nosotras lo conocíamos porque antes, cuando éramos más chicas, en primero y segundo año, a veces él iba a buscar a la Pinocha a la escuela, cuando los viejos no podían. Después empezamos a usar el colectivo, ya estábamos grandes. Una lástima, porque dejamos de ver a Leo, que estaba fuertísimo, un morocho de ojos verdes con cara de asesino, para morirse. Esa noche, en la casa de la Pinocha, estaba tan lindo como siempre. Todas suspiramos un poco y tratamos de esconder la tabla, nomás para que él no pensara que éramos raras. Pero no le importó.

—¿Jugando a la copa? Es jodido eso, a mí me da miedo, revalientes las pendejas —dijo. Y después la miró a su hermana—: Pendeja, ¿me ayudás a bajar de la camioneta unas cosas que les traje a los viejos? Mamá ya se fue a acostar y el viejo está con dolor de espalda…

—Qué ganas de joder que tenés, ¡es retarde!

—Y bueno, me pude venir recién a esta hora, qué querés, se me hizo tarde. Copate, que si dejo las cosas en la camioneta me las pueden afanar.

La Pinocha dijo bueno con mala onda, y nos pidió que esperemos. Nos quedamos sentadas en el suelo alrededor de la tabla, hablando en voz baja de lo lindo que era Leo, que ya debía tener como veintitrés años, era mucho más grande que nosotras. La Pinocha tardaba, nos extrañó. A la media hora, Julita propuso ir a ver qué pasaba.

Y entonces todo pasó muy rápido, casi al mismo tiempo. La copa se movió sola. Nunca habíamos visto una cosa así. Sola solita, ninguna de nosotras tenía el dedo encima, ni cerca. Se movió y escribió muy rápido, «ya está». ¿Ya está? ¿Qué cosa ya está? Enseguida, un grito desde la calle, desde la puerta: la voz de la Pinocha. Salimos corriendo a ver qué pasaba, y la vimos abrazada a la madre, llorando, las dos sentadas en el sillón al lado de la mesita del teléfono. En ese momento no entendimos nada, pero después, cuando se tranquilizó un poco la cosa —un poco—, reconstruimos más o menos.

La Pinocha había seguido a su hermano hasta la vuelta de la casa. Ella no entendía por qué había dejado la camioneta ahí, si había lugar por todos lados, pero él no le contestó. Se había puesto distinto cuando salieron de la casa, se había puesto mala onda, no le hablaba. Cuando llegaron a la esquina, él le dijo que esperara y, según la Pinocha, desapareció. Estaba oscuro, así que podía ser que hubiera caminado unos pasos y ya se perdiera de vista, pero según ella había desaparecido. Esperó un rato a ver si volvía, pero como tampoco estaba la camioneta, le dio miedo. Volvió a la casa y encontró a los viejos despiertos, en la cama. Les contó que había venido Leo, que estaba superraro, que le había pedido bajar algunas cosas de la camioneta. Los viejos la miraron como si estuviera loca. «Leo no vino, nena, ¿de qué estás hablando? Mañana trabaja temprano». La Pinocha empezó a temblar de miedo y decir «era Leo, era Leo», y entonces su papá se calentó, le gritó si estaba drogada o qué. La mamá, más tranquila, le dijo: «Hagamos una cosa: lo llamamos a Leo a la casa. Debe estar durmiendo ahí». Ella también dudaba un poco ahora, porque veía que la Pinocha estaba muy segura y muy alterada. Llamó, y después de un rato largo Leo la atendió, puteando, porque estaba en el quinto sueño. La madre le dijo «después te explico» o algo así, y se puso a tranquilizar a la Pinocha, que tuvo tremendo ataque de nervios.

Hasta la ambulancia vino, porque la Pinocha no paraba de gritar que «esa cosa» la había tocado (el brazo sobre los hombros, como en un abrazo que a ella le dio más frío que calor), y que había venido porque ella era «la que molestaba».

Julita me dijo, al oído, «es que a ella no le desapareció nadie». Le dije que se callara la boca, pobre Pinocha. Yo también tenía mucho miedo. Si no era Leo, ¿quién era? Porque esa persona que había venido a buscar a la Pinocha era tal cual su hermano, como un gemelo idéntico, ella no había dudado ni un segundo. ¿Quién era? Yo no quería acordarme de sus ojos. No quería volver a jugar a la copa ni volver a lo de la Pinocha.

