No puedo llevarte, dice mi padre, voy en la dirección contraria.
Camino entonces, chuteando mi pelota y pienso, a fin de cuentas la
ciudad de Puerto Azola no es tan grande. Él se aleja en el auto del
laboratorio bioquímico donde trabaja o en el auto de su jefe o en el de
su amigo o en el de su otro amigo. Nunca tuvo uno propio. Mi madre me
dice que me cuide y no le quito la vista hasta que doblo en la esquina.
El Panchulo, que va a mi lado, piensa que somos cuicos. Tu papá tiene
muchos autos y nunca te lleva a la cancha, me dice. Yo quiero pegarle un
puntete, pero sólo le pregunto a qué cresta va a la cancha si nunca
juega. Es que el Panchulo es Panchula y le gusta la pichula, por eso no
juega, dice el Mauri desde atrás. El Panchulo le pega al Mauri, pero
éste le contesta y lo deja llorando. Me da pena y se me quitan las ganas
de pegarle un puntete. Le digo al Mauri que lo deje tranquilo y me
contesta que a mí también me gusta la pichula. ¿Será cierto?, me
pregunto, pero lo niego. El Mauri corre con mi pelota, pero no me
importa. Es difícil caminar y chutear a la vez. El Panchulo se seca las
lágrimas y se arregla el pelo. Lo hace porque ve aquel auto a lo lejos.
El auto se detiene, y mi amigo me dice, ¿quieres venir? Niego con la
cabeza. El Panchulo se sube. Yo sigo caminando junto al Negro, cada uno
con su boogie bajo el brazo. Ojalá estén buenas las olas, dice el Negro.
Ojalá no esté llena la playa, digo yo. Ojalá no llegue el Mauri a
quebrarse con su tabla, dice el Negro. Luego agrega, yo prefiero el
Bodyboard al surf, por eso me compré un boogie y no una tabla. El
conchesumare del Mauri tiene tabla sólo para lucirla, concluye. Me quedo
en silencio porque me doy cuenta de que hace tiempo que no tengo nada
que decir del Mauri. El Negro abre su lata de Bilz sin detener el paso
camino al cine o a la fisa o al partido del Deportivo Puerto Azola que
por fin está en primera división. Dice que la Jeannette es una maraca y
que anda con el Mauri por puro que tiene moto, y en Puerto Azola
cualquiera tiene moto. Yo también abro una lata, es Pap. Caminar y beber
es más fácil que caminar y chutear, pienso. El Negro se queda atrás. La
Jeannette lo llama y va corriendo. Yo sigo solo. Caminar y mirarle el
culo a la Carola es más entretenido, pienso. La sigo al colegio o al
supermercado El Arcoíris o al cine o a la playa, no estoy seguro. Sólo
la sigo. Ella apura el paso y yo también. Ella lo apura más y yo
también. Ella lo apura por tercera vez y yo me quedo atrás. Cuando se da
cuenta de que ya casi me pierde, camina más lento y la alcanzo. Le
agarro el culo y le gusta. Pero en la cuadra siguiente dobla a la
izquierda. Yo sigo derecho y cuando el Negro reaparece solo le pregunto,
dónde está la Jeannette. Es una maraca, responde. No quiere que lo vea
llorando. La Carola me vuelve a alcanzar. Yo la dejo caminar a mi lado y
pienso en su culo. ¿Vas a la protesta?, me dice. Yo no entiendo de qué
habla. Ella me explica. Es la primera protesta en años, agrega. Luego se
va. Yo la miro alejarse. Me gusta, pienso, pero me va a hacer llorar,
como la Jeannette al Negro. El Negro abre la primera lata de su sixpack.
Yo abro la primera del mío. ¿No será mucha cerveza?, le digo. No seai
maricón, me responde, hay que llegar entonado, no veis que va a estar
lleno de minas. Se te tienen que acabar de aquí al Rockymar o a la
Sunset o a la playa o al gimnasio del colegio Santa Beatriz o donde sea
que vamos, ordena mientras comenzamos a caminar en zigzag. El Negro me
pregunta si vamos en zigzag o en círculos, porque Puerto Azola es
pequeño como para tener que caminar tanto. Hay que seguir caminando, le
respondo en el momento en que un auto se detiene junto a nosotros. Es el
Mauri con la música a todo volumen. Este conchesumare, murmura el
Negro. ¿Los llevo a la fiesta?, dice el Mauri. El Negro se adelanta y al
instante se detiene. ¿Tú vas también?, dice el Negro. Niego con la
cabeza. El Negro se sube al auto del Mauri y se van. Cuando aún puedo
verlos alejarse, el Mauri grita, anda a chuparle el pico al Panchulo.
