martes, 5 de mayo de 2020

"La Karen", Romina Reyes

1
 

Jara estaba frente a su computador bebiendo los restos sucios de una sopa china. En el líquido amarillento flotaban las verduras deshidratadas que habían logrado escaparse de las garras plásticas del tenedor. Cuando me vio me pidió un cigarro. “Lo estoy dejando”, le dije. “Da igual”, dijo él. Saqué unos Marlboro Light y nos fuimos a una ventana. Jara golpeó varias veces su cigarrillo contra el vidrio para condensar el tabaco. Yo nunca supe las ventajas reales de aquello, pero igual lo hacía. Como un mono, todo lo repetía igual que un mono.

Hablamos de la mañana, de las horas. El tiempo siempre nos ocupaba como si fuera una carencia o un deseo constante. Hablamos del día, del clima y entonces Jara me preguntó por la Karen. Yo lancé mi cigarro al vacío y miré un segundo a la calle para comprobar que no le cayera a nadie en la cabeza. Le dije que estábamos acabados y que seguíamos acabados.

—¿No te da pena?
—Estas cosas ya no me dan pena.
—Es cierto —dijo Jara, aplastando el cigarro contra el muro—, a mí tampoco.

Mi escritorio tenía de todo menos lápices. Me di una vuelta por la oficina para recoger algunos del suelo. Jara le llamaba a eso delincuencia, yo le llamaba necesidad. Si alguna vez me sacas mis cosas, me dijo Jara, te pego. Yo le pregunté si ese era un motivo realmente importante como para ponerse a pelear. Él me dijo que el motivo era lo que menos importaba.

La tarde se pasó en una luz que bajaba por las ventanas y se reflejaba en la pantalla del computador. Agarré un papel y escribí “Karen”, luego lo taché. Pensaba en la noche y me dije que podría ser, pero luego que mejor no. Entonces Jara me dijo que tomáramos un café.

La oficina tenía una cocina que era más bien un cuarto estrecho y blanco con agua potable y un microondas. Jara llenó el hervidor y yo saqué las cucharas. Puse las tazas sobre la mesa, la de Jara tenía la cabeza calva de un francés, la mía tenía un par de gatos gordos. Fue un regalo de la Karen. En realidad, me la prestó una vez que fui a su casa. En verdad, me la robé la última vez que estuve ahí. Los gatos eran horribles, pero fue lo primero que encontré. Cuando me la llevé, la taza todavía tenía una bolsa de te adentro y un cigarro empapado en el concho. Boté la bolsa y me quedé con el cigarro. No sé si la Karen se dio cuenta, no sé si alguna vez la extrañó. Cuando le conté a Jara me dijo que eso era triste.

—En el fondo, la gente es triste.

Salimos con medio día y media noche a cuestas. Yo tenía sed de cerveza, quería hundirme en el trago y ahogar a la Karen en la garganta. Le dije a Jara que fuéramos a tomar algo, pero él dijo que no podía, que tenía un cumpleaños, que no podía faltar.

—¿Y la Karen? —me preguntó.
—No sé si sea adecuado —le respondí.

Nos despedimos en el paradero de la 206, aunque ahora no esperé ninguna mirada tras mis pasos. Era viernes, y siempre me deprimían los viernes. Sobre todo ahora, que no estaba la Karen. No sé si lo triste era el día o acaso la perspectiva de llegar a mi departamento que nunca se terminaba de amoblar. En mi ventana todavía estaban las cortinas de la Karen, y en la ducha aún flotaban sus pelos. También tenía el cepillo de dientes que saqué de su cartera y que puse en el vaso del baño, el vaso del baño de una casa que tenía más cepillos que personas, o cuyas personas nunca se decidían a permanecer.

Caminé un rato por el centro, en figuras que me parecían círculos pero que eran más bien líneas rectas que se repetían sin cesar. Me metí al Portal Fernández Concha y pedí un completo que comí de pie. Le saqué el exceso de mayonesa con una servilleta de esas que uno no sabe si son de plástico o de papel. No me gusta la mayonesa, la encuentro vomitiva y demasiado amarilla. Tampoco me gusta el color amarillo. La Karen se burlaba de mi rechazo a algo tan simple, pero yo creía que en realidad era complicado. Una vez me regaló una mayonesa envuelta en una bolsa de regalo estampada con perros jugando cartas. También había una cajetilla de cigarros y unos condones, así que lo terminé agradeciendo.

