Serguéi Pankéyev está llorando por primera vez delante de su médico. Su nariz crece y enrojece violentamente con los espasmos del llanto. Es muy simple, para él su nariz es como un montón de lobos blancos que lo miran estáticos desde el árbol que está frente a su ventana. Sigmund Freud se peina la barba mientras Pankéyev, entre sollozos, vuelve a mencionar su nariz, el oscuro y deforme centro de su rostro. Hoy no espera profundizar en la visión de su padre penetrando salvajemente a su madre, no quiere saber nada más acerca de la vez en que su hermana se bajó el calzón y le dijo «come de aquí» o de todo lo que soñó hacerle a su institutriz inglesa antes de que ésta lo descubriera mirándola y lo amenazara con cortarle un trozo del pene. Serguéi sólo quiere que los lobos quietos y blancos, posados como palomas en las ramas, desaparezcan, pero éstos se empeñan en gritarle que es como una maldita foto de Cindy Sherman, que su cara es el circo de la mujer gallina y su nariz, sobre todo su nariz, un zurullo; pobre ruso adinerado.
Sufro trastorno dismórfico corporal, la misma enfermedad que sufría Pankéyev y que en vano trató de curar Freud. Como el aristócrata ruso, me preocupo obsesivamente por algo que considero un defecto en mis características físicas. Lo más perturbador de una enfermedad así es que ese defecto puede ser real o imaginario. No está claro quién o qué determina lo que es evidencia o producto de la fabulación. Es algo así como si entre los monstruos de nuestras pesadillas, en medio de los niños de dos caras, de los bebés que nacen con sus hermanos en el vientre y los gatos con seis patas, estuvieras tú.
El mal existe, como la deformidad y la putrefacción. Nadie podrá despreciarme mejor que yo. Ésa es mi conquista.
La voz interior es siempre un recuento de catástrofes y barroquismos: mis dientes torcidos, mis rodillas negras, mis brazos gordos, mis pechos caídos, mis ojos pequeños clavados en dos bolsas de ojeras negras, mi nariz brillante y granujienta, mis pelos negros de bruja, mis gafas, mi incipiente joroba y mi incipiente papada, mis cicatrices, mis axilas peludas y abultadas, mi piel manchada, pecosa y lunareja, mis pequeñas manos negras con las uñas carcomidas, mi falta de cintura y curvas traseras, mi culo plano, mis cinco kilos de sobrepeso, los pelos hirsutos de mi pubis, el pelo de mi ano, los pezones grandes y marrones, mi abdomen descolgado y estriado. El tono de mi voz, mi aliento, el olor de mi vagina, mi sangre, mi fetidez. Y aún me falta hacerme vieja. Y descomponerme.
En una época me dibujaba, construía collages con fotografías recortadas, unía partes de mi imperfecto cuerpo con recortes de cuerpos de modelos increíbles. En uno de mis autorretratos tengo un rubí en el pezón y mi cuerpo es el de una heroína de cómic erótico de los setenta. Soy una muñeca recortable y tricéfala a la que le he cortado el cuerpo y le he dejado los vestidos.
Todos los acomplejados somos unos formalistas. Nietzsche lo dijo así: «El hombre se mira en el espejo de las cosas, considera bello todo lo que le devuelve su imagen. Lo feo se entiende como señal y síntoma de degeneración». Por lo general se da por descontado que en el mundo hay feos, pero las personas no se imaginan que pueden estar en ese grupo. En el peor de los casos es cuestión de gustos o de puntos de vista, o la belleza es subjetiva o depende de la época o de lo que entienda la cultura occidental. Nadie quiere ser simpático. Ninguna mujer quiere ser sólo agradable. Hay pocas cosas tan en desuso como la belleza interior. Algunas veces me he aplicado al ejercicio de juzgar estéticamente a otros como una gran entendida. Todos sabemos que para la gente realmente hermosa éste no es un tema de conversación —los guapos de verdad ni se dan cuenta de lo guapos que son—, pero para la gente fea tampoco, para ellos no es un tema: es el único tema. De hecho, alguien que no habla del físico de los demás, aunque no sea una persona guapa, sólo por la abstención ya puede considerarse un poco guapo. En cambio, a alguien regular, e incluso a alguien semiguapo, lo afea bastante hablar de la belleza o la fealdad de los otros. portada Weiner
¿Estoy loca? Creo que poca gente se siente atraída por mí a primera vista, tan poca que cuando ocurre me sorprende, y esto puede ser muy molesto en un mundo donde casi la mitad de la población tiene una anécdota acerca de un amor fulminante. Y claro, cuando me conocen sí, ven mis cualidades, también físicas, como mis pechos grandes, mi cabellera negra y brillante, mis boca pequeña y dibujada con ese punto de exotismo e indefensión; sobre todo desnuda parezco una nativa amazónica recién capturada, eso da morbo, morbo colonial, sí, eso dicen mis amantes o mis amigos, que a veces son genios feos: considero que si mis amantes o mis amigos son feos, también es un problema mío, me afean más. Me pasa lo mismo con lo que escribo. Lo que escribo siempre me afea. No hablaré aquí del odio que le tengo a las escritoras que además de escribir bien son portentos femeninos. Tengo a una enterrada en mi jardín. La belleza mata. Para Bataille, desear la belleza es ensuciarla, «no por ella misma, sino por la alegría que se saborea en la certeza de profanarla. […] Cuanto mayor es la belleza, más profunda es la mancha».
