lunes, 15 de febrero de 2021

Nada de carne sobre nosotras, Mariana Enríquez

*Mariana Enriquez (1973). Escritora y periodista argentina. Es subeditora de "Radar", de Página12. Ha publicado novelas, cuentos y crónicas. En Chile se encuentran sus libros "Cuando hablábamos con los muertos" (Montacerdos) y "La hermana menor" (Ediciones UDP).

La vi cuando estaba a punto de cruzar la avenida. Estaba entre un montón de basura, abandonada entre las raíces de un árbol. Los estudiantes de Odontología, pensé, esa gente desalmada y estúpida, esa gente que sólo piensa en el dinero, empapada de mal gusto y sadismo. La levanté con las dos manos por si se desarmaba. A la calavera le faltaba la mandíbula y la totalidad de los dientes, mutilación que me confirmó el accionar de los protoodontólogos. Revisé alrededor del árbol, entre la basura. No encontré la dentadura. Qué pena, pensé, y fui hasta mi departamento, apenas a doscientos metros, con la calavera entre las manos, como si caminara hacia una ceremonia pagana del bosque.

La puse sobre la mesa del living. Era pequeña. ¿La calavera de un niño? Lo ignoro todo sobre anatomía y temas óseos. Por ejemplo: no entiendo por qué las calaveras no tienen nariz. Cuando me toco la cara, siento la nariz pegada a la calavera. ¿Acaso la nariz es cartílago? No creo, aunque es verdad que dicen que no duele cuando se rompe y que se rompe fácil, como si fuera un hueso débil. La examiné un poco más y encontré que tenía un nombre escrito. “Lali, 1975”. Cuántas opciones. Podía ser su nombre, Lali, nacida en 1975. O su dueña podía ser una Lali parida en 1975. O el número quizá no era una fecha y tuviese que ver con alguna clasificación. Por respeto decidí bautizarla con el genérico Calavera. Por la noche, cuando mi novio volvió del trabajo, ya era solamente Vera.

Él, mi novio, no la vio hasta que se sacó la campera y se sentó en el sillón. Es un hombre muy desatento.

Cuando la vio, dio un respingo pero no se levantó. También es perezoso y se está poniendo gordo. No me gustan los gordos.

-¿Qué es esto? ¿Es de verdad?

Claro que es de verdad, le dije. La encontré en la calle. Es una calavera.

Me gritó. Por qué trajiste esto, me gritó, exagerado, de dónde la sacaste. Juzgué que estaba haciendo un escándalo y le ordené que bajara la voz. Traté de explicarle con tranquilidad que la había encontrado tirada en la calle, bajo un árbol, abandonada, y que hubiese sido totalmente indecente de mi parte actuar con indiferencia y dejarla ahí.

-Estás loca.

-Puede ser -le dije, y me llevé a Vera a la habitación. Sé que él esperó un rato por si yo salía a hacerle la comida. No tiene que comer más, se está poniendo gordo, los muslos ya se le rozan y si usara pollera de mujer estaría siempre paspado entre las piernas. Después de una hora lo oí insultarme y usar el teléfono para pedir una pizza. La pereza: prefiere el delivery antes de caminar hasta el centro y comer en un restaurant. El gasto de dinero es el mismo.

-Vera, no sé qué hago con él.

Si pudiera hablar sé que me diría que lo deje. Es sentido común. Antes de dormir, rocío la cama con mi perfume favorito y le paso un poquito a Vera bajo los ojos y a los costados.

Mañana voy a comprarle una peluquita. Para que mi novio no entre a la habitación, la cierro con llave.

                                                                                                   ***

Mi novio dice que está asustado y otras pavadas. Duerme en el living pero no es un sacrificio porque el futón que compré con mi dinero -a él le pagan poco- es de excelente calidad. De qué estás asustado, le pregunto. Él balbucea tonterías sobre que me la paso encerrada con Vera y que me escucha hablándole.

Le pido que se vaya, que junte sus cosas y deje el departamento, que me deje. Pone cara de profundo dolor, no le creo, y casi lo empujo a la habitación para que haga sus valijas. Grita de vuelta pero esta vez grita de miedo. Es que vio a Verita, que tiene su peluca rubia carísima, de pelo natural, pelo fino y amarillo, seguramente cortado en un pueblo ex soviético de Ucrania o de la estepa (¿son rubias las siberianas?), las trenzas de alguna chica que todavía no encontró quien la saque de su pueblo miserable. Me parece muy extraño que haya rubios pobres, por eso se la compré. También le compré unos collares de cuentas de colores, muy festivos. Y está rodeada de velas aromáticas, de esas que las mujeres que no son como yo ponen en el baño o en la habitación para esperar a algún hombre entre llamitas y pétalos de rosa.

Me amenazó con llamar a mi madre. Le dije que podía hacer lo que quisiera. Lo vi más gordo que nunca, con las mejillas caídas como las de un mastín napolitano y esa noche, después de que se fue con la valija y un bolso colgado del hombro, decidí empezar a comer poco, bien poco. Pensé en cuerpos hermosos como el de Vera si estuviese completo, huesos blancos que brillan bajo la luna en tumbas olvidadas, huesos delgados que cuando se golpean suenan como campanitas de fiesta, danzas en la foresta, bailes de la muerte. Él no tiene nada que ver con la belleza etérea de los huesos desnudos, él los tiene cubiertos por capas de grasa y aburrimiento. Vera y yo vamos a ser hermosas y livianas, nocturnas y terrestres; hermosas las costras de tierra sobre los huesos. Esqueletos huecos y bailarines. Nada de carne sobre nosotras.

Una semana después de dejar de comer, mi cuerpo cambia. Si levanto los brazos, las costillas se asoman, no mucho. Sueño: algún día, cuando me siente sobre este piso de madera, en vez de nalgas tendré huesos y los huesos van a atravesar la carne y dejar rastros de sangre sobre el suelo, van a cortar la piel desde adentro.

                                                                                                         ***

Le compré a Vera unas luces de decoración, las que se usan para adornar el árbol de Navidad. No podía seguir viéndola sin ojos, mejor dicho, con los ojos muertos: así que decidí que dentro de las cuencas vacías brillaran las lamparitas; como son de colores, se pueden rotar y Vera un día tendrá ojos rojos, otro día verdes, otro azules. Cuando estaba contemplando el efecto de Vera con pupilas desde la cama, escuché el ruido de llaves abriendo la puerta de mi departamento. Mi madre, la única que tiene copia, porque a mi ex obeso lo obligué a entregarme la suya. Me levanté para hacerla pasar. Le preparé un té y me senté a tomarlo con ella. Estás más flaca, me dijo. Es el estrés de la separación, le contesté. Nos quedamos calladas. Por fin ella habló:

-Me dijo Patricio que estás en algo raro.

-¿En qué? Por favor, mamá, inventa cosas porque lo eché.

-Dice que te obsesionaste con una calavera.

Me reí.

-Está loco. Con unas amigas estamos armando disfraces y maquetas de terror para noche de brujas, es para divertirnos. No tuve tiempo de comprar un disfraz así que armé un retablo vudú y voy a comprar otras cositas, velas negras, una bola de vidrio tipo bola de cristal, para ambientar, ¿me entendés? Porque hacemos la fiesta en casa.

No sé si entendió mucho, pero le resultó una estupidez razonable. Quiso conocer a Vera y se la mostré. Le pareció macabro que la tuviera en la habitación pero se creyó por completo lo de la ambientación para la fiesta a pesar de que yo jamás organicé una fiesta en mi vida y detesto los cumpleaños. También se creyó mis mentiras sobre el despecho de Patricio.

Se fue tranquila y no va a volver por un tiempo. Está muy bien, quiero estar sola, porque, ahora me tiene angustiada la incompletud de Vera. No puede seguir sin dientes, sin brazos, sin columna vertebral. Nunca voy a poder recuperar los huesos que le corresponden, eso es obvio. Tengo que estudiar anatomía, además, para averiguar el nombre y el aspecto de los huesos que le faltan, que son todos. ¿Y dónde buscárselos? No puedo profanar tumbas, no sabría cómo hacerlo. Mi padre solía hablar de las fosas comunes de los cementerios, que estaban al aire libre, como una piscina de huesos, pero creo que no existen más. Si aún existen, ¿no estarán custodiadas? Me contaba que los estudiantes de Medicina iban a buscar sus esqueletos ahí, los que usaban para estudiar. ¿De dónde  sacan, ahora,  los huesos para estudiar? ¿O usarán réplicas de plástico? Se me ocurre muy difícil caminar por las calles con un costillar humano. Si encuentro uno para cargarlo, usaré la mochila grande que dejó Patricio, la que llevábamos de campamento cuando él todavía era flaco. Todos caminamos sobre huesos, es cuestión de hacer agujeros lo suficientemente profundos y alcanzar a los muertos lejanos, tapados. Tengo que cavar, con una pala, con las manos, como los perros, que siempre encuentran los huesos, que siempre saben dónde los escondieron, dónde los dejaron olvidados.

http://www.quepasa.cl/articulo/ficcion/2014/12/280-15822-9-ficcion-qp-nada-de-carne-sobre-nosotras.shtml/

lunes, 8 de febrero de 2021

El Ojo Silva, Roberto Bolaño

Para Rodrigo Pinto y María y Andrés Braithwaite

 

Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.
El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.
     En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
     No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.
     Nos hicimos amigos y solíamos encontrarnos una vez a la semana, por lo menos, en el café La Habana, de Bucareli, o en mi casa de la calle Versalles en donde yo vivía con mi madre y con mi hermana. Los primeros meses el Ojo Silva sobrevivió a base de tareas esporádicas y precarias, luego consiguió trabajo como fotógrafo de un periódico del D.F. No recuerdo qué periódico era, tal vez El Sol, si alguna vez existió en México un periódico de ese nombre, tal vez El Universal; yo hubiera preferido que fuera El Nacional, cuyo suplemento cultural dirigía el viejo poeta español Juan Rejano, pero en El Nacional no fue porque yo trabajé allí y nunca vi al Ojo en la redacción. Pero trabajó en un periódico mexicano, de eso no me cabe la menor duda, y su situación económica mejoró, al principio imperceptiblemente, porque el Ojo se había acostumbrado a vivir de forma espartana, pero si uno afinaba la mirada podía apreciar señales inequívocas que hablaban de un repunte económico.
     Los primeros meses en el D.F., por ejemplo, lo recuerdo vestido con sudaderas. Los últimos ya se había comprado un par de camisas e incluso una vez lo vi con corbata, una prenda que nosotros, es decir mis amigos poetas y yo, no usábamos nunca. De hecho, el único personaje encorbatado que alguna vez se sentó a nuestra mesa del café Quito, en la avenida Bucareli, fue el Ojo.
     Por aquellos días se decía que el Ojo Silva era homosexual. Quiero decir: en los círculos de exiliados chilenos corría ese rumor, en parte como manifestación de maledicencia y en parte como un nuevo chisme que alimentaba la vida más bien aburrida de los exiliados, gente de izquierda que pensaba, al menos de cintura para abajo, exactamente igual que la gente de derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba de Chile.
     Una vez vino el Ojo a comer a mi casa. Mi madre lo apreciaba y el Ojo correspondía al cariño haciendo de vez en cuando fotos de la familia, es decir de mi madre, de mi hermana, de alguna amiga de mi madre y de mí. A todo el mundo le gusta que lo fotografíen, me dijo una vez. A mí me daba igual, o eso creía, pero cuando el Ojo dijo eso estuve pensando durante un rato en sus palabras y terminé por darle la razón. Sólo a algunos indios no les gustan las fotos, dijo. Mi madre creyó que el Ojo estaba hablando de los mapuches, pero en realidad hablaba de los indios de la India, de esa India que tan importante iba a ser para él en el futuro.
     Una noche me lo encontré en el café Quito. Casi no había parroquianos y el Ojo estaba sentado junto a los ventanales que daban a Bucareli con un café con leche servido en vaso, esos vasos grandes de vidrio grueso que tenía el Quito y que nunca más he vuelto a ver en un establecimiento público. Me senté junto a él y estuvimos charlando durante un rato. Parecía translúcido. Esa fue la impresión que tuve. El Ojo parecía de cristal, y su cara y el vaso de vidrio de su café con leche parecían intercambiar señales, como si se acabaran de encontrar, dos fenómenos incomprensibles en el vasto universo, y trataran con más voluntad que esperanza de hallar un lenguaje común.
     Esa noche me confesó que era homosexual, tal como propagaban los exiliados, y que se iba de México. Por un instante creí entender que se marchaba porque era homosexual. Pero no, un amigo le había conseguido un trabajo en una agencia de fotógrafos de París y eso era algo con lo que siempre había soñado. Tenía ganas de hablar y yo lo escuché. Me dijo que durante algunos años había llevado con ¿pesar?, ¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo porque él se consideraba de izquierdas y los compañeros veían con cierto prejuicio a los homosexuales. Hablamos de la palabra invertido (hoy en desuso) que atraía como un imán paisajes desolados, y del término colisa, que yo escribía con ese y que el Ojo pensaba se escribía con zeta.
     Recuerdo que terminamos despotricando contra la izquierda chilena y que en algún momento yo brindé por los luchadores chilenos errantes, una fracción numerosa de los luchadores latinoamericanos errantes, entelequia compuesta de huérfanos que, como su nombre indica, erraban por el ancho mundo ofreciendo sus servicios al mejor postor, que casi siempre, por lo demás, era el peor. Pero después de reírnos el Ojo dijo que la violencia no era cosa suya. Tuya sí, me dijo con una tristeza que entonces no entendí, pero no mía. Detesto la violencia. Yo le aseguré que sentía lo mismo. Después nos pusimos a hablar de otras cosas, libros, películas, y ya no nos volvimos a ver.
     Un día supe que el Ojo se había marchado de México. Me lo comunicó un antiguo compañero suyo del periódico. No me pareció extraño que no se hubiera despedido de mí. El Ojo nunca se despedía de nadie. Yo nunca me despedía de nadie. Mis amigos mexicanos nunca se despedían de nadie. A mi madre, sin embargo, le pareció un gesto de mala educación.
     Dos o tres años después yo también me marché de México. Estuve en París, lo busqué (si bien no con excesivo ahínco), no lo encontré. Con el paso del tiempo empecé a olvidar hasta su rostro, aunque siempre persistió en mi memoria una forma de acercarse, un estar, una forma de opinar desde cierta distancia y desde cierta tristeza nada enfática que asociaba con el Ojo Silva, un Ojo Silva que ya no tenía rostro o que había adquirido un rostro de sombras, pero que aún mantenía lo esencial, la memoria de su movimiento, una entidad casi abstracta pero en donde no cabía la quietud.
     Pasaron los años. Muchos años. Algunos amigos murieron. Yo me casé, tuve un hijo, publiqué algunos libros.
     En cierta ocasión tuve que ir a Berlín. La última noche, después de cenar con Heinrich von Berenberg y su familia, cogí un taxi (aunque usualmente era Heinrich el que cada noche me iba a dejar al hotel) al que ordené que se detuviera antes porque quería pasear un poco. El taxista (un asiático ya mayor que escuchaba a Beethoven) me dejó a unas cinco cuadras del hotel. No era muy tarde aunque casi no había gente por las calles. Atravesé una plaza. Sentado en un banco estaba el Ojo. No lo reconocí hasta que él me habló. Dijo mi nombre y luego me preguntó cómo estaba. Entonces me di la vuelta y lo miré durante un rato sin saber quién era. El Ojo seguía sentado en el banco y sus ojos me miraban y luego miraban el suelo o a los lados, los árboles enormes de la pequeña plaza berlinesa y las sombras que lo rodeaban a él con más intensidad (eso creí entonces) que a mí. Di unos pasos hacia él y le pregunté quién era. Soy yo, Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de Chile?, dije yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír.
     Aquella noche conversamos casi hasta que amaneció. El Ojo vivía en Berlín desde hacía algunos años y sabía encontrar los bares que permanecían abiertos toda la noche. Le pregunté por su vida. A grandes rasgos me hizo un dibujo de los avatares del fotógrafo free lancer. Había tenido casa en París, en Milán y ahora en Berlín, viviendas modestas en donde guardaba los libros y de las que se ausentaba durante largas temporadas. Sólo cuando entramos al primer bar pude apreciar cuánto había cambiado. Estaba mucho más flaco, el pelo entrecano y la cara surcada de arrugas. Noté asimismo que bebía mucho más que en México. Quiso saber cosas de mí. Por supuesto, nuestro encuentro no había sido casual. Mi nombre había aparecido en la prensa y el Ojo lo leyó o alguien le dijo que un compatriota suyo daba una lectura o una conferencia a la que no pudo ir, pero llamó por teléfono a la organización y consiguió las señas de mi hotel. Cuando lo encontré en la plaza sólo estaba haciendo tiempo, dijo, y reflexionando a la espera de mi llegada.
     Me reí. Reencontrarlo, pensé, había sido un acontecimiento feliz. El Ojo seguía siendo una persona rara y sin embargo asequible, alguien que no imponía su presencia, alguien al que le podías decir adiós en cualquier momento de la noche y él sólo te diría adiós, sin un reproche, sin un insulto, una especie de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que nunca había abundado mucho en Chile pero que sólo allí se podía encontrar.
     Releo estas palabras y sé que peco de inexactitud. El Ojo jamás se hubiera permitido estas generalizaciones. En cualquier caso, mientras estuvimos en los bares, sentados delante de un whisky y de una cerveza sin alcohol, nuestro diálogo se desarrolló básicamente en el terreno de las evocaciones, es decir fue un diálogo informativo y melancólico. El diálogo, en realidad el monólogo, que de verdad me interesa es el que se produjo mientras volvíamos a mi hotel, a eso de las dos de la mañana.
     La casualidad quiso que se pusiera a hablar (o que se lanzara a hablar) mientras atravesábamos la misma plaza en donde unas horas antes nos habíamos encontrado. Recuerdo que hacía frío y que de repente escuché que el Ojo me decía que le gustaría contarme algo que nunca antes le había contado a nadie. Lo miré. El Ojo tenía la vista puesta en el sendero de baldosas que serpenteaba por la plaza. Le pregunté de qué se trataba. De un viaje, contestó en el acto. ¿Y qué pasó en ese viaje?, le pregunté. Entonces el Ojo se detuvo y durante unos instantes pareció existir sólo para contemplar las copas de los altos árboles alemanes y los fragmentos de cielo y nubes que bullían silenciosamente por encima de éstos.
     Algo terrible, dijo el Ojo. ¿Tú te acuerdas de una conversación que tuvimos en el Quito antes de que me marchara de México? Sí, dije. ¿Te dije que era gay?, dijo el Ojo. Me dijiste que eras homosexual, dije yo. Sentémonos, dijo el Ojo.
     Juraría que lo vi sentarse en el mismo banco, como si yo aún no hubiera llegado, aún no hubiera empezado a cruzar la plaza, y él estuviera esperándome y reflexionando sobre su vida y sobre la historia que el destino o el azar lo obligaba a contarme. Alzó el cuello de su abrigo y empezó a hablar. Yo encendí un cigarrillo y permanecí de pie. La historia del Ojo transcurría en la India. Su oficio y no la curiosidad de turista lo había llevado hasta allí, en donde tenía que realizar dos trabajos. El primero era el típico reportaje urbano, una mezcla de Marguerite Duras y Hermann Hesse, el Ojo y yo sonreímos, hay gente así, dijo, gente que quiere ver la India a medio camino entre India Song y Sidharta, y uno está para complacer a los editores. Así que el primer reportaje había consistido en fotos donde se vislumbraban casas coloniales, jardines derruidos, restaurantes de todo tipo, con predominio más bien del restaurante canalla o del restaurante de familias que parecían canallas y sólo eran indias, y también fotos del extrarradio, las zonas verdaderamente pobres, y luego el campo y las vías de comunicación, carreteras, empalmes ferroviarios, autobuses y trenes que entraban y salían de la ciudad, sin olvidar la naturaleza como en estado latente, una hibernación ajena al concepto de hibernación occidental, árboles distintos a los árboles europeos, ríos y riachuelos, campos sembrados o secos, el territorio de los santos, dijo el Ojo.
     El segundo reportaje fotográfico era sobre el barrio de las putas de una ciudad de la India cuyo nombre no conoceré nunca.
     Aquí empieza la verdadera historia del Ojo. En aquel tiempo aún vivía en París y sus fotos iban a ilustrar un texto de un conocido escritor francés que se había especializado en el submundo de la prostitución. De hecho, su reportaje sólo era el primero de una serie que comprendería barrios de tolerancia o zonas rojas de todo el mundo, cada una fotografiada por un fotógrafo diferente, pero todas comentadas por el mismo escritor.
     No sé a qué ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta, tal vez Benarés o Madrás, recuerdo que se lo pregunté y que él ignoró mi pregunta. Lo cierto es que llegó a la India solo, pues el escritor francés ya tenía escrita su crónica y él únicamente debía ilustrarla, y se dirigió a los barrios que el texto del francés indicaba y comenzó a hacer fotografías. En sus planes —y en los planes de sus editores— el trabajo y por lo tanto la estadía en la India no debía prolongarse más allá de una semana. Se hospedó en un hotel en una zona tranquila, una habitación con aire acondicionado y con una ventana que daba a un patio que no pertenecía al hotel y en donde había dos árboles y una fuente entre los árboles y parte de una terraza en donde a veces aparecían dos mujeres seguidas o precedidas de varios niños. Las mujeres vestían a la usanza india, o lo que para el Ojo eran vestimentas indias, pero a los niños incluso una vez los vio con corbatas. Por las tardes se desplazaba a la zona roja y hacía fotos y charlaba con las putas, algunas jovencísimas y muy hermosas, otras un poco mayores o más estropeadas, con pinta de matronas escépticas y poco locuaces. El olor, que al principio más bien lo molestaba, terminó gustándole. Los chulos (no vio muchos) eran amables y trataban de comportarse como chulos occidentales o tal vez (pero esto lo soñó después, en su habitación de hotel con aire acondicionado) eran estos últimos quienes habían adoptado la gestualidad de los chulos hindúes.
     Una tarde lo invitaron a tener relación carnal con una de las putas. Se negó educadamente. El chulo comprendió en el acto que el Ojo era homosexual y a la noche siguiente lo llevó a un burdel de jóvenes maricas. Esa noche el Ojo enfermó. Ya estaba dentro de la India y no me había dado cuenta, dijo estudiando las sombras del parque berlinés. ¿Qué hiciste?, le pregunté. Nada. Miré y sonreí. Y no hice nada. Entonces a uno de los jóvenes se le ocurrió que tal vez al visitante le agradara visitar otro tipo de establecimiento. Eso dedujo el Ojo, pues entre ellos no hablaban en inglés. Así que salieron de aquella casa y caminaron por calles estrechas e infectas hasta llegar a una casa cuya fachada era pequeña pero cuyo interior era un laberinto de pasillos, habitaciones minúsculas y sombras de las que sobresalía, de tanto en tanto, un altar o un oratorio.
     Es costumbre en algunas partes de la India, me dijo el Ojo mirando el suelo, ofrecer un niño a una deidad cuyo nombre no recuerdo. En un arranque desafortunado le hice notar que no sólo no recordaba el nombre de la deidad sino que tampoco el nombre de la ciudad ni el de ninguna persona de su historia. El Ojo me miró y sonrió. Trato de olvidar, dijo.
     En ese momento me temí lo peor, me senté a su lado y durante un rato ambos permanecimos con los cuellos de nuestros abrigos levantados y en silencio. Ofrecen un niño a ese dios, retomó su historia tras escrutar la plaza en penumbras, como si temiera la cercanía de un desconocido, y durante un tiempo que no sé mensurar el niño encarna al dios. Puede ser una semana, lo que dure la procesión, un mes, un año, no lo sé. Se trata de una fiesta bárbara, prohibida por las leyes de la república india, pero que se sigue celebrando. Durante el transcurso de la fiesta el niño es colmado de regalos que sus padres reciben con gratitud y felicidad, pues suelen ser pobres. Terminada la fiesta el niño es devuelto a su casa, o al agujero inmundo donde vive y todo vuelve a recomenzar al cabo de un año.
     La fiesta tiene la apariencia de una romería latinoamericana, sólo que tal vez es más alegre, más bulliciosa y probablemente la intensidad de los que participan, de los que se saben participantes, sea mayor. Con una sola diferencia. Al niño, días antes de que empiecen los festejos, lo castran. El dios que se encarna en él durante la celebración exige un cuerpo de hombre —aunque los niños no suelen tener más de siete años— sin la mácula de los atributos masculinos. Así que los padres lo entregan a los médicos de la fiesta o a los barberos de la fiesta o a los sacerdotes de la fiesta y éstos lo emasculan y cuando el niño se ha recuperado de la operación comienza el festejo. Semanas o meses después, cuando todo ha acabado, el niño vuelve a casa, pero ya es un castrado y los padres lo rechazan. Y entonces el niño acaba en un burdel. Los hay de todas clases, dijo el Ojo con un suspiro. A mí, aquella noche, me llevaron al peor de todos.
     Durante un rato no hablamos. Yo encendí un cigarrillo. Después el Ojo me describió el burdel y parecía que estaba describiendo una iglesia. Patios interiores techados. Galerías abiertas. Celdas en donde gente a la que tú no veías espiaba todos tus movimientos. Le trajeron a un joven castrado que no debía tener más de diez años. Parecía una niña aterrorizada, dijo el Ojo. Aterrorizada y burlona al mismo tiempo. ¿Lo puedes entender? Me hago una idea, dije. Volvimos a enmudecer. Cuando por fin pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía ninguna idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos, ni los espectadores. Sólo una foto.
     ¿Le sacaste una foto?, dije. Me pareció que el Ojo era sacudido por un escalofrío. Saqué mi cámara, dijo, y le hice una foto. Sabía que estaba condenándome para toda la eternidad, pero lo hice.
     Ignoro cuánto rato estuvimos en silencio. Sé que hacía frío pues yo en algún momento me puse a temblar. A mi lado oí sollozar al Ojo un par de veces, pero preferí no mirarlo. Vi los faros de un coche que pasaba por una de las calles laterales de la plaza. A través del follaje vi encenderse una ventana.
     Después el Ojo siguió hablando. Dijo que el niño le había sonreído y luego se había escabullido mansamente por una de los pasillos de aquella casa incomprensible. En algún momento uno de los chulos le sugirió que si allí no había nada de su agrado se marcharan. El Ojo se negó. No podía irse. Se lo dijo así: no puedo irme todavía. Y era verdad, aunque él desconocía qué era aquello que le impedía abandonar aquel antro para siempre. El chulo, sin embargo, lo entendió y pidieron té o un brebaje parecido. El Ojo recuerda que se sentaron en el suelo, sobre unas esteras o sobre unas alfombrillas estropeadas por el uso. La luz provenía de un par de velas. Sobre la pared colgaba un póster con la efigie del dios. Durante un rato el Ojo miró al dios y al principio se sintió atemorizado, pero luego sintió algo parecido a la rabia, tal vez al odio.
     Yo nunca he odiado a nadie, dijo mientras encendía un cigarrillo y dejaba que la primera bocanada se perdiera en la noche berlinesa.
     En algún momento, mientras el Ojo miraba la efigie del dios, aquellos que lo acompañaban desaparecieron. Se quedó solo con una especie de puto de unos veinte años que hablaba inglés. Y luego, tras unas palmadas, reapareció el niño. Yo estaba llorando, o yo creía que estaba llorando, o el pobre puto creía que yo estaba llorando, pero nada era verdad. Yo intentaba mantener una sonrisa en la cara (una cara que ya no me pertenecía, una cara que se estaba alejando de mí como una hoja arrastrada por el viento), pero en mi interior lo único que hacía era maquinar. No un plan, no una forma vaga de justicia, sino una voluntad.
     Y después el Ojo y el puto y el niño se levantaron y recorrieron un pasillo mal iluminado y otro pasillo peor iluminado (con el niño a un lado del Ojo, mirándolo, sonriéndole, y el joven puto también le sonreía, y el Ojo asentía y prodigaba ciegamente las monedas y los billetes) hasta llegar a una habitación en donde dormitaba el médico y junto a él otro niño con la piel aún más oscura que la del niño castrado y menor que éste, tal vez seis años o siete, y el Ojo escuchó las explicaciones del médico o del barbero o del sacerdote, unas explicaciones prolijas en donde se mencionaba la tradición, las fiestas populares, el privilegio, la comunión, la embriaguez y la santidad, y pudo ver los instrumentos quirúrgicos con que el niño iba a ser castrado aquella madrugada o la siguiente, en cualquier caso el niño había llegado, pudo entender, aquel mismo día al templo o al burdel, una medida preventiva, una medida higiénica, y había comido bien, como si ya encarnara al dios, aunque lo que el Ojo vio fue un niño que lloraba medio dormido y medio despierto, y también vio la mirada medio divertida y medio aterrorizada del niño castrado que no se despegaba de su lado. Y entonces el Ojo se convirtió en otra cosa, aunque la palabra que él empleó no fue "otra cosa" sino "madre".
     Dijo madre y suspiró. Por fin. Madre.
     Lo que sucedió a continuación de tan repetido es vulgar: la violencia de la que no podemos escapar. El destino de los latinoamericanos nacidos en la década de los cincuenta. Por supuesto, el Ojo intentó sin gran convicción el diálogo, el soborno, la amenaza. Lo único cierto es que hubo violencia y poco después dejó atrás las calles de aquel barrio como si estuviera soñando y transpirando a mares. Recuerda con viveza la sensación de exaltación que creció en su espíritu, cada vez mayor, una alegría que se parecía peligrosamente a algo similar a la lucidez, pero que no era (no podía ser) lucidez. También: la sombra que proyectaba su cuerpo y las sombras de los dos niños que llevaba de la mano sobre los muros descascarados. En cualquier otra parte hubiera concitado la atención. Allí, a aquella hora, nadie se fijó en él.
     El resto, más que una historia o un argumento, es un itinerario. El Ojo volvió al hotel, metió sus cosas en la maleta y se marchó con los niños. Primero en un taxi hasta una aldea o un barrio de las afueras. Desde allí en un autobús hasta otra aldea en donde cogieron otro autobús que los llevó a otra aldea. En algún punto de su fuga se subieron a un tren y viajaron toda la noche y parte del día. El Ojo recordaba el rostro de los niños mirando por la ventana un paisaje que la luz de la mañana iba deshilachando, como si nunca nada hubiera sido real salvo aquello que se ofrecía, soberano y humilde, en el marco de la ventana de aquel tren misterioso.
     Después cogieron otro autobús, y un taxi, y otro autobús, y otro tren, y hasta hicimos dedo, dijo el Ojo mirando la silueta de los árboles berlineses pero en realidad mirando la silueta de otros árboles, innombrables, imposibles, hasta que finalmente se detuvieron en una aldea en alguna parte de la India y alquilaron una casa y descansaron.
     Al cabo de dos meses el Ojo ya no tenía dinero y fue caminando hasta otra aldea desde donde envió una carta al amigo que entonces tenía en París. Al cabo de quince días recibió un giro bancario y tuvo que ir a cobrarlo a un pueblo más grande, que no era la aldea desde la que había mandado la carta ni mucho menos la aldea en donde vivía. Los niños estaban bien. Jugaban con otros niños, no iban a la escuela y a veces llegaban a casa con comida, hortalizas que los vecinos les regalaban. A él no lo llamaban padre, como les había sugerido más que nada como una medida de seguridad, para no atraer la atención de los curiosos, sino Ojo, tal como le llamábamos nosotros. Ante los aldeanos, sin embargo, el Ojo decía que eran sus hijos. Se inventó que la madre, india, había muerto hacía poco y él no quería volver a Europa. La historia sonaba verídica. En sus pesadillas, no obstante, el Ojo soñaba que en mitad de la noche aparecía la policía india y lo detenían con acusaciones indignas. Solía despertar temblando. Entonces se acercaba a las esterillas en donde dormían los niños y la visión de éstos le daba fuerzas para seguir, para dormir, para levantarse.
     Se hizo agricultor. Cultivaba un pequeño huerto y en ocasiones trabajaba para los campesinos ricos de la aldea. Los campesinos ricos, por supuesto, en realidad eran pobres, pero menos pobres que los demás. El resto del tiempo lo dedicaba a enseñar inglés a los niños, y algo de matemáticas, y a verlos jugar. Entre ellos hablaban en un idioma incomprensible. A veces los veía detener los juegos y caminar por el campo como si de pronto se hubieran vuelto sonámbulos. Los llamaba a gritos. A veces los niños fingían no oírlo y seguían caminando hasta perderse. Otras veces volvían la cabeza y le sonreían.
     ¿Cuánto tiempo estuviste en la India?, le pregunté alarmado.
     Un año y medio, dijo el Ojo, aunque a ciencia cierta no lo sabía.
     En una ocasión su amigo de París llegó a la aldea. Todavía me quería, dijo el Ojo, aunque en mi ausencia se había puesto a vivir con un mecánico argelino de la Renault. Se rió después de decirlo. Yo también me reí. Todo era tan triste, dijo el Ojo. Su amigo que llegaba a la aldea a bordo de un taxi cubierto de polvo rojizo, los niños corriendo detrás de un insecto, en medio de unos matorrales secos, el viento que parecía traer buenas y malas noticias.
     Pese a los ruegos del francés no volvió a París. Meses después recibió una carta de éste en donde le comunicaba que la policía india no lo perseguía. Al parecer la gente del burdel no había interpuesto denuncia alguna. La noticia no impidió que el Ojo siguiera sufriendo pesadillas, sólo cambió la vestimenta de los personajes que lo detenían y lo zaherían: en lugar de ser policías se convirtieron en esbirros de la secta del dios castrado. El resultado final era aún más horroroso, me confesó el Ojo, pero yo ya me había acostumbrado a las pesadillas y de alguna forma siempre supe que estaba en el interior de un sueño, que eso no era la realidad.
     Después llegó la enfermedad a la aldea y los niños murieron. Yo también quería morirme, dijo el Ojo, pero no tuve esa suerte.
     Tras convalecer en una cabaña que la lluvia iba destrozando cada día, el Ojo abandonó la aldea y volvió a la ciudad en donde había conocido a sus hijos. Con atenuada sorpresa descubrió que no estaba tan distante como pensaba, la huida había sido en espiral y el regreso fue relativamente breve. Una tarde, la tarde en que llegó a la ciudad, fue a visitar el burdel en donde castraban a los niños. Sus habitaciones se habían convertido en viviendas en donde se hacinaban familias enteras. Por los pasillos que recordaba solitarios y fúnebres ahora pululaban niños que apenas sabían andar y viejos que ya no podían moverse y se arrastraban. Le pareció una imagen del paraíso.
     Aquella noche, cuando volvió a su hotel, sin poder dejar de llorar por sus hijos muertos, por los niños castrados que él no había conocido, por su juventud perdida, por todos los jóvenes que ya no eran jóvenes y por los jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon por Salvador Allende y por los que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés, que ahora vivía con un antiguo levantador de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara un billete de avión y algo de dinero para pagar el hotel.
     Y su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo haría de inmediato, y también le dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando?, y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que no sabía qué le pasaba, que llevaba horas llorando. Y su amigo francés le dijo que se calmara. Y el Ojo se rió sin dejar de llorar y dijo que eso haría y colgó el teléfono. Y luego siguió llorando sin parar.

