miércoles, 6 de mayo de 2020

Nos quitaron los abrazos (o diario de la cuarentena en Nueva York)


Miércoles 18 de marzo de 2020:
me quedé entre los muertos por media hora

No hay cuarentena oficial en Nueva York, pero el lunes 16 de marzo empecé a contar los días. La última vez que tomé el tren a la ciudad fue el jueves 12 de marzo. Tuve clases de improvisación musical. Amo esa clase. Es mi único ramo en inglés, el profe es latino y me deja auditarla. Una vez me quedé conversando con él después de clases. Le pregunté: Do you speak spanish, Gustavo? Y él dijo sí y empezó a hablar un español arrastrado de una infancia lejana. Me contó que era hijo de mexicanos nacido en Estados Unidos. “En la escuela nos pegaban si hablábamos español”, dijo. Y me acordé de los mapuches de la Araucanía. Le prometí un fanzine y todavía no puedo entregárselo, porque la clase siguiente a esa conversación la tuvimos por zoom. Salí de casa para tener la clase online desde la universidad. Es que no puedo estar encerrada, es antinatural. En la clase de Gustavo hacemos sonidos con el cuerpo en el espacio. Lo primero que nos enseñó fue a escuchar. Dijo: Listen. En improvisación musical lo primero es escuchar. Listen. Lo más bello que he aprendido hasta ahora. En la primera sesión nos dio de tarea grabar un silencio de nueve minutos. Fui al cementerio cerca de mi casa, que más que cementerio parece parque de ardillas curiosas. Me quedé entre los muertos por media hora. Aun así, al escuchar el audio después, había ruido. El tren a lo lejos, mis pies sobre el maicillo. Luego, en clases, le dimos play a nuestras grabaciones al mismo tiempo y escuchamos los silencios combinados. Bonito. En fin, ahora hay un virus en el aire, originado en China (porque alguien comió un murciélago o algo así) y como viajamos tanto, el virus se propagó. Uno o dos doctores que lo descubrieron ya están muertos. Es un asesino. Es como una plaga de saltamontes de la biblia: pasa por tu lado, lo respiras y se acabó. Todo esto lo leí en internet o me lo contó alguien. También he leído un par de noticias. Todo lo que absorbo sé que es en parte mentira. Es verdad que esto está pasando, pero las descripciones que hacemos los humanos del fenómeno no es lo real. Lo cierto es que la vida comenzó a detenerse en etapas. Primero cancelaron todos los viajes financiados por NYU. Justo me gané una residencia para estudiar a Violeta Parra en París por todo julio y no podré ir. Me daban los pasajes, la estadía y una oficina. Prefiero ni pensarlo, hay cosas peores. Luego, nos impusieron clases remotas. Nunca más vi a Gustavo ni a nadie de la universidad. Después cerraron las facultades, el teatro, el gimnasio, la piscina, la biblioteca. Me da pena, también culpa. Incluso en la catástrofe disfruto vivir aquí. Cuando llegué a Nueva York me armé una agenda, una lista de lugares que visitar e intenté ir a uno cada semana. Tom’s Restaurant, Central Park, MoMa, New Jersey, la niña valiente de bronce, High Line, barrio chino, barrio italiano, barrio coreano, Museo de Brooklyn, Museo de Nueva York, Prospect Park. Me gané una beca para estudiar literatura por dos años en la New York University. No me vine pensando en la ciudad, me vine pensando en el tiempo. Luego la ciudad floreció ante mí. Ahora la amo. Ayer empecé a ver Madmen otra vez, solo para ver las referencias. Y qué, soy desquiciada, ya anoté en mi mente ir a Madison Avenue en Manhattan (aún no la conozco) y descubrí que Peggy Olson, MI PEGGY OLSON, esa mujer maravilla, vive en Brooklyn. Luego se cambia a Manhattan —“a la ciudad”, dice Joan—. I'm from Brooklyn, le dice Peggy al cerdo adorable de Pete Campbell en el primer capítulo. Y pensé: yo también.


