martes, 24 de octubre de 2023

"Es absolutamente falso", short story by Gabriela Mistral

Es absolutamente falso que mi padre fuese blanco puro. Mi abuela, su madre, tenía un tipo europeo puro; su marido, mi abuelo, era menos que mestizo de tipo, era bastante indígena. La afirmación no es antojadiza. En dos retratos borrosos que tengo de él, la fisonomía es cabalmente mongólica, los Godoyes del Valle del Huasco tienen, sin saberlo, tipo igual. Digo sin saberlo porque el mestizo de Chile no sabe nunca que lo es. Quienes han visto las fotos de mi padre y que saben alguna cosa de tipos raciales no descartan ni por un momento que mi padre era un hombre de sangre mezclada.

Fue por un tiempo también director del colegio católico de Santiago San Carlos Borromeo. Dibujaba muy bien y hacía versos de una índole medio clásica, medio romántica según el gusto de la época.

El original de esos versos los conserva mi hermana.

Todas las gentes del Valle me dieron el amor de él, porque todos lo quisieron por el encanto particular que había en su conversación y por la camaradería que daba, a quien se le acercase lo mismo a los más ricos que a los pobrecitos del Valle. En mi abuela, Isabel Villanueva, a quien los curas llamaban «la teóloga» había esta misma atracción que le daba un lenguaje gracioso, criollo y tierno.

No hay tal. Me mandaron a la casa de una tía de mi madre, doña Ángela Rojas a quien mi hermana pagaba por mí una pequeña pensión. Esto duró menos de un año, porque fui expulsada de la escuela primaria superior de Vicuña a la cual había regresado.

El dato es erróneo. Dirigía esa escuela primaria superior doña Adelaida Olivares maestra ciega de casi toda su vida y madrina mía de confirmación. Era persona sobradamente religiosa y cuando en el comienzo hubo entre ella y yo la relación afectuosa que es natural entre madrina y ahijada. Pero cuando mi familia me cambió de apoderado poniéndome a vivir en la casa de una familia Palacios de religión protestante, la directora se sintió muy molesta y me retiró todo su cariño. Vino entonces un incidente tragicómico. Yo repartía el papel de la escuela a las alumnas, el gobierno daba en aquel tiempo los útiles escolares. Era yo más que tímida; no tenía carácter alguno y las alumnas me cogían cuanto papel se les antojaba con lo cual la provisión se acabó a los ocho meses o antes. Cuando la directora preguntó a la clase la razón de la falta de papel mis compañeras declararon que yo era la culpable pues ellas no habían recibido sino la justa ración. La directora, aconsejada por una hermana nuestra ahí mismo, salió sin más hacia mi casa y encontró el cuerpo del delito, es decir, halló en mi cuarto una cantidad copiosísima no sólo de papel, sino de todos los útiles escolares fiscales. Habría bastado pensar que mi hermana era tan maestra de escuela como ella y que yo tomaba de ella cuanto necesitaba. Pero había algo más: el visitador de escuelas del Valle de Elqui me tenía un cariño como de abuelo (don Mariano Araya) y cada domingo iba yo a saludar a su familia y él me abría su almacén de útiles y me daba además de papel en resmas, pizarras, etc.

Yo no supe defenderme; la gritería de las muchachas y la acusación para mí espantosa de la maestra madrina me aplanó y me hizo perder el sentido. Cuando doña Adelaida regresó con el trofeo del robo su hermana hizo con el caso una lección de moral que yo oía medio viva medio muerta. El escándalo había durado toda la tarde, despacharon las clases y todas salieron sin que nadie se diese cuenta del bulto de una niña sentada en su banco, que no podía levantarse. Al ir a barrer la sala la sirvienta que vivía en la escuela me encontró con las piernas trabadas me llevó a su cuarto, me frotó el cuerpo y me dio una bebida caliente hasta que yo pude hablar faltaba algo todavía: las compañeras que se iban por mi calle me esperaban, aunque ya era la tarde caída en la plaza de Vicuña, la linda plaza con su toldo de rosas y de multiflor, era todavía primavera allí me recibieron con una lluvia de insultos y de piedras diciéndome que nunca más irían por la calle con (la) ladrona. Esta tragedia ridícula hizo tal daño en mí como yo no sabría decirlo. Mi madre vino a dar explicaciones a la maestra ciega acerca de mi rapiña y la directora que ejercía un ascendiente muy grande sobre las personas porque era mujer inteligente y bastante culta para su época logró convencer a su comadre de que aunque yo fuese inocente habría que retirarme de esa escuela sin llevarme a otra alguna porque yo no tenía dotes intelectuales de ningún género y sólo podría aplicarme a los quehaceres domésticos.

No se decidió de mí y sólo mi padre al volver por un tiempo a la casa sintió como una injuria el hecho de su comadre ciega y fue a ajustarle cuentas con una gran rudeza a Vicuña. Yo me quedé sin clases porque mi hermana me había hecho terminar la escuela sin decir lo que nunca se ha dicho de ella y es que lo que ella sabía me lo enseñó perfectamente. Fue toda su vida una maestra de índole espiritual con una abnegación que en su madurez tocó los lindes de la santidad yo la tengo pintada en «La maestra rural» pero como es natural no podía alabar así a una hermana y la disfracé al final del poema. La maestra que he pintado allí me la dio ella a lo largo de mi infancia con sólo haberla visto vivir.

Mi famoso «rencor» tiene cierta base de verdad no he perdonado a veces y no he olvidado nunca ninguna de las injusticias recibidas y particularmente no olvidé esta que me magulló toda la adolescencia y que tuvo una repercusión enorme en mi vida de futura (profesora).

Dos veces volví a Vicuña la maestra madrina buscó reconciliarse conmigo sin lograrlo porque no acepté a verla. Pero las cosas tienen caminos maravillosos y la mano de Dios anda metida en todas ellas. Hace tres años, después de 15 de ausencia del Valle de Elqui llegué a Vicuña en visita oficial. Estaba muy enferma doña Adelaida y una de sus exalumnas que la servía de enfermera, me mandó preguntar si yo aceptaba ir a visitarla. Yo consulté con mi alma y ésta no había perdonado todavía. Dos días más tarde del recado la maestra murió. Yo salí a la calle al azar: sola, cosa que nunca me ocurre sin finalidad, a vagabundear como de niña y queriendo caminar la calle Maipú hasta San Isidro. A poco andar vi venir un cortejo que era muy numeroso y no entendía nada cuando el cortejo me rodeó en forma de no poder seguir, pregunté quién era el muerto. Cuando lo supe yo ya había dado vuelta e iba dentro de él como una sonámbula. Llegamos a la iglesia, la pequeña ciudad conocía la vieja historia. Una niña se levantó y me pasó el ramo de flores que llevaba diciéndome que ella prefería que fuese yo quien las pusiese las primeras sobre el ataúd. Yo las puse y le di a doña Adelaida la oración a los muertos. Volví a mi casa no poco turbada de los manejos menudos del Señor que son tan extraños como los grandes.