"Dame el tuyo, toma el mío", Gabriela Wiener

Esta noche me dispongo a ser infiel con permiso de mi marido. La puerta del 6&9 es tan discreta que nos hemos pasado de largo dos veces. Llevo encima un abrigo para camuflar mi look temerario y tres tragos de cerveza. J lleva una barba de cuatro días: lo veo tan guapo y tan mío que no puedo imaginar que en unos minutos se irá a la cama con alguien que no soy yo. Hay que tocar el intercomunicador. Deben estar viéndonos por una cámara. Nos abre un sujeto pigmeo y con cara de aburrido que dice que la entrada doble cuesta treinta y cinco euros. Vengan por aquí. Toman la posta dos mujeres atractivas, las relacionistas públicas (digamos lúbricas) del lugar. ¿Qué queremos beber? Estamos ante una barra larga y desierta. Somos los primeros, maldita sea. Son las once de la noche de un jueves en Barcelona. En el televisor sobre la barra se ve una película porno en la que un camionero la emprende contra una rubia quebradiza. ¿Es la primera vez? Sí. Vengan conmigo, nos repite una de las anfitrionas de hoy, con acento sevillano. Es menuda, lleva el cabello ondulado y unas botas hasta las rodillas parecidas a las mías. No es una anfitriona más: es la dueña del 6&9. Conoció a su novio por un aviso publicado en una revista swinger, se enamoraron y abrieron juntos este local para intercambio de parejas que ya tiene más de cinco años.

Esta noche es una promesa intergeneracional, multirracial y multiorgásmica. A diferencia de otro club como el Limousine, que se repleta de adinerados sesentones cuesta abajo, el 6&9 es popular por su buena disposición para recibir a jóvenes de clase media que todavía no veo por ninguna parte. En mi encuesta previa lo habían calificado además de «higiénico», un tema que yo había soslayado inicialmente por mi creencia de que el sexo es sucio sólo si se hace bien, pero que terminó siendo un punto a favor del 6&9 cuando decidimos venir. Seguimos a la anfitriona sevillana en un recorrido relámpago que tiene por finalidad describirnos el lugar y explicarnos las reglas del juego. Dejamos atrás el bar. Ésta es la sala del calentamiento, dice ella: aquí podéis bailar una pieza o echar un vistazo a la porno mientras bebéis algo. Bajamos las escaleras hacia un sótano que es la versión erótica de la caverna de Platón o, a lo mejor, la cueva donde se divierte una pandilla de antropófagos. A partir de aquí sólo se puede pasear como se vino al mundo. La llave para los casilleros se pide en la barra y luego aparece el impresionante escenario del escarceo: los treinta metros de cama en forma de ele que los fines de semana hacen crujir hasta cincuenta parejas a la vez, pero que a esta hora aún luce vacante. Justo enfrente, un dispensador de preservativos. A la derecha de los camerinos, el jacuzzi, y más allá las duchas para parejas y el cuarto oscuro, una especie de minidiscoteca nudista.

–Si no queréis nada con alguna persona basta con tocarle el hombro.

Ésta es la contraseña del 6&9. Cada club recomienda a los clientes una manera delicada de informar a los demás cuáles son tus límites.

–¿Y para qué es esta habitación? –pregunto.

–Es la habitación de las orgías. Aquí vale todo.

No me froto las manos, no trago saliva. Sólo miro de reojo a J con un signo de interrogación en la cabeza. Esto recién comienza.

Llevo aquí una hora y lo único que he intercambiado son cigarrillos. Se supone que deberíamos intentar ligar con otros swingers menos tímidos que nosotros, pero por ahora no atinamos más que a mirar. Me había pasado toda la tarde preparándome como una novia para su boda y seguir al pie de la letra las instrucciones del anuncio del 6&9: «Chicas, por favor, con ropa sexy». Me ceñí una súper minifalda negra con pliegues, cortesía de mi mejor amiga, una ex sadomasoquista. Me puse una blusa escotada del mismo color y unas botas altas que hacían ver apetecibles mis muslos flacos. Opté por la depilación total. Se la enseñé a J. Me dio la impresión de que al ver lo explícito de mis argumentos, él recién se tomó en serio adónde íbamos y para qué. La gente suele venir a un club swinger para no mentir. Había leído en la web de la North American Swing Clubs Association (Nasca) que el propósito swinger más elevado consiste en que, al relacionarte genitalmente con otras parejas bajo la atenta mirada de tu consorte, evitas sucumbir al sexo extramarital y al engaño. Según la misma asociación, más de la mitad de matrimonios comunes practica la infidelidad secreta. Nada, entonces, como los honestos swingers. Me intriga esta aventura conjunta, esta libertad sexual que surge del consenso, este adulterio vigilado.

Nunca habíamos pisado un club como éste, pero a J y a mí podrían considerarnos como una pareja liberal. Más por mí que por él. Me explico: mi primera vez fue a los dieciséis años (nada raro). A la misma edad, tuve mi primer trío (con un novio y una amiga) y mi primer trío con dos hombres completamente extraños (y con aquel antiguo novio de testigo). No es ningún récord, lo sé, pero es suficiente para que los liberales con membresía no me miren tan por encima del hombro. Con cinco años juntos, J y yo contamos entre nuestras experiencias liberales con un intercambio frustrado y varios tríos, aunque siempre con una tercera mujer. En cuanto a los celos, tema superado para los swingers, para mí siempre han tenido que ver con el amor o con la fascinación. Si él se enamora de otra o se fascina por alguien, me pongo celosa. Los celos para él pasan por el sexo: si otro hombre me toca, le rompe la cara.

Antes de venir, J mostraba una buena actitud y parecía tomar nuestra incursión swinger como una saludable aventura. Estaba dispuesto a dar el gran paso, o sea, dejarme llegar todo lo lejos que me propusiera, aunque prefería no decirlo con todas sus letras. Para mí, nuestro swinger-viaje era más un ajuste de cuentas (ver tríos sólo con mujeres en el párrafo anterior), pero a pesar de que confiaba en la buena fe de J, tenía miedo de un arrepentimiento de último minuto. Nunca puedes estar seguro de cuán liberal eres de verdad hasta que te encuentras al lado de parejas profesionales de la libertad y el exceso. Según el decálogo swinger, los arrepentimientos a medio camino se dan entre parejas inmaduras que no tienen la mente abierta ni los sentimientos claros. Lo que es un insulto para una dupla que se precie de moderna.

Estábamos tranquilos y esperanzados en poder cumplir esta máxima swinger: una actitud liberal se basa en la confianza mutua entre los miembros de la pareja. Un voto de confianza suficiente como para prestar a tu esposo a tus amigas de una noche. Porque un buen swinger es generoso con los compañeros liberales, pero sólo ama a la mano que le da de comer. Se zurra en el noveno mandamiento, pero vuelve a dormir a su casa. Lleva condones a las fiestas de fin de semana, pero permanece fiel todos los días de su vida hasta que la muerte los separe. Siempre he creído en mi capacidad de compartir y sobre todo en mi capacidad de usufructuar. Pero ahora, sentada en esta barra del 6&9, empiezo a preocuparme. Todavía no hemos sido más que tímidos voyeuristas. Veo al fondo del pasillo a un par de jóvenes con los que haríamos buena pareja. Había leído que la mejor estrategia para ligar en estos sitios es que las mujeres tomen la iniciativa. Al fin me decido. Cruzaré los metros que nos separan y me presentaré diciendo alguna genialidad como: «Qué tal, ¿por qué tan solitos?».

Por suerte llega nuestra anfitriona. Al notar nuestras caras de perdedores se ofrece a conseguirnos una pareja. Hacer el papel de celestina entre los swingers novatos está incluido en el servicio del 6&9. Miro hacia donde estaban mis primeros candidatos: se han ido. Muchas parejas, antes de ir al punto, prefieren empezar bebiendo unas copas mientras van descubriendo quién es quién. Es un signo más del refinamiento de estos leales y nobles heterosexuales, además de divertidos. Pero aceptar la ayuda de una celestina en minifalda no sólo sería grosero, sino también una prueba de que nuestra timidez nos ha derrotado. Ya es la medianoche. Unas treinta parejas se han acomodado en la sala de los ligues. Sólo los «martes y miércoles de tríos» se permite que ingresen hombres solos. Ahora todos están tomados de las manos en algún sofá, diciéndose secretos al oído. Las mujeres visten minifaldas y los hombres, camisas bien planchadas y están bien afeitados. Casi no hay grupos. A esta hora es evidente que algunos no sólo vienen a ligar, sino a enrostrar su mercadería a los demás y también a montar su propia película porno. Están las parejas retraídas y acobardadas, las escrupulosas que miran de arriba abajo a cada tipa y tipo que atraviesa la puerta, y las libidinosas que te desvisten con los ojos y te llevan mentalmente a la cama. Otras vienen simplemente a mirar, quizá porque no les queda más alternativa. Hoy, está claro, yo no sólo quiero mirar.

