miércoles, 26 de abril de 2023

Talcahuano, short story by Paulina Flores

Vivíamos en una de las poblaciones más pobres de una de las ciudades
más feas del país: la Santa Julia, en Talcahuano. Un puerto que a nadie
le gustaba por su cielo encapotado, en donde todo tomaba un tono gris
por el hollín de las industrias y con fama de hediondo por la pesca. Pero
a nosotros no nos molestaba vivir en un lugar que la gente considerara
feo, todo lo contrario, al menos yo me sentía extrañamente orgulloso.
Todos nosotros: Pancho, Julio, Marquito Carrasco y yo, nos sentíamos
fuertes y complacidos. Disfrutábamos con sentarnos a la entrada de la
casa de los Carrasco y contemplar las casuchas que descendían cerro
abajo y el mar que ceñía la cintura de la península, y hacer planes y
comer sandías. Fue a lo que nos dedicamos todo el verano de 1997.
Comimos sandías cada día de esas vacaciones. Pancho y Marquito las
consiguieron con un camionero al que le hicieron dedo en Concepción.
Durante el trayecto, el hombre dijo que hacía mucho que no lo hacían
reír tanto y que podían quedarse lo que quisieran. Esa tarde cargamos
entre todos las catorce sandías hasta la casa de los Carrasco. Y cuando
terminamos, nos sentamos al pie de la escalera, sobreponiendo
medialunas de sandías a nuestros rostros, para lucir unas sonrisas
descaradas ante el paraje ruinoso que teníamos por hogar.
Nos veo claramente, exhibiendo nuestra felicidad con muecas pulposas
de sandía. Riéndonos frente a los rostros cansados y afligidos de
nuestros vecinos. En especial en esa época, cuando por la crisis de la
industria pesquera nadie tenía trabajo y los cesantes solían deambular
por las calles con una expresión de servidumbre y derrota, como si se
tratara de un batallón de soldados vencidos. En realidad, mi padre era
el único militar vencido. Tras quince años en la marina, lo dieron de
baja. Pero aunque ocurrió en el peor momento posible, no fue por la
crisis que no consiguió trabajo. En cierta forma, fue él quien lo decidió.
No quería empezar de nuevo.
Antes de que comenzaran las vacaciones, hubo una especie de pelea
entre mis padres. Digo especie porque, como era lo común entre ellos,
no hubo discusión directa ni siquiera un cruce de palabras. Otro
recuerdo claro en mi memoria. La familia —mis padres, mis dos
hermanas y yo— sentada en torno a la mesa de la cocina. Una fuente de
pan duro en el centro y un té aguado para cada uno. Desde hace días
que la comida escasea en la casa. Mi madre dice que ha calentado el
pan para ablandarlo un poco. Nadie le sigue la conversación. El pan se
quemó, y ahora, además de duro, está negro como el carbón. Tomamos
el té en silencio. De pronto, mi madre se levanta, agarra una de las
marraquetas y la lanza contra la pared gritando. Veo la rabia en el
movimiento de su brazo, como si en vez de pan duro tirase una piedra. Y
el golpe en el suelo de madera suena como una piedra. Mis hermanas y
yo miramos el pan en el suelo. Mi madre se sienta como si nada, pero al
tomar la taza de té le tiemblan las manos. Apenas bebe un trago y
26/144vuelve a pararse, esta vez va a su pieza. La escuchamos sollozar. Mis
hermanas la siguen en el acto y, sentadas junto a ella en el borde de la
cama —puedo verlo desde donde estoy—, se abrazan.
Mi padre, que ha mantenido la mirada en el té durante toda la escena,
sigue sin tomarlo y sin decir nada. Y yo me limito a tomar el mío con él
en la cocina. Me quedo junto a mi padre y no con mi madre y mis
hermanas, aunque no porque esté de su parte. Yo no estoy de parte de
nadie. Por entonces participaba de los problemas familiares tanto como
si viera una película. Una cuya historia desafortunada no podía
afectarme más allá de los segundos en que la contemplaba y que podía
dejar atrás con facilidad. No me preocupaba el silencio de mi padre ni
su rostro vacío al observar el té. Era feliz manteniéndome al margen.
Estaba seguro de que podía arreglármelas por mi cuenta, con mis
amigos.
Por eso me pasaba casi todo el día en la casa de los hermanos Carrasco,
Camilo y Pancho. Teníamos el lugar para nosotros. Su padre trabajaba
como
minero en el norte —era el único papá del grupo que tenía trabajo— y su
madre pasaba todo el día en la casa de la abuela de los Carrasco con su
hija recién nacida. Pancho era el hermano menor y mi mejor amigo. Su
cuello escaso, espalda ancha y piernas cortas le daban un aspecto rígido
que no correspondía en nada con el torrente de energía que liberaba.
Desde chico tenía la habilidad de tramar aventuras y meterse en
problemas. Nada peligroso, solo travesuras infantiles.
Entonces ambos teníamos trece, aunque, por los siete meses que nos
llevábamos, yo pronto lo superaría.
Como vivíamos a un par de cuadras, habíamos pasado prácticamente
cada día de nuestras vidas juntos. Los Carrasco en Pichidegua, que
significa «pequeño ratón», y yo en Malal, «corral». Todas las calles de
la población tenían nombres en mapudungun. Años atrás, con Pancho y
un compañero del liceo mitad mapuche, nos dedicamos a traducir los
nombres de casi todas las calles. Albergábamos la ilusión de descubrir
que aquellos pasajes estrechos de tierra en los que vivíamos tuvieran
nombres importantes —supongo que teníamos una idea heroica del
mapudungun—. Al final eran casi puros nombres de animales comunes
del campo, pero seguimos manteniendo cierto orgullo por nuestras
calles, sobre todo cuando las comparábamos con las de las poblaciones
industriales vecinas, donde los pasajes eran números.
Talcahuano, «cielo tronador», fue el único nombre que confirmó
nuestras ilusiones.