Sábado 21 de marzo de 2020:
en el aire hay un virus que te puede matar

Hoy salió el sol después de varios días y aunque afuera los rayos calientan y el cielo está celeste, hay que encerrarse y ver la vida por la ventana. En el aire hay un virus que te puede matar. Pero como me creo inmortal, porque ya he vencido tres veces a la muerte (cáncer a los dos años, atropello a los tres y pleuroneumonia a los seis) y porque crecí en un barrio pobre y peligroso, padezco la tozudez de creer que nada puede herirme, que nadie excepto yo sabe cómo sortear la muerte. Hace días solo se habla del covid-19, que ha matado a tanta gente como si fuera Charles Manson o un adolescente desquiciado de la highschool gringa. Caemos como moscas y la única forma de sortear este resfriado mortal es quedarse en casa, lavarse las manos seguido mientras se canta el cumpleaños feliz y evitar cualquier contacto social. Esta enfermedad es enemiga del amor, nos quita los abrazos, los besos, la piel. En fin, salí porque soy porfiada y porque me suscribí al #692692, un sistema de alerta a través del celular. Cada día me llegan mensajes del gobierno para informarme el estado de las cosas en Nueva York. Y la idea recurrente es la misma: quédate en casa, mantén la distancia social. No nos impiden salir, pero nos ruegan que no lo hagamos. En la semana miré bicicletas en Craiglist y encontré una roja antigua que me gustó. Eso salí a hacer, a buscar mi bicicleta. Quería que estuviera a pocos minutos a pie desde casa para no tomar el tren. Soy tozuda pero no estúpida. No voy a subirme al subway nunca más. Me voy a quedar en Brooklyn hasta que esta locura del virus se acabe, pero en el intertanto, quizá visite en bici a mis amigos que viven en Bushwick, en el mismo barrio que yo, para decirles hola por la ventana y no enloquecer de ostracismo. Fui a pie por la bicicleta, en el camino descubrí un parque nuevo. El chico que me vendió la bici era un puertorriqueño blanco que hablaba buen inglés. Me costó 20 dólares. La dejé en reparación en una tienda de bicis en Broadway, a diez minutos a pie desde mi casa, y me cobraron otros 50 dólares. No está mal. Caminé bastante bajo el sol, como una hora. Cuando llegué a casa después de todo el periplo, empecé a sentirme mal, como la mierda, realmente pésimo. Me toqué la frente y la tenía caliente. Me tiré en la cama y me sentí agotada en extremo. Martine tenía la música muy fuerte en su habitación (que colinda con la mía) y le envié un mensaje de texto: Would you please keep the volume down? I don't feel very well. Y le bajó. Me miré las manos: me temblaban. Conchatumadre, dije, me dio la hueá. Tos, fiebre y respiración entrecortada son los principales síntomas de este resfrío de muerte. Pregunté por el chat de la casa a Martine y Nadia si tenían termómetro y ellas dijeron no. Les dije que quizá tenía el virus, que no salieran de sus habitaciones. Quizá exageré, no sé, pero era una medida de precaución. Entonces Martine escribió: OK, quédate encerrada y no te nos acerques. Me mató. No me preguntó cómo me sentía o si necesitaba algo, solo me dijo que no saliera de mi habitación y me muriera allí sola. O así lo sentí yo.


Domingo 22 de marzo de 2020:
vamos a morir pero podremos emborracharnos

Recibí un mensaje del gobierno de Nueva York, decía que cerrarán todas las tiendas, excepto las esenciales, como bancos, farmacias y licorerías. Vamos a morir, pero podremos emborracharnos. Hoy es domingo y es mi séptimo día de cuarentena. Séptimo día, como la creación. Me bañé anoche, me masajeé el pelo con aceite de coco, me lo trencé y me dormí. Quería despertar temprano hoy, ayer se me hizo demasiado largo pensando que me había contagiado. Desperté en la mañana sintiéndome sana, sin fiebre, sin tos, pero con miedo. Ordené mi pieza, revisé el mail, almorcé viendo Madmen. Cuando estaba en el living comiendo, tomé un sorbo de sidra y me atoré. Comencé a toser. Martine se desesperó y me gritó desde su pieza: Are you OK? Y yo: sí, sí, tragué muy rápido. No sé decir atorarse en inglés, entonces dije: It's the cider, I swallowed too fast. Creo que se asustaron. También tengo miedo, aunque después de comer salí a la calle igual, porque estoy loca, porque siento que el encierro es lo que realmente me va a matar. Fui al banco. Caminé 20 minutos por Broadway hasta un Bank of America. En el camino vi mascarillas y guantes tirados en el suelo junto a la basura tradicional (que va de comida china a toallas higiénicas). Entré al cajero y mientras estuve allí compartí espacio con cuatro personas. Uno de ellos se me paró cerca y yo di un paso al costado. En la calle evadí y me distancié de toda persona. Mujeres, hombres, niños, guaguas. Usaban mascarillas, caminaban o salían con bolsas desde tiendas o farmacias. Me voy a volver loca. Hacía frío. Luego, de vuelta, pasé por un deli y me compré un paquete de papas fritas. Esas marca Utz, cuyo logo es el dibujo azul de una niña parecida a la indiecita de Leche Sur. Antes de entrar a casa me desvié al parque. Había gente, unas seis personas. Hacían ejercicio o escuchaban música en alguna banca. Me senté entre los árboles por diez minutos y partí a casa. Necesitaba estar sola y dejar a las chicas también descansar de mí. En la esquina de Chauncey Street vi tres mujeres paseando un perro. Aún me parece demasiado. Cuando entré al edificio, me quité los zapatos un piso antes para hacer menos ruido, para que Martine y Nadia no se dieran cuenta de que yo había salido o al menos no se percataran de mi regreso. Cuando abrí la puerta, encontré todo en silencio. Desde la mañana Nadia, en su habitación, había estado demasiado silenciosa. No la escuché nunca. Entré a mi pieza, revisé el celular sobre la cama y encontré sus mensajes. Decían que iban camino a Long Island a estar con su familia por algunas semanas. Se fueron. Por la chucha, cabras culiás. Me sentí horrible, poco querida, cero cuidada. Sentí que se fueron porque no quieren que las contagie, aunque igual entiendo, es tiempo para estar en familia. El hecho es que estoy sola. Y eso me da tanto miedo como esperanza. Una parte de mí quiere poner música a todo volumen y limpiar este chiquero como si fuera mi casa. Otra parte sabe que estar sola en un departamento en Brooklyn suena a privilegio, pero en realidad es una versión horrible de la soledad.