Caminar lento entre gente que corre puede ser suicida. La Karen me lo advirtió una vez, pero no le hice caso. Además, ella es de las que corren. Me metí a jugar unas fichas en las máquinas de Merced para olvidarme. Cuando chico jugaba como condenado, pero con lo viejo le perdí el gusto. Ahora no me alcanza la plata para una consola o quizá es que siempre pienso en cosas mejores que comprar, como una revista o un libro o una golosina.

Aquel lugar tenía un gusto a pantalla, un olor a cigarros. Me sentí un poco ridículo y viejo a la vez, pero recogí mi orgullo de las máquinas. Busqué las de pelea, le gané unas fichas a un niño que ni siquiera me saludó. Todo era muy frío y pensar eso me dio nostalgia.

Me acordé de la playa, de los veranos. Para mí la playa no era el mar ni las palmeras, sino las noches en los juegos mientras las primas se probaban aros en las ferias artesanales. Casi sentí el mar y la arena en los calzoncillos. Todas las noches asaltábamos a los viejos para comprar miserables fichas oxidadas. Era fácil entonces dar patadas y golpes apretando botones. Seguía siendo fácil ahora. Yo nunca había estado en una pelea, aunque siempre pensé que me podría defender bien. Jara me dijo una vez que lo mejor que se podía en esa situación era reventar una botella en la cabeza del otro, que difícilmente alguien se levanta con eso.

—¿Y qué haces después?
—Después corres.
 
Pero ahí no corrí. Me enfrenté a seis contrincantes, mezcla de marcianos, máquinas y superhombres. Pasé varias etapas, pero perdí. Siempre llega un momento en que se pierde. Quizá ahí hay que correr.

***

La ambulancia estaba estacionada frente al edificio. La sirena no sonaba, pero la luz roja seguía dando vueltas y alarmaba a los gatos. Parecía la escena de un accidente, solo que sin muertos ni ausencias de luz. Fumé un cigarro mientras miraba la escena pausada. Sentí que no tenía sabor a nada, que los cigarros light eran tan absurdos como todos los productos light. La Karen siempre tomó Coca normal, no le temía al azúcar ni a la diabetes. Creo que la respetaba un poco por eso. Al rato me aburrí de la escena detenida o quizá me aburrí de fingir que me interesaba, así que pedí permiso y entré a mi departamento.

La casa estaba vacía. Quedaban sobras de comida en un pote de microondas. Lo metí a calentar y encendí la tele. Le hice espacio a mis cosas en la mesa del living, que estaba llena de todo tipo de objetos desde ropa hasta alimentos. Al final, la mesa del living no era una mesa de comedor, sino sólo una mesa que llenaba de cosas que no cabían en otros lugares.

Comí frente a la pantalla una mezcla de puré y salsa rara que había hecho el fin de semana mezclando todos los trozos de verdura que pude encontrar. Eran las diez y ya había comido, ya había fumado. Busqué en mi celular el número de la Karen y lo pensé una última vez, pero me dije que no era una buena idea y ahí murió el pensamiento. Pensé que lo mejor era acostarme, aunque también lo más aburrido. Apagué la luz y me metí a la cama. Traté de masturbarme pero no lo logré. Entonces apreté los los ojos para forzar el sueño. Poco a poco llegó y me fui en una ola. Desperté a ratos asustado de nada. Ahí se acababa todo, pensé. Al menos, aquí me acabo yo. Entonces, sonó el teléfono.


2


La Karen vivía en una casa ubicada en el Santiago antiguo o lo que quedaba de él. Calles largas y secas con casas sin antejardín. La verdad es que nunca fuimos realmente a su casa, ya que la gente que va, se queda y permanece. Nosotros apenas pasábamos a dejar o a buscar algo. Ella entraba, yo la esperaba en el living y ojeaba sus libros tratando de descifrar algún significado oculto en ellos. La Karen tenía un solo estante con dos filas ordenadas según un criterio que nunca consulté pero sospechaba que tenía que ver con el color o la dureza de las tapas.