La población Santa Julia nació de una toma en Los Cerros de
Talcahuano, y casi todas las casas fueron construidas por sus dueños
con tablas de madera y planchas de zinc. La de los Carrasco era de las
más grandes y bonitas, con segundo piso, escalera de cemento para la
entrada y panderetas de hormigón que cerraban el patio trasero. La mía
27/144era muy pequeña porque mi padre la construyó en el terreno de la casa
de su mamá, mi abuela. Decidió hacer vivir a su familia en la Santa Julia
y no ocupó una de las viviendas de la Villa Naval, a la que tenía derecho
por ser marino. No es que se avergonzara de ser parte de la Armada, él
como ninguno poseía aquel orgullo típico de los militares, pero decía
que no quería que sus hijos se acostumbraran a ese ambiente y, con eso,
que no quería que ninguno de nosotros terminara también en la
Armada. Además de la casa, mi padre fabricó muchas de las cosas que
teníamos, desde los muebles hasta nuestros juguetes. Le gustaba
trabajar con madera, pero podía ingeniárselas con cualquier basura que
encontrara por ahí: botellas, tapas de aluminio, tarros de leche en
polvo, carriles de hilo. Solía decir que de haber tenido las oportunidades
habría sido ingeniero. Mi madre lo incitaba a que pusiera un taller para
ganar plata extra. Pero él siempre le aclaraba, con tono serio, que ya
tenía un trabajo y que con poder alimentarnos bastaba.
Él ya tenía un trabajo.
Desde niño me acostumbré a que la gente fabulara con el trabajo de mi
padre. Los vecinos, la familia de mi madre, mis profesores y mis
compañeros del liceo lo trataban con mucho respeto. Un respeto que
tenía algo de admiración, pero sobre todo de temor, supongo que por la
dictadura, y que cubría su labor con un halo de expectación y misterio.
Claro que, para su familia, su trabajo no poseía ninguna oscuridad
atrayente. Sabíamos exactamente a lo que se dedicaba.
A veces, cuando era chico y lo acompañaba a la Base Naval, me dejaba
jugando en una bodega llena de torpedos mientras él trabajaba. Yo me
entretenía con un juego simple que podía mantenerme cautivo toda la
mañana: hacer rebotar una pelota de plástico contra la cabeza de los
torpedos. Eso era todo. La bodega con torpedos era lo más cercano al
aspecto bélico y temerario de su trabajo. Que yo supiera, ni siquiera
había estado en alta mar. Entró al servicio en busca de una oportunidad
—algo que hacer— y terminó trabajando en la Base Naval de
Talcahuano. Algunas noches de guardia, la mayoría de las veces como
mesero —«mayordomo», creo que era el título oficial— en el casino de
los uniformados. Pero servir los platos no lo apocaba. Él mismo lavaba
y planchaba su uniforme azul marino, para llevarlo con la misma altivez
que un oficial bajo el delantal blanco de garzón.
Nunca supe por qué lo dieron de baja. Mis hermanas decían que había
sido por un accidente muy tonto en el casino, algo de un altercado con
un capitán. Fuese lo que fuese, lo cierto es que, desde entonces, su
mirada resuelta de militar, que cautivaba a tanta gente, se volvió
indiferente y perdida.
Fue a mediados de enero que Pancho nos anunció su plan. Esa mañana
estábamos Marquito y yo sentados al pie de la escalera. Marquito era el
primo de los Carrasco. Tenía doce, el menor del grupo. También vivía
cerca, en Cahuello («caballo»), y al igual que yo, pasaba todo el día en
la casa de sus primos. En un principio, su mamá lo mandó para que su
28/144hermana lo cuidara mientras ella trabajaba, y luego pasó a ser uno más
de nosotros.
Mientras esperábamos que los hermanos Carrasco se despertaran,
intentábamos traducir la letra de The Headmaster Ritual de los Smiths.
Antes de salir de vacaciones, Pancho y yo robamos dos diccionarios de
inglés del liceo. La idea era traducir las letras de nuestros grupos
favoritos durante el verano. Por esa época estábamos pegados con los
Smiths. En Conchester, como llamábamos a Concepción, había una
disquería y de tanto ver y admirar todo sin comprar nada, el vendedor
nos ofreció grabarnos los álbumes que quisiéramos si le llevábamos los
casetes vírgenes. Pasamos tardes enteras conversando con él. Nos contó
que Morrissey llamó The Smiths a la banda porque era uno de los
apellidos más comunes y vulgares de Inglaterra: creía que era tiempo de
que lo vulgar se mostrara al mundo. Nos brillaban los ojos al escuchar
historias como esa. Queríamos ser como Morrissey y, como él, nos
sentíamos a un mismo tiempo tan vulgares como increíblemente
superiores.
—Lo tengo todo pensado —dijo Pancho tras abrir la puerta de su casa
de un golpe.
Marquito y yo nos giramos y elevamos la vista para verlo. Se golpeaba
la cabeza con el dedo índice repitiendo «está todo aquí». Venía recién
despertando. Tenía el pelo revuelto y los ojos inyectados en sangre. Se
sentó a nuestro lado y miró al frente con esa expresión trastornada que
ponía cada vez que tramaba algo. Con Marquito dejamos los
diccionarios a un lado y esperamos a que nos contara qué era lo que se
traía en mente, pero Pancho no dijo nada. Se limitó a respirar muy
profundo, como si intentara calmar sus pensamientos.
—¿Dónde está el Camilo? —preguntó de pronto.
—¿No estaba contigo, en la pieza, durmiendo? —dije, y volví a tomar el
diccionario. Busqué jealous por «jealous of youth ».
—¿Cómo? —dijo Pancho, confundido. Se levantó de un salto y entró en
la casa.
El viento arremolinó tierra en la calle y yo me cubrí la vista para evitar
que me entrase en los ojos. El viento era algo que nunca se iba de
Talcahuano, no importaba la estación. Pancho volvió a salir de la casa,
esta vez con el pelo mojado y unos trozos de sandía que nos repartió.
—Vamos a robar los instrumentos de la iglesia —dijo, decidido, tras un
par de mascadas—. Yo pido la guitarra.
—¿Y el Camilo? —preguntó Marquito.
29/144—Está en la pieza durmiendo.
—Pensé que el plan era traducir las canciones —dije.
—Ahora vamos a hacer las dos cosas —respondió sin mirarme y escupió
las pepas de la sandía. Pancho siempre quería hacerlo todo al mismo
tiempo.
—¿Qué iglesia? —preguntó Marquito.
—La del papá de la Betsabé —respondió Pancho. Volvió a pararse. Entró
en la casa y puso el primer tema de Meat is Murder en la radio, la
canción que traducíamos. Subió el volumen a todo lo que daba, bailó
moviendo los brazos como si tuviera un ataque de epilepsia y dio un
salto que lo llevó desde dentro al suelo de la calle, delante de nosotros.
La Betsabé era la hija del pastor del ministerio evangélico de
Talcahuano, Bendecidos para Bendecir. Jugábamos con ella de chicos,
hasta que su papá se metió a fondo en lo de la religión y se hizo pastor.