Camino un poco y escucho el estruendo del golpe. Camino otro poco y veo
el auto apachurrado contra una palmera. El Negro está muerto. Al Mauri
no le pasa nada. Tampoco va preso porque es menor de edad y es hijo de
militar. En Puerto Azola está lleno de menores al volante que son hijos
de militar. En Puerto Azola los funerales son a pie. La Carola camina al
lado mío hacia el cementerio en medio de una inmensa procesión. Vino
toda la comunidad del colegio. Le pregunto por la Jeannette. Me dice que
no va a venir, que fue a ver al Mauri a la clínica. Nos salimos de la
procesión y doblamos por un pasaje. No sé dónde vamos, pero le vuelvo a
tocar el culo. Y esta vez también las tetas. Hay otro funeral con
cientos de personas y gritos. Es el muerto de la protesta, dice la
Carola. Yo me asusto y la Carola se pierde en la multitud. Camino solo
en la dirección contraria a la procesión y entre la masa de gente veo,
por fin, nuevamente a la Carola. Me hace una seña con la mano y se
vuelve a perder. No la sigo. Me voy con un sixpack rumbo al río o a la
playa o a la isla, pero no a la parte del Rockymar. Voy solo. La ciudad
está en silencio después de los funerales masivos. Hasta el mar se queda
mudo por mucho tiempo. Tengo ganas de llorar, pero me aguanto y sigo
caminando. Hace frío o calor o frío otra vez. A lo lejos el silencio es
interrumpido por el Mauri y sus amigos que le sacan la cresta a alguien.
Es el Panchulo. Yo sigo caminando y finjo que no veo. No le cuento a
nadie y lloro mientras acelero. Pese a que voy rápido, mi madre me grita
que apure el paso, que el camión de la mudanza ya se va y nosotros
también. Yo me seco los ojos, acelero y veo cómo el camión se va
haciendo pequeño hasta que es sólo un punto al final del camino. Avanzo
en esa dirección y cuando creo que el final del camino está cerca, éste
se me arranca. El desierto se va tornando amarillo y luego de un verde
opaco y seco, hasta que, mientras camino ya en la capital, comienza a
llover. No te puedo llevar, me dice mi padre, voy en la dirección
contraria, al laboratorio bioquímico. A mí no me importa. Me cubro con
un paraguas por primera vez y piso las pozas con mis primeras botas. Mi
madre me dice que me cuide y no le quito la vista hasta que llego a la
esquina y doblo. Voy al cine o a Fantasilandia o a la galería donde
venden poleras con estampados de Siouxsie and the Banshees pero no les
quedan y compro una de Sex pistols, que no me gustan tanto. En el camino
me encuentro una protesta. Tengo miedo, pero no se me nota porque mi
polera es de Sex Pistols. Le digo al Braulio que mejor nos vamos. Él me
dice que no sea maricón y me explica que tenemos todo el derecho de
protestar. Sigo caminando, pero ya no en la dirección contraria de la
masa de gente. Voy en la misma dirección, y acompaño a mi madre a votar.
Vamos a decir que no al militar. Apenas comienzo a enterarme del porqué
en el camino. Mi madre celebra mientras vamos a votar por segunda vez,
ahora por el candidato que nos permitió decirle que no al militar. Mi
madre vuelve a celebrar. Ya no habrá más protestas, me dice el Braulio
cuando vamos camino al primer día de universidad. Es Ingeniería. Tengo
clase de cálculo o álgebra o Química. Pienso, mi padre, que sabe más que
yo de estas cosas, podría enseñarme, pero va en la dirección contraria.
Tengo clases de física o mecánica o termodinámica o actuación o
movimiento o voz o historia del teatro o dramaturgia, no sé cuál es
primero, pero ahora es en otro campus. Llevo mi polera de Sex pistols y
mientras me acerco a la Escuela de Teatro, unos tipos con poleras de
Víctor Jara o el Che Guevara o Silvio Rodríguez me miran feo. No
importa, porque la Sandra, que lleva una polera de Bauhaus, camina al
lado mío y me toma la mano. Vamos a clases o al teatro o a una fiesta
Acid o a otra en el Club Panteón o a otra en su cama. Luego me suelta y
camino tomado de la mano de la Maricarmen o de la Andrea o de la
Magdalena. Mi madre me alcanza a decir que me cuide y a mí me da
vergüenza. Sé a qué se refiere, pero no quiero que la Maricarmen o la
Andrea o la Magdalena se den cuenta. Yo nunca le dije a mi madre que se
cuide, pienso mientras camino a verla a la clínica o a su funeral o a su
tumba. Mi padre camina al lado mío, pero no dice nada. Me adelanto. No
tengo el más mínimo interés de ver cómo comienza a zigzaguear. Yo
zigzagueo por mi cuenta. El Mario me acompaña a la biblioteca o al
teatro o al Bar Danés, zigzaguea conmigo, mientras me dice que está
escribiendo una obra de teatro y se toma un pencazo largo de ron. Yo
camino a la universidad o al teatro o a una fiesta al Club Panteón o al
teatro o a la casa del Mario o al teatro o a ensayo del montaje de
egreso a representar a un personaje que camina a todos lados sin poder
subirse jamás a un auto o micro o camión. La Mariana detiene su auto
junto a mí y me dice si quiero que me lleve. Le digo que sí, pero cambio
de opinión. Ella se baja y camina al lado mío. Por qué no quieres
subirte a mi auto, me dice. Si quiero, le respondo, pero no lo voy a
hacer. No doy más explicaciones. Ella camina a mi lado un rato, me toma
de la mano, me enseña su escote y sus piernas. Pero mientras la manoseo,
se aburre y se va. Me encamino a la protesta. Le enrostro al Braulio
que alguna vez haya dicho que no habría más protestas. Cómo iba yo a
saber que todo sería como si el militar aún estuviera a cargo, se
excusa. Caminamos juntos, nos apuramos juntos, zigzagueamos. Dejo de
zigzaguear pero no de avanzar. Voy al estreno de mi primera obra después
de salir de la universidad o a la última función o al estreno de esa
otra obra que por fin terminó de escribir el Mario y que dirige él mismo
o a la primera obra escrita por mí y que dirige alguien con más
trayectoria que yo. Veo a mi padre pasar en un auto del laboratorio de
bioquímica donde hace sus investigaciones, o es de su jefe o de su
amigo. Me grita que no me puede llevar al teatro porque va en la
dirección contraria. Camino apurado a pagar el arriendo o a comprar
muebles nuevos o utensilios para la cocina. Camino a visitar a mi padre.
