sábado, 14 de noviembre de 2020

"El sexo y la clase": Discurso de lanzamiento de Quiltras, de Arelis Uribe

Uno: la clase

Empecé a leer en serio cuando salí de cuarto medio. Antes, leía lo que me decían en el colegio. Agarré muy pocos libros por curiosidad. Pero a los 18 años participé en un taller de columnistas de la Zona de Contacto y como todo taller, me recomendaron muchas lecturas. De periodistas que habían escrito para la Zona, de escritores chilenos y de autores gringos. Me acuerdo que leí los libros de Alberto Fuguet, de Hernán Rodríguez Matte. También, las columnas de Guillermo Tupper o de Claudia Aldana. Leí a mucha gente de apellidos raros que escribían sobre Providencia, Ñuñoa o Las Condes, que habitaban barrios que yo no conocía.

Mis compañeros de taller también eran así, cuicos. O al menos tenían más plata que yo o estudiaban en universidades privadas o en la Católica (que es igual) o sus papás eran profesionales o tenían apellidos raros o sus familias eran dueñas de viñedos y adoraban a Pinochet.

Como en Chile los pobres estudian y viven y se casan con otros pobres y los cuicos lo mismo pero con otros cuicos, ir a los talleres de la Zona de Contacto fue el primer roce de clases que viví. Siempre supe que era pobre, pero entonces la constatación fue total.

Después entré a estudiar a la Usach y se me disparó el marxismo.

El punto es que los libros que conocí en los talleres de la Zona hablaban de experiencias universales (el amor, el miedo, la familia) desde la perspectiva particular de ser cuico.

Nunca leí libros que hablaran de la Gran Avenida o de familias viviendo en departamentos de 50 metros cuadrados o de salas de clases con los vidrios rotos. Y jamás, hasta que conocí a Lemebel o a Bolaño, se me ocurrió que la literatura pudiera ser eso.

El arte es cuico. Estudiar arte es un lujo burgués. Pagar una entrada al teatro es carísimo. Un libro en promedio vale diez lucas (aunque, aviso, hoy Quiltras va a costar la mitad). En Chile producir y acceder a la belleza es un privilegio reservado para quienes pueden financiarlo.

Ese es el primer lugar desde el que se posiciona Quiltras. En Chile, los quiltros son los perros pobres, que no tienen casa propia ni origen conocido o cuyo origen se descifra por su aspecto físico, que es evidentemente mestizo o (tal como la palabra “quiltras”), indígena.

Escribí de los mismos temas de siempre: el amor, la amistad, el miedo, la violencia. Pero desde el particular opuesto de la tradición cuica. Porque la primera bandera que levanté en mi vida fue ésa. Como le leí a alguien en Facebook: “quienes crecemos con poco nos obsesionamos con el resentimiento de clase”. Durante mucho tiempo me obsesioné con eso, con explicar todos los problemas del mundo según la dialéctica marxista.


Dos: el sexo

“Siempre estuve metida en política, pero nunca había sido política conmigo misma”, dijo una vez la Javi Contreras. Estábamos en su casa, fumando pitos y hablando de feminismo.

Después de Foucault, sabemos que lo personal es político. Que el mundo es adultocentrista e invisibiliza a los niños y niñas. Que el mundo es machista y explota a las mujeres y anula lo gay, lo trans, lo femenino. Que eso de la lucha de clases es sólo una forma de entender la división del poder, una que despolitiza los espacios domésticos. Que el sexo y el género son otra relación de poder.

Esto lo entendí cuando entré al Observatorio Contra el Acoso Callejero, en abril de 2014. Ahí le puse nombre teórico a una intuición práctica. Descubrí que esa incomodidad de salir a la calle cada día y que haya tipos que te tocan la bocina o te ofrecen sexo al oído es violencia, es dominación. También descubrí que rebelarse ante esa violencia se llama feminismo.

El feminismo me arruinó la vida. Antes me reía de cosas que ahora ni cagando. Disfrutaba cualquier producto cultural sin cuestionamientos. Ahora veo problemas en todos lados. Ya no puedo ver una película y no incomodarme con las masculinidades que resuelven todo a combos, con que las mujeres se usen como adornos, con que todas las cosas sean un panel de hombres.