Desde principios del verano que Pancho quería conquistarla. En
realidad, ambos nos habíamos propuesto conquistarla, pero Pancho era
más perseverante que yo, y asistía a las reuniones del ministerio para
verla. En la reunión —así llamaban los evangélicos a las especies de
misas que hacían— del día anterior se le ocurrió lo del robo. Dijo que
fue como una revelación mística. Según él, mientras todos alzaban las
manos al cielo, gritando aleluya y coreando «Él vive, Él vive. De la
muerte resucitó. Él vive, Él vive. Vamos a celebrar», reparó en que la
música de fondo provenía de una banda que tocaba en un pequeño
escenario, a un lado del pedestal del pastor. Vio los instrumentos
flotando en el aire sin los músicos que los tocaban: guitarra, bajo,
batería y teclado. Sintió que Dios se le manifestaba, revelando una
nueva misión, algo así como que Dios quería que se robara los
instrumentos. El año anterior habíamos decidido que Dios no existía o
que si existía no nos interesaba. Pero no era extraño escuchar a Pancho
decir cosas como esa. Había algo de los evangélicos que no dejaba de
encajar con su personalidad: el éxtasis, el delirio impulsado por el
fanatismo. Podías imaginarlo como un cristiano convertido tras años de
pecado, o como un autoproclamado profeta con trances místicos en
medio de la plaza de un pueblo, rodeado de un pequeño grupo de
seguidores, gente como el Marquito y yo.
Cuando Camilo apareció, Pancho todavía no lograba explicarnos del
todo su nuevo plan. Camilo era un año mayor. También era bajo, pero
más flaco. Físicamente no parecía el mayor, como en ninguna de las
otras aptitudes, pero lo compensaba con ser más violento. Solía
agarrarse a combos, sobre todo con Pancho. Vestía solo un pantalón de
buzo, que no se sacaba ni para dormir, y llevaba un trozo de sandía en
la mano para desayunar. Nos saludó alzando las cejas y se sentó en el
suelo, lejos de nosotros tres. Apoyó la cabeza en el muro de la casa con
30/144una actitud malhumorada, como intentando dejar bien claro que no le
interesaba nada de lo que Pancho tramase.
Con Camilo a un costado y nosotros al pie de la escalera estábamos,
finalmente, los cuatro reunidos esa mañana. Puedo vernos como la
pandilla inofensiva que éramos, cada uno desempeñando su papel.
Marquito el del cabro chico, Camilo el del pendenciero, Pancho el del
revoltoso e impulsivo, lleno de ideas locas, y yo como la otra cara de la
moneda y su compañero fiel; mucho más sereno y callado, reflexivo. Ahí
estamos, escuchando a Pancho que, de tan extasiado con sus planes, se
atropella con sus propias palabras y no alcanza a terminar una frase
coherente cuando ya ha lanzado otra, tal como en el oleaje cerro abajo:
una ola no acaba de romper cuando la otra ya está encima. Marquito y
yo lo interrumpimos a cada rato para pedirle que vaya al grano.
Lo más importante es que dejaban los instrumentos en el templo por las
noches. Eso le dijo el bajista de la banda cuando Pancho se acercó a
felicitarlo y a sacar información. En realidad, el templo era un galpón
viejo que tiempo atrás funcionó como gimnasio comunal.
Al principio Camilo se mostró indiferente al plan e intensidad de Pancho,
pero, de pronto, preguntó suspicaz:
—¿Y cómo nos vamos a repartir los instrumentos? La guitarra es mía.
La intervención dio paso a una pelea entre los hermanos que duró, de
manera discontinua, hasta bien entrada la tarde, cuando finalmente
ellos acordaron que Camilo tocaría la batería, Pancho la guitarra,
Marquito el bajo y yo el teclado. Me agradó la idea de tocar el teclado,
parecía un instrumento acorde con mi personalidad. Los tecladistas
solían ser tipos templados y más intelectuales, aunque de poder elegir
me habría quedado con la guitarra.
Al final del día, terminamos todos igual de excitados que Pancho con el
nuevo plan y decidimos que en los próximos días revisaríamos los
detalles. Cuando ya me iba, vi que en la cuneta alguien había escrito con
un trozo de carbón.
«Give up education as a bad mistake.»
Caminando de vuelta a casa, imaginé cómo serían los días siguientes.
Sentí una gran expectación. No sabía en qué podría terminar todo el
asunto del robo, pero pensar en ello me llenaba de energía y confianza.
Sobre todas las incertidumbres y adversidades que podrían
vislumbrarse, se imponía un sentimiento que me alzaba invulnerable.
Nos vi entrando de noche al galpón evangélico y saliendo triunfantes. El
propósito de robar los instrumentos era difuso, no me imaginaba
tocando How soon is now? en el teclado, me veía disfrutando junto a los
Carrasco de unos instrumentos que nunca podríamos pagar.
31/144En la casa me golpeó el olor aséptico de cloro que la invadía desde
hacía unas semanas. Uno nuevo que contrastaba con el familiar olor a
madera humedecida y quemada predominante. Mi madre parecía
obsesionada con la higiene y la limpieza desde que consiguiera trabajo
haciendo el aseo para algunas familias de Concepción.
A excepción de su cuarto, todo estaba en penumbras. Pasaba el rato
junto a mis hermanas. Nunca antes había trabajado fuera de casa y
supuse que celebraban el poder estar juntas algún tiempo, como antes.
Escuchaban un casete mío de Los Tres. Oí como reían y cantaban
«quién es la que viene ahí, tan bonita y tan gentil». Me quedé escondido
tras la cortina a medio correr que hacía de puerta, a oscuras. Era
extraño ver a mi madre alegre. Se veía especialmente joven, casi como
una hermana más. Mi padre no estaba en casa. Las espié durante un
rato, y en cierto momento mi hermana mayor, Carola, miró hacia donde
yo estaba. Pensé que me enfrentaría diciéndome alguna pesadez —hacía
tiempo que intentaba enrostrarme su molestia conmigo, yo no sabía la
razón—, pero hizo como si no me viera. Cantó más fuerte, casi gritando,
y bailó chispeando los dedos y meneándose ridículamente provocativa,
haciendo reír más a mi hermana menor y a mi mamá, que aplaudieron
para que siguiera. Fijé la mirada en Carola, con la seguridad de que ella
sabía que yo la observaba, y por un segundo, al verla desde la
oscuridad, recordé lo mucho que nos divertíamos de chicos. Recordé lo
cercanos que éramos, cuando solo estábamos nosotros dos. Seguí el
camino hasta mi pieza y me tendí de espaldas en la cama y las escuché
cantar y reír hasta muy tarde, cuando mi padre llegó.