Dije que el hecho de mi expulsión tuvo muchas consecuencias. Cuando ingresé a la escuela anexa a la Normal de La Serena me encontré allí con que una exalumna de doña Adelaida había informado a mis nuevos profesores de mi vicio de robar y había recomendado que se guardaran los objetos de más o menos valor. Durante varios años -no recuerdo el dato con precisión- mi madre y mi hermana quisieron hacer de mí una buena ama de casa. Yo era tan callada que jamás tuve porfía ni discusión alguna con ellas en mi infancia. Pero en mi ímpetu de rebelión que es de los más vigorosos que haya tenido en mi vida, que yo no aprendería ni a lavar la ropa ni hacer la comida y ni siquiera creo que ayudaba a arreglar la habitación. Yo supe que si obedecía a esa voluntad de volverme criatura ama auxiliar de una casa en que bastaban mi madre y mi hermana yo estaba perdida no sé para qué porque sería tonto pensar que yo creyese en mí, la maestra madrina me había convencido de que yo era una niña necia. Mi rebelión era una cosa confusa siendo en todo caso una rebelión en forma sin rezongo, sin hablar y sencillamente no obedecí.

Mi hermana se había casado con un hombre que tenía algunos bienes y un tiempo vivimos mi madre y yo cómodamente allegados a su casa. Mi cuñado tuvo una larga enfermedad y un mal pleito de un hijo y lo perdió todo. Entonces mi madre supo que yo debía trabajar y decidió ella sola que yo siguiese la profesión de mi padre y de mi hermana la de una de mis dos tías monjas y la de casi todos nuestros amigos. Yo temblé cuando a los 14 años ella y su amiga doña Antonia Molina me llevaron delante de un visitador de escuelas y le pidieron para mí una ayudantía de escuela rural. Yo tenía 14 años, me mandaron a la Compañía Baja, donde el mar me daba muchos ratos felices, lo mismo que mi olivar que costeaba mi casa y que es el más grande que he visto en Chile y la jefe que me tocó y a quien le caí mal por mi carácter huraño y mi silencio que no se rompía con nada me hizo tan poco feliz como es costumbre cuando la maestra es casi vieja y la ayudante es una muchacha. No se quejaba de lo que debía quejarse: de una ignorancia, porque en aquellos tiempos se pedía poco a una ayudante rural y porque además mi lección era la que enseñaba la (cartilla). Desde esta escuela di un salto verdaderamente mortal por buenos oficios del abogado don Juan Guillermo Zabala (aparecen los vascos en mi vida) me llevaron como secretaria-inspectora al Liceo de Niñas de La Serena. Yo sabía muy poca cosa de redacción oficial y tal vez de redacción tout court aunque ya escribiese en los periódicos. Los humildes diarios de provincia reciben y publican casi todo.

Dirigía el liceo una extraordinaria mujer alemana de quien la crueldad no me empañó nunca los ojos para ver de quien se trataba de una mujeraza al lado de la cual las profesoras criollas de su personal eran una (pobre) [ilegible] con excepción [ilegible]. Esta señora gobernaba el colegio según las normas alemanas que eran de todo el gusto de los chilenos por aquel tiempo. Su liceo era medio cuartel medio taller y con lo segundo digo algo parecido a una alabanza. El personal la obedecía con un respeto que iba más allá de lo racional y se pasaba a lo mitológico.

Las pobres mujeres le temblaban sin metáfora, nuestra vida dependía de sus gestos, su mirada y sus gritos. Pero era a pesar de su tremendo desequilibrio una mujer superior. Cuatro cosas me dijo entre sus ofensas que nunca he olvidado porque apuntaban derechamente a mi carácter y en especial a mis defectos y a mis lastimosas limitaciones. Yo era para ella una especie de sirvienta mantenida muy al margen de su vida. Pero un día me llamó a su dormitorio porque estaba enferma y como yo me azorase de que la curiosa mujer [ilegible] poco protestante y algo pagana tuviese una gran [ilegible] virgen de Murillo a su cabecera, me dijo sin [ilegible] ni sonreír. Yo soy lo contrario de Ud., yo no creo en nada pero vivo en una ciudad de beatos y suelo ir a la iglesia y tengo esta virgen por condescenderme con la ciudad. Aunque los chilenos sean gente inferior a mi raza yo soy una empleada pública de Chile. En cambio Ud. cree en todo, cree de más y tiene una apariencia de incrédula para su gente, lo cual le hará mucho daño.

Una vez me llamó a su salón y yo me quedé embobada mirando dos grandes cuadros que eran grabados de Goethe y de Schiller. Ella me dijo más o menos esto. Los escritores se dividen sólo en estos dos tipos los de Goethe son los sensatos y los que llegan a grandes posiciones; los alocados se parecen a Schiller sin que valgan nunca lo que él tampoco y como no lo alcanzan no llegan nunca a nada.

Otra vez -creo que la única en mi año con ella- me llamó para decirme una cosa agradable: «Está bien la letra que le han puesto a la música que le di destinada al colegio. Usted sirve para muy pocas cosas, tal vez para una sola, su mala suerte está en que eso para lo cual sirve es algo que no le importa a nadie».

Otra vez cuando me pidió la renuncia y temió que yo no le firmase el pliego ya escrito me dijo: «Hay gentes que nacen para mandar y yo soy de esas; es inútil luchar contra mí y los de mi raza hemos nacido para eso, y las otras no tienen sino obedecer».

Ud. se refiere a una nota oficial de ella que me declara necia. No la conozco. Es muy probable que exista, aunque esta mujer no haría nada innecesario y sobraba acusarme de idiota puesto que ya había firmado la renuncia.

Me dejó cesante sin ningún escrúpulo porque carecía enteramente de ellos. Dios me ha tenido una gran piedad, una asistencia maravillosa que me hace avergonzarme de algunos versos míos en que hablé de su abandono. Unos días después de lo que cuento encontré en el tren al gobernador de Coquimbo que era un viejo poeta González y González y cuando pasábamos frente a La Cantera me mostró la escuelita detrás de las dunas y me la ofreció. Mi madre tenía su pan a salvo.

Es inexacto su dato de que mi mamá vivió allí todo el tiempo conmigo; no había carne ni había pan todos los días en la aldea y ella fue siempre muy enferma, me acompañó un poco y después se fue con mi hermana. De mis tres aldeas, La Cantera es aquella en que yo viví más acompañada. Me cuidaba una sirvienta buena, de las preciosas criadas nuestras que son tal cosa cuando tienen sangre india; y los niños, los hombres y los viejos de mi escuela nocturna -apenas había asistencia diurna porque la pobre gente trabajaba-.

Se pusieron a hacerme la vida. Por turno me traían un caballo cada domingo para que yo paseara siempre con uno de ellos. Me llevaban una especie de diezmo escolar en camotes, en pepinos, en melones, en papas, etc. Yo hacía con ellos el desgrane del maíz contándoles cuentos rusos y les oía los suyos. Ha sido ese tal vez mi mayor contacto con los campesinos después del mayor del Valle de Elqui.

Un viejo analfabeto, al fin enseñé a leer tocaba muy bien la guitarra y ese iba a darme fiesta con todos, en las noches. Alguna vez que le besé la cara y el cuello a un alumno huérfano y sordo que tenía, los demás se sintieron ofendidos y fueron más allá a lavarse porque había unos tres que se echaban agua florida. Yo les daba la clase en el cuarto de comer en torno de una mesa. Tenía yo de dieciocho a diecinueve años. Nunca les vi una falta de delicadeza o de pudor ni les vi un mal chiste lo cual es raro en un pueblo tan picante como el nuestro. El bello criterio escolar iba a suprimir la escuela por su poca asistencia diurna y sin tomar en cuenta para nada esta escuela nocturna que para mí resultaba tan válida.

Entonces me fui a Cerrillos en el Departamento de Ovalle. Mis biografías no han anotado nunca este nombre. Allí sí tuve soledad y soledades y mi madre muy delicada de salud no pudo estar conmigo; pese a las lenguas de fuego mi madre no pudo vivir conmigo en mis años de trabajo escolar porque su cuerpo sólo se avenía con el clima de La Serena. Lo ensayó varias veces en vano. Mi hermana le dio su compañía y yo su sustento.

