Ellos vienen, y vienen otra vez, y vuelven a venir.
A veces les digo que miren fotos -de Alessandra Sanguinetti o de Sergio Larraín-, o les leo un poema y les digo escuchen, escuchen la economía pavorosa de estos versos, y ellos escuchan y me miran y se quedan mudos, y yo me pregunto si estarán extasiados o preguntándose si no me he vuelto loca hablándoles de esas cosas en un taller de periodismo.
A veces les traigo una foto, una foto cualquiera, una foto que encontré en el mercado de pulgas o por ahí, y que me llamó la atención vaya uno a saber por qué, y les digo escriban sobre esta foto, y ellos se van y escriben y vuelven el lunes siguiente y traen unos textos magnéticos, espesos, inesperados.
A veces miramos el trozo de una película, y entonces les digo fíjense la voz en off, el fundido a negro, la introducción de los personajes, el manejo de la polifonía, la estructura circular, y ellos ven y escuchan y a veces se quedan mudos, y yo vuelvo a preguntarme si estarán extasiados o preguntándose si no me he vuelto loca.
A veces les leo cosas. Cositas. Algo que encontré en un diario, un poema antiguo, el arranque de una novela o de una carta, y les digo miren, miren, escuchen la eficacia de esta enumeración, vean cómo la frase se detiene al borde del abismo, a punto de romperse, y no se cae, y no se rompe. Les digo esas cosas porque es como si los llamara para ver aparecer la tierra nueva, un barco, un pájaro magnífico, y ellos vienen, y ven.
A veces, después de que leen sus textos en voz alta, se produce un silencio como una inspiración, y puedo ver sus cerebros trabajando, preguntándose: qué tengo que decir, qué es lo que honestamente pienso. A veces, por un segundo, cuando terminan de leer sus textos en voz alta, creo que van a aplaudir o a llorar, o a saltar sobre las sillas. Pero después nunca pasa nada.
Hacemos chistes internos, hablamos de cosas que sólo entendemos nosotros: eso quiere decir que tenemos una historia.
Algunos vienen desde hace mucho. Meses, años. Pero yo sé poco de sus vidas. Sé lo que dejan ver. Nunca he preguntado y ellos no preguntan. Así es como somos. Así es como hacemos las cosas.
Cuando se despiden, en la puerta de mi casa, me pregunto dónde van, de dónde vienen, quiénes son esos fantasmas suaves.
Sé que piensan de mí cosas que no son verdad.
Tienen voces diversas, estilos diferentes: un ritmo largo, sincopado, que inunda los oídos con una música compleja; una elegante amargura construida con frases como tajos. Algunos guardan un universo y todavía no se dan cuenta. A veces alguien trae un texto que, de tan bueno, da envidia, y entonces yo le digo: "Me da envidia".
Celebramos cuando a alguien le ha ido bien en el trabajo, cuando ha publicado algo que le gusta, cuando se ha ganado un premio. No celebramos cumpleaños, bodas, hijos: celebramos lo que proviene de nuestra caza y de nuestra recolección.
Todos tienen trabajos, ocupaciones, familias, días de trajín, pero llegan acá, a la sala de mi casa, y se sientan, y leen, y escuchan, y dan sus opiniones con espíritu de príncipes honestos: sin herir.
A veces se suma algún integrante nuevo y entonces hay que deselectrificar el campo, quitar la tension, decir está bien, tranquilos, es uno de los nuestros, pero, cada vez, puedo sentir cómo se tensan sus columnas, cómo se preguntan: ¿estará bien entre nosotros? Casi siempre está bien.
A veces, en lo que escriben destella una frase como un rayo de luz o de verdad, y entonces la recortarmos, la exhibimos, la apreciamos entre todos como si fuera lo que es: una hermosa criatura, un ser poderoso que ha llegado a la Tierra.
Quizás es cierto: quizás nada puede enseñarse. Pero ellos escriben, vienen, leen, se van, vuelven a escribir. Después de todo, no hacemos cosas diferentes a las que se han hecho toda la vida: salimos a cazar, traemos nuestras presas, las exhibimos, nos aguantamos cuando las piezas no son tan buenas.
Cuando todo termina no siempre hay sonrisas. Pero nos miramos las caras y sabemos que hicimos lo que había que hacer.
miércoles, 9 de junio de 2021
Leila Guerriero: el taller
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