Hay quienes creen que los swingers están pasando de moda en Europa y en Estados Unidos porque a la gente le gusta más comprar que intercambiar. Prefieren gastarse el dinero de sus vacaciones haciendo turismo sexual, dejarse de cortejos y rodeos y pagar por una prostituta o un prostituto en lugar de ofrendar algo, digamos, tan tuyo. No recuerdo quién decía que el sexo es una de las cosas más bonitas, naturales y gratificantes que uno puede comprar. Los swingers podrían confundirse, así, con personas generosas y desinteresadas que no compran ni venden nada. A mí nunca me gustó intercambiar: siempre he tenido arrebatos de generosidad, egoísmos repentinos, ingratitudes y pequeños robos. Esta noche me siento preparada para que me paguen con la misma moneda. O con un poco menos. Porque la premura del intercambio no da tiempo para mostrar tus garantías, y esta pretendida equidad swinger puede acabar en injusticia. Miro a mi alrededor y sé que en este supermercado de cuerpos todos corremos siempre el peligro de llevarnos gato por liebre.

Pero, por lo que veo, el intercambio sólo consiste hasta ahora en altas dosis de caricias, exhibición y harto voyeurismo. Demasiado entusiasmo y nada de acción. En verdad pocas veces se llega hasta el final: digamos, a la cópula cruzada. Aun así, la transacción se pretende lo más justa posible. Si esta noche alguien se me acerca con intenciones de prestarme a su esposo, yo estaré obligada a prestarle el mío. Ni más ni menos. Pero la utopía comunista de Marx no es posible en el 6&9. El trueque siempre es engañoso: demasiado primitivo para nuestra mentalidad moderna. Nos sentimos ridículos y eso que aún estamos vestidos. La mayoría empieza a ser sospechosamente cariñosa con su pareja, salvo los de la mesa de al lado: un cuarteto de intelectuales fashion que parecen haber llegado juntos y, a juzgar por su conversación sobre el parlamento europeo, manejan bien la situación. Las otras parejas estacionadas en la sala de los ligues seguimos incomunicadas, mirándonos con el rabillo del ojo y preguntándonos si somos dignos de ellas o si ellas son dignas de nosotros. Empiezo a tenerle miedo a esta entidad abstracta llamada pareja swinger.

La tensión es tal que J y yo no tenemos ganas ni de besarnos. El esnobismo de ser swinger me está matando. Quiero refugiarme en el amor. Pero justo en medio de este trance existencial comienzan las olas migratorias hacia la zona nudista, el territorio del trueque. J y yo intercambiamos una última mirada cómplice antes de cometer el crimen. Bajamos a toda velocidad las escaleras que conducen hacia los casilleros del sótano. Vamos al encuentro de la terapia de choque. A juzgar por los vapores y los gritos, Lucifer debe vivir en las profundidades del jacuzzi del 6&9.

Primera vacilación de la noche: quitarse la ropa en medio de un iluminado pasillo, junto a dos «adultos mayores» mofletudos y en pelotas. Los abuelos, sin embargo, ni nos miran, y sus cuerpos, que ya han vivido el apogeo y la caída del imperio de los sentidos, desaparecen en la oscuridad. Optamos por copiar a los conservadores y nos envolvemos con unas toallas blancas. Todos nos miran. La gente tiene debilidad por las novedades. Paseamos por el lugar. En la súper cama de treinta metros, unas diez parejas se besan y acarician: algunas con sobrada calma y otras que parecen acercarse ruidosamente al clímax. Me decepciona no encontrar sexo en grupo por ninguna parte. Como recién llegados no podemos saber si los que ya están en la cama son el producto de varios intercambios discretos. Quizá ninguna de las parejas que se revuelcan en el lecho colectivo sea la original. Una breve ojeada alrededor nos avisa que la diversión parece estar en una cueva contigua, aislada por unas cortinas estampadas de penes azules. Ocho parejas en toallas bailan en la penumbra mientras la temperatura sube sin control. Se entregan al juego, aunque todavía no intercambian nada. Yo también me entrego.

Segunda vacilación de la noche: tener sexo delante de tanta gente. Me pregunto si estoy lista. Pero mi impaciencia estalla y se me despierta una especie de espíritu competitivo. Al ver que los demás se manosean, decido desmarcarme y regalarle a J unos minutos de sexo oral casero y devoto, escudada en la oscuridad, pero conciente del exhibicionismo de mi arrebato. Los demás se acercan a mirarnos y siguen nuestro ejemplo. Siempre quise ser una agitadora sexual y éste es sin duda mi cuarto de hora. J toma mi iniciativa con gusto. Las toallas se deslizan a nuestros pies.

Esta bienvenida a Swingerlandia ha estado bien para mí. Siento que he ganado algo de protagonismo y que el grupo se ha soltado gracias a mi buena acción. O al menos es mi fantasía. Comienzo a vivirla: creo que los compañeros han empezado a mirarme lujuriosamente. Creo que ha comenzado a tocarme un pulpo precioso. Creo que estoy en los brazos de un sujeto calvo. Su mujer se me planta al frente y empieza ese bailecito lésbico de videoclip que tanto les gusta a los chicos. La sigo, qué más da. Es guapa y muy delgada, suda y, para ser sinceros, tiene una cara de loca o de haberse metido éxtasis. Yo ni siquiera estoy borracha. Todos nos tocan y nos empujan suavemente a una contra la otra. La ola del deseo se propaga. ¿Pero quién es éste que no me suelta las tetas? ¿Es otra vez el calvo o es otro? Imposible saberlo.

En un segundo busco a J y lo veo con la chica éxtasis, también manoseando a su antojo. Siento un ligero escozor, pero nada serio. Imagino que él debe estar igual o peor. Me alivia saber que también se divierte y no se preocupa por mí, o al menos que lo finge muy bien. Sigo yendo de mano en mano, descubro que me gusta sentirme así, que nadie sepa quién soy, abandonarme a los caprichos de algo que está más allá de mi conciencia. Empiezo un juego solitario que consiste en toquetear con insolencia a las parejas que no se han integrado, lo que me hace saber que estoy excitadísima. Me miran mal y casi me hacen despertar de mi fantasía. Quizá estoy violando una regla swinger sin darme cuenta. No distingo entre los cuerpos anónimos a J. Me angustio, me hago la idea de que lo he perdido, si no para siempre, al menos por un buen rato. Pero entonces una mano penetra entre las ridículas cortinas y me jala hacia afuera.

He hablado con más de media docena de parejas swingers esta noche y todas defienden su opción como un antídoto contra el virus de la infidelidad. Juran que es una novísima forma de sexualidad, capaz de salvar matrimonios agónicos o al menos de estirarlos. Muchos no son otra cosa que versiones recicladas de aquellos cornudos y cornudas voluntarios de la década del setenta (o sus hijos) que consagraron el amor libre y el sexo extramarital. Devotos de la consabida frase: «La fidelidad es el falso dios del matrimonio». Creyentes de que su iconoclasta vida de pareja se enriquecerá sacando una que otra vez los pies del plato. Swinger significa «algo que oscila» y alude a esa facilidad humana para viajar de cama en cama. Define al tipo de persona que renuncia a hacerse de la vista gorda, que reniega de la doble moral y se atreve a actualizar sus máximos delirios con otras personas, aunque dejando que el amor sea el único campo minado para los intrusos. Pero esta regla también se viola a cada instante y algunos confiesan haberse enganchado alguna vez con la pareja de otro e incluso haberse visto a escondidas con ella. Hay casos graves de incumplimiento de contrato que se convierten en matrimonios de cuatro.

Georges Bataille decía que es un error pensar que el matrimonio poco tiene que ver con el erotismo sólo porque es el territorio convencional de la sexualidad lícita. Lo prohibido excita más, eso se sabe, pero los cuerpos tienden a comprenderse mejor a la larga: si la unión es furtiva, el placer no puede organizarse y es esquivo. Imagino que los swingers no le darían crédito al francés Bataille cuando además escribió: «El gusto por el cambio es enfermizo y sólo conduce a la frustración renovada. El hábito tiene el poder de profundizar lo que la impaciencia no reconoce». Para la mentalidad swinger, un matrimonio es impensable sin fiestas, sin orgías, sin una visita eventual a un club de intercambio. Yo imaginaba que éste sería un templo de sofisticación y placer al estilo de Eyes Wide Shut, la última película de Kubrick. Pero lo que ocurre dentro de un club swinger no se parece tanto a esas escenas de glamour y lujuria que la gente suele imaginar desde afuera. Para empezar, está lleno de panzones sudorosos y mujeres con siliconas. Tampoco es esa utopía de la paridad que quieren vender los políticos swingers: un mundo repleto de gente con fantasías para compartir y cuyo fin es reducir los índices de divorcios. Lo que dicen las cifras es que los divorcios son más comunes entre parejas liberales. ¿Y? A los swingers esto no parece importarles.

La mano que me jalaba era la de J, por cierto. Tras la virulencia del cuarto oscuro, ahora lo sigo hasta la súper cama en forma de ele. Queremos un momento de paz e intimidad. Comenzamos a acariciarnos, pero yo estoy desconcentrada. J, en cambio, ya está encima de mí, muy dispuesto. Le pregunto qué tal. Más o menos: no le gustó que la chica del éxtasis lo tocara con modales de actriz porno. Me sorprende mi éxito, le digo un poco presumida, y le susurro palabras al oído.

–¿Tuviste celos? ¿Tuviste ganas de matar?

–¿Tú qué crees? Me daban vértigos.

–Pero, ¿rico?

–…

–¿Rico verme con otro?

–No, francamente espantoso. Mejor si puedo evitarlo el resto de mi vida.

Yo le diré lo de siempre: verlo con otra me excita tanto como me duele. Hacemos el amor. Sin querer nos estamos comportando como unos swingers: nos han estimulado extramaritalmente y procedemos a consumar el sexo conyugalmente. De vez en cuando volteo a la derecha y a la izquierda, atenta a nuestros compañeros de cama. A la derecha hay una pareja de chicos que no llegan a los veinticinco años. Ella es tan morena que no parece de aquí. Él le practica un sexo oral con evidentes muestras de torpeza. Ahora hacia la izquierda: una pareja mayor, ambos muy gordos, me hace pensar en el peso de la costumbre. Ella está encima y no pierde su ritmo eficaz hasta que se viene. No sé si sentir pena o alegría por la evolución: a la larga llega el conocimiento, el declive. Y ese gesto lúdico e intrascendente que anhela hacer renacer una excitación ¿perdida? con experiencias nuevas es nuestra caricatura. Pero J entra y sale con una especie de furia tardía, y entonces mis cavilaciones se extinguen en un orgasmo larguísimo.

Entramos en receso, nos damos una ducha fría y salimos hacia la calefacción. En la sala conocemos a una pareja muy simpática. Él es transportista y ella, enfermera. J me dice que la mujer le recuerda a su profesora de matemáticas. Tiene gafas y unas tetas enormes. Me parece una bonita fantasía hacerlo con tu profe de mate. Ya dije que no soy celosa, aunque su marido se parece al Hombre Galleta. Es casi enano, corpulento y tiene el rostro rugoso. Ambos son dulces. Los cuatro nos hemos sumergido en el jacuzzi y la estamos pasando bien.

Tercera vacilación de la noche: hacerlo con la primera pareja poco atractiva que te dirige la palabra. Estamos ante un caso muy común dentro de este mundillo: uno de los miembros de una pareja (J) se interesa por un integrante de la otra pareja (profesora de matemática con tetas), mientras el otro elemento (yo) sigue pensando en que mejor sería volver a encontrar al calvo y a la loca del éxtasis y acabar lo empezado. En estos casos es mejor abortar el plan, recomiendan los expertos: un club swinger podría convertirse en el Club de la Pelea.

Ni lo sueñes, le digo a J cuando al fin nos quedamos solos. La pareja se ha ido a bailar al cuarto oscuro, de seguro creyendo que iríamos tras ellos. No me gusta el Hombre Galleta, el marido de la profesora, qué puedo hacer, aunque me decepciona no ser tan democrática como pensaba. Huimos de manera cobarde hacia la habitación de las orgías, un buen lugar para esconderse. Siguiendo nuestro atrofiado instinto swinger, llegamos por fin a lo que parece ser un intercambio de parejas con todas las de la ley. Hay unos espejos frente a una cama más pequeña que la de afuera, y allí se desparraman varios cuerpos jadeantes. En este punto sería muy complicado tratar de saber de quién es qué. El eufemismo pareja ya no tiene ningún sentido. No hay forma de individualizar, son una gran entidad: podría tratarse de Lengualarga, esa diablesa hindú con vaginas en todas sus extremidades, que está haciendo el amor con el nieto del dios Indra, aquel ser que tiene igual cantidad de penes. Los gemidos nos dicen que hemos llegado tarde, pero igual intentamos participar. Dos parejas muy hermosas parecen divertirse de lo lindo muy cerca de nosotros.

Cuarta vacilación de la noche: quizá sea una orgía privada a la que no estamos invitados. Una mujer que podríamos llamar la Yegua –poseedora de una gran energía sexual según mi Kamasutra de bolsillo– está masturbando a un tipo mientras otro la penetra. Ambos se detienen, tienen fuerzas para levantarse de la cama y ponerla contra la pared. La acometida es vibrante, hay un componente bestial en todo esto. La Yegua grita. Nosotros somos mudos observadores de las maravillas de la naturaleza, pero sobre todo de las maravillas de la cultura. Esta escena se trae abajo otro mito del mundillo liberal swinger: el de la igualdad de oportunidades. Aquí, como en el mundo real, sólo tienen éxito los que son hermosos y sensuales, los que van al gimnasio y se operan. Los que no, tienen que resignarse al onanismo. La competencia puede ser descarnadamente desleal.

Mira quiénes vienen por allá, me dice J. Vemos que están entrando la profesora de matemáticas y su marido, el Hombre Galleta, y rápidamente ocupan su lugar al lado de nosotros. Ella empieza a hacerle un fellatio y, una vez que logra su objetivo, se inserta dentro de él bamboleando sus supertetas y lo cabalga suavemente. J estira sus manos hacia los pechos de su profesora, mientras yo le hago un nuevo sexo oral a él. El Hombre Galleta hace uso de su derecho y estira sus manos hacia mí. Me coge los senos. Yo le cojo los senos a su mujer. Todos le agarramos las tetas a la profe. Deliberadamente monto al hombre dándole mi espalda y me quedo cara a cara con la profesora, quien a su vez recibe los embates de J desde atrás. Para este momento, el Hombre Galleta, con dos mujeres encima, ya me está masturbando con sus dedos de conductor de autobuses hasta que me vengo. Soy la única que alcanza un orgasmo. Me siento agradecida por tantas muestras de cariño desinteresado. Luego J y yo nos alejamos de ellos sin despedirnos.