Cuando jubilé me fui en seguida con ella a La Serena para quedar con ella hasta su postrimería. Renuncié al cargo que me ofreció Ginebra con este fin y el Ministro don Jorge Matte me obligó a irme cuando Ginebra no aceptó la designación de Pedro Prado que yo indiqué sin consultarlo al interesado. Yo había tenido en Santiago unos meses antes una extraña visita nocturna de la policía a mi casa de la población Huemul durante mi ausencia y el robo de mis archivadores de cartas cuando visitaba a algunas personas de la oposición, como don Manuel Rivas Vicuña, el diligente policía hacía seguir estos dos hechos, que constató en varias ocasiones mi vecino don Luis Popalaire más otros menos visibles hicieron que mi propia viejecita y mi hermana me aconsejasen aceptar el nombramiento de Ginebra e irme de Chile.

Cuento lo anterior en respuesta a la maledicencia de cierta potencia pedagógica sobre mi condición de mala hija que no vivió con los suyos.

Volvamos atrás cuando yo fui echada del Liceo de La Serena mi madre y mi hermana pensaron en sacrificarme en bien mío y hacerme regresar a la Escuela Normal pues las tres habíamos visto claramente que yo no haría carrera en la enseñanza a menos de conseguir la papeleta consabida, que las gentes llaman título, palabra que quiere decir «nombre» pero que no nombra nada.

Yo acepté e hicimos el triple esfuerzo de preparar exámenes, de obtener la fianza del caso, y de comprar el equipo de ropa. El día que mi madre fue a dejarme a la Escuela Normal la subdirectora, una gruesa señora; nos recibió en la puerta y sin oírnos y sin dar explicación alguna que le valiese y me valiese me declaró que yo no había sido admitida. Pedimos hablar con la directora y la obesa señora lo rehusó porque la directora era una norteamericana que no hablaba español. En esto la subdirectora no mentía, el ministerio contrataba para sus criollos algunos profesores que ignoraban la lengua. En mis andanzas por el mundo recibí una vez una invitación a su casa de esta pedagoga yanqui es lástima que no tuviese tiempo de ir para conocer a la buena mujer que me echó de la Normal chilena sin saber por qué y sin haberme visto. Pasaron muchos años y cual fatalismo del mestizo yo no averigüé por qué había sido eliminada. Cuando era profesora de Los Andes unos ocho o diez años después, recibí la versión que dio a mi jefe de mi rechazo aquella subdirectora estupenda. Ella contó a doña Fidelia Valdés que en consejo de profesores de la Normal de La Serena el capellán y profesor don Luis Ignacio Munizaga, había exigido al personal que por solidaridad con él se me eliminase pues yo escribía unas composiciones paganas y podría volverme en caudillo de las alumnas. El ilustre sacerdote (que más tarde será un hombre bastante desgraciado) fue bien lúcido cuando dijo que yo era una pagana. Todo poeta, cualquier poeta es eso o no es cosa alguna. Puede ser un cristiano de aspiración y puede ser un místico si tiene una corporalidad pobre o si va para viejo -a los dieciocho años- era mi edad no es sino un pagano. Cuento el incidente para decir a mis compatriotas que no me quedé sin Escuela Normal por fuerza no por gusto y gana; la vieja chilenidad me la quitó me dejó sin ella, me la quitó a pesar de lo dadivosa que he sido para dársela a unas tres mil mujeres más o menos.

La pérdida hoy no me duele; pero todos los maestros y los profesores que me negarían la sal y el agua en los veinte años de mi magisterio chileno y a los que tengo contados en otra parte, saben muy bien de cuánto me costó vivir una carrera docente sin la papeleta, el cartel y la rúbrica aquella.

La razón que Ud. da para mi salida del liceo no fue sino una de sus causas menores.

Este incidente de la matrícula está muy exagerado, yo no recibí sino muy pocas niñas pobrecitas porque eran poquísimas las que se atrevían a llegar a un liceo hecho y mantenido para la clase pudiente.

Pude matricular a éstas, gracias a una estratagema: la directora me había ordenado aceptar a las que llevasen una carta de recomendación de los miembros de la junta de vigilancia del colegio y siempre que se tratara de buena familia cuando las muchachas me parecían buenas alumnas por su certificado, yo pedía esa famosa carta al Sr. Marcial Ribera Alcayaga, miembro de la unta y pariente de mi madre. Esta fue toda mi malicia y la directora no pudo echar a las candidatas recibidas semioficialmente.

En la semana anterior a mi renuncia la directora que tanto dudaba de que yo me suicidase, poniendo aquella firma en mi propia dimisión, ordenó a su personal que no me dirigiese la palabra. Nos reuníamos sólo a la hora de almuerzo y a excepción hecha de doña Fidelia Valdés mis colegas cumplieron celosamente la orden, tanto, que no me respondían cuando yo les hablaba entre plato y plato. En Chile por aquellos años el extranjero tenía apabullado al nacional y éste vivía en muchas reparticiones públicas servilismo tristísimo.

Cara M. Rosa, le digo con la franqueza ruda con que hablo a los propios, que me cuesta un mundo entrar en un comentario amoroso de mí misma. A pesar de la publicidad cruda y no poco repugnante a que han llegado los biógrafos respecto de los escritores, nunca entenderé y nunca aceptaré que no se nos deje a nosotros, lo mismo que a todo ser humano, el derecho a guardar de nuestros amores cuando nos hemos puesto y que por alguna razón no dejamos allí razones de pudor, que tanto cuentan para la mujer como para el hombre. Pero se han hecho disparates tan descomunales a este respecto, que esta vez tengo que hablar y no por mí sino por la honra de un hombre muerto.

Romelio Ureta no era nada parecido, ni siquiera era próximo a un tunante cuando yo le conocí. Nos encontramos en la aldea de El Molle cuando yo tenía sólo catorce años y él dieciocho. Era un mozo nada optimista ni ligero y menos un joven de zandungas había en él mucha compostura, hasta cierta gravedad de carácter bastante decoro. Por tener decoro se mató nos comprometimos a esa edad. Él no podía casarse conmigo contando con un sueldo tan pequeño como el que tenía y se fue a trabajar unas minas no recuerdo donde. Volvió después de una ausencia larga y me pidió cuentas a propósito de murmuraciones tontas que le habían llegado sobre algún devaneo mío. Yo vivía desde que él se fue con mi vida puesta en él, no me defendí la mitad por aquella timidez que me dejó muda aceptando mi culpa en la escuela de Vicuña y la mitad creo que la otra mitad por esa excesiva dignidad que me han llamado soberbia muchas veces. La queja me pareció tan injusta que pensé entonces, como pienso hoy mismo que no debía responderse y menos hacer una defensa. Por eso rompimos y las novelerías necias tejidas en torno de este punto no son sino cosa de charlatanes. Este hombre siguió su vida y era natural que la viviese como casi todos los hombres chilenos que no sobresalen en la temperancia. Iba a casarse y llevaba a la vez una conducta ligera que no había sido nunca la suya; se divertía demasiado y su novia parece que no lograba retenerlo.

