sábado, 6 de febrero de 2021

8 horas 17 minutos, por Federico Bianchini

Me llamo Damián Blaum. Tengo 28 años, y descalzo mido un metro setenta y seis, desnudo peso setenta kilos, y por así decirlo ahora estoy desnudo, acostado boca arriba, hablándole a la oscuridad en esta pieza de hotel. Un viejo maestro, Claudio Plit, que fue cuatro veces campeón del mundo, siempre decía que si la noche antes de una carrera uno logra mantener el cuerpo en posición horizontal y los ojos cerrados durante más de cuatro horas, tiene que estar agradecido. Pero miro el reloj, son las cinco menos cuarto de la madrugada, sólo dormí dos horas, y a las siete menos diez tengo que levantarme. En un rato arranca la carrera.

Muchas veces sueño con que llego primero a la meta. Otras tantas, con que me quedo dormido y me pierdo la largada. Ahora trato de no pensar. Intento no volverme loco. No es fácil. La semana pasada nadé desde Santa Fe a Coronda, 57 kilómetros. Nadé sin parar durante siete horas y el cuerpo lo siente.

Ayer llovió. Hoy, el río está muy alto. A pesar de lo contradictorio que puede sonar el calificativo para una carrera de 88 kilómetros, va a ser una carrera rápida. Habrá que esperar y ver qué pasa, arrancar tranquilo, percibir cómo se van dando las cosas, acomodarse y, recién ahí, pensar en atacar. Quizás llueva. Hace unas horas, en la charla técnica el prefecto dijo que si hay tormenta y mucho viento la carrera no se hace. Espero que no se suspenda. Es dura, pero me cae bien. Vuelvo a mirar el reloj. Pienso en el tiempo que me queda para disfrutar este relajo. Trato de dormir. Y duermo.

 
Largada

Domingo. Nueve cincuenta y cinco. El agua del Paraná está un poco mejor que la semana pasada, pero sigue caliente: veintitrés, veinticuatro grados. Y eso que todavía es temprano y el sol aún no quema. Me siento más cómodo en agua fría.

Estamos todos, los 21 nadadores, en una misma línea. La veo a Esther, mi novia, que también compite. Le sonrió. Espero que hoy le vaya bien. Nos avisan, vamos a largar. Explota la bomba y nadamos.

El plan de carrera es estar tranquilo, ver qué hacen los demás y, después, a medida que me sienta bien, ir incrementando el ritmo. Recorremos 40 metros en contra de la corriente, hasta una boya, y luego giramos con el río a favor. En segundos, la largada, el barco donde hicimos la preparación, la gente que aplaude, desaparecen. El río está rápido en serio. Va a ser una carrera corta.

Las primeras cinco horas hay que pasarlas, como sea, con el menor desgaste posible. Mantenerse relajado, divertirse dentro del primer pelotón. Salvo excepciones, las carreras se definen en los últimos minutos. Lo peor viene al final.

 
Una hora veinticuatro minutos

No tengo ojos. Cuando estoy en el agua, mis córneas son las de Gustavo Langone, mi guía, que va en un bote, ahora a mi derecha. Igual, veo: sé dónde está el alemán, detrás de mí, el italiano y el esloveno, la costa santafesina, la entrerriana, lo que falta para Brugo, pero es él quien maneja la carrera y quien decide, desde ahí arriba, hacia qué dirección tengo que ir. Además de gritar, y me grita bastante, Gustavo, o Guga como le digo, tiene una especie de pizarrón donde anota cosas que yo leo sin detenerme. Letras que quizás alguien sin experiencia no podría descifrar de un vistazo. Pero el hombre es un bicho de costumbre y yo, al agua, estoy digamos que acostumbrado.

Hice esta carrera unas cinco veces. Y antes, años atrás, por el campeonato nacional, nadé el último tramo otras siete. Conozco el terreno. Estamos en la zona del Víbora. Sigo primero.
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Freno a tomar agua.

–¿Voy por acá? –grito y señalo hacia adelante.

Guga me responde, callado, con una sucesión de carteles. Escribe, me muestra, borra con un trapo, y vuelve a escribir.

Confiá en vos.

Y confiá en mí.

Estás entrenado para nadar fuerte.

No para hacerle la carrera a los otros.

Sigo. Brazadas y patadas. Tac, tac, tac, tac.