Han pasado ya varios días desde que perdí mi virginidad swinger. Rebobino la película y vuelvo a viajar por un instante a ese mundo de intercambios sexuales. Veo a los desposeídos del placer siendo objeto de las multinacionales y sus tentáculos, pretendidos alquimistas del sexo que convierten lo banal en oro, que ofrecen paraísos artificiales, falsas fuentes de la eterna juventud y otros paliativos contra la infelicidad. Veo matrimonios al borde de la debacle, mujeres frígidas, adultos mayores, fármaco-dependientes, cocainómanos en última fase, buenos católicos, despojados del Viagra, eyaculadores precoces, micropenes, dictadores, impotentes, presidentes del mundo libre, clase trabajadora en general, swingers con los días contados viviendo la extinción del deseo como un infernal viaje hacia la desesperación.

Ésta es una noche de viernes en una Barcelona asfixiada de calor y J duerme con el televisor encendido en un partido de fútbol mientras yo escribo sin parar, tal vez esperando la llamada de mi amiga, la ex sadomasoquista, sintiéndome de todo menos liberal. Me regalo el privilegio de ver el mundo de los swingers y sus manjares desde la distancia: no de una distancia orgullosa, pero sí a salvo, con la tranquilidad de quien se sabe joven y amada, aunque sea con fecha de caducidad. No sé si era Aldous Huxley quien decía que es un problema descubrir un placer realmente nuevo porque siempre se quiere más. Cuando uno se lo permite en exceso se convierte en lo contrario: cada placer aloja la misma dosis de dolor. Sé que fui liberal alguna vez, pero sólo hasta que regresé del planeta de los swingers. He traicionado el voto de confidencialidad de la mafia. La última regla para un swinger es no revelar nunca lo que ocurre entre liberales del sexo. Quizá nunca lo fui.

sábado, 6 de febrero de 2021

The Caracas Speech, by Roberto Bolaño

 I’ve always had a problem with Venezuela. An infantile problem, fruit of my disorganized education; a minimal problem; but a problem nonetheless. The center of the problem is of a verbal and geographic nature. It is also probably due to a sort of undiagnosed dyslexia. I don’t mean to say by this that my mother never took me to the doctor; on the contrary, until the age of ten I was an assiduous visitor to doctor’s offices and even hospitals, but from that point on my mother decided I was strong enough to handle anything.

But let us return to the problem. When I was little, I played soccer. My number was 11, the number of Pepe and Zagalo in the World Cup in Sweden, and I was an enthusiastic player but a pretty bad one, though my left leg was my good leg and supposedly lefties never lose steam during a match. In my case, this wasn’t true: I almost always lost steam, though every once in a while, say once every six months, I would play a good match and recover at least a part of the enormous credit lost. At night, as is natural, before going to sleep, I would run circles in my head around my pitiful condition as a soccer player. It was then that I had the first conscious inkling of my dyslexia. I shot with my left leg but wrote with my right hand. That was a fact. I would have liked to write with my left hand, but I did it with my right. And that, right there, was the problem. For instance, when the coach would say, “Pass it to the guy on your right, Bolaño,” I wouldn’t know where to pass the ball. And sometimes, even, playing along the left flank, hearing my coach shout himself hoarse, I would have to stop and think: left—right. Right was the soccer field, left was kicking it out of bounds, out toward the few spectators, children like me, or toward the miserable pastures that surrounded the soccer fields of Quilpue, or Cauquenes, or the province of Bío-Bío. With time, of course, I learned to have a reference every time I was asked or informed about a street that was on the right or the left, and that reference was not the hand with which I wrote but the foot with which I kicked the ball.

And with Venezuela I had, more or less around the same time—meaning until yesterday—a similar problem. The problem was its capital. For me, the most logical thing was for the capital of Venezuela to be Bogotá. And the capital of Colombia, Caracas. Why? Well, by a verbal logic, or a logic of letters. The v in Venezuela is similar, not to say related, to the b in Bogotá. And the c in Colombia is first cousin to the c in Caracas. This seems insubstantial, and it probably is, but for me it constituted a problem of the first order when, on a certain occasion, in Mexico, during a conference about the urban poets of Colombia, I showed up to talk about the potency of the poets of Caracas, and the people—people just as kind and educated as yourselves—remained silent, waiting for me to move beyond the digression about the poets from Caracas and start talking about the ones from Bogotá, but what I did was keep talking about the ones from Caracas, about their aesthetic of destruction. I even compared them to the Italian Futurists—differences notwithstanding, of course—and to the first Lettrists, the group founded by Isidore Isou and Maurice Lemaître, the group out of which the germ of Guy Debord’s Situationism would be born, and the people at this point began to conjecture. I think they must have thought that the poets from Bogotá had made a mass migration to Caracas, or that the poets from Caracas had played a defining role in the new group of poets from Bogotá, and when I finished the talk, abruptly, as I liked to finish any talk those days, the people stood up, applauded timidly, and ran off to consult the poster at the entrance. And as I was leaving, accompanied by the Mexican poet Mario Santiago, who always went around with me and who had surely noticed my mistake, though he didn’t say anything, because for Mario mistakes and errors and equivocations are like Baudelaire’s clouds drifting across the sky, that is to say something to look at but never to correct—on our way out, as I was saying, we ran into an old Venezuelan poet (and when I say “old,” I remember the moment and realize that the Venezuelan poet was probably younger than I am now), who told us with tears in his eyes that there must have been some kind of mistake, that he had never heard a single word about these mysterious poets from Caracas.

At this point in the speech, I get the feeling that don Rómulo Gallegos must be turning over in his grave. “But to whom have they given my prize?” he must be thinking. Forgive me, don Rómulo. It’s just that even doña Bárbara, with a b, sounds like Venezuela and Bogotá, and Bolivar, also, sounds like Venezuela and doña Bárbara. Bolivar and Bárbara, what a good couple they would have made, although don Rómulo’s other two great novels, Cantaclaro and Canaima, could perfectly well be Colombian novels, which leads me to thinking that maybe they are, and that beneath my dyslexia there might perhaps be a method, a bastard semiotic method or a graphological or metasyntactic or phonemic or simply poetic method, and that the truth of truths is that Caracas is the capital of Colombia, just like Bogotá is the capital of Venezuela, in the same way that Bolivar, who is Venezuelan, dies in Colombia, which is also Venezuela and Mexico and Chile.

I don’t know if you can see where I’m trying to get here. Pobre Negro, for instance, by don Rómulo, is an eminently Peruvian
novel. La Casa Verde, by Vargas Llosa, is a Colombo-Venezuelan novel. Terra Nostra, by Fuentes, is an Argentinean novel, though I warn you not to ask me what I’m basing that affirmation on, because the answer would be prolix and boring. The pataphysical academy teaches (and mysteriously, too) the science of imaginary solutions, which, as you all know, is that which studies the laws that regulate exceptions. And this shock in the order of letters is, in a sense, an imaginary problem that requires an imaginary solution.

But let’s return to don Rómulo before we get into Jarry and note a few strange signs along the way. I have just won the eleventh Rómulo Gallegos Prize. Number 11. I used to play with the number 11 on my shirt. This, to you, will most likely seem a coincidence, but it leaves me trembling. Number 11, who couldn’t tell left from right and thus confused Caracas with Bogotá, has just won (and I use this parenthetical to once again thank the jury for this distinction, in particular Ángeles Mastretta) the eleventh Rómulo Gallegos Prize. What would don Rómulo think of this? The other day, talking on the phone, Pere Gimferrer, who is a great poet and on top of that knows everything and has read everything, told me that there are two commemorative plaques in Barcelona marking houses where don Rómulo used to live. According to Gimferrer (although he wouldn’t put his hand in the fire over the particulars), the great Venezuelan writer started writing Canaima in one of these houses.

The truth is that I believe 99.9 percent of the things Gimferrer says to the letter, so, as Gimferrer was talking (one of the houses with the plaques was not a house but a bench, which posits a series of doubts; for instance, if don Rómulo, during his stay in Barcelona—and I say “stay” and not “exile” because a Latin American is never exiled in Spain—had worked on a bench or if the bench later came to install itself in the novelist’s house)… As I was saying, while the Catalan poet was speaking, I got to thinking about my now-distant (though no less exhausting for it, especially in my memory) ambles through the Eixample district, and I saw myself there again, bouncing around in 1977, 1978, maybe 1982, and suddenly I thought I saw a street at sunset, near Muntaner, and I saw a number, the number 11, and then I walked a little further, and there was the plaque. That’s what I saw, in my mind.

But it’s also probable that during the years that I lived in Barcelona, I passed by that street and saw the plaque, a plaque that possibly says, “Here lived Rómulo Gallegos, novelist and politician, born in Caracas in 1884, died in Caracas in 1969,” and then other things, in smaller letters, like his books, accolades, etc. And it’s possible that I would have thought, without stopping, of another famous Colombian writer, though I could have only thought this without stopping, I insist, because by that point I had read don Rómulo as required reading in school in either Chile or Mexico, I can’t remember which, and I liked Doña Bárbara, though, according to Gimferrer, Canaima is better, and of course I knew that don Rómulo was Venezuelan and not Colombian. Which truly signifies very little, being Colombian or being Venezuelan, and at this point we return, as if bounced back by lightning, to the b in Bolivar, who was not dyslexic and who wouldn’t have much minded a united Latin America, a preference
I share with the Liberator, as it’s all the same to me if people say I’m Chilean, even though some Chilean colleagues prefer to see me as Mexican, or if they call me Mexican, though some Mexican colleagues prefer to call me Spanish, or even disappeared in combat. And in fact it’s all the same to me if I’m considered a Spaniard, even if some Spanish colleagues hit the ceiling and start proclaiming I’m from Venezuela, born in Caracas or in Bogotá, which doesn’t bother me much, quite the contrary, in fact.

What’s true is that I am Chilean, and I am also a lot of other things. And having arrived at this point, I must abandon Jarry and Bolivar and try to remember the writer who said that the homeland of a writer is his tongue. I don’t remember his name. Perhaps it was a writer who wrote in Spanish. Perhaps it was a writer who wrote in English or French. A writer’s homeland, he said, is his tongue. It sounds a little demagogic, but I agree with him completely, and I know that sometimes there is no recourse left us but to get a little demagogic, just like sometimes there is no recourse left us but to dance a bolero under the light of streetlamps or a red moon. Although it’s also true that a writer’s homeland is not his tongue, or not only his tongue, but also the people he loves. And sometimes a writer’s homeland is not the people he loves but his memory. And other times a writer’s only homeland is his loyalty, and his courage. In truth, a writer’s homelands can be many, and sometimes the identity of that homeland depends a great deal on whatever he is writing at the moment. The homelands can be many, it occurs to me now, but the passport can only be one, and that passport is evidently the quality of his writing. Which does not mean writing well, because anyone can do that, but writing marvelously well, and not even that, because anyone can write marvelously well, too. What, then, is writing of quality? Well, what it has always been: knowing to stick one’s head into the dark, knowing to jump into the void, knowing that literature is basically a dangerous occupation. To run along the edge of the precipice: on one side the bottomless abyss and on the other the faces one loves, the smiling faces one loves, and books, and friends, and food. And to accept that fact, though sometimes it may weigh on us more than the flagstone that covers the remains of every dead writer. Literature, as an Andalusian folk song might say, is dangerous.

And now that I have returned, finally, to the number 11, which is the number of those who run along the flanks, and now that I have mentioned danger, I recall that page of the Quijote where the merits of arms and letters are discussed, and I suppose that, in the end, what is being discussed is the difference in the level of danger, which also means the level of virtue, entailed in each occupation. And Cervantes, who was a soldier, has arms win out over letters, has the soldier win out over the honorable occupation of the poet. And if we read these pages well (something that now, as I write this speech, I am not doing, even though from the table at which I sit I can see my two editions of the Quijote), we will sense in them a strong aroma of melancholy, because Cervantes is having his own youth triumph, the ghost of his lost youth, before the reality of his exercise of prose and poetry, which until then had been so adverse. And this comes to my mind because to a great extent everything that I have ever written is a love letter or a letter of farewell to my own generation, those of us who were born in the ’50s and who chose at a given moment to take up arms (though in this case it would be more correct to say “militancy”) and gave the little that we had, or the greater thing that we had, which was our youth, to a cause that we believed to
be the most generous of the world’s causes and that was, in a sense, though in truth it wasn’t.

Needless to say, we fought tooth and nail, but we had corrupt bosses, cowardly leaders, an apparatus of propaganda that was worse than that of a leper colony. We fought for parties that, had they emerged victorious, would have immediately sent us to a forced-labor camp. We fought and poured all our generosity into an ideal that had been dead for over fifty years, and some of us knew that: How were we not going to know that if we had read Trotsky or were Trotskyites? But nevertheless we did it, because we were stupid and generous, as young people are, giving everything and asking for nothing in return. And now nothing is left of those young people, those who died in Bolivia, died in Argentina or in Peru, and those who survived went to Chile or Mexico to die, and the ones they didn’t kill there they killed later in Nicaragua, in Colombia, in El Salvador. All of Latin America is sown with the bones of these forgotten youths. And this is what moves Cervantes to choose arms over letters. His companions, too, were dead. Or old and abandoned, in misery and neglect. To choose was to choose youth, to choose the defeated and those who had nothing left. And that is what Cervantes does, he chooses youth. And even in this melancholy weakness, in this crack in his soul, Cervantes is the most lucid, for he knows that writers don’t need anyone to praise their occupation. We praise it ourselves.

Frequently, our way of praising it is to curse the hour in which we decided to become writers, but as a general rule we tend to clap and dance when we’re alone, for this is a solitary occupation, and we recite our own pages to ourselves, and that is our way of praising ourselves, and we don’t need for anyone to tell us what we have to do and much less for a poll to elect ours as the most honorable of occupations. Cervantes, who wasn’t dyslexic but who was left crippled by the exercise of arms, knew perfectly well what he was saying. Literature is a dangerous occupation.