Sábado 28 de marzo de 2020:
este hedor a soledad que va pegado a mi alma

Pasé la primera semana sola en casa y cambié del odio al amor, a disfrutar el silencio como nunca antes. Primero, limpié y ordené toda la casa para sentirla propia. Después comencé a explorar los límites. Descubrí que la ventana de la cocina da a una escalera de incendios, que da al techo. Me subí. Vi los patios de las casas vecinas y los edificios de Manhattan a lo lejos. Escuché el rugido de los árboles y vi a los pájaros tomar agua. Me sentí en el campo. Algún día quiero tener una casa en el bosque. Estoy en eso. Mi hermana mayor se fue de vacaciones a la Araucanía y encontró un terreno. Hace años me gané un premio por mi primer libro y despilfarré muy poco, ahorré la mayoría. Con eso me vine a Estados Unidos y pretendo comprar un pedacito de bosque en el sur. Si la vida me alcanza, ahí voy a volver. Pienso mucho en los ciclos estos días, en cómo el cuerpo siente lo mismo cada vez que pasa por este lado del sol. Hace tres años también estaba viviendo sola, en ese departamento enorme que alguna vez fue mío y de mi ex y que ya no existe. Le envío mensajes mentales a la Arelis del pasado, le envío fuerzas para resistir lo viene. Empecé a ver otra serie filmada en Nueva York: High Fidelity. Es sobre música, Brooklyn y desamor. La veo y pienso: qué ganas de un primer beso, de un abrazo. Estoy en cuarentena y hace una semana que no toco a nadie. Aunque en realidad siento la piel fría hace años. En un ramo de la maestría me dieron a leer a esta cubana, Isel Rivero, y me encontré en ella. Escribe Isel:

“Amantes, no son suficientemente fuertes mis brazos para estrecharles y retenerles...”
(Su pecho erguido, los puños cerrados...)
“Este olor a soledad, este hedor que va pegado a mi alma...
Las paredes, las paredes me estorban...”

Ay, Violeta Parra sabe que lo que escribo es verdad.