La llave giró en la cerradura y a los pocos segundos la casa quedó en
silencio. Caminó por el pasillo sin detenerse. Vi aparecer su perfil
ensombrecido en el umbral de mi puerta. Se quedó parado en la
oscuridad, con la vista alta. Todavía llevaba su peinado de marino,
rapado en la nuca y alisado hacia el lado en la coronilla, y sus mejillas
bien afeitadas y el bigote recortado pulcramente, aunque no tuviera
donde ir. Casi pude sentir el olor a colonia inglesa desde la cama. Pero
era imposible relacionar un aroma tan fresco con su rostro flácido y de
expresión acabada. No me saludó. Tal vez creyó que la pieza estaba
vacía o que yo dormía. Quizá no quiso decir nada. Yo tampoco lo saludé.
Respiró profundo y se dirigió al baño. Salió otra vez de la casa y ya no
volví a escucharlo entrar de nuevo.
La mañana siguiente, Pancho esperaba sentado en la escalinata con una
pila de libros al lado. Se veía aún más inquieto y parecía haber
madrugado o no haber dormido en toda la noche. Con un tono
misterioso me dijo que nos contaría la asombrosa idea que se le había
ocurrido para el asalto cuando estuviéramos todos reunidos. Los libros
eran enciclopedias y diccionarios, robados quién sabe dónde. Marquito
llegó al poco rato con la bolsa de tabaco y comenzó a hacer un cigarro
apenas se sentó en la escalinata. Tenía un talento innato para liar. El
tabaco lo reuníamos de colas de cigarros que recogíamos de la calle y
32/144que guardábamos en papel de diario. De los papelillos también se
encargaba Marquito, se los sacaba a su mamá de la cartera.
—Esta es la última pitiá —sentenció Pancho tras quitarle el cigarro de
las manos a Marquito y aspirarlo profundamente. Nos mostró a todos el
pitillo, luego se lo acercó a la cara, lo miró como dándole un último
adiós y lo lanzó al aire con el dedo gordo y el índice.
—Vamos a tener que hacer algunos sacrificios por el botín.
—¿Y tú nos vai a obligar? —protestó Camilo, que aparecía en el umbral
de la puerta. Pancho le respondió con un suspiro y una sonrisa
condescendiente.
—Nunca dije que iba a ser fácil. Pero si me dejas explicar. —Hizo una
pausa y llenó sus pulmones de aire—. Vamos a dejar los cigarros,
porque vamos a empezar a entrenarnos para el robo. —Volvió a parar y
nos miró abriendo mucho los ojos, excitadísimo—. Porque vamos a
entrenarnos en el antiguo arte de guerra japonés del espionaje y la
guerrilla: el ninjutsu .
—¿Ninjas?
—replicó Camilo riéndose estrepitosamente, una risa forzada—. ¿Querís
que nos disfracemos de ninjas? ¿Como las Tortugas Ninja?
La sonrisa emocionada de Pancho desapareció por un instante.
—Déjame terminar, Camilo —contestó irritado, pero no explicó nada
más. Se quedó callado un rato y luego me preguntó—. ¿Qué pensái tú?
—su mirada suplicaba aprobación.
—Sí, eso, qué opina el cerebrito del grupo.
—No sé..., ¿no se supone que los ninjas son los malos de la película? —
dije dudoso. Los ojos de Pancho se iluminaron y volvió a su sonrisa
confiada.
—¿Y cómo se supone que nos vamos a transformar en ninjas de un día
pa otro? —preguntó Camilo con ironía, dando paso a una nueva
discusión entre los hermanos, que Marquito y yo aprovechamos para
liar y fumar el cigarro que Pancho nos quitó.
Pancho tenía la habilidad de mezclar y complicar siempre las cosas.
Inventaba una idea tras otra, sin concretar ninguna. Aunque eso no
negaba que tuviera una forma maravillosamente auténtica de hacerlo,
fascinante por su irreflexiva espontaneidad. Era como si para Pancho el
mundo fuera un lugar especialmente diseñado para deslumbrarlo a él.
Aún hoy lo recuerdo abstraído en sí mismo, con expresión decidida.
Supongo que en el fondo era algo que Camilo envidiaba, y por eso solía
burlarse de él. Al lado de Pancho, cualquiera parecía un fraude.
33/144Camilo hundió un puño en las costillas a Pancho y dijo: «Bueno, bueno,
¿qué hay que hacer?».
Pancho nos explicó que en realidad no había mucha información sobre
el ninjutsu , así que por mientras leeríamos lo que él había encontrado
en algunas enciclopedias y luego veríamos qué más hacer.
—¿Y por qué no probamos con otra cosa? —preguntó el Marquito—. En
el liceo me hicieron unas clases de kung fu. —Pancho elevó las manos al
cielo como diciendo «por fin».
—Vamos a aprender el arte del ninjutsu , porque los ninjas son más
como nosotros —el tono que usó fue tan ridículamente solemne que
hasta él mismo se largó a reír. Se calmó, saltando en donde estaba un
par de veces, y nos miró con una seriedad cómica, por lo forzada, y
asintió con la cabeza, como si estuviera conforme o convencido de algo,
y luego no pudo resistir más y volvió a reír a carcajadas.
Tras leer lo que me asignó Pancho —unas enciclopedias de tipo facsímil
de diario— creí entender a qué se refería con eso de que los ninjas eran
«más como nosotros».
Toda la información que logramos reunir no llenaba ni tres páginas, eso
sin contar que en su mayoría no se referían directamente a los ninjas,
sino como excusa para hablar sobre los samuráis, reduciendo su
condición al único hecho de ser sus enemigos y opuestos históricos.
Según pude entender, las técnicas y tácticas de combate del ninjutsu
venían a ser una especie de evolución de las de los guerreros samuráis,
y la diferencia primordial radicaba en los ideales que los inspiraban. La
filosofía de los samuráis, como elite militar que gobernó Japón durante
cientos de años, estaba llena de dogmas y valores asociados a la
superioridad, el honor, las obligaciones y la lealtad. Los ninjas, en
cambio, eran un grupo militar de mercenarios que perpetraban el
sabotaje y el espionaje, acciones realizadas siempre desde el anonimato.