Umberto Eco, un feo clarísimo, en su Historia de la fealdad citaba a Marco Aurelio —apodado «el sabio» y no «el hermoso»— para certificar la belleza de lo imperfecto, «como las grietas en la corteza del pan». Otra que se consideraba fea era Alejandra Pizarnik, la poeta argentina suicida. Pizarnik escribió: «Te deseas otra. La otra que eres se desea otra». Es la frase que escogí para que me defina en Facebook. Nunca unas palabras (sacadas de su contexto) me habían explicado mejor.
Amar a un hombre bello y, lo que es peor, ser amada por uno, no es exclusivo de las mujeres bellas. En la película Pasión de amor del director Ettore Scola, un apuesto capitán del ejército italiano enviado a vigilar la frontera conoce a Lady Fosca (Valeria D’Obici), la prima de uno de sus superiores, que tiene la particularidad de ser fea y un poco deforme. Enfermiza, histérica, con su huesudo y anémico rostro, sus orejas de ratón y esa larga nariz, Fosca se enamora del guapo capitán. La bella y la bestia al revés.
Ella no sólo es fea: también sufre por ser fea. Y no hay nada que desee más una fea que belleza. Su narcisismo es como la sed que no puede ser saciada y su mundo interior un lugar a oscuras, por eso desea a quien técnicamente no puede desearla. Y lo asedia. Es capaz de humillarse por él, su entrega es desesperada y salvaje, su anhelo la enaltece, diríase que hasta la embellece. El suyo es un amor subversivo; algunos ineptos lo llamarían suicida. En realidad, Fosca se desea otra. No ama tanto al hombre como la belleza de ese hombre y sueña con hacerla suya porque de esta manera acaso conseguirá verse un poco menos fea. El hombre bello es el espejo en que ella se mira. Pero la amante fea es el espejo moral del hombre bello. La dolorosa situación de la dama resulta magnética para un hombre piadoso y profundamente halagado. Casi tanto como las telarañas que la deforme teje a su alrededor. Así que el apuesto capitán la ayuda, la acompaña, la cuida, le da a Fosca el afecto, la atención y las miradas que el mundo le ha negado. Hasta conocerla, el capitán sólo había sido un hombre bello, ahora es un ser trágicamente grandioso.
Ser un hilo de conversación, un tema, un post para el escarnio público.
En la foto que alguien colgó en un blog anónimo yo estaba sentada en el suelo comiéndome un plátano. A continuación hay 395 comentarios en los que me llaman fea o en los que se explayan sobre todos los hombres que supuestamente me tiré estando casada y lo puta que soy en general. Lo de puta nunca me ha dolido particularmente, no perdamos el tiempo en eso. Pero lo otro, lo otro, esa evidencia…
Alguna vez yo también me odié de esa manera.
Si la dismorfia corporal es una enfermedad mental, ¿me lo estoy imaginando todo? ¿Soy fea? ¿Soy en realidad bella? Y si me lo estoy imaginando, ¿por qué hay gente hablando de eso, escribiendo sobre mi fealdad? ¿Por qué es un tema? ¿Por qué me ama entonces un hombre bello? ¿Debería ser bella? ¿Querrían que fuera bella para así justificar su dolor, su apetito, su virulencia? ¿Tiene, en ese caso, más que ver con mi impureza moral que con la física? ¿No con que era linda como decían mamá y papá? ¿Será la mezcla de ambas cosas? ¿Estoy loca si me hago estas preguntas? ¿Nadie más se las hace?
Hay un dibujo, una pequeña viñeta, que hice a partir de una frase que me dijo un día alguien que me ama a pesar de mis trastornos, de mis complejos, o precisamente por ellos. Dijo: «Me hubiera gustado conocerte de niña y decirte que eras la niña más bella del mundo». En mi dibujo, él viaja al pasado, me encuentra, me sienta en sus rodillas y, como él es el hombre más bello que yo he visto nunca, me dice esa frase al oído y yo lo creo y nunca más se me olvida. Así, en esa historia alternativa de mi vida, yo creceré sin el trastorno y no me haré más preguntas.