Which takes us directly to Alfred Jarry, who had a gun and liked to shoot, and to the number 11, the leftmost extreme, which looks out of the corner of its eye as it passes like a bullet by the plaque and the house where don Rómulo lived. And I hope that at this point in the speech don Rómulo is not so angry with me, that he won’t appear to Domingo Miliani in dreams asking why they gave me the prize that bears his name, a prize that for me is hugely important—I am the first Chilean to obtain it—a prize that doubles the challenge, as if that were possible, as if the challenge by its very nature, by its own virtues, weren’t already doubled or tripled. A prize, by this reasoning, would seem a gratuitous act, and now that I think about it, since this is all true, a prize does have something of the gratuitous in it. It is a gratuitous act that does not speak to my novel or its merits but to the generosity of a jury. (Until yesterday, I did not know any of its members.) Let this be clear, because like Cervantes’s veterans of Lepanto and like the veterans of the Latin-American Florid Wars, my only wealth is my dignity. I read this and I don’t believe it. Me, talking about dignity. It’s possible that the spirit of don Rómulo won’t appear in dreams to Domingo Miliani but to me.

These words are written now, in Caracas (Venezuela), and one thing is clear: Don Rómulo can’t appear to me in dreams for the simple reason that I can’t sleep. Outside, the crickets are chirping. I calculate, very roughly, that there are some ten or twenty thousand of them. Perhaps don Rómulo’s voice is in one of their songs, confused, joyfully confused, in the Venezuelan night, in the American night, in the night that belongs to all of us, to those who sleep and to those of us who can’t.

I feel like Pinocchio.


Translated by David Noriega, The first complete English translation of the Chilean novelist's 1999 speech accepting the Rómulo Gallegos Prize.

Discurso de Caracas, Roberto Bolaño

Siempre tuve un problema con Venezuela. Un problema infantil, fruto de mi educación desordenada, problema mínimo pero problema al fin y al cabo. El centro de este problema es de índole verbal y geográfica. También es probable que se deba a una especie de dislexia no diagnosticada.
No quiero decir con esto que mi madre no me llevara nunca al médico, al contrario, hasta los diez años fui visitante asiduo de consultas y hasta de hospitales, pero a partir de entonces mi madre creyó que ya era suficientemente fuerte como para aguantarlo todo. Pero volvamos al problema. Cuando era pequeño jugaba al futbol. Mi número era el 11, el número de Pepe y de Zagalo en el mundial de Suecia, y fui un jugador entusiasta, pero bastante malo, aunque mi pierna buena era la izquierda y se supone que los zurdos no desentonan en un partido. En mi caso no era cierto, yo desentonaba casi siempre, aunque de vez en cuando, una vez cada seis meses, por ejemplo, hacía un partido bueno y recobraba una parte al menos del enorme crédito perdido. Por las noches, como es natural, antes de dormirme, pensaba y le daba vueltas a mi lamentable condición de futbolista. Y fue entonces cuando tuve el primer atisbo consciente de mi dislexia. Yo chutaba con la izquierda pero escribía con la derecha. Eso era un hecho. Me hubiera gustado escribir con la izquierda, pero lo hacía con la derecha. Y ahí estaba el problema. Por ejemplo, cuando el entrenador decía: pásale al de tu derecha, Bolaño, yo no sabía a qué lado tenía que pasar la pelota. E incluso a veces, jugando por la banda izquierda, ante la voz desgañitada de mi entrenador yo me paraba y tenía que pensar: izquierda-derecha. Derecha era el campo de futbol, izquierda era sacarla fuera, hacia los pocos espectadores, niños como yo, o hacia los potreros miserables que rodeaban los campos de futbol de Quilpué, o de Cauquenes, o de la provincia de Bío-Bío. Con el tiempo, por supuesto, aprendí a tener una referencia cada vez que me preguntaban o me informaban de una calle que estaba a la derecha o a la izquierda, y esa referencia no fue la mano con la que escribo sino el pie con el que le pego a la pelota. Y con Venezuela tuve, más o menos por las mismas fechas, es decir hasta ayer mismo, un problema similar. El problema era su capital. Para mí lo más lógico era que la capital de Venezuela fuera Bogotá. Y la capital de Colombia, Caracas. ¿Por qué? Pues por una lógica verbal o una lógica de las letras. La uve o ve baja del nombre Venezuela es similar, por no decir familiar, a la b de Bogotá. Y la ce de Colombia es prima hermana de la ce de Caracas. Esto parece intrascendente, y probablemente lo sea, pero para mí se constituyó en un problema de primer orden, llegando en cierta ocasión, en México, durante una conferencia sobre poetas urbanos de Colombia, a hablar de la potencia de los poetas de Caracas, y la gente, gente tan amable y educada como ustedes, se quedó callada a la espera de que tras la digresión sobre los poetas caraqueños pasara a hablar de los poetas bogotanos, pero lo que yo hice fue seguir hablando de los poetas caraqueños, de su estética de la destrucción, e incluso los comparé con los futuristas italianos, salvando las distancias, claro, y con los primeros letristas, el grupo de Isidore Isou y Maurice Lemaître, el grupo del que saldría el germen del situacionismo de Guy Debord, y la gente a esas alturas empezó a hacer cábalas, yo creo que pensaban que los bogotanos se habían trasladado en masa a Caracas, o que los caraqueños habían tenido un papel determinante en este grupo de nuevos poetas bogotanos, y cuando di por terminada la conferencia, con un final abrupto, tal como entonces me gustaba acabar cualquier conferencia, la gente se levantó, aplaudió tímidamente y se marchó corriendo a consultar el afiche de la entrada, y cuando yo salí, acompañado por el poeta mexicano Mario Santiago, que siempre iba conmigo y que seguramente se había dado cuenta de mi error aunque no me lo dijo por que para Mario los errores y los gazapos y los equívocos eran como las nubes de Baudelaire que pasan por el cielo, es decir que hay que mirar pero no corregir, al salir, decía, nos encontramos con un viejo poeta venezolano, y cuando digo viejo recuerdo ese momento y el poeta venezolano probablemente era más joven de lo que yo soy ahora, que nos dijo con lágrimas en los ojos que tenía que haber un error, que él jamás había oído ni una palabra sobre esos poetas misteriosos de Caracas.

A estas alturas del discurso presiento que don Rómulo Gallegos debe estar revolviéndose en su tumba. Pero a quién le han dado mi premio, estará pensando. Perdone, don Rómulo. Pero es que incluso doña Bárbara, con b, suena a Venezuela y a Bogotá, y también Bolívar suena a Venezuela y a doña Bárbara; Bolívar y Bárbara, qué buena pareja hubieran hecho, aunque las otras dos grandes novelas de don Rómulo, Cantaclaro y Canaima, podrían perfectamente ser colombianas, lo que me lleva a pensar que tal vez lo sean, y que bajo mi dislexia acaso se esconda un método, un método semiótico bastardo o grafológico o metasintáctico o fonemático o simplemente un método poético, y que la verdad de la verdad es que Caracas es la capital de Colombia así como Bogotá es la capital de Venezuela, de la misma manera que Bolívar, que es venezolano, muere en Colombia, que también es Venezuela y México y Chile. No sé si entienden a dónde quiero llegar. Pobre negro, por ejemplo, de don Rómulo, es una novela eminentemente peruana. La casa verde, de Vargas Llosa, es una novela colombiano-venezolana. Terra nostra, de Fuentes, es una novela argentina y advierto que mejor no me pregunten en qué baso esta afirmación porque la respuesta sería prolija y aburridora. La academia patafísica enseña, de forma por demás misteriosa, la ciencia de las soluciones imaginarias que es, como sabéis, aquella que estudia las leyes que regulan las excepciones. Y este sobresalto de letras, de alguna manera, es una solución imaginaria que exige una solución imaginaria. Pero volvamos a don Rómulo antes de meternos con Jarry y notemos, de paso, algunas señales extrañas. Yo me acabo de ganar el decimoprimer premio Rómulo Gallegos. El 11. Yo jugaba con el 11 en la camiseta. Esto, a ustedes, les parece una casualidad, pero a mí me deja temblando. El 11 que no sabía distinguir la izquierda de la derecha y que por lo tanto confundía Caracas con Bogotá, acaba de ganar (y aprovecho este paréntesis para agradecerle una vez más al jurado esta distinción, especialmente a Ángeles Mastretta) el decimoprimer premio Rómulo Gallegos. ¿Qué pensaría don Rómulo de esto? El otro día, hablando por teléfono, Pere Gimferrer, que es un gran poeta y que además lo sabe todo y lo ha leído todo, me dijo que hay dos placas conmemorativas en Barcelona, en sendas casas donde vivió don Rómulo. Según Gimferrer, aunque sobre el particular no ponía las manos en el fuego, en una de estas casas comenzó el gran escritor venezolano a escribir Canaima. La verdad es que 99.9 % de las cosas que dice Gimferrer me las creo a pie juntillas, y entonces, mientras Gimferrer hablaba (una de las casas donde había una placa no era una casa sino un banco, lo que planteaba una serie de dudas, por ejemplo si don Rómulo en su estancia en Barcelona —y digo estancia y no exilio porque un latinoamericano jamás está exiliado en España— había trabajado en un banco o si el banco vino después a instalarse en la casa en donde vivió el novelista), como decía, mientras el poeta catalán hablaba, yo me puse a pensar en mis ya lejanos pero no por ellos menos agotadores, sobre todo en la memoria, paseos por el Ensanche, y me vi otra vez allí, dando tumbos en 1977, 1978, tal vez 1982, y de repente creí ver una calle al atardecer, cerca de Muntaner, y vi un número, vi el número 11 y luego caminé un poco más, unos pasos más, y allí estaba la placa. Eso es lo que vi mentalmente. Pero también es probable que en los años que viví en Barcelona pasara por esa calle, y viera la placa, una placa que posiblemente pone Aquí vivió Rómulo Gallegos, novelista y político, nacido en Caracas en 1884 y muerto en Caracas en 1969 y después, en letras más chiquitas, otras cosas, los libros, los blasones, etcétera, y es posible que yo pensara, sin detenerme: otro escritor colombiano famoso, y eso sólo es posible que lo pensara sin detenerme, insisto, pues la verdad es que entonces ya había leído a don Rómulo como lectura obligatoria no sé si en un liceo chileno o en una prepa mexicana y me gustaba Doña Bárbara, aunque según Gimferrer es mejor Canaima, y por supuesto sabía que don Rómulo era venezolano y no colombiano. Lo que realmente significa poco, ser colombiano o ser venezolano, y en este punto volvemos como rebotados por un rayo a la b de Bolívar, que no era disléxico y al que no le hubiera disgustado una América Latina unida, un gusto que comparto con el Libertador, pues a mí lo mismo me da que digan que soy chileno, aunque algunos colegas chilenos prefieran verme como mexicano, o que digan que soy mexicano, aunque algunos colegas mexicanos prefieren considerarme español, o, ya de plano, desaparecido en combate, e incluso lo mismo me da que me consideren español, aunque algunos colegas españoles pongan el grito en el cielo y a partir de ahora digan que soy venezolano, nacido en Caracas o Bogotá, cosa que tampoco me disgusta, más bien todo lo contrario. Lo cierto es que soy chileno y también soy muchas otras cosas. Y llegado a este punto tengo que abandonar a Jarry y a Bolívar e intentar recordar a aquel escritor que dijo que la patria de un escritor es su lengua. No recuerdo su nombre. Tal vez fue un escritor que escribía en español. Tal vez fue un escritor que escribía en inglés o francés. La patria de un escritor, dijo, es su lengua. Suena más bien demagógico, pero coincido plenamente con él, y sé que a veces no nos queda más remedio que ponernos demagógicos, así como a veces no nos queda más remedio que bailar un bolero a la luz de unos faroles o de una luna roja. Aunque también es verdad que la patria de un escritor no es su lengua o no es sólo su lengua sino la gente que quiere. Y a veces la patria de un escritor no es la gente que quiere sino su memoria. Y otras veces la única patria de un escritor es su lealtad y su valor. En realidad muchas pueden ser las patrias de un escritor, a veces la identidad de esta patria depende en grado sumo de aquello que en ese momento está escribiendo. Muchas pueden ser las patrias, se me ocurre ahora, pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura. Que no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer cualquiera, sino escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues escribir maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera. ¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso. Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida. Y aceptar esa evidencia aunque a veces nos pese más que la losa que cubre los restos de todos los escritores muertos. La literatura, como diría una folclórica andaluza, es un peligro.

Y ahora que he vuelto, por fin, sobre el número 11, que es el número de los que corren por la banda, y que he mencionado el peligro, recuerdo aquella página del Quijote en donde se discute sobre los méritos de la milicia y de la poesía, y supongo que en el fondo lo que se está discutiendo es sobre el grado de peligro, que también es hablar sobre la virtud que entraña la naturaleza de ambos oficios. Y Cervantes, que fue soldado, hace ganar a la milicia, hace ganar al soldado ante el honroso oficio de poeta, y si leemos bien esas páginas (algo que ahora, cuando escribo este discurso, yo no hago, aunque desde la mesa donde escribo estoy viendo mis dos ediciones del Quijote) percibiremos en ellas un fuerte aroma de melancolía, porque Cervantes hace ganar a su propia juventud, al fantasma de su juventud perdida, ante la realidad de su ejercicio de la prosa y de la poesía, hasta entonces tan adverso. Y esto me viene a la cabeza porque en gran medida todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era. De más está decir que luchamos a brazo partido, pero tuvimos jefes corruptos, líderes cobardes, un aparato de propaganda que era peor que una leprosería, luchamos por partidos que de haber vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo de trabajos forzados, luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal que hacía más de cincuenta años que estaba muerto, y algunos lo sabíamos, y cómo no lo íbamos a saber si habíamos leído a Trotski o éramos trotskistas, pero igual lo hicimos, porque fuimos estúpidos y generosos,como son los jóvenes, que todo lo entregan y no piden nada a cambio, y ahora de esos jóvenes ya no queda nada, los que no murieron en Bolivia murieron en Argentina o en Perú, y los que sobrevivieron se fueron a morir a Chile o a México, y a los que no mataron allí los mataron después en Nicaragua, en Colombia, en El Salvador. Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados. Y es ése el resorte que mueve a Cervantes a elegir la milicia en descrédito de la poesía. Sus compañeros también estaban muertos. O viejos y abandonados, en la miseria y en la dejadez. Escoger era escoger la juventud y escoger a los derrotados y escoger a los que ya nada tenían. Y eso hace Cervantes, escoge la juventud. Y hasta en esta debilidad melancólica, en este hueco del alma, Cervantes es el más lúcido, pues él sabe que los escritores no necesitan que nadie le ensalce el oficio. Nos lo ensalzamos nosotros mismos. A menudo nuestra forma de ensalzarlo es maldecir la mala hora en que decidimos ser escritores, pero por regla general más bien aplaudimos y bailamos cuando estamos solos, pues éste es un oficio solitario, y recitamos para nosotros mismos nuestras páginas y ésa es la forma de ensalzarnos y no necesitamos que nadie nos diga lo que tenemos que hacer y mucho menos que tras una encuesta nuestro oficio sea elegido el oficio más honroso de todos los oficios. Cervantes, que no era disléxico pero al que el ejercicio de la milicia dejó manco, sabía perfectamente bien lo que se decía. La literatura es un oficio peligroso. Lo que nos lleva directamente a Alfred Jarry, que tenía una pistola y le gustaba disparar, y al número 11, el extremo izquierdo que mira de reojo, mientras pasa como una bala, la placa y la casa donde vivió don Rómulo, que a estas alturas del discurso espero que ya no esté tan enojado conmigo, ni se le vaya a aparecer en sueños a Domingo Miliani para preguntarle por qué me dieron el premio que lleva su nombre, un premio para mí importantísimo, soy el primer chileno que lo obtiene, un premio que dobla el desafío, si eso fuera posible, si el desafío por su propia naturaleza, en aras de su propia virtud, ya no estuviera previamente doblado o triplicado. Un premio, según lo anterior, sería un acto gratuito y ahora que lo pienso, pues es verdad, algo tiene de acto gratuito. Es un acto gratuito que no habla de mi novela ni de sus méritos sino de la generosidad de un jurado. (Entre paréntesis: hasta ayer no conocía a ninguno.) Esto que quede claro, pues como los veteranos del Lepanto de Cervantes y como los veteranos de las guerras floridas de Latinoamérica mi única riqueza es mi honra. Lo leo y no lo creo. Yo hablando de honra. Puede que el espíritu de don Rómulo no se le aparezca en sueños a Domingo Miliani sino a mí. Estas palabras están escritas ya en Caracas (Venezuela) y una cosa está clara: don Rómulo no se me puede aparecer en sueños por la simple razón de que no puedo dormir. Afuera cantan los grillos. Calculo, a ojo de buen cubero, que serán unos diez mil o veinte mil. En el canto de uno de esos grillos tal vez está la voz de don Rómulo, confundida, dichosamente confundida, en la noche venezolana, en la noche americana, en la noche de todos nosotros, los que duermen y los que no podemos dormir. Me siento como Pinocho.