En el fondo, las diferencias que los llevaban por veredas opuestas en el
arte de la guerra eran que para ser samurái tenías que provenir
obligatoriamente de una casta, o sea, tener apellido y plata, y para ser
ninja la única condición era que fueras alguien que no tuviera nada que
perder. Eran pobres y por eso aceptaban todo tipo de trabajos, fueran
honorables o no. Supuse que por eso le habían maravillado tanto a
Pancho. Y tenía razón, los ninjas eran más como nosotros.
Esa noche, mientras leía acostado sobre uno de los modos de operación
clásico de los ninjas —penetrar disfrazados en los castillos, ocultarse
hasta el momento oportuno en el cual matar a los guardias y prenderles
fuego a las torres, para luego escapar—, tuve un corto diálogo con la
Andrea, mi hermana menor. A lo mejor llevaba horas en la cama de al
lado mirándome, pero yo estaba absorto en las enciclopedias. Los tres
dormíamos en la misma pieza, una habitación pequeña en la que apenas
cabían el camarote y la cama de una plaza fabricados por mi padre. Mis
34/144hermanas ocupaban el camarote, Carola arriba y Andrea abajo. Yo
gozaba de una estructura cien por ciento para mí.
—Pasado mañana nos vamos donde la abuela —dijo Andrea justo
cuando yo subrayaba en la enciclopedia la oración «huir furtivamente
en el anonimato».
Mi abuela materna vivía en Tirúa, Arauco, a unas cuatro horas de
Talcahuano. Solíamos pasar las vacaciones en su campo. La abuela y
mis tíos sembraban trigo y avena, y el terreno colindaba con las
forestales. De niño disfrutaba pasear por los bosques de eucaliptos junto
a mi mamá y mis hermanas. Siempre terminábamos perdiéndonos entre
los miles de palitroques idénticos y separados por la misma distancia de
manufactura industrial. Claro que en ese momento no pensaba en esos
días de campo, apenas si había escuchado lo que decía mi hermana
menor.
—¡Ya cállate, Andrea! —gritó Carola desde la cama de arriba—. Tan
hocicona que soi.
—¿Cómo? —le dije a Andrea sin apartar mis ojos de la enciclopedia.
—¡Dejen de hablar y apaguen la luz! —protestó Carola otra vez.
—¡Espérate un poco! —le grité. Me exasperaba esa actitud que tenía
conmigo últimamente.
—Que pasado mañana nos vamos a la casa de la abuela —repitió mi
hermana, en voz más baja.
—Ah, qué bueno, mándales saludos a la abuela y a los tíos —respondí
sin mucho interés.
—Te vas a quedar con el papá —dijo hablando aún más bajito y con algo
de indecisión, como si no acabara de decidir si lo que decía era una
afirmación o una pregunta.
—¡Andrea! —volvió a retarla mi hermana mayor.
—Supongo —le respondí sin prestar atención a la nueva interrupción de
Carola.
Dejé la enciclopedia en el suelo y apagué la luz. Mientras me
acostumbraba a la oscuridad de la pieza pude ver que Andrea seguía en
la misma posición de antes, de costado, mirándome. Lo supe por sus
ojos, que brillaban intensamente, y que me recordaron esa clásica
imagen de animalitos ocultos en un bosque tenebroso de las películas de
dibujos animados. Le sonreí pensando que podría verme, pero si me
respondió con algún gesto no pude verlo. Me di media vuelta, cerré los
ojos y comencé a pensar en ninjas otra vez.
35/144—Tu papá era milico, ¿no tiene una pistola o algo así que usemos? —me
preguntó Camilo.
—No sé —contesté incómodo. Aunque era verdad, no sabía. Recordaba
haber jugado con balas sin pólvora de chico.
—¿Cuándo hai visto a un ninja con pistola? —dijo Pancho a su hermano
—. Vamos a usar las armas tradicionales: cuerdas, cadenas y muchas
shuriken .
Las shuriken eran las estrellas ninja. Les dije que yo sabía cómo
fabricarlas. Mi padre me había enseñado a hacer algo parecido con una
tapa de bebida plástica y cinco clavos. Jugábamos a clavarlas en los
árboles cuando podíamos pasar tardes enteras juntos.
Caminábamos hacia la plaza para comenzar nuestro «entrenamiento»
cuando llegó mi mamá con mis hermanas. Cada una traía un bolso
enorme. «¿Se cambian de casa?», bromeó Pancho. Mi mamá lo saludó
muy cariñosa y le preguntó riendo qué tramaba en esta oportunidad.
Otra vez parecía muy joven. Llevaba su pelo negro suelto. Saludó a cada
uno con un beso en la mejilla. A mí me dio un abrazo largo y dijo que se
iban donde la Clara, mi abuela. Mi hermana menor se colgó de mi cuello
y dijo que me extrañaría mucho, pero Carola la tomó por la espalda y la
separó con brusquedad. Yo también quiero despedirme, dijo como
excusa, pero apenas me rozó la mejilla con un beso rápido, y también
brusco. No me miró a los ojos en ningún momento. Le dio unos
golpecitos en la mejilla al Camilo, que siempre había andado detrás de
ella, y les dijo a mi mamá y a mi hermana que se apuraran porque iban
atrasadas.
Faltaban menos de tres semanas para el asalto.
Parte del entrenamiento lo practicamos en la plaza San Francisco de la
Santa Julia. Era ideal, porque tenía unos juegos de madera y metal en
los que podíamos ejercitarnos tranquilos, estaban tan viejos y
desastrados que casi ningún niño los ocupaba. Al final, no conseguimos
más información sobre el ninjutsu , y así, con unos pocos datos y sin
sensei , nos preparamos en lo que por intuición nos parecía primordial.
Se suponía que el ninjutsu significaba «arte de escabullirse», así que por
sobre todo nos esforzamos por aprender a escapar con rapidez y ser
sigilosos en todos los movimientos.
Practicamos equilibrio en la tabla del balancín y trepamos lo que se nos
pusiera al frente, desde los juegos infantiles hasta las panderetas de
algunas casas o los muros de industrias abandonadas. A veces
ocupábamos cuerdas, pero en la mayoría de los casos escalábamos
usando las manos. Para mejorar la velocidad, corríamos cerro abajo,
saltando cualquier obstáculo que pilláramos en el camino. Lo de trepar,
correr y saltar fue la parte fácil. Terminamos llenos de heridas y
36/144moretones, pero nos sobraba energía, sobre todo a Pancho, que, pese a
sus piernas cortas, saltaba más alto que ninguno.