Mucho después de unos cinco años de separación nuestra yo lo encontré casualmente en Coquimbo; hablamos bastante tiempo; negó la noticia de su matrimonio y nos despedimos reconciliados casi sin palabras, tan cordiales como antes y con la impresión de un vínculo reanimado y definitivo. Cuantos lo han denigrado, hablando de un robo común y hasta de una estafa, no han dicho que su hermano, que era casi su padre; pues lo había criado por ser ambos huérfanos era en ese tiempo el jefe de los ferrocarriles en su zona a cualquiera podría ocurrírsele que Romelio Ureta cogió aquel dinero pensando en restituirlo de inmediato o contando con que su hermano, ausente por unos días se lo prestaría. Este señor era persona de situación holgada y lo quería mucho. No creo que nadie piense en arruinar su carrera por la suma infeliz que él cogió de una repartición fiscal. Parece que vino un arqueo impensado de caja: el hermano andaba en Ovalle o en otro punto de la provincia y no pudieron comunicarse de ningún modo. Romelio Ureta era hombre tan pundonoroso como para matarse, antes de sufrir vivo una vergüenza. A esta altura del tiempo y de la costumbre funcionaria, el hecho no se entiende, pues la probidad escasea más que la moneda de oro. Yo lo comprendo de haberle conocido a él y al viejo Chile. Doy cuantiosos detalles porque me irrita que se remuevan los huesos de un muerto con una falta tal de inteligencia y de consideración, más que eso me indigna el que por escribir una gacetilla sobre mí -no es el caso suyo- y por cobrarla en un periódico y también por alimentar la glotonería del público se revuelva una sepultura.

Han creado un semblante enteramente falso con la pretensión de demostrarme solidaridad o con la ocurrencia de defenderme, yo no he sido una víctima de él en ningún aspecto; todos los seres somos cual más cual menos, víctimas de nuestro temperamento nací como otros con una capacidad exacerbada para el sufrimiento y tal vez sin ninguna tragedia en mi vida habría padecido lo mismo según el caso de Leopardi y de otros.

Me repugna por otra parte lo cinematográfico aplicado a los vivos, después que me muera, ya pueden hacer su gusto los noveleros a toda su anchura; pero como estoy viva tengo el derecho mínimo de lavar un nombre querido. He callado bastante a este respecto porque soy harto rica de silencio. Mi paciencia se ha ido gastando y esta vez quiero hablar, por tratarse de una crónica escrita por una mujer y que debe salir limpia de un error tan grave sobre un hombre que se allega a la calumnia. Usted, estoy segura, estará muy contenta de que su compañera cuida de la honradez de su trabajo.

lunes, 16 de octubre de 2023

Buba, short story by Roberto Bolaño (from "Putas asesinas", Anagrama 2001)

La ciudad de la sensatez. La ciudad del sentido común. Así llamaban a Barcelona sus habitantes. A mí me gustaba. Era una ciudad bonita y yo creo que me acostumbré a ella desde el segundo día (decir el primer día sería una exageración), pero los resultados no acompañaban al club y la gente como que te empezaba a mirar raro, eso siempre pasa, hablo por experiencia, al principio los aficionados te piden autógrafos, te esperan en las puertas del hotel para saludarte, no te dejan en paz de tan cariñosos que son, pero luego enhebras una racha de mala suerte con otra y ahí mismo te empiezan a torcer el gesto, que si eres un flojo, que si te pasas las noches en las discotecas, que si te vas de putas, ustedes ya me entienden, la gente empieza a interesarse por lo que cobras, se especula, se sacan cuentas, y nunca falta el gracioso que públicamente te llama ladrón o algo mil veces peor.

En fin, estas cosas pasan en todas partes, a mí personalmente ya me había sucedido algo parecido, pero entonces mi condición era la de nacional, jugador de la casa, y ahora mi condición era la de extranjero, y la prensa y los aficionados siempre esperan un plus extra de los extranjeros, para eso los han traído, ¿no?

Yo, por ejemplo, como todo el mundo sabe, soy extremo izquierdo. Cuando jugaba en Latinoamérica (en Chile y después en Argentina) marcaba una media de diez goles cada temporada. Aquí por el contrario, mi debut fue asqueroso, al tercer partido me lesionaron, tuvieron que operarme de ligamentos y mi recuperación, que en teoría tenía que ser rápida, fue lenta y trabajosa, para qué les voy a contar. De golpe volví a sentirme más solo que la una. Ésa es la verdad.

Gastaba una fortuna en llamadas a Santiago y lo único que conseguía era preocupar a mi mamá y a mi papá, que no entendían nada. Así que un día decidí irme de putas. No lo voy a negar. Ésa es la verdad. En realidad lo único que hice fue seguir el consejo que un día me dio Cerrone, el arquero argentino. Cerrone me dijo: "chico, si no tienes nada mejor que hacer y los problemas te están matando, consulta a las putas". Qué buena persona era Cerrone. Por aquella época yo debía de tener diecinueve años a lo más y acababa de llegar al Gimnasia y Esgrima.

Cerrone ya andaba por los treinta y cinco o por los cuarenta, su edad era un misterio, y entre los veteranos era el único que todavía estaba soltero. Algunos decían que Cerrone era raro. Eso me retrajo al principio en mi trato con él. Yo era un muchacho más bien tirado a tímido y pensaba que si conocía a un homosexual éste iba a querer acostarse conmigo al tiro. En fin, puede que lo fuera, puede que no lo fuera, lo único cierto es que una tarde en que yo estaba más deprimido que nunca, me cogió aparte, era la primera vez que hablábamos, podría decirse, y me dijo que esa noche me iba a llevar a conocer algunas muchachas de Buenos Aires. Nunca me olvidaré de esa salida.

El departamento estaba en el centro y mientras Cerrone se quedaba en el living tomando unas copas y viendo un programa nocturno en la tele, yo me acosté por primera vez con una argentina y la depresión comenzó a amainar. A la mañana siguiente, mientras volvía a mi casa, supe que todo mejoraría y que mi carrera en el fútbol argentino aún me iba a deparar muchas tardes de gloria. Las depresiones eran inevitables, me dije, pero Cerrone me había dado el remedio para atenuarlas.

Y eso fue lo que hice en mi primer club europeo: salí de putas y así fui capeando la lesión, el periodo de recuperación, la soledad. ¿Que si me acostumbré? Puede que sí, puede que no, no soy quién para emitir un juicio tan rotundo. Allí las putas son unos verdaderos bombones, las putas de categoría, quiero decir, además de ser en líneas generales unas chicas bastantes inteligentes y preparadas, así que aficionarse a ellas, lo que se dice aficionarse, pues tampoco es tan difícil.

En resumen, que me dio por salir de noche, incluso los domingos, cuando había partido y lo que se esperaba de nosotros, los lesionados, era que estuviéramos allí, en las gradas, convertidos en hinchas de lujo. Pero así uno no se cura de las lesiones y yo prefería pasarme las tardes de los domingos en alguna sala de masaje, con mi whisky y una o dos amigas a cada lado, hablando de cosas más serias. Al principio, por supuesto, nadie se dio cuenta. No era yo el único que estaba lesionado, debíamos de ser unos seis o siete los que estábamos en el dique seco, la mala racha parecía cebarse con nuestro club. Pero luego, claro, nunca falta el periodista culiado que te ve salir de una discoteca a las cuatro de la mañana y ahí se acabó el asunto. En Barcelona, que parece tan grande y tan civilizada, las noticias vuelan. Quiero decir: las noticias futbolísticas.

Una mañana me llamó el entrenador y me dijo que se había enterado de que estaba llevando un ritmo de vida impropio de un deportista y que eso se tenía que acabar. Yo, por supuesto, le dije que sí, que sólo había sido una canita al aire, y seguí con mis asuntos, porque, a ver, ¿qué otra cosa podía hacer mientras duraba la lesión y el equipo bajaba en la tabla que daba pena abrir el periódico los lunes para repasar las clasificaciones?