Una de aquellas veces me decidí por un libro y lo metí en mi pantalón. Al principio lo hacía solo para comprobar cuánto tiempo se demoraba ella en notar su ausencia. El resultado era que nunca lo notaba, o nunca lo decía, lo que era aún peor. Con el tiempo lo convertí en una costumbre hasta que el tiempo se terminó.

Fue un día, a pocos de los últimos o quizá ya en esos que le robé un libro. En realidad, lo tomé prestado. La verdad es que nunca tuve intención de devolverlo, pero me ganaron las circunstancias. Era un libro gordo y azul que nunca quise leer, o quizá hubiese leído de todas formas pero no ahí, no con ella. Un día la Karen me llamó y me dijo que le devolviera sus cosas, “y por favor, devuélveme el libro”, dijo. Y dijo “libro” como si pudiera subrayar la palabra con la lengua. Esa noche lo puse bajo mi almohada y antes de entregárselo, le rayé la última página con un mensaje patético. Ahora creo que es patético, pero entonces me pareció inteligente, quizá doloroso, vengativo. Pasó el tiempo y nunca me comentó nada. Quizá nunca lo vio. Tal vez lo vio, pero no quiso comentarlo. De todas maneras no hablábamos tanto, pero hablábamos de vez en cuando. Yo creo que nunca lo quiso comentar, y esa era la peor opción.


***

 
Paré a mear unas cinco veces antes de llegar. Me compré una caja de vino y cigarros para el camino. La noche no me asustaba y me gustaba caminarla. De todas maneras no era tan tarde y tampoco tan noche. Cuando golpee su puerta, aún era una buena idea. La Karen salió a abrir con una sonrisa pintada en el rostro. Detrás de ella reconocí a Olivos. Fue como si todas sus palabras se materializaran de pronto en alguien que no era ni tan parecido ni tan diferente a mí. Olivos me dio la mano y me pasó un vaso de plástico. En el living reconocí algunos sillones y también a algunas personas. Aquella fiesta me recordaba las reuniones familiares de las que siempre te quieres ir o que son el peor panorama que puedes tener. El momento en que fue una buena idea se desvanecía, pero traté de acostumbrarme.

Noté que la Karen estaba usando una corona de plástico con gemas artificiales color azul que le había regalado yo. Quise decírselo, en verdad era lo único que se me ocurría decirle, pero ella se escurría entre la gente. Y entre los besos y las manos que se le pegaban a la cintura, era inalcanzable. Olivos se mantenía cerca y callado y a veces creía que me miraba, pero no estaba seguro. La Karen también me miraba de repente o eso creía yo. Pero entonces vi aparecer a Jara con la consistencia de un fantasma. Me distraje. Él me miró entre sorprendido y enojado. A esa hora, a mí nada me sorprendía. Jara me pidió un cigarro, yo me saqué la cajetilla del bolsillo. Sin ningún motivo nos levantamos y salimos a fumar al patio como si no viéramos que todo el mundo lanzaba las cenizas sobre la alfombra. Yo pensé que la Karen podía estar siguiéndome con la mirada, pero era sólo una idea.

Jara me contó lo que hizo desde que salimos de la oficina hasta entonces, un relato común de un hombre que se entretiene cambiando una camisa por una polera. Hablaba solo, como si omitiera el hecho de que estábamos ahí, los dos, donde nunca habíamos estado.

—No deberías haber venido —dijo, consumiendo la mitad del cigarro de una bocanada.
—No es mi culpa.
—Olivos te va a sacar la cresta.
—No creo —dije yo.

Entonces Jara me puso una mano en la espalda y me miró, y me miró tan intenso que creí que ese momento iba a acabar en un beso o algo parecido. Entonces comenzó un relato, un relato breve pero lleno de frases significativas que transitaban en esos buenos años que siempre son años que ya pasaron, o años que ya no existen, o años habitados por personas desaparecidas que mantienen el nombre y la cara pero ya no siguen ahí. Y esas personas o esas caras o esos nombres desaparecidos pasan por lugares y por historias y por momentos lejanos que de una manera u otra llegaban a esta noche y se definían aquí, se definían ahora.

—¿Entonces? —le dije a Jara.
—Entonces, hueón —dijo él con una prepotencia repentina— que si Olivos te quiere sacar la chucha, yo también lo tengo que hacer.