Lo que realmente nos costó fue aprender a ser sigilosos, a desplazarnos
sin hacer ruido. Los ninjas eran tan silenciosos que en algunos castillos
se construyeron pisos especialmente diseñados para rechinar al mínimo
contacto. Se llamaban «pisos de ruiseñor», porque el sonido de alarma
que producían las pisadas era parecido al canto de esos pájaros.
Dividimos el día para ejercitarnos en las dos habilidades: por la mañana
corríamos de un lado a otro y, por la tarde, con el cuerpo más cansado y
menos ansioso, nos dedicamos a acallar nuestras pisadas y
movimientos.
Despejamos la pieza de los Carrasco —durante todo ese tiempo
durmieron en el living — para entrenarnos sobre el piso de madera. Nos
dejábamos puestos los calcetines, el algodón reducía el ruido, y nos
formábamos en fila: el que iba a la cabeza mandaba y se movía por la
habitación con la libertad de meter ruido. El resto debía imitar sus
movimientos, pero sin hacer crujir las tablas. Como en el juego del
monito mayor, aunque levantando las piernas y apoyando la punta de
los pies lentamente y con cuidado. El que hacía ruido perdía. Otro
ejercicio: nos poníamos en cuclillas, sin apoyarnos en nada, y
competíamos por quién aguantaba más tiempo en esa posición que nos
acalambraba las piernas. Casi siempre era yo quien salía victorioso y
Pancho el primero en desistir. Último ejercicio: vendábamos los ojos de
alguno y lo colocábamos al centro de la pieza. Debía atraparnos
mientras nos desplazábamos a su alrededor casi sin respirar, al igual
que en el juego de la gallinita ciega. Por la noche terminábamos
exhaustos, aunque siempre con más energía para la siguiente jornada.
Durante algunas noches, o en los tiempos libres que dejaba el
entrenamiento, me dediqué a buscar una pistola entre las cosas de mi
padre. No sé por qué, pero quería averiguar si tenía una o no. Registré
sus cajones, su ropa, unas maletas viejas, sus cajas de herramientas,
incluso las cosas de mi madre. Lo único que encontré fueron trozos de
madera aquí y allá. Algo extraño en él, ya que era muy ordenado y
meticuloso, por su enseñanza militar. Luego me di cuenta de que había
trozos de madera desperdigados por toda la casa. De diferentes
tamaños y tipos, casi siempre inservibles: rotos, demasiado viejos o
quemados. Pensé que planeaba fabricar algo, o que quizá juntaba
materiales para levantar el taller que mi madre tanto le insistía que
pusiera.
Con el paso de los días siguió acumulándose más madera inútil. Desde
la partida de mi mamá y de mis hermanas que la casa era un desastre,
lo único bueno era que el olor a cloro había desaparecido. También
había pilas de diarios viejos con ofertas de trabajo marcadas con
plumón: «empresa de seguridad requiere contratar guardias de
seguridad...», «obreros para fábrica vibrado...», «trabajo en línea de
proceso de picado y embalaje de materias primas...». La mayoría para
trabajar fuera, en Santiago o más al norte. Mi mamá había comprado
37/144los diarios. Marcaba los anuncios y se los dejaba a mi padre en la mesa,
junto al desayuno. Le decía que en otros lados se podía salir adelante,
que todo el mundo se estaba yendo de Talcahuano. Yo creía que mi
padre los botaba, porque una vez le había gritado a mi mamá que él
nunca se iba a ir de su casa. Pero ahí estaban todos los diarios ahora,
como una última oportunidad, aunque con más resignación que
esperanza.
La basura que acumulaba fue lo único que supe de él por esos días.
Ninguno de los dos pasaba en casa, y apenas lo vi una vez, mientras
entrenábamos en la plaza con los Carrasco. Apareció de repente y se
puso a hurgar en la basura. Llevaba la ropa sucia, el pelo desordenado
y barba de varios días. Los Carrasco no se fijaron en él y yo no me
acerqué. No creo que me viera, parecía realmente perdido. Sacó un par
de tablas y una botella del contenedor, las metió en una bolsa y se fue
caminando con la mirada fija en el suelo. Lo vi alejarse encorvado y
abatido calle arriba. Desapareció al doblar por una esquina y entonces
recordé cuando de niño también lo veía desaparecer, en la esquina de
nuestra casa, para irse al trabajo de madrugada. Yo no pasaba de los
seis años, pero cuando el despertador sonaba a las cinco de la mañana,
me levantaba con él y lo acompañaba a tomar desayuno mientras los
demás dormían. Al terminar, se levantaba de la mesa y yo lo imitaba, le
acercaba su abrigo militar, su maletín, y lo seguía hasta la puerta.
Entonces me daba unas palmaditas en la cabeza de despedida y se iba.
Me quedaba en el umbral de la puerta viendo cómo se alejaba entre la
neblina, y seguía ahí parado aun después de que desapareciera de mi
vista. No quería que se fuera. Y a veces, después de unos minutos, lo
veía regresar apurado y algo molesto, y con sus manos ásperas tomaba
las mías, firme pero tiernamente, para llevarme a trabajar con él.
Con respecto a las acrobacias increíbles que realizaban los ninjas en las
películas y las técnicas de lucha, decidimos, tras varias discusiones —
sobre todo con Camilo—, que no les dedicaríamos gran parte del
entrenamiento. No porque fueran particularmente difíciles, sino porque
no esperábamos utilizarlas con nadie, ya que según Pancho no había
guardias.
Luego de tres semanas llegamos a alcanzar cierta destreza, de seguro
nada en comparación con los ninjas reales. Lo más probable es que
para cualquier sensei nuestro entrenamiento fuera pobre y poco
ortodoxo. Pero estoy seguro de que en el fondo nos acercamos bastante
al espíritu, en el que era fundamental ser práctico, preocuparte por
aquello que podría salvarte la vida.
—LAS TELNICAS CHON INUTLILES, LA INTUILCHON ES TODLO —
decía Pancho cuando ya se aburría de practicar en su pieza.
—TODLO ES UN ARLMA —decía Camilo tirando una patada.
Eran frases de Masaaki Hatsumi, un mítico maestro ninja sobre el que
encontramos un poco más de información.
38/144Lo que sí era un hecho incuestionable es que estábamos preparados
para huir sin ser alcanzados. Éramos más rápidos y ágiles que al
comienzo. De todas formas, y por si nos llegaban a perseguir en autos,
fabricamos unos miguelitos con los clavos que nos sobraron de los
shuriken .