Dos horas treinta y seis minutos

Van dos horas treinta y seis minutos de carrera. Lo sé por mi plan de hidratación. Cada doce minutos, Guga me da para tomar un carbohidrato puro que compramos en Alemania. Cada hora, tomo el carbohidrato mezclado con un gel que tiene cafeína. El gusto y la consistencia cambian y yo me doy cuenta de que pasaron otros 60 minutos. Precisión. A las dos horas doce minutos, cuatro horas doce minutos, seis horas doce minutos como, además, un pedazo de banana. Comer sirve para orientarme temporalmente. A las dos horas treinta y seis, cuatro horas treinta y seis y seis horas treinta y seis, tomo un ibuprofeno. Por reglamento el nadador no puede tocar al bote ni a su guía. Para evitar sospechas, me acerco, abro la boca y Gustavo, como si alimentara una orca, trata de encestarme en la garganta.

Pasamos Brugo, hay que cambiar de orilla. Nado por el medio del río. El alemán y los dos italianos prefieren ir más cerca de la costa. Estoy primero. La jugada viene bien pero en un momento, al cruzarse de margen ellos agarran una corriente y aparecen cien metros delante de mí. Mierda. Tengo que desgastarme para ir a alcanzarlos. Ellos trabajan juntos, yo vengo solo. Es como en el ciclismo, siempre es preferible pertenecer al pelotón. Acelero y llego, pero cansa y ahora tengo que recuperar. El río está sembrado de camalotes.
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Cuatro horas doce minutos

Somos cinco en el primer pelotón. Yo, el alemán Studzinski, los italianos Valenti y Volpini y el esloveno Rok, en ese orden. Me siento bien. Voy a probarlos. Meto cambios de ritmo, piques cortos. Dos o tres minutos fuertes, les sacó quince metros, y relajo. Cuando se me acercan: dos o tres minutos fuertes, les sacó diez metros, relajo. Si les jugás a nadar tranquilo, algunos se agrandan, piensan que mandan ellos. Y se equivocan.

Cartel: creo que el cambio les está rompiendo las bolas.

No les va a ser fácil. Ahora, en el primer pelotón, sólo somos cuatro. Rok, el esloveno, quedó atrás. Mientras nado, meo. No necesito frenar.


Siete horas

Pasamos Villa Urquiza. Voy segundo. En la ribera, gente que aplaude. Faltan veintidós kilómetros, dos horas de carrera. Cruzamos el río, desde la costa entrerriana a la santafesina. Los tríceps, las piernas, se me empiezan a acalambrar. El cuerpo grita. Mientras tomo la bebida, dos segundos, trato de patear un poco de pecho, como las ranas, porque los músculos me duelen todos. Los que usé, mucho. En los otros tengo una sensación extraña, no es dolor, no es cansancio. Es una especie de entumecimiento, los dedos acalambrados. Trato de estirarlos, de hacerlos sentir vivos.

El cuerpo pregunta qué carajo pasa; el estómago se desconcierta: ¡Bebida, bebida, bebida, Coca Cola, banana, ibuprofeno! Se preocupa, pasa a ser un estómago angustiado y quejoso: ¡Qué me están dando hijos de puta, me va a agarrar una úlcera enorme!

El alemán está 80 metros delante de mí. No lo puedo seguir. Los hombros. Hay viento y muchas olas. Atrás tengo a los italianos, Valenti y Volpini. Me pregunto si estarán trabajando juntos para alcanzarme. La semana pasada salí cuarto en Santa Fe. No puedo salir cuarto de vuelta. Los hombros. No trabajé tanto para salir cuarto. Tengo que seguir a Studzinski.

Guga me grita que no baje los brazos. “¡El otro está tan cansado como vos, seguí, seguí, seguí, huevo, seguí, seguí!”, me dice. Puteo. Nadamos seis horas y media, esto parecía una pileta y ahora, en el momento más importante, empieza a haber olas. Quién mierda me mandó a hacer esto.

Cartel: No te entregués, los tanos siguen luchando.

Están atrás. Puedo. Los hombros. Le pido a Guga que me dé algo que me levante, que me saque de este pozo en el medio del río: Carbohidratopotasiomagnesio. Si a mí me duele, a ellos, a todos ellos, debe estar doliéndoles el doble, o el triple, o más. Sé cuán entrenado estoy. Lunes, martes, jueves y viernes, a la mañana y a la tarde: cinco horas por día en el agua, una de gimnasio. Puedo. Nado en aguas abiertas desde los seis años. Puedo. Me gusta, es mi trabajo y, como otros llenan planillas sentados detrás de un escritorio, me gano la vida con esto.