Además, como es lógico, yo pensaba que lo que me había servido en Argentina me tenía por fuerza que servir en España, y lo peor era que tenía razón: me servía. Pero entonces entraron los burócratas del club y me dijeron: "oiga, Acevedo, esto tiene que acabar, usted está resultando un mal ejemplo para la juventud y una pésima inversión de nuestra sociedad, en donde sólo trabajan hombres serios, así que a partir de ahora se acabaron las salidas nocturnas, usted verá". Y luego, sin decir agua va, me encontré de golpe con una multa que podía pagar, claro, pero que puestos a perder dinero hubiera preferido enviarlo a Chile, no sé, a mi tío Julio, por ejemplo, para que se lo gastara arreglando su casa. Pero estas cosas pasan y hay que aguantarse. Así que me aguanté y me hice el firme propósito de salir menos, digamos una vez cada quince días, pero entonces llegó Buba y los del club decidieron que lo mejor para mí era que dejara el hotel y que compartiera el departamento que habían puesto a disposición de Buba, un departamento bastante coqueto, con dos habitaciones y una terraza pequeñita pero con una buena vista, justo al lado de nuestros campos de entrenamiento. Y eso fue lo que tuve que hacer. Así que cogí mis maletas y me fui con un administrativo del club al departamento y como no estaba Buba, pues escogí yo mismo el dormitorio que quería para mí y saqué mis cosas y las metí en el closet y entonces el administrativo me dio mis llaves y se marchó y yo me puse a dormir la siesta.

Eran las cinco de la tarde, aproximadamente, y antes me había echado entre pecho y espalda una fideuà, un plato típico de Barcelona que ya había probado y que me encanta, aunque no es un plato fácil de digerir, y cuando me dejé caer en mi nueva cama me entró un sopor tan grande que sólo tuve fuerzas para sacarme los zapatos y ya estaba dormido. Tuve entonces un sueño rarísimo. Soñé que estaba en Santiago otra vez, en mi barrio de La Cisterna, y que estaba recorriendo con mi padre la plaza esa en donde estuvo la estatua del Che, la primera estatua del Che que hubo en América, exceptuando Cuba, y eso era lo que me iba contando mi padre en medio del sueño, la historia de la estatua y de todos los atentados que sufrió la estatua hasta que llegaron los milicos y la volaron definitivamente, y mientras caminábamos yo miraba hacia todas partes y era como si camináramos por en medio de la selva, y mi padre decía por aquí debe estar la estatua, pero no se veía nada, las hierbas eran altas y los árboles apenas dejaban pasar unos rayitos de sol, suficientes para ver, para darnos cuenta de que era de día, y nosotros íbamos por un sendero de tierra y de piedras, pero a los lados hasta lianas había, y no se veía nada, sólo sombras, hasta que de pronto llegábamos como a una especie de claro, un claro rodeado de selva, y mi padre entonces se detenía y me ponía una mano en el hombro y con la otra señalaba algo que se levantaba en medio del claro, un pedestal de cemento de color gris clarito, y sobre el pedestal no había nada, ni rastros de la estatua del Che, pero eso mi padre y yo lo sabíamos y lo esperábamos, al Che lo habían quitado de allí hacía mucho tiempo, eso no nos sorprendía, lo importante era que estábamos juntos mi viejo y yo y que habíamos encontrado el lugar exacto en donde antes se levantaba la estatua, pero mientras contemplábamos el claro sin movernos, como embebidos en nuestro hallazgo, yo me fijé en que bajo el pedestal, al otro lado, había algo, una cosa oscura que se movía, y me solté de la mano de mi padre (me tenía cogido de la mano) y empecé a rodear lentamente el pedestal.

Entonces lo vi: al otro lado había un negro en pelotas haciendo unos dibujos en la tierra y yo supe al tiro que ese negro era Buba, mi compañero de club y mi compañero de departamento, aunque, sí quieren que les diga la verdad yo a Buba sólo lo había visto en un par de fotos, yo y todos los demás compañeros, y nadie se hace una idea cabal de una persona sí sólo la ha visto en la prensa y además de pasada. Pero era Buba, de eso no me cupo la menor duda. Y entonces yo pensé: rechuchas, debo de estar soñando, no estoy en Chile no estoy en La Cisterna, mi padre no me ha traído a ninguna plaza y este huevón calato no es Buba, el mediopunta africano recién contratado por nuestro club.

Justo cuando acababa de pensar lo anterior el negro levantó la mirada y me sonrió, dejó el palito con el que estaba haciendo unos dibujos en la tierra amarilla (ésa sí una tierra completamente chilena) y de un salto se puso de pie y me tendió la mano, ¿tu eres Acevedo?, dijo, "me alegro de conocerte, flaco", eso dijo. Y yo pensé; tal vez estamos de gira. ¿Pero de gira por dónde?
¿Estábamos haciendo una gira por Chile? Imposible. Y entonces nos dimos la mano y Buba me la estrechó muy fuerte y no me la soltó, y mientras me estrechaba la mano yo miré el suelo y vi los dibujos en la tierra, garabatos no más, qué otra cosa iba a ser, pero como que le encontré el hilo a la cuestión, no sé si me explico, los garabatos tenían sentido, es decir, no eran garabatos, eran otra cosa. Y entonces yo me quise agachar y ver los dibujos más de cerca, pero la mano de Buba que estrechaba mi mano me lo impidió, y cuando quise soltarme (ya no para ver los dibujos sino más bien para alejarme de él, para tomar mis distancias, porque sentí algo parecido al miedo) no pude hacerlo, la mano de Buba, su brazo, parecían los de una estatua, una estatua recién hecha, y mi mano había quedado empotrada en ese material que por momentos parecía barro y por momentos parecía lava ardiente.

Creo que fue entonces cuando me desperté. Sentí ruidos en la cocina y luego pasos que iban desde el living hasta la otra habitación y yo me desperté con el brazo acalambrado (me había quedado dormido en una mala postura, algo que por aquellos días, antes de salir de la lesión, me solía pasar) y me quedé esperando, la puerta de mi dormitorio estaba abierta, así que él tenía que haberme visto, pero por más que esperé Buba no apareció en el umbral. Sentí sus pasos, carraspeé, tosí, me levanté, oí que alguien abría la puerta de la calle y luego, casi sin hacer ruido, la volvía a cerrar.

El resto del día lo pasé solo, sentado delante de la tele, cada vez más nervioso. Revisé (yo no soy curioso, pero no pude evitarlo) su cuarto: en los cajones del closer había puesto la ropa, ropas deportiva y algo de ropa de vestir y algunos trajes africanos que a mí me parecieron como disfraces pero que en el fondo eran bonitos. En el baño estaban sus útiles de aseo, una navaja (yo me afeito con máquinas desechables y hacía tiempo que no veía una navaja), una loción, un perfume inglés o comprado en Inglaterra, en la tina una esponja de color tierra muy grande.

A las nueve de la noche apareció Buba en nuestra nueva casa. A mí me dolían los ojos de tanto ver la tele y él, según me dijo, venía de una sesión con la prensa deportiva de la ciudad. Al principio nos costó un poco hacernos amigos, aunque a veces, cuando me detengo a reflexionar, llego a la amarga conclusión de que amigos, lo que se dice amigos, no lo fuimos nunca. Pero otras veces, ahora mismo sin ir más lejos, creo que sí, que fuimos bastante amigos y que, en todo caso, si Buba tuvo un amigo en el club, ése fui yo.