El plan quedó bosquejado, finalmente, de la siguiente manera: teníamos
una hora, entre las tres y las cuatro de la mañana, para entrar al galpón
y sacar los instrumentos. Pancho escalaría el muro del templo y entraría
por una de las ventanas superiores (unas ventanas de metal que por lo
viejas y oxidadas nunca podían cerrarse), a unos tres o cuatro metros
de altura. Ya dentro, y según lo comprobado por él mismo, rompería las
cadenas que cerraban la puerta lateral del templo con un napoleón. Con
la entrada libre empezaba nuestro turno: cargar los instrumentos y salir
lo más rápido y en silencio posible. Huiríamos por la puerta lateral que
daba al cerro El Piñón. Un cerro oscuro con un bosque de melis que nos
llevaría de vuelta por un camino más largo pero seguro. En el bosque
nos repartiríamos el botín. El punto más complejo del plan era trasladar
los instrumentos en un único viaje y sin ruido, sobre todo pensando en la
batería, que de por sí era aparatosa y bulliciosa. Con Pancho dibujamos
en un papel cómo sería: Camilo se amarraría el bombo, con los toms
aún anclados, como una mochila, y se la llevaría tal cual; yo me llevaría
la caja y el timbal amarrados en la espalda y los platos en el pecho;
Marquito cargaría el teclado en la espalda; Pancho se llevaría el bajo y
la guitarra, cruzados atrás y adelante. Camilo se quejó de que a su
hermano le tocara la parte más fácil, y Pancho argumentó que él ya
había tenido bastante trabajo con planearlo todo. Cubriríamos los
instrumentos con los vestidos enormes que usaba la mamá de los
Carrasco de embarazada para apañarlos. Si quedaba tiempo y espacio,
nos llevaríamos algunos cables y atriles. Los amplificadores estaban
descartados, ya nos las arreglaríamos para conseguir unos pequeños.
A todos nos pareció un plan impecable, por lo menos así, dibujado en el
papel, cada uno como un ninja, con instrumentos cruzados a la espalda
por katanas.
El día del robo pesaba sobre nosotros un aire que mezclaba
grandiosidad y peligro. Ya no valía la pena entrenar, y además, al igual
que los deportistas, decidimos que era mejor tener el cuerpo
descansado. Así que lo que hicimos, por la mañana, fue lavar los buzos,
tenderlos al sol y ver la tarde pasar, sentados al pie de la escalera,
comiendo los últimos trozos de sandía que nos quedaban. Camilo le
pidió al Marquito que trajera el tabaco para fumar un cigarro. Confesó
estar demasiado ansioso, y aunque Pancho lo retó por su falta de
compromiso, todos terminamos fumando. Les conté que esa imagen de
los ninjas vestidos de negro era un mito. Usaban el azul marino porque
el negro brillaba en la oscuridad. Marquito dijo que los buzos del liceo
estaban pintados para la misión.
39/144—Igual, son los únicos que tenemos —agregó Pancho, y soltó una
bocanada de humo. Todos asentimos riendo.
Últimos detalles.
Ya que ni el Marquito ni yo tenemos pasamontañas como los Carrasco,
convenimos en usar poleras negras como capuchas. El reloj de la cocina
de los Carrasco marca las 10.30 pm y acabamos de darnos cuenta de
que a su papá le faltan un par de herramientas. No son esenciales para
el atraco, pero no podemos arriesgarnos. Les digo que creo haberlas
visto en la caja de herramientas de mi padre y decidimos que Pancho me
acompañe a buscarlas y que a la vuelta iremos todos a hacer guardia al
templo. Empezaremos con la operación a las 3.00 en punto.
La calle está vacía y durante el camino Pancho no deja de hablar. Está
más excitado que nunca. Me pregunta, una y otra vez, si entiendo lo que
estamos a punto de hacer. «¿Te das cuenta?, ¿te das cuenta?», repite
casi gritando. Camina muy rápido, con determinación, con la vista
perdida, pero luego, por un segundo, me mira directo a los ojos y me
dice que vamos a dar el gran golpe y que después de eso ya nada nos va
a parar, que vamos a ser invencibles. Yo lo miro y le respondo con la
misma seguridad que sí, que me doy cuenta, que vamos a hacerlo, que
ya prácticamente está hecho. Somos invencibles.
Al llegar, la casa está en penumbras y cuando entramos lo primero que
vemos es a mi padre tirado en el sillón. Su posición hace creer que nada
podrá despertarlo. También vemos un charco de bilis en el suelo. Pancho
hace la mímica de beber de una botella y luego ladea la cabeza, saca la
lengua y entorna los ojos tratando de imitar la cara de borracho de mi
padre. Le digo que pase al patio, donde están las herramientas. Sin
Pancho cerca, me acerco a mi padre. Contemplo su cuerpo
desparramado en el sillón, en el viejo sillón de la abuela que él mismo
reparó con un par de clavos y rellenó con lana. Su rostro, a diferencia
de la sala repleta de diarios, trozos de madera y basura, está vaciado de
cualquier expresión. Se ve viejo, viejo e inútil. Mirándolo desde arriba,
iluminado por la escasa luz de la calle que dejan pasar las cortinas,
pienso en lo bajo que ha caído y en lo diferente que soy yo. Y todo aquel
tiempo que estoy mirándolo, todos aquellos pensamientos, todo aquel
silencio revelador, hace que sea aún más increíble, y humillante, que no
me haya dado cuenta de lo que pasaba, y de que fuera Pancho, tras
intentar hacerle una broma con las llaves de tubo que había ido a
buscar, el que gritara que mi padre no respiraba.
Días después, Pancho me dijo que nunca había corrido tan rápido, y que
al final el entrenamiento no había sido un desperdicio. Yo no había
terminado de gritarle que fuera por ayuda, cuando él saltaba fuera de la
casa y corría loma arriba. Claro que para mí nada que tuviera que ver
con el entrenamiento, con el plan, con los ninjas o con el mismo Pancho
tenía sentido.