Las mujeres crecemos escuchando historias protagonizadas por hombres. Y me gustan algunas de esas historias. Me identifico con ellas. Ser hombre es igual de particular que ser mujer. Lo que pasa es que el discurso de los hombres es tan predominante, que creemos que es universal por naturaleza. Pienso que un hombre puede identificarse con mis historias protagonizadas por mujeres, igual como yo me he emocionado toda la vida consumiendo historias que únicamente están protagonizadas por ellos.

Hay una autora queer que se llama Alison Bechdel. Su lucidez sobre el feminismo me fascina, pero me duele que sus pensamientos sean de los 80 y todavía tengan sentido. En su obra Dykes to watch out for, una profesora de literatura dice: “leer una obra de alguien que no es hombre, hétero ni blanco no mata a nadie”. En otro comic dos amigas van al cine y una le dice a la otra que no ve ninguna película que no cumpla tres reglas básicas:

¿Hay al menos dos mujeres con nombre en la película? ¿Hablan entre ellas? ¿De algo que no sea un hombre?

Ese es el segundo posicionamiento de Quiltras. Quería escribir un libro protagonizado por mujeres. Quería publicar una obra cuyo título estuviera en plural y femenino, en este mundo donde cada vez que se pluraliza, lo femenino desaparece. Quería y quiero ser una autora que muestre la particularidad de ser mujer como una experiencia universal.


Tres: la escritura

A mí no me gusta escribir. No lo disfruto. Me complico, me cuesta, me duele todo. Porque escribir bien es tan difícil como las matemáticas avanzadas. Es armar puzzles. Jon Lee Anderson dijo una vez que escribir es como componer una sinfonía fantástica. Roberto Bolaño, que es un deporte de resistencia. Leila Guerriero, que prefiere haber escrito que escribir. Y alguien que no sé quién es, que escribir es una mierda, pero que haber escrito es lo mejor que te puede pasar.

Así me siento hoy. Pienso que mi voz de autora no es excepcional, no inventé ninguna nueva forma de narrar y mis metáforas y comparaciones no son poéticas. Escribir no es algo que practico desde chica; es una decisión que tomé cuando ya estaba vieja. Es difícil, se me escurren las palabras, no las sé coordinar. Sé que el trabajo que he desarrollado no proviene de un don innato para narrar, sino de una pulsión dictadora, obsesiva, que me empuja a escribir de la mejor manera que puedo.

Escribir me parece espantoso, pero leer es tan placentero como comer, dormir o tirar. La literatura es la filosofía en movimiento. A veces leo a Ernest Hemingway, a Svetlana Aléxievich, a Virgine Despentes, a Anne Carson, a Carlos Droguett, a Amélie Nothomb o a Julián Herbert y tengo que parar porque no puedo soportar el nivel de las cosas que escriben. No puedo creer la lucidez, la sabiduría, la sencillez para decir verdades tan máximas con palabras tan comunes. Subrayo esas frases con lápiz mina, para volver rápido a ellas cuando las necesite, y aprieto los libros contra mí, porque me desborda tanta belleza.

Me gusta la literatura que habla de las gestas cotidianas, en la que los autores escriben como hablan, con la voz limpia, con los verbos desnudos, sin pretenciones ni trucos para parecer más hábiles o mejores escritores. Me gusta fijarme en la estructura y la costura de los textos. También pienso en eso que dijo Peter Sloterdijk: los libros son voluminosas cartas para los amigos. Cuando escribo, le cuento cosas a mis amigas. Me gusta la literatura que es confesional, íntima y sin mayor aspiración que narrar una historia o mostrar un mundo.

Nunca se llega a escribir la obra perfecta y sé que cuando lea Quiltras en unos años más voy a querer reemplazar comas por puntos o voy a arrepentirme de haber sembrado tantos adverbios. No importa. Todavía estoy aprendiendo. Ya solté el libro hace tiempo. Lo único que espero al publicar se resume en la primera estrofa de “American Pie” (en la versión de Madonna, que me gusta más), que dice:

A long, long time ago
I can still remember
how that music used to make me smile
And I knew if I had my chance
that I could make those people dance
and maybe they’d be happy for a while

Ojalá pudiera hacerle sentir a alguien eso que yo siento con los libros que me gustan más.

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