Sus palabras quedaron atrapadas en mi oído. Sentí un deseo algo extraño, un poco de calor. Yo podría haber besado a Jara en ese momento, pero entonces él se levantó. Nos quedamos un rato más afuera, pensando en las palabras o quizá sólo con la cabeza vacía. Muy probablemente borrachos y seguramente con frío. Después de un rato me dieron ganas de mear y le dije eso a Jara, o quizá no le dije nada. Le pregunté qué iba a hacer él. Me dijo “entrar, supongo”. Y caminamos hasta la puerta.

Los libros seguían en el mismo lugar, aunque ya no estaban ordenados por los colores sino por un criterio que sospechaba era el tamaño o la cantidad de páginas. Yo estaba buscando un libro gordo y azul que parecía haberse esfumado. Me pregunté si Olivos lo habría visto, si él acaso le sacaría los libros como yo. Qué habría pensado si lo hubiera visto. Quise saber si valdría la pena, si acaso ese era un buen motivo.

Encontré el libro lejos del estante, bajo una lámpara. Estaba lleno de polvo. Era evidente que aún no lo leía, que ni siquiera lo había abierto. Ubiqué la última página y encontré mi letra, mi letra triste y llorosa. “Julio durmió abrazado a este libro” decía. Me di un golpe automático en el pecho, como un penitente azotándose en una misa. Traté de cubrir el libro con el cuerpo de manera inútil. Le arranqué la página. Luego lo devolví a su lugar. Y le robé otro libro.

Las manecillas del reloj había vuelto a ubicarse a la derecha y se movían aceleradas. Eran casi las 5 y yo no entendía cómo había llegado ese momento. Olivos estaba sentado en un sillón con la cabeza colgando como si fuera una roca pesada. Aún quedaba gente y quizá ya nadie se iba a ir. Jara iba y venía de todos lados y a todas partes. Se mantenía lejos, me hablaba lo suficiente y me pedía cigarros. Y la Karen, la Karen circulaba, bailaba, se caía.

Decidí irme, dije que me iba a ir. La Karen me dirigió la palabra por primera vez en la noche y me dijo que ya era tarde, que me podía quedar si quería, que no había problema.

—No es tan tarde —le dije—. De hecho, es temprano.
Me acerqué a ella y le besé la mejilla. Olía a vino tinto con cerveza. Ella me abrazó.
—No hablamos en toda la noche —me dijo al oído.
—No te vi.
—Mentira.
—A veces miento —le dije yo. Y me solté de su cuerpo.

Olivos me abrió la puerta. Fue la primera vez que lo tuve cerca y me di cuenta que la Karen sí tenía razón, que al final sí éramos del mismo porte y hasta nos parecíamos un poco. Le estiré la mano y él la recibió. Quizá ese fue el error, o quizá ahí comenzó todo o ahí acabó de terminarse. Olivos me tomó la mano y cerró sus dedos sobre ella. Se acercó a mí y me habló a milímetros de distancia. Su boca estaba tan cerca que casi podía saborear su saliva que me salpicaba a la cara en cada palabra. De sus labios secos salía la Karen y salía yo y su lengua nos juntaba y nos enredaba de tal forma que parecía real.

Yo traté de alejarme, pero Olivos no me soltaba. Entonces lo empujé.

La Karen se acercó y su boca se abrió en un diámetro insospechado, pero no escuché nada porque entonces vi que Jara venía también, caminando en cámara lenta, con una solemnidad de luces bajas y pelo sucio. Y Jara traía la misma botella de hace unas horas, sólo que completamente vacía. Jara levantó la botella por sobre la cabeza de Olivos, y por un segundo sonreí, pero fue sólo un segundo.

Y quizá esto es impreciso, pero podría asegurar que antes de que me llegara un puño a la nariz y de que la Karen gritara y de que la noche vibrara, vi en la cara de Jara un dejo de resignación, una gota de pena, aunque esto es impreciso. Vi su cara y su cuello y sus hombros resignados, hasta la botella que se quebraba en mi pelo resignada y los vidrios amarillentos que caían en mi ropa caían resignados y todo se volvió una lluvia que no recuerdo con claridad.

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