Nuestra vida en común, por lo demás, no fue difícil. Dos veces a la semana venía una señora a hacernos la limpieza del departamento y el resto del tiempo cada uno limpiaba lo que ensuciaba, lavaba sus propios platos, hacía la cama, en fin, lo de siempre. Por las noches a veces yo me iba por ahí con Herrera, un muchacho de la cantera que había subido al primer equipo y que terminó siendo titular indiscutible de la selección española, y a veces se nos unía Buba, pero pocas porque a Buba no le gustaba la vida nocturna.

Cuando me quedaba en casa veía la tele y Buba se encerraba en su cuarto y se ponía a escuchar música. Música africana. Al principio las cintas debuta no me resultaban nada agradables. La primera vez que las escuche, al segundo día de estar compartiendo el departamento, incluso me sobresaltaron. Yo estaba viendo un documental sobre el Amazonas, haciendo tiempo para la hora en que iba a empezar una película de Van Damme, cuando de repente sentí como si en la habitación de Buba estuvieran matando al alguien. Pónganse en mi lugar. La situación era extraordinaria, capaz de alterarle los nervios al más valiente. ¿Qué hice? Pues me levanté, estaba de espaldas a la puerta de Buba, y me puse en guardia, claro, hasta que comprendí que aquello era una cinta, que los gritos provenían del radiocasette. Después los ruidos se apagaron, solo se oía algo así como un tambor, y luego los gemidos de una persona, el llanto de una persona, que poco a poco fue subiendo de volumen. Hasta ahí aguanté.

Recuerdo que me acerqué a la puerta, que llamé con los nudillos y que nadie me respondió. En ese momento pensé que las lágrimas y los gemidos eran de Buba y no de la cinta. Pero entonces oí la voz de Buba que me preguntaba qué quería y no supe qué contestarle. Todo resultaba bastante embarazoso. Le dije que bajara el volumen. Se lo dije con una voz que traté con toda mi voluntad de que me saliera normal. Durante un rato Buba se mantuvo en silencio. Después la música (en realidad: el sonido de los tambores, tal vez una especie de flauta también) se apagó y la voz de Buba dijo que se iba a dormir. Buenas noches, dije yo y volví al sillón pero durante un rato estuve viendo el documental sobre los indios del Amazonas sin sonido.

El resto, la cotidianidad, como se suele decir, era apacible. Buba acababa de llegar y aún no había jugado ni un partido como titular. El club, en aquel tiempo, tenía un superávit de jugadores que para qué les voy a contar. Estaba Antoine García, el líbero francés. Estaba Delève, el delantero belga, Neuhuys el defensa central holandés, Jovanovic, delantero yugoslavo, el argentino Percutti y el uruguayo Buzatti, mediocampistas, además de los españoles, entre los que teníamos a cuatro jugadores de la selección nacional. Pero las cosas nos iban mal y después de diez jornadas desastrosas estábamos a mitad de la tabla, más bien tirando para abajo que para arriba.

La verdad, a Buba no sé por qué no lo ficharon. Supongo que lo hicieron para acallar las críticas casa vez más acerbas de nuestros propios aficionados, pero al menos en teoría fue una cagada completa. Lo que todo el mundo esperaba era un fichaje de urgencia para cubrir mi lugar, es decir lo que todo el mundo esperaba era que ficharan a un extremo, no a un mediocampista porque en esa la posición ya estaba Percutti, pero los directivos suelen ser bastante imbéciles en todas partes y cogieron lo primero que tuvieron a mano y entonces apareció Buba. Muchos pensaron que el plan era hacerlo jugar un tiempo con el segundo equipo, un segundo equipo que por aquellas fechas estaba hundido en la Segunda División B, pero el representante de Buba dijo que de eso nada, que el contrato era bien claro al respecto: o Buba jugaba con el primer equipo o no jugaba.

Así que allí estábamos los dos, en nuestro departamento cerca del campo de entrenamiento, él calentando banquillo todos los domingos y yo reponiéndome de mi lesión y sumido en una melancolía que para qué les cuento. Y los dos éramos los más jóvenes, como ya les he dicho, y si no lo he dicho lo digo ahora, aunque sobre eso también se especuló un rato. Yo entonces tenía veintidós años y eso estaba claro. De Buba decían que tenía diecinueve, y por descontado no faltó el periodista gracioso que dijo que nuestros directivos habían sido engañados, que en el país de Buba los certificados de nacimiento eran a la carta, que en realidad Buba no sólo parecía tener más edad sino que, en efecto, la tenía, y que en resumidas cuentas el fichaje había sido un timo.

La verdad es que yo no sabía a qué carta quedarme. En el día a día, por lo demás, vivir con Buba no era nada pesado. A veces, por las noches, se encerraba en su dormitorio y ponía su música de gritos y de gemidos, pero uno a todo se acostumbra. A mí también me gustaba ver la tele con el sonido muy alto, hasta altas horas de la madrugada, y Buba, que yo sepa, nunca se quejó por eso. A l principio la comunicación no era muy fluida, por cuestiones de idioma, y más bien nos comunicábamos con gestos. Pero luego Buba aprendió algo de castellano y algunas mañanas, mientras desayunábamos, incluso hasta hablábamos de películas, que siempre ha sido uno de mis temas favoritos, aunque la verdad es que Buba no era muy conversador y tampoco le interesaba demasiado el cine.

En realidad, ahora que lo pienso, Buba era bastante callado. Y no es que fuera tímido ni que temiera meter la pata, Herrera, que sabía hablar inglés, una vez me dijo que lo que le pasaba era que no tenía nada que decir. El loco Herrera. Qué simpático que era Herrera. Y un buen amigo, además. Cuántas veces salimos todos juntos. Herrera, Pepito Vila, que también era canterano, Buba y yo. Pero Buba siempre en silencio, mirándolo todo como si estuviera y no estuviera, y aunque a veces Herrera lo cogía por su cuenta y se largaba a hablar en inglés con él, un inglés fluido en de Herrera, el negro siempre se iba por las ramas, como si le diera pereza explicar cosas de su infancia y de su patria, menos aún de su familia, al grado de que Herrera estaba convencido de que a Buba algo malo le tenía que haber ocurrido cuando era niño, por su reiterada negativa a referir el más mínimo detalle íntimo, como si hubieran arrasado su aldea, decía Herrera, que era y es de izquierdas, como si hubiera presenciado en vivo y en directo la muerte de sus padres y hermanos y pretendiera borrar de su cabeza todos esos años, algo bastante lógico si las presunciones de Herrera hubieran sido ciertas, pero en realidad, y eso yo siempre lo supe, lo intuí, Herrera se equivocaba, Buba hablaba poco porque él era así, y eso era lo que importaba, más allá de una infancia o adolescencia atroz o agradable: la vida de Buba estaba rodeada de misterio porque Buba era así, eso era todo.

En todo caso lo único cierto es que por aquellas fechas el equipo estaba mal y Herrera y Buba parecían condenados a calentar banquillo hasta el final de la temporada, y yo estaba lesionado y cualquier equipo de provincias era capaz de ganarnos en nuestro propio campo. Fue entonces, cuando peor íbamos, cuando nada parecía capaz de empeorar el hundimiento del club, cuando se lesionó Percutti y el míster no tuvo más remedio que alinear a Buba. Lo recuerdo como si fuera ayer. Teníamos que jugar un sábado y en el entrenamiento del jueves, en un choque fortuito con Palau, un defensa central, Percutti se jodió la rodilla. Así que nuestro entrenador puso a Buba en su lugar en el entrenamiento del viernes y para Herrera y para mí quedó claro que saldría de titular el sábado.