Chilean novelist's 1999 speech accepting the Rómulo Gallegos Prize.

Mi nombre en el google, Claudia Apablaza

Enciendo el computador. Veo cómo aparece ante mí una foto de Diane Arbus en la pantalla: Gigante judío en casa con sus padres en el Bronx. Es mi fotógrafa preferida. Algunos la llaman sarcástica, otros demente, perversa, retorcida. Yo la llamo mujercita divina. Cada noche busco mi nombre en el google. Hace exactamente tres semanas que no aparece nada nuevo. Esto me irrita, me molesta, me produce mucha rabia. A estas alturas si no apareces en el google, no eres nadie.

Enciendo un cigarrillo, el silencio de mi departamento me agrada y me deja tranquilo. Sólo a intervalos escucho algún auto que pasa y se mezcla con la música de Philip Glass. Me paro y voy a la cocina. Me preparo un whisky con mucho hielo. El cigarrillo se consume mientras intento conectarme a internet. Afuera llueve y los cables de desconectan cuando hay tormenta. ¡País de mierda! Nunca debí haber vuelto del extranjero. Vuelva a conectarse más tarde, intente de nuevo. ¡País de mierda! Agarro el teléfono, en la empresa servidora aparece una contestadora automática. Recuerdo a un amigo, un escritor que nunca contesta el teléfono, sólo la contestadora automática y además se da el lujo de escuchar a los que lo llaman y no responderle. A veces se burla, se ríe, a veces llora, otras veces se sonroja. Recuerdo también a un amigo que le gusta tener sexo por teléfono. Tuve sexo con una mexicana, me dijo hace unos días. En este país están cada día más tarados: un amigo que se sonroja y llora frente a una grabadora y otro que tiene sexo por teléfono con una mexicana.

La grabadora dice que apriete el número uno si tengo problemas con el servidor, dos si necesito información acerca de mi cuenta, tres si quiero información de los nuevos servicios, cuatro si quiero contratar internet, cinco si quiero comunicarme con una operadora. Aprieto el cinco. La voz es bastante sensual. Incita a llamar siempre y contratar todos los servicios. Recuerdo a mi amigo que tiene sexo con una mexicana y de verdad creo que no es tan tarado. Me excito y pienso que terminaré teniendo sexo con la mujer de la otra línea. Philip Glass suena y el viento golpea las ventanas. Einstein on the Beach, disco uno, se confunde con el ruido de afuera y siento cómo el whisky va relajando mi cuerpo. Mi garganta se relaja. Ya no odio a la contestadora. Incluso quisiera tener sexo con esa mexicana que mi amigo me contó. Debería llamarlo y pedirle su número telefónico. “Nuestras operadoras están ocupadas, espere en línea o vuelva a marcar más tarde”. Espero en línea. Nuevamente: “Nuestras operadoras están ocupadas, espere en línea o vuelva a marcar más tarde”. La voz de esa mujer me seduce. ¿Será la mexicana? Espero en línea. Tal vez aparece su voz en tiempo real y la invito a tomar un trago a mi departamento. “Nuestras operadoras..”.. Cuelgo, tengo paciencia, pero no demasiada. No puedo esperar infinitamente en línea. Debería llamar a mi amigo para pedirle el teléfono. Tomo un trago y enciendo otro cigarrillo. Abro la ventana y veo que la ciudad está dormida. Una luz se enciende a lo lejos e imagino que debe ser una mujer, noctámbula, estará casi desnuda, fumando un cigarrillo y pensando en el hombre que ama. Estará tomando un vodka tónica con dos hielos y escuchando canciones romanticonas: Camilo Sesto o Leonardo Favio.

Vuelvo a sentarme frente al computador. Son las doce de la noche y debería salir a un café internet a ver mi correo y a buscarme en el google. Además hoy me iba a escribir mi editor y me diría si me publicarían mi última novela. Algo me anticipó, que tal vez habría que sacar a un personaje demasiado misógino. ¡A la mierda!, le dije, si lo sacas, me llevo la novela a otra editorial. Debes sacarlo, Mariano Infante, debes sacar a ese misógino. ¡A la mierda, viejito, soy un escritor y no un carnicero! Mariano, debes lidiar con nuestra línea, nuestras colecciones. ¡A la mierda, soy un escritor, no soy carnicero!

Vivo solo hace un par de años. Me cuesta decirlo, pero no puedo vivir con ninguna mujer; la verdad es que no puedo vivir con nadie. Graciela, mi última pareja, se fue con un vendedor de alfombras exóticas. Siempre buscó la aventura. En un principio me mintió, me dijo que era escritora y que podríamos congeniar nuestros caracteres apáticos, que no me preocupara, que me dejaría encerrarme todo un día y escuchar la música que yo quisiera: Stockhousen, Laurie Anderson o algo de jazz ligero. De a poco fue hastiándose. No escribió ni media letra durante los dos años en que vivimos juntos. Luego comenzó a salir de noche, a bares, luego algunos hombres le dejaban mensajes en la contestadora. Se notaba que decía que era soltera. “Graciela, anoche estuviste una diosa”. “Graciela, hoy podemos ir al mismo lugar y jugamos a aquello”. “Graciela, mañana podría venir a desayunar a mi departamento y luego te vas a tu trabajo”. ¡Maldita, nunca le trabajó un día a nadie! ¡Tuve que mantenerla durante dos años! Yo no se lo recriminaba, no le decía nada, no teníamos contrato de fidelidad y sus aventurillas, al principio, me importaban una mierda. Hasta que se fue. Bendito el día en que se fue. Dejé de escuchar esos mensajitos y preocuparme de que no le pasara nada. Dejé de estar insomne, de pasearme dentro del departamento esperando a que llegara, dejé de gastar dinero en ropa de marca y perfumes caros.

Intento conectarme. Abriendo el puerto. Error 680: No hay tono de marcado...

Voy hacia la ventana y exhalo aire. Se forma un humo que se dispersa y se fusiona con la neblina. Más allá de esa lucecita, no se ve nada. La única luz, el departamento del frente. Ella se pasea de un lado a otro. Debe esperar a un amante que se fue hace años.

Necesito volver a llamar a la empresa servidora. Levanto el auricular. Un botón rojo pestañea, sé que hay algunos mensajes atascados en la grabadora.

“Mariano, soy Jorge Olavaria, sólo hasta mañana podemos esperar la crítica de En la frontera, de McCarthy. Dijiste que la traías hoy al diario. Envíala a mi correo, a más tardar a las once de la mañana. Vamos a despachar a las once cinco minutos, te lo repito: once con cinco minutos”. ¡Imbécil, qué se cree este maldito, no le enviaré ninguna crítica! “Mariano, hola amor, soy Julieta, no me has llamado, ¿qué pasa?, ¿acaso te molestaste por lo que te dije el otro día?”. Sí, me molesté, no me gusta que me manden mensajes de texto a las cuatro de la mañana y además que me das lata, pendeja ladilla. “Mariano, hijo, tu hermano necesita conversar contigo, al parecer te encontró un trabajo estable en una revista, llámalo cuanto antes..”.. “Aló, Mariano, soy Andrés Cuello, el sábado estaré de cumpleaños, lo celebraré en el bar Tópico Urbano, espero puedas venir, tal vez puedes traer a tu nueva amiga, esa sueca que me comentaste”. ¡Ya les dije que no me interesa andar en bares de nombres estúpidos! ¡Malditos! ¡Menos presentarle a mis amiguitas, ni trabajar en revistas de ciudadanos civilizados! ¡No quiero escuchar más esta maldita contestadora!

Vuelvo a la ventana y miro el cielo. No hay estrellas, sólo unas nubes negras que amenazan con tenerme desconectado todo el fin de semana. Marco nuevamente el número de estos malditos servidores de internet. “Si tiene problemas con el servidor, marque uno; dos, si necesita información acerca de su cuenta; tres, si quiere información de los nuevos servicios; cuatro, si quiere contratar internet; cinco, si quiere comunicarse con una operadora”. Cuelgo. ¡Malditos, yo sólo quiero ver mi nombre en el google!

Hace seis meses que dejé mi novela en la editorial. La aprobaron. Te publicaremos, me dijo mi editor, saldrás en un mes más. Hoy se cumplen exactos los treinta días y nadie ha dicho nada en los medios, salvo una nota de un periodista, cuarenta y dos caracteres: Mariano Infante firmó contrato con una editorial.

Tomo un trago, y mi garganta lo agradece. Soy libre, escucho mi música, publicaré donde quiero y no sacaré los párrafos como los que se dedican a hacer recortes. No soy un carnicero. Tampoco me interesa quién me hablará del otro lado, menos la mexicana que tiene sexo con mi amigo, ni la tipa del frente que se pasea de un lado a otro, ni menos aun Graciela. Sólo me interesa entrar al google y descubrir que alguien ha dicho algo importante acerca de mí. Que publicaré en pocos meses más, que los periodistas se pelearán la primicia, que luego me daré el gusto de no dar ninguna entrevista. Que me criticarán en todos los medios, incluso en periódicos extranjeros.

Llueve. La mujer romanticona ha apagado la luz. Estará llorando o masturbándose, quién sabe. Las romanticonas se masturban mientras fantasean con tipos gordos y desaseados. Tuve una amante que me lo confesó en un acto de locura, en una de esas crisis maniacas de las más severas. Las mujeres siempre nos masturbamos cuando estamos solas, más aun si llueve y apagamos la luz.

Me sirvo lo último que queda de la botella. En el congelador quedan sólo dos hielos. Disfruto. Enciendo un cigarrillo y la pantalla del computador está hibernando. Aprieto el botón azul y vuelve a aparecerelGigante judío en casa con sus padres en el Bronx. ¿Seré como él?, pienso. No, Olavarría es como él. Intento nuevamente y esta vez se conecta. ¡Se ha conectado! ¡Ahora sí! Tal vez debería enviar la crítica de McCarthy de inmediato, la tengo lista, corregida, pero no, no lo haré. Olavarría cree que estamos en la época de los esclavos. Le falta la fusta y el caballo para aparecer como el clásico patrón de fundo. La enviaré a otro diario, el viejo Maldonado me la publica sin siquiera leerla. Necesito entrar al google. Me tomo un trago: whisky de primera.

Estoy conectado, primero mi correo. La contraseña y ya está. Tengo diez sin leer, cinco son de Olavarría. Asunto: Urgente, crítica. Los elimino. Otro de Graciela. Asunto: en blanco. También lo elimino. Dos de mi editor. Asuntos: Dejaremos al personaje, no te preocupes, el libro sale a imprenta dentro de la semana. Mi hermano: “¿Quieres trabajar en la revista Tácito?”. Por último, la sueca: “Quiero verte”. Los elimino uno a uno. ¿Está seguro de que quiere eliminar los correos marcados? Aceptar.

Ahora iré al google. Directo a mi nombre. Ya habrán salido los primeros rumores de mi publicación. ¡Ahora sí! Seguro estaré en el google. Enciendo un cigarrillo. En la cajetilla sólo me quedan dos. Olvidé comprar de repuesto. Tendré que salir. Afuera llueve y la ventana suena. Cada noche pongo mi nombre en el google y espero que alguien diga algo, que se anuncie mi novela, que se mencione que publicaré dentro de los próximos meses, pero nada. El encargado de prensa de la editorial se dedica a tomar café con las periodistas. Lo he visto llevarle libros a algunas chicas en los cafecitos de Providencia. Seguro el muy desgraciado dice que va a reunión.

M-a-r-i-a-n-o - I-n-f-a-n-t-e. Tecleo. El cigarrillo se consume. Aprieto enter... ¡A la mierda, se demora! Enter. Enter. Enter. Enter, enter, enter. ¡A la mierda!

Acción cancelada. Internet no pudo vincular a la página web solicitada. Puede que la página no esté disponible temporalmente. Pruebe lo siguiente: Haga clic en...

¡Se desconectó! ¡A la mierda!

Agarro el teléfono. “Si tiene problemas con el servidor, marque uno; dos, si necesita información acerca de su cuenta, tres si quiere información de los nuevos servicios, cuatro si quiere contratar internet, cinco si quiere comunicarse con una operadora”.

Cinco.

“Nuestras operadoras están ocupadas...”.

¡A la mierda!

Un trago, otro. Mi cabeza da vueltas. Philip Glass, Einstein on the beach, disco dos.

Al seco, el último trago, mastico los hielos, se derriten en mi lengua, mis dientes hacen cric, cric, crac. Mi cabeza da vueltas y cric, cric, crac.

Mi nombre. Enter. ¡A la mierda! Mi nombre. Enter. ¡A la mierda! Última vez, cierro los ojos, pido que esta vez sea, escribo mi nombre. Enter. ¡Eso es! ¡Esta vez sí! ¡Hay cuatro nuevos links! ¡Eso! ¡Seguro a este imbécil lo pillaron y le prohibieron salir a sus reuniones! ¡Lo habrán amenazado con despedirlo! ¡Hay cuatro nuevos links!