Camino junto a él, pero zigzaguea. Le digo que vamos en línea recta,
pero insiste en zigzaguear. Yo prefiero seguir derecho. Él zigzaguea y,
mientras toma otro camino, apenas escucho que me grita, voy en la
dirección contraria, no te puedo acompañar. El Mario me pide que me
detenga. No le hago caso y sigo dando pasos. Me dice que ya no puede
seguir, que no es posible vivir así, que no va a escribir un diálogo
más. Camina de espaldas porque yo no me detengo. Tengo cuentas que
pagar, explica. Yo sigo adelante. Él se detiene. Ya no me ve de frente.
Me ve de lado. Me ve la espalda. Voy a dejar el teatro, voy a seguir
otro camino, concluye, y se va en la dirección contraria. Le digo, sin
mirarlo, que le dé saludos a mi padre. Escucho como se aleja a mi
espalda. No lo veo, sólo lo escucho. La Renata me toma de la mano. He
visto todas tus obras, me dice, mientras caminamos a su restaurante
preferido o a una celebración de amigos o a su casa o a nuestra fiesta
de matrimonio o a nuestro departamento. Caminamos los dos solos o con
amigos o con una guagua en brazos a quien llamamos Raimundo o con el
Raimundo de la mano o con el Raimundo un poco más atrás porque no nos
quiere dar la mano. Camino solo mientras la Renata y el Raimundo se
quedan detenidos. No sé cuánto tiempo se quedan ahí, porque no miro
hacia atrás. No sé cuándo toman la dirección contraria. Un tipo se
acerca, camina junto a mí y me mira. Eres tú, me dice. Soy yo, le
respondo, acelerando el paso. Y yo soy yo, agrega. Es el Mauri, me doy
cuenta de pronto. Me quiere detener con un abrazo, pero no lo logra. Me
cuenta que trabaja en la exportadora de aceitunas de su suegro, con
oficina en Puerto Azola pero que todos los meses viaja a la capital. Me
pregunta a qué me dedico. Soy actor, le digo. ¿En qué teleserie actúas?,
pregunta. Hago teatro, respondo. ¿Y con qué pagas las cuentas?, dice.
Yo no le respondo. Me ofrece trabajo, me cuenta que el Panchulo es
travesti y puta, y que la Jeannette es maraca. Pienso en detenerme, pero
no lo hago. Quiero preguntarle si sabe qué ha sido de la Carola, pero
me quedo en silencio. Se despide y se sube a su auto. Antes de partir me
pregunta si me lleva a algún lado. Niego con la cabeza. Me alejo y
escucho que me grita, anda a chuparle el pico al Panchulo, actorcito de
cuarta. Camino al teatro o a la casa de mi padre o a la casa de mi hijo o
al bar. Camino sin compañía un largo trecho. Camino al lado de la
Susana, pero no caminamos juntos. Camino tanto rato a su lado que no me
doy cuenta cuando ya estamos caminando juntos. Me toma la mano y me la
suelta y me la vuelve a tomar. Caminamos así. Veo a mi padre paralizado
al borde de la vereda. Tiene una llave de auto en la mano, pero no hay
ningún auto donde introducirla. La Susana me aconseja que le hable, que
ella va a observar de cerca, que no me va a dejar solo. Me acerco a mi
padre y lo envuelvo con mi brazo derecho. Él se deja abrazar. Caminamos
así, sin zigzaguear. Dónde vas, me pregunta, siguiendo mi paso. A buscar
al Raimundo para llevarlo a la cancha, le digo. Si tuviera un auto te
podría llevar, me dice, pero no tengo. Podemos caminar, le digo, yo te
enseño cuál es la dirección.
This story was awarded first prize at the—currently disappeared—Paula Magazine short story contest, in the year 2014.
Wow! ¡Es increíble! Gran relato, muchas gracias.
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