Lunes 30 de marzo de 2020:
la gente es muy estúpida o muy valiente

Cuando empezaba a ponerse bueno, todo se fue a la mierda. Desperté a las seis de la mañana hoy por ruidos en el living, en la cocina, en la puerta. Salí a mirar y era Nadia y Martine. Volvieron. ¿Por qué no me avisaron?, pregunté y Martine dijo algo sobre la mañana. Volví a acostarme, pero no pude dormir porque Martine golpeó mi puerta para preguntarme por el desodorante ambiental. Le dije dónde estaba y me volví a acostar. “Moviste demasiadas cosas”, dijo Martine. Y la ignoré porque es verdad. En la mañana me levanté y fui a la cocina. Encontré la ventana que da al techo cerrada, con la reja de protección y el seguro. Me sentí presa. Sentí unas ganas terribles de vivir sola, de tener mi casa, pero falta tanto que no debo desesperar. Hoy es mi día 15 de cuarentena, en dos días llega abril y el cambio me da cierta esperanza. Afuera siempre es mejor, me dijo la Feña cuando le pregunté cómo era vivir en otro país. Afuera siempre es mejor. Me encerré en mi pieza para no invadir a las chicas. En la tarde salí. Fui a ver la tienda donde dejé reparando mi bicicleta y estaba cerrado. Cagué con la bici hasta el final de la cuarentena. Después fui al correo. Tengo dos mil fanzines que vender. El otro día descubrí que el servicio postal sigue funcionando, decidí ofrecer los zines por correo. Mi amigo Joel me compró cuatro, veinte dólares. Soy tan rata que ese monto me movilizó y armé envíos gratuitos para escritoras que amo. Lina Meruane en New York, Legna Rodríguez Iglesias en Miami. Una amiga chilena me compró tres envíos más. En total envié siete cartas, como cartas corrientes, porque amo lo público y gastar poco dinero. Salí con mascarilla y abrigada, aún hace frío acá. Mientras caminaba por la calle, sentí que la vida seguía completamente normal. Pensé: la gente es muy estúpida o muy valiente. Después de hacer el envío, me senté en el parque. Siempre respeté la distancia social: no toqué a nadie, nadie me tocó. Me pregunto si eso será suficiente para no enfermar. Necesitaba aire, había empezado a disfrutar la soledad y justo volvieron mis compañeras de casa. Tengo ganas de llorar. Cuando regresé a casa traté de hacer mi día. Me senté en la cocina a leer en el computador y a comer algo. Entonces noté que las chicas armaban bolsas con ropa y mercadería. Are you leaving again?, pregunté. Y ellas: Yes. Justo cuando me estaba acostumbrando a su presencia se volvieron a ir. Vida culiá.


Sábado 4 de abril de 2020:
celebramos el cumpleaños de mamá por whatsapp

Soñé que hacía el amor con una mujer. No sé quién era, no existe en la realidad. Soñé que estábamos sentadas una al lado de la otra, conversando en una habitación. Ella me daba un beso y yo respondía con otro más largo. Me cubría el cuello con sus brazos y yo lanzaba mi cuerpo hacia ella. Nos besábamos intensamente. Entonces yo habría las piernas y la montaba. Movía mis caderas. Escuchaba mis gemidos y los suyos. Luego desperté. Caliente como nunca. Me apreté entre las piernas un rato y me dormí otra vez. Hoy es mi día 20, en este encierro 2020. Es cuatro de abril, cumpleaños de mi madre. Cumplió 57, mi padre murió a los 56. Mi madre era dos años más joven que mi padre pero ahora ella es más vieja que él. Qué delirio, la vida está dada vuelta. Sigo en el encierro, cocinando papas fritas, tomando mezcal mientras hago videollamadas y subiéndome al techo. Es increíble cómo gracias a internet igual estoy llena de gente, estoy rodeada. Mi hermana preparó una torta que dividieron en tres casas: de mi hermana, mi madre y mi abuela (son vecinas en Las Acacias). Yo les miré comer por internet. Quemaría todos mis libros por un abrazo. Hoy leí que un conductor de buses de Nueva York murió dos semanas después de que una mujer le tosiera en la cara. Mi amiga Paulina trabaja en el Hospital de Talagante y vio morir a un hombre por el virus. El ministro de salud de Chile apareció en la televisión hablando de la pandemia y tosió. He visto videos de personas en las cárceles exigiendo mascarillas y jabón. Me dijeron que en Chile tienes que pedir por internet un salvoconducto a carabineros para salir máximo dos veces a la semana. Evito leer las noticias porque los titulares sobre New York son oscuros, hablan de fosas comunes y de más de 5 mil muertes. Tengo mucho miedo de morir, pero tiene algo de bonito saber que no soy la única que se siente así.


Martes 7 de abril de 2020:
sobreviví al cáncer, no me va a matar un resfrío

Hoy me escribió Nadia, dijo que tiene el virus. Quiero llorar a mares, es demasiado lo que pasa. Estuve el lunes 30 de marzo con ella, cuando pasó veloz por casa a buscar sus cosas para volver a Long Island. Han pasado ocho días, se supone que hasta en catorce pueden presentarse síntomas. Estoy cagada de miedo. Lo ideal es no exponerse, pero incluso en el mínimo contacto existe la posibilidad de contagio. Como hoy, cuando mi dealer me rozó la mano al pasarme los pitos o como ayer, cuando caminé por Bushwick Avenue y toqué el pomo de una puerta y después me rasqué la cara o me acomodé la mascarilla (que ya boté). Tengo susto. No creo que muera, sobreviví al cáncer, no me va a matar un resfrío. No quiero estar sola y no poder cuidarme. A eso le tengo miedo. A la soledad.

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