Cuando se lo dijimos, por la tarde, en el hotel en donde nos habían concentrado (pues aunque jugábamos en casa y con un rival en teoría débil el club había decidido que cada partido era de importancia vital), Buba nos miró como si nos calibrara por primera vez y luego se encerró en el lavabo con una excusa cualquiera. Durante un rato Herrera y yo estuvimos viendo la tele y decidiendo a qué hora nos pensábamos arrimar a la timba que Buzatti había montado en su cuarto. Con Buba, por supuesto, no contábamos.

Al poco rato oímos una música salvaje que salía del lavabo A Herrera ya le había contado de los gustos musicales de Buba, de las veces que se encerraba en nuestro departamento con su radiocasette infernal, pero él nunca lo había escuchado en directo.

Durante un rato permanecimos atentos a los gemidos y a los tambores, después Herrera, que francamente era un muchacho culto, dijo que aquello era de un tal Mango no sé cuánto, un músico de Sierra Leona o Liberia, uno de los mayores exponentes de la música étnica, y nos desentendimos del asunto. Entonces la puerta se abrió y Buba salió del baño, se sentó a nuestro lado, en silencio, como si a él también le interesara la tele, y yo le noté un olor un poco raro, un olor a sudor, pero no era sudor, un olor a rancio pero que tampoco resultaba ser un olor a rancio. Olía a humedad, a setas y hongos. Olía raro.

Yo, lo confieso, me puse nervioso y sé que Herrera también se puso nervioso, los dos estábamos nerviosos, los dos teníamos ganas de irnos de allí, de salir corriendo hacia la habitación de Buzatti, en donde seguro íbamos a encontrar a unos seis o siete compañeros jugando a las cartas, al póquer descubierto o al once, un juego civilizado. Pero lo cierto es que ninguno de los dos nos movimos, como si el olor y la presencia de Buba a nuestro lado nos hubiera dejado sin ánimo para nada. No era miedo. No tenía nada que ver con el miedo. Era algo mucho más rápido. Como si el aire que nos rodeara se hubiera condensado y nosotros nos hubiéramos licuado. Bueno, eso fue al menos lo que sentí. Y luego Buba se puso a hablar y nos dijo que necesitaba sangre. La sangre de Herrera y la mía.

Creo que Herrera se rió, no mucho, solo un poquito. Y luego alguien apagó la televisión, no recuerdo quién, tal vez Herrera, tal vez yo. Y Buba dijo que lo podía conseguir, que sólo necesitaba las gotas de sangre y nuestro silencio. ¿Qué es lo que puedes conseguir? dijo Herrera. El partido, dije yo. No sé cómo lo supe, pero lo cierto es que lo supe desde el primer momento. El partido, sí, dijo buba. Y entonces Herrera y yo nos reímos y tal vez nos miramos, Herrera estaba sentado en un sillón y yo a los pies de mi cama y Buba esperaba sentado humildemente en la cabecera de su cama.

Creo que Herrera hizo unas preguntas. Yo también hice un a pregunta. Buba respondió con cifras. Levantó su mano izquierda y nos mostró tres dedos, el medio, el anular y el meñique. Dijo que no perdíamos nada con probar. El pulgar y el índice los tenía cruzados, como si formaran un lazo o una horca en donde un animal diminuto se asfixiaba.

Predijo que Herrera iba a jugar. Habló de responsabilidad con los colores de la camiseta y también habló de oportunidad. Su castellano seguía siendo deficiente.
Lo siguiente que recuerdo es que Buba volvió a entrar en el lavabo y que cuando salió llevaba un vaso y su navaja de afeitar. No nos vamos a pinchar con eso, dijo Herrera. La navaja es buena, dijo Buba. Con tu navaja no, dijo Herrera. ¿Por qué no?, dijo Buba. Porque no nos sale de los cojones, dijo Herrera. ¿O no? Me miraba a mí. No, dije yo. Yo me pincho con mi propia máquina de afeitar. Recuerdo que cuando me levanté para ir al baño las piernas me temblaban. No encontré mi maquinilla, probablemente la había olvidado en el departamento, así que cogí la que el hotel ponía a disposición de los clientes. Herrera aún no había vuelto y Buba parecía dormido, sentado en la cabecera de su cama, aunque cuando cerré la puerta levantó la cabeza y me miró sin decir nada.

Permanecimos en silencio hasta que alguien llamó a la puerta. Fui a abrir. Era Herrera. Nos sentamos los dos en mi cama. Buba se sentó enfrente, en la suya, y sostuvo el vaso en medio de las dos camas. Luego, con un gesto rápido, levantó uno de los dedos de la mano que sostenía el vaso y se hizo un corte limpio. Ahora tú, le dijo a Herrera, que cumplió el trance armado con un pequeño alfiler de corbata, el único objeto punzocortante que había encontrado. Después me tocó mi turno. Cuando quisimos ir al baño a lavarnos las manos Buba nos adelantó. ¡Déjame entrar, Buba!, le grité a través de la puerta. Por única respuesta oímos otra vez la música que unos minutos antes Herrera había calificado de manera un tanto apresurada (o eso me parecía ahora) como música étnica.

Esa noche tardé en irme a dormir. Estuve un rato en la habitación de Buzatti y luego me fui al bar del hotel, en donde ya no quedaba ningún jugador despierto. Pedí un whisky y me lo tomé en una mesa desde la que se apreciaban con nitidez las luces de Barcelona. Al cabo de un rato sentí que alguien se sentaba a mi lado. Me sobresalté. Era el entrenador, que tampoco podía dormir. Me preguntó qué hacía despierto a esas horas. Le dije que estaba nervioso. Pero si tú mañana no juegas, Acevedo, dijo él. Peor todavía, dije yo.

El entrenador miró la ciudad, asintiendo, y se frotó las manos. ¿Qué estás bebiendo?, preguntó. Lo mismo que usted, dije. Ah, vaya, dijo él, eso es bueno para los nervios. Después el entrenador se puso a hablar de su hijo y de su familia, que vivían en Inglaterra, pero sobre todo de su hijo, y luego los dos nos levantamos y dejamos nuestros vasos vacíos en la barra.
Al entrar en mi habitación Buba dormía plácidamente en su cama. Normalmente no hubiera encendido la luz, pero esta vez lo hice. Buba ni se movió. Fui al lavabo: todo estaba en orden. Me puse el pijama y me acosté y apagué la luz. Durante unos minutos estuve escuchando la respiración acompasada de Buba. No recuerdo en qué momento me quedé dormido.

Al día siguiente ganamos por tres a cero. El primer gol lo marcó Herrera. Era el primero que marcaba aquella temporada. Los otros dos los hizo Buba. La prensa deportiva, un poco reticente, hablaba de cambio sustancial en nuestro juego y destacaba el gran partido realizado por Buba. Yo vi el partido. Yo sé lo que realmente ocurrió. En realidad, Buba no jugó bien. El que jugó bien fue Herrera y Delève y Buzatti. La línea medular del equipo. En realidad, Buba estuvo como ausente durante buena parte del partido. Pero marcó dos goles y eso era suficiente.