Nunca volvimos a juntarnos. La Pinocha quedó mal y los padres nos acusaban —pobres, tenían que acusar a alguien— y decían que le habíamos hecho una broma pesada, que la había dejado medio loca. Pero todas sabíamos que no era así, que la habían venido a buscar porque, como nos dijo el muerto Andrés, ella molestaba. Y así se terminó la época en que hablábamos con los muertos.

jueves, 2 de octubre de 2025

La narración contemplativa del kishotenketsu

Hay otras formas de narrar que no se focalizan en el conflicto. Por ejemplo, tenemos el kishotenketsu, que es un tipo de narración oriental que se centra en la exposición y el contraste.

La estructura del kishotenketsu parece que tiene su origen en la poesía china y japonesa, y se ha exportado a otras culturas sobre todo a través del manga y los videojuegos.

¿No te has dado cuenta de que al leer o ver cine asiático se aprecia un ritmo distinto en la narración? Si no estamos habituados a este tipo de relatos quizá notemos un tempo más pausado y una disposición de los elementos de la trama que no tiene que ver tanto con «cosas que solucionar» sino más bien con la contemplación profunda de algún aspecto de la realidad o de un tema. 

La estructura narrativa del kishotenketsu se compone de cuatro actos: introducción, desarrollo, giro y reconciliación. En estas cuatro partes se narran dos eventos sin aparente relación, pero que al sumarse se transciende su significado.

KI – introducción

En este primer acto, al igual que en la narrativa occidental, se introduce la premisa de la obra y los agentes principales. Se presentan los personajes, la época, el lugar y toda la información necesariapara entender la historia principal. 
SHO – desarrollo

En esta segunda parte se desarrolla la premisa del primer acto, siguiendo una lógica de causa-efecto, parecida a la de nuestra narrativa tradicional. A veces el ki y el sho pueden aparecer tan juntos que parece que forman un solo acto. Aunque el shodesarrolla la tensión que prometía la premisa, lo hace sin grandes cambios ni sobresaltos.
TEN – giro

Este es el acto que introduce la mayor parte de la tensión narrativa, porque de repente aparece un elemento aparentemente fuera de la historia que lo pone todo un poco patas arriba. Este punto de inflexión en la historia supone cierto desequilibriocon respecto a lo narrado en el ki y el sho. A veces el giro del ten consiste en la introducción de un elemento misterioso, que sorprende al lector, o sencillamente de un relato que no parece tener relación directa con la historia principal.

En este acto podríamos enmarcar la aparición de los espíritus del bosque en Mi vecino Totoro, o el regreso al hogar familiar del protagonista de Kokoro, de Natsume Sōseki.

KETSU – reconciliación

Este último acto actúa como conclusión de ambas historias, y unifica el contraste entre los dos primeros actos y el tercero. Es la reconciliación entre los dos elementos yuxtapuestos tan dispares, que juntos alcanzan un nuevo significado. Es lo que sucede en la última parte de Kokoro, donde la carta de Sensei arroja luz sobre todo lo anterior. en este último acto se puede producir un cambio o un aprendizaje, pero no es algo obligatorio.

Como ves, el atractivo de este tipo de estructura no reside en el conflicto del héroe contra algo, sino en el choque y contraste de los elementos del ki y el sho con el elemento del ten. Mientras que en la narrativa occidental el lector sigue pasando páginas para averiguar si el protagonista conseguirá su objetivo o no, el lector de este tipo de historias espera ver cómo se integran todas las partes de la trama en un nuevo equilibrio.

Como señalaba al principio, me parece que nuestras estructuras dicen mucho de nuestra forma de ver el mundo. Entonces, ¿qué dice de nosotros, como sociedad, el que nuestra estructura narrativa tradicional se base en el conflicto y en la lucha? ¿Es realmente imprescindible el conflicto para enganchar al lector en una historia?

Compartido por Emilio, en el taller de Catalonia, 2025. 

sábado, 20 de septiembre de 2025

Línea de tiempo contratos editoriales

Quiltras
Planeta (Chile): 23 de septiembre de 2025 / vence en 2030
Rey Naranjo (Colombia): 18 de noviembre de 2021 / vence en 2026
Bazar do Tempo (Brasil): febrero de 2023 / vence en 2028
Tránsito (España): 4 de diciembre de 2018 / renovado hasta 2028
Paraíso Pérdido (México): diciembre de 2019 / renovado hasta 12 de dic. 2027
Quidam (Francia): 17 de sept 2019 / vence en 2027
Forma (Uruguay): 22 de julio de 2025 / 2030
Audible: 2022 / 2029

QET
Audible: 2020 / 2028
Conejo: Feminismo polifónico / 2032

Telepunga
Chile: mayo 2025 / 2030
España: septiembre 2025 / 2030

Postales

Helao, helao, helaíto.
Chirimoya, de agüita. 
¿Alguien quiere helado?
Chirimoya, de agüita. 
¡Quién quiere helado!
Helao, helao, un helaíto.

Y una niña en bici llevando a su perrito en la mochila.