40/144No fue su respiración, la falta de ella, lo que hizo que me lanzara
encima de mi padre para zamarrearlo e intentar que volviera en sí. Fue
el olor, el olor nauseabundo que despedía. No exactamente a
descomposición, sino a una extraña mezcla entre algo aséptico y
fermentación. Pancho se había equivocado, mi padre sí respiraba. Y no
tuve que acercar mi oreja a su nariz para darme cuenta de que algo
andaba mal. Fue el hedor, el hedor que emanaba de él desde hace tanto
tiempo, y que únicamente pude percibir con los gritos de Pancho, lo que
me llevó a introducir mis dedos temblorosos por su boca para que
vomitara. Porque temblaban, mis manos y mis rodillas. Todo mi cuerpo
temblaba de miedo, mientras con una mano intentaba producirle
arcadas y con la otra le golpeaba el estómago para que botara más de
aquel líquido biliar que nos esperaba desde el principio.
Cloro, mi padre había tomado cloro. Una botella de Coca-Cola de litro y
medio llena del cloro que pasaba vendiendo una furgoneta cada
semana. Había casos de personas muertas por la ingesta de cloro,
aunque se trataba casi siempre de niños que lo tomaban por error. Tal
vez mi padre creyera que aguantaría lo mismo que un niño y que podría
morir. O quizá el cloro fuera lo único que tenía a mano. Al final, no tenía
una pistola. No, no pensó nada de eso. Solo pensó en mi madre. Quería
llamar su atención. Pensó: voy a mandarle un mensaje, voy a tomarme
su trabajo, sus estúpidas aspiraciones. Su ambición. Voy a beberlas y
hacer que me maten con cada trago.
Porque tras las horas de espera en urgencias lo único que me dijo fue
«llama a la Carmen», y luego de que yo intentara explicarle que no se
preocupara, que ella estaba bien, veraneando en la casa de la abuela,
volvió a decirme con aún más severidad:
—Llama a tu madre.
—Sí, papá.
—Llámala.
—Sí, señor.
Y entonces fue como si lo comprendiera todo de una sola vez. No llamé
a nadie, y le dije a la mamá de los Carrasco y a Pancho, que me
acompañaba en el hospital con los demás, que prefería volver por mi
cuenta.
No fui directo a casa. Caminé por el borde costero con mi buzo de ninja,
y mientras lo hacía, imaginé a mi madre lejos, perdida entre los bosques
de eucaliptus y supe que nos había abandonado. Mi madre se había ido,
me había dejado solo en la casa, echado a mi suerte junto a un hombre
moribundo. Todos lo sabían menos yo. Hasta mi hermana chica lo sabía
y había intentado advertirme, pero yo no la escuché.
41/144Llegué al puerto y me senté en las escalinatas a ver cómo se preparaban
unos marinos. Años atrás, solíamos ir con Pancho de madrugada a ver
zarpar los barcos pesqueros. Soñábamos con ser marinos mercantes.
En sus rostros acartonados por el frío, llenos de arrugas, turbados y
preocupados en sus labores de embarque, creíamos reconocer la
expresión de hombres fuertes y rudos. Hombres que no le temían a
nada. Pero entonces, de madrugada y con el mar negro de fondo, lo
único que pude ver reflejado en los rostros de esos marinos fue tristeza.
Una tristeza seca que calaba sus huesos tan profundamente como el frío
de ultramar. Toda mi vida había creído que Talcahuano era un lugar
duro, pero lo cierto es que solo se trataba de un lugar triste. Y entonces
pensé en mi padre en la camilla del hospital, y supe por qué había hecho
lo que hizo. Al fin pude hacerme una idea de él: mi padre era un hombre
desdichado, pero aún podía hacer daño. Herir, aunque no fuera su
intención. Yo debía haberlo sabido antes, pero no fue así.
Cuando mi madre y mis hermanas llegaron, varios días después, la casa
estaba tal como la dejaron. Boté los palos y los diarios, trapeé el vómito.
Limpiar la casa. Eso fue lo primero que hice por mí mismo, para mí. Y
quizá lo hiciera con el deseo de que mi suerte cambiara. Esos primeros
días entré en un estado de anestesia y me convencí de que no me
quedaba otra cosa más que pensar en mí mismo. Fue como si la basura
acumulada por mi padre de pronto me pareciera peligrosa, como si me
acorralara, como si pudiera hundirme con ella sin siquiera darme
cuenta. Toda la basura, y la pobreza, y las tardes con los Carrasco, de
repente se transformaron en una amenaza. No por lo del robo, no es
que temiera que nos convirtiéramos en asaltantes de banco. Lo más
probable es que siguiéramos siendo una banda inofensiva, sentados
para siempre al pie de la escalera, o ya más viejos, en alguna esquina,
ideando planes que nunca llegarían a puerto. Tal vez era justo eso lo que
lo hacía amenazante. Pensé en lo estúpido que había sido todo ese
tiempo, jugando con los Carrasco, jactándonos de lo astutos que
éramos, sin comprender lo que realmente ocurría a nuestro alrededor. Y
entonces, la luz que hacía brillar a Pancho, por ser tan asombrosamente
él mismo, se apagó, dejando la sombra de un muchachito terco, iluso e
insignificante.
El verano terminó rápido, y llegó el invierno con más viento y la lluvia y
el humo de las chimeneas. Cumplí los catorce. Durante un tiempo mi
madre y mis hermanas volvieron a la casa. Ella me explicó su versión de
los hechos y me prometió que las cosas irían mejor, que volveríamos a
empezar todos juntos otra vez, pero yo ya sabía que no podría ser así, y
de todas formas no me importaba. Cuando uno vive experiencias fuertes
se tiene la ilusión de comprender muchas cosas. Yo creí entender cómo
funcionaba la vida. Cuando terminé de limpiar y ordenar la casa quedé
exhausto, y pensé que en adelante debía seguir así: cansarme e
imponerme obligaciones para prosperar en la vida. Creí que eso me
mantendría a salvo. No iba a vagabundear como mi padre ni a
preguntarme, temeroso, qué sería de mí. Iba a resistir, a olfatear las
amenazas en el viento y a construirme una vida propia. Quizá qué
destino me esperaba junto a los Carrasco, no lo conocí. Apenas pude me
42/144marché de Talcahuano, primero a trabajar en el norte con el papá de los
Carrasco —último vínculo que mantuve con Pancho—, luego a Santiago.
Me deshice de mi familia y de los únicos amigos que tuve. Y me endeudé
para estudiar, y trabajé doce horas diarias y gasté dos más en viajes en
micro, e hice todas las cosas que hace la gente para alcanzar cierto
bienestar, y me cansé, me convertí en una persona cansada y viví en
Renca, en Recoleta y en Quilicura, sin saber nunca qué significaban los
nombres de todos esos lugares.

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