“Por fin aparece el gran Mariano Infante, triunfa en las tablas del teatro de La esquina, la joven promesa chilena...”.

“Una velada espectacular, Mariano Infante, joven actor...”.

“...gracias a su maestro, está donde está, declara Mariano Infante en entrevista exclusiva después de su primera actuación en...”.

“...Mariano Infante, joven actor, hoy debuta en Chile y...”.

¡¿Qué pasa?! Me están agarrando el pelo, seguro me están agarrando el pelo.

¡¿Quién mierda es este pendejo?! ¡¿Quién mierda se atreve a llamarse Mariano Infante?!

Suena el teléfono. Miro la pantalla, es mi editor. No voy a contestarle. “Mariano, ¿estás ahí?, ¿cómo estás? Sucedió algo inesperado. Sucedió algo no muy bueno para tu carrera literaria. Hoy apareció en todos los medios un tipo que se llama igual que tú, es un actor, un tipo de unos treinta años... un aparecido... bueno, pero estaba pensando si en tu novela agregamos además de Infante, tu segundo apellido... llámame, que la novela va a imprenta el viernes y tenemos que resolverlo pronto... No es tan terrible tener que agregar tu segundo apellido, ¿o no?”. ¡A la mierda! ¡Cagué! Escucho cómo los autos pasan por la calle, un bocinazo, otro, otro, miles de bocinas. Unos tipos se ríen. ¡Estarán celebrando el triunfo de Mariano Infante a secas, el actor, sin segundo apellido! Miro por la ventana y mi vecina, la llorona, tiene encendido su televisor. La muy tonta lo habrá encendido para ver las noticias de medianoche y enterarse de lo último de Infante. No tengo televisor. Enciendo la radio. Siento que mi boca se seca. Siento la rabia, la decadencia de mi carrera literaria. Ese maldito debe morir. ¡No!, pasará a ser un mito, lo adorarán y venderán chapitas para las colegialas. ¡No!, pero sí, debe morir. Busco la Cooperativa. Seguro ahí dirán algo. No me equivoco: “Hoy triunfa en las tablas Mariano Infante, joven promesa, actor, estudió en Francia y hoy vuelve a Chile y debuta con su obra Momias, del cual es director y actor”. ¡Imbécil! “...en entrevista exclusiva con cooperativa dijo acerca de su carrera: bueno, lo primero es que no quiero que me confundan con el escritor...”. ¡Maldito! “...ya me lo han preguntado varias veces, yo soy Mariano Infante a secas, creo que él firma sus libros con su segundo apellido”. ¡Mentira! ¡Maldito! “...bueno, desde que llegué a Chile he sido muy bien recibido. El movimiento cultural y la diversidad en Chile es maravillosa...”. ¡Hueco de mierda! “...me he encontrado con muchas sorpresas, carreras de gestión cultural, diplomados...”. ¡Este es un imbécil! ¡Me están tomando el pelo! ¡No podré publicar, me asociarán con este imbécil!

Vuelvo al google, lo necesito. Entraré a cada una de esas páginas. Ahí debe salir algún contacto de este pendejo. Voy a salir a buscarlo. Debe andar celebrando en los bares de Lastarria o en los bares ultra urbanos y electrónicos. Voy a abrir cada uno de los links que encuentre. Buscaré una foto. Aquí está el desgraciado, es atractivo, delgado, viste de negro, peinado punk, debe andar con la misma ropa que sale en la foto, quizás ya tuvo sexo con mi vecina y la mexicana juntas. Voy a salir a buscarlo, ¡Maldito! ¡Él deberá usar su segundo apellido, él viene llegando, yo no, yo soy Mariano Infante y tengo mi prestigio en este país!

Marco el número de Patricia, actriz, ella debe saber de este tipo. Aló, Patricia. Estoy ocupada, Mariano. Patricia, es urgente, debo preguntarte algo. ¿Qué sucede?, dime rápido que estoy ocupadísima. ¿Conoces a un actor que se llama Mariano Infante y que llegó hace unos días a Santiago? ¿Para eso me llamas, imbécil? No conozco a ningún otro imbécil llamado Mariano Infante. Tuuuuuuut.

Llamaré a Olavarría o al viejo Maldonado, editores de cultura. Ya habrán hecho el contacto con él, y mañana sacarán la exclusiva en sus diarios. Ellos sabrán, seguro. El whisky se acabó, necesito un trago. Creo que queda algo de ron del fin de semana pasado. Lleno el vaso. Un sorbo, sin hielo. Está dulce, tibio. Un sorbo largo, larguísimo. Me sé el número de memoria. Aló, Olavarría. Mariano, por fin apareces, tenemos ese compromiso con la editorial, debes enviar la crítica ahora, ¿recuerdas el canje que hicimos con la editorial? Te llamo por otra cosa, te enviaré la crítica... ¡La quiero ahora en mi correo o te olvidas que seguirás colaborando! Dame el número de teléfono de Mariano Infante ¡¿Te volviste loco huevón? ¿De qué hablas?! ¡¿Crees que me tomarás el pelo para no enviar la crítica?! Tuuuuuuu.

Aló, viejito, viejito Maldonado, tú me vas a ayudar, necesito el número de Mariano Infante, necesito el número de ese maldito. Mariano, tranquilo, estaba esperando que me llamaras. Anota... Hotel Victoria, habitación 32, teléfono tanto y tanto. Gracias, viejo. ¿Te interesa una crítica de McCarthy? ...Te la envío, gracias viejo.

Bienvenido al Hotel Victoria, si conoce el anexo, márquelo. Otra caliente más en las grabadoras, seguro será la mexicana multiplicada por mil. Tuuuuuuuuuu. Me sirvo otro ron.

No sé aún lo que le diré a este pendejo. Es difícil enfrentarse a los cuarenta y cinco años con una situación así. Otro trago. Camino de un lado a otro. Gracias. Digo gracias mirando el cielo. Veo de lejos la luz de la ventana de mi vecina romanticona que parpadea, y siento deseos de ir a buscarla y darla vuelta en mi cama. Ella será mi madre y me consolará esta noche.

Bienvenido al Hotel Victoria, si conoce el anexo, márquelo. Anexo 32.

Aló, aló... ¿quién es?... Aló, aló... Tuuuuuuuu.

Imprimo la foto de Infante. El último trago de ron, está tibio, el último, el penúltimo, el último y ya está: todo al seco. Salgo. La mujer romanticona debe ser insomne, la muy caliente seguirá masturbándose. La luz aún está encendida. Tomo mi paraguas, las llaves de mi auto, mi abrigo. El abrigo está húmedo. Dejaré encendida la luz del comedor para que la romanticona crea que no está tan sola en este mundo. Todos los demás departamentos están apagados. El computador está hibernando.

En el auto, a todo volumen Nickita Serrano. Acelero, una luz en rojo, paso, otra y me detengo. Miro hacia ambos lados y paso. Otra roja y una amarilla. Un peatón se me cruza, casi lo atropello, pero lo esquivo al límite. Llevo mi celular. Me aseguro de que este imbécil esté ahí. Bienvenido al Hotel Victoria, si conoce el anexo, márquelo. Aló, aló... diga quién es... Aló. Tuuuuuuuuu. ¡Es este imbécil!

Tomo Bilbao y bajo a toda velocidad. Veo, de lejos, que los pacos están en la esquina controlando. Bajo la velocidad. Subo la música. Ellos me miran. Me observan, me miran, me miran y no me detienen, me miran y no me detienen. “Casi”, imagino estúpidamente. Bajo la música y subo la velocidad. Voy a noventa, a cien, ciento veinte kilómetros por Bilbao a buscar a este maldito pendejo de mierda que me ha robado el nombre. Una luz roja, la paso, otra y vuelvo a pasarla. Hotel Victoria, calle Monjitas. Me estaciono a dos cuadras. Me bajo del auto y tomo mi paraguas, estoy tranquilo, ahora debo dejar que las cosas sucedan.

Bienvenido al Hotel Victoria, si conoce el anexo, márquelo. Anexo 32.

Aló... ¡¿Vas a contestar o pido que la operadora me reconozca el número, y luego llamamos a los pacos?!

Tuuuuuuut.

Suena mi teléfono. Este pendejo habrá reconocido mi número. Miro la pantalla y es Olavarría. ¡¿Qué quieres?! Estás despedido. ¿Cómo que estoy despedido? No me has enviado la crítica, marqué tu número fijo y no estabas. ¡Borracho! Seguro que mañana a las once de la mañana estarás hecho un trapo y me llamarás diciéndome que estás con mal de amores, que eres un pobre abandonado, y etcétera, etcétera. No, Mariano Infante, ahora te la verás con la editorial. No te publicarán, ya que debes más de diez críticas y los libros los arrumbas junto a tu computador y los lees por placer. Este es un trabajo, alcohólico de mierda. ¡Yo publico donde quiero, Olavarría! No creas que es por ese canje ordinario que me van a publicar. ¡Hasta pronto, viejo! Tuuuuuuuuuuu.

Siento cómo el ron sube a mi cabeza, la mezcla de whisky y ron no es la mejor. Siento cómo mi cabeza hierve a ochenta grados. El google, maldito google. Este Infante me las va a pagar. Ese Infante va a desaparecer hoy de la tierra y se irá derecho al infierno. Siempre estuve preparado para matar a cualquiera que se me cruzara en el camino. Mi carrera literaria, mi nombre en el google, mi nombre en el google es mío. Mañana aparecerá muerto en los diarios, en la cooperativa, en la tele, y deberán poner su nombre completo. Decir que era el actor aparecido y no Infante, el escritor de renombre. Mariano Infante tanto y tanto, el actor, murió de una bala que interceptó su cráneo medio a medio. Los sesos quedaron desparramados por el departamento en donde se quedaba durante su visita a Chile. El mayordomo del hotel dice no haber visto nada. Las mucamas dormían y probablemente los demás turistas estaban ebrios en el bar del Hotel. Se teme sea el asesino de hombres famosos. Se teme que vuelva a atacar en los próximos días. ¡Imbéciles! Pero estaré yo, el único y real Mariano Infante, estaré para decir quién soy realmente. Me publicarán de un día para otro. Seré el que vivió y sobrevivió y además el que vende por montones. Mi nombre no se topará con el de un muerto, porque de los muertos no se habla demasiado, dicen los cristianos. Y el lolito que vino a probar fama a su país después de ir con una beca al extranjero será olvidado porque la información va demasiado rápido. Y me encargaré yo mismo de que se olviden de él y de sus nuevas costumbres extranjeras. Taparé su fama post mortum con excelentes críticas a escritores norteamericanos o europeos: Philip Roth, Anne Marlowe, Paul Auster, John Banville, Bernard Schlink y Gabrielle Wittkop. Estaré serenísimo escribiendo todas las críticas que debo y los cuentos por encargo que tengo para las antologías temáticas: cuentos de ciudad, cuentos eróticos, cuentos de invierno, cuentos de muerte, cuentos de desamor y de sexo, cuentos de países y de aeropuertos.

Camino. Buscaré antes un café internet abierto. Debo corroborar lo que pasa. La lluvia moja mis zapatos de cuero y siento cómo traspasa mis calcetines. Estoy ebrio. Veo que las luces de la ciudad están apagadas. Nadie en la calle. Debo entrar a internet. La romanticona y la mexicana pensarán sólo en mí. Estaré en el google. En este país de mierda si no apareces en el google, no eres nadie.

Camino y no encuentro nada abierto. Me mojo los zapatos y mis calcetines absorben el agua. Camino hacia mi auto. De lejos veo el letrero del hotel Victoria. Miro hacia el tercer piso y las luces están apagadas. Tal vez debería volver a llamar y cerciorarme de que este pendejo está ahí, y que además está solo. De pronto puede estar con una mujer montada sobre él y también tendré que eliminarla a ella. El ron está en mi cabeza. Ochenta grados. Tiemblo y siento algo de sueño. Podría dormir de pie. Podría agarrar la pistola y lanzar tiros al aire, luego correr hasta mi auto y dejar esto abandonado. Un auto pasa y se estaciona cerca mío. Camino. Dos tipos se bajan y me miran sospechosos. Camina en dirección al hotel Victoria. Los observo, uno de ellos a mí. Tal vez vienen por Infante. Tal vez Infante tiene guardaespaldas y éstos son. Tal vez Infante los ha llamado porque tiene miedo. Camino en dirección a ellos. Caminan más rápido y entran al hotel. Estamos los tres en recepción. El mayordomo se ha dormido. Cabecea. Estos tipos deben alojarse en este hotel. Subimos al ascensor y yo me bajo en el tercero, ellos también. Entran a la pieza 33, yo sigo y busco el 32, el de Infante. Departamento 38, 36, 34, departamento 32. He llegado. No golpeo. No toco el timbre. La manilla de la puerta se abre, está sin seguro. Entro. Lentamente voy tanteando qué sucede aquí adentro. Enciendo una luz. Primero la cocina, está frente a frente a la puerta de entrada. No hay nadie.

Aló, aló, ¿hay alguien aquí? Temo encontrarme con desconocidos. Aló. Enciendo la luz del comedor. Miro debajo de la mesa. Aló. Aló, ¿hay alguien aquí? El teléfono suena. No contesto. Voy al dormitorio. No hay nadie. He llegado. Por fin he llegado al departamento. Mi cabeza da vueltas. El ron no ha bajado. Encima del escritorio está el computador hibernando. Lo enciendo. Gigante judío en casa con sus padres en el Bronx, de Diane Arbus, mi fotógrafa preferida. Intento conectarme a internet. ¡Mierda! La página web solicitada no está disponible sin conexión. Haga clic en Conectar para ver esta página. Miro por la ventana.

Necesito buscarme, encontrarme en el google. Soy Mariano Infante. Hace tres semanas que no aparece nada nuevo. Intento conectarme. Mi cabeza da vueltas. Vuelva a conectarse más tarde. El teléfono suena, miro el visor, es Olavarría. Aló, Infante, te he llamado toda la noche. Haga clic en Conectar para ver esta página. ¿Me enviarás la crítica de McCarthy? ¿Dónde estabas? ¿Por qué no me contestabas? ¡Seguro dormías completamente borracho, como siempre! Cuelgo. Haga clic en Conectar para ver esta página. Abro la ventana, tomo el vaso, mi mano agarra fuerza y lo tiro sobre el poste de luz, que seguro es el que conecta los cables a internet. Suena como una bala apresurada, como el inicio de una pequeña guerra. Del frente, se abre la ventana del único departamento que permanece todas las noches encendido, mi cabeza da vueltas, se abre la ventana, y no era una vieja romanticona, es un anciano, que me mira asustado, y me grita que soy un imbécil, que si tengo algún problema de personalidad.