Los hombros. Siento que estoy nadando dentro de una armadura. Me duelen los hombros. Sin embargo, lo tengo claro, el dolor pasa. Pasa y después viene la gloria. No voy a sentirme bien, pero dentro del cansancio, voy a acostumbrarme. Si lo supero, voy a estar más fuerte. Y puedo superarlo.

De a poco, el bajón se va. Duele todo, pero me siento bien, y sigo.
 

Ocho horas doce minutos

El sol me da de frente. Sólo veo sombras y, a lo lejos, los edificios de Paraná. Más cerca, botes. Botes con gente que me grita que siga, que falta poco, que ya lo alcanzo.

En otros lugares del mundo, corro más tranquilo. Acá, en la Argentina, durante las tres semanas previas a la carrera sólo escucho: ¡Vamos que el domingo hay que ganar!, ¡Vamos que el domingo es tuya, campeón! Aliento, que indirectamente te presiona. Ayuda, aunque es más difícil.

A Studzinski no lo veo pero Guga está desesperado mirando adelante y grita: dale, boludo, seguí que lo tenés. Y si Guga está así, lo conozco, falta poco para alcanzarlo. La gente está eufórica. Gritan todos. Y hay un bote, a la izquierda, con unos flacos que tocan bombos. Guga escribe en el cartel: Apretá los dientes y buscá.

Si uno nadara bien, las piernas no se tocarían. Pero después de horas, cansancio, olas, ya no responden como uno quisiera y chocan entre ellas. Igual que los brazos. La cara contra el cuello. Me afeité al ras pero la barba, que no se ve pero existe, raspa continua y lastima.

Freno a tomar la bebida y una mujer, desde una lancha, larga un grito desgarrador, ¡Vaaaaaaamos Damiaaaaaán!, como si su vida dependiese de esto. Tiro el vaso hacia atrás, queda flotando, solo, en el medio del río, meto la cabeza bajo el agua y arranco. Saco fuerzas de donde no tengo y trato de llegar. Lo veo a Studzinski, quieto y con cara de dolor: el hombro no le da más. Adelante, la meta. Al verme, acelera. Nos cuesta. Seguimos juntos hasta el andarivel. Sólo faltan unos metros. No pienso en nada. Tampoco entiendo. Después de ocho horas, quién puede entender. La placa. Escucho a la gente, los gritos, el aguante, y quiero llegar a la placa. Y muevo los brazos, falta poco, las piernas, y Studzinski va quedando unos metros atrás, toco la placa. Me paro, llegué, gané, lo hice, siento un calor que me sube desde el estómago y vomito con fuerza.

Estoy sentado en un banco de la carpa de rehabilitación, con mi abuelo al lado, intentando bajar las pulsaciones. El primer pensamiento que te pasa por la cabeza después de tocar la meta es: no vuelvo nunca más. El río, a veces, es cruel. De Villa Urquiza hasta acá, nos trató mal. Apenas llegué, algunos periodistas me preguntaron cómo estaba. Cuando les dije que mareado, muy dolorido, realmente me siento mal, algunos se sorprendieron. No deberían, aunque sé que, sin haberlo vivido, es imposible entender cómo se siente uno después de nadar durante más de ocho horas. Quizás, se me ocurre, para que entendieran habría servido la frase que le dije a mi abuelo en la llegada, cuando lo abracé, después de tocar la placa y de que entre tres o cuatro tipos me sostuvieran, no podía mantenerme en pie, no podía parar de vomitar, estaba extenuado: “Las mil putas que los parió, me duele todo el cuerpo”, le dije.


Una noche más

Boca arriba en la cama del hotel, las piernas y los brazos flojos, el aire acondicionado a full. Ya está. Ya pasó, pero son las tres de la mañana y todavía tengo los ojos abiertos. El éxito es efímero: la premiación, las repercusiones en los diarios, el reconocimiento, las felicitaciones, los abrazos; que la gente te quiera sacar fotos no es poca cosa en un país tan futbolero. Pero no hay que flotar. En un abrir y cerrar de ojos, te golpeás contra la pared y así como te fue bien, te puede ir como el culo. Me cuesta dormirme. El cuerpo sigue en el río. Todavía está ahí. Los hombros, la piel, los músculos, las piernas, el cuello, los brazos. Duelen.

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