Ahora tal vez debería decir algo acerca de los goles. El primero (que fue el segundo del encuentro) se produjo tras un córner que sirvió Palau. Buba, en medio del barullo, metió la pierna y marcó. El segundo fue extraño: el equipo rival ya había aceptado la derrota, corría el minuto 85, todos los jugadores estaban cansados, los nuestros probablemente más, el tono del partido era francamente conservador, y entonces alguien le pasó la pelota a Buba, con la esperanza, digo yo, de que la devolviese o la retrasara, pero Buba corrió por su banda, mucho más rápido de lo que había estado en el resto del partido, se acercó a unos cuatro metros del área grande y cuando todos esperaban que centrara soltó un tiro que sorprendió a los dos defensas que tenía delante y al arquero, un tiro con un chanfle como yo no había visto nunca, un disparo endemoniado propio sólo de los jugadores brasileños, que se coló por la escuadra derecha de la portería contraria y que puso a todos los espectadores de pie.

Esa noche, después de celebrar la victoria, hablé con él. Le pregunté por la magia, por el hechizo, por la sangre en el vaso. Buba me miró y se puso serio. Acerca tu oreja, dijo.
Estábamos en una discoteca y apenas nos oíamos. Buba me susurró unas palabras que al principio no entendí. Probablemente yo ya estaba borracho. Luego alejó su boca de mi oreja y me sonrió. Tú pronto podrás marcar goles mejores, dijo. De acuerdo, perfecto, dije yo.

A partir de entonces todo se encarriló. El siguiente partido lo ganamos cuatro a dos, y eso que jugábamos en campo contrario. Herrera marcó un gol de cabeza, Delève uno de penalti, y Buba marcó los otros dos, que fueron rarísimos, o eso me pareció a mí, que conocía la historia y que antes del viaje, al que no fui, participé junto con Herrera en la ceremonia de los dedos cortados y del vaso y de la sangre.

Tres semanas después me convocaron y reaparecí en la segunda parte, en el minuto 75. Jugábamos en la casa del líder y ganamos uno a cero. El gol lo marqué yo en el minuto 88. El pase me lo dio Buba o eso fue lo que pensó todo el mundo, aunque yo tengo algunas dudas. Sólo sé que Buba se escapó por la banda derecha y yo eché a correr por la izquierda. Había cuatro defensas, uno detrás de Buba, dos en el medio y uno a unos tres metros de donde corría yo. Entonces ocurrió algo que aún no sé explicarme.

Los defensas centrales parecieron clavarse en sus posiciones. Yo seguí corriendo con el lateral derecho de ellos pegado a mis talones. Buba se acercó al área con el lateral izquierdo que tampoco se le despegaba. Entonces hizo una finta y centró. Yo me metí en el área sin ninguna posibilidad de darle a la pelota, pero entre que los centrales estaban como despistados o como repentinamente mareados y el efecto rarísimo que cogió el balón, lo cierto es que milagrosamente me vi dentro del área, con la pelota controlada y el portero de ellos que salía y el lateral derecho pegado a mi hombro izquierdo sin saber si hacerme una falta o no, y entonces simplemente chuté y marqué el gol y ganamos.

El domingo siguiente fui titular indiscutible. Y a partir de entonces empecé a marcar más goles que nunca en mi vida. Y Herrera también tuvo una racha goleadora. Y todo el mundo adoraba a Buba. Y también nos adoraban a Herrera y a mí. De la noche a la mañana nos convertimos en los reyes de la ciudad. Todo nos sonreía. El club inició una ascensión imparable. Ganábamos y ganábamos.

Y nuestro rito de la sangre siguió repitiéndose indefectiblemente antes de cada partido. De hecho, a partir de la primera vez, Herrera y yo nos compramos navajas de afeitar parecidas a la que tenía Buba y cada vez que íbamos a jugar fuera lo primero que metíamos en nuestro equipaje eran las navajas, y cuando jugábamos en casa nos reuníamos la noche anterior en nuestro departamento (porque ya no nos concentraban en los partidos como locales) y realizábamos la sesión y Buba recogía su sangre y la nuestra en un vaso y luego se encerraba en el baño y mientras escuchábamos la música que salía de allí Herrera se ponía a hablar de libros o de obras de teatro que había visto y yo me quedaba callado y asentía a todo, hasta que Buba reaparecía y nosotros lo mirábamos como preguntándole si todo estaba en orden y Buba entonces nos sonreía y se metía en la cocina a buscar el estropajo y el cubo de agua y volvía luego al baño, en donde se estaba por lo menos un cuarto de hora arreglándolo todo, y cuando nosotros entrábamos en el baño todo estaba igual que antes, y a veces, cuando me iba con Herrera a una discoteca y Buba no venía (porque a Buba no le gustaban demasiado las discotecas), Herrera se ponía a hablar conmigo y me preguntaba qué creía yo que hacía Buba con nuestra sangre en el baño, porque lo cierto es que cuando Buba desocupaba el baño ya no había rastros de sangre por ningún lado, el vaso que la había contenido estaba reluciente, el suelo limpio, vaya, el baño parecía como cuando venía la señora a hacernos la limpieza, y yo le decía a Herrera que no sabía, que no tenía idea de lo que hacía Buba cuando se encerraba allí, y Herrera me miraba y decía: si yo viviera con él me daría miedo, y yo miraba a Herrera como diciéndole: ¿lo dices en serio o estás de broma?, y Herrera decía: estoy de guasa, Buba es nuestro amigo, gracias a él ahora estoy en la selección, gracias a él nuestro club va a ser campeón, gracias a él la gloria nos sonríe, y eso era verdad.

Por lo demás, yo nunca le tuve miedo a Buba. A veces. Mientras veíamos la tele en nuestro departamento antes de irnos a dormir, me lo quedaba mirando con el rabillo del ojo y pensaba en lo extraño que era todo. Pero no pensaba mucho rato en esto. El fútbol es extraño.

Finalmente aquel año que empezamos tan mal fuimos campeones de Liga y paseamos por el centro de Barcelona entre una multitud enfervorecida y hablamos desde el balcón del ayuntamiento a otra multitud enfervorecida que coreaba nuestros nombres y ofrecimos el título a la virgen de Montserrat, del monasterio de Montserrat, una virgen negra como Buba, esto parece mentira pero es verdad, y dimos entrevistas hasta que ya no pudimos hablar. Las vacaciones las pasé en Chile. Buba se fue a África. Herrera se marchó al Caribe con su novia.

Nos encontramos en la pretemporada, en el centro deportivo del este de Holanda, cerca de una ciudad fea y gris que me hizo tener los peores presentimientos.

Todos estaban allí, menos Buba. No sé qué problema había tenido en su país de origen. Herrera parecía agotado aunque exhibía un bronceado de deportista de élite. Me dijo que había pensado en casarse. Yo le expliqué mis vacaciones en Chile, pero, como ustedes saben, cuando en Europa es verano en Chile es invierno, así que mis vacaciones no habían sido muy lucidas. La familia estaba bien. Poco más. La tardanza de Buba nos intranquilizó. No queríamos reconocerlo, pero estábamos intranquilos. De repente sentimos, tanto Herrera como yo, que sin él estábamos perdidos. Por el contrario, nuestro entrenador contribuyó a quitarle hierro a la impuntualidad de Buba.

Una mañana, después de un vuelo que hizo escalas en Roma y Frankfurt, el negro se reintegró en el equipo. Loa partidos de pretemporada, sin embargo, fueron pésimos. Nos ganó un equipo de la Tercera División holandesa. Empatamos con el equipo de aficionados de la ciudad donde residíamos. Ni Herrera ni yo nos atrevíamos a pedirle a Buba el rito de la sangre, aunque nuestras navajas estaban listas.

De hecho, y esto tardé en comprenderlo, parecía como si tuviéramos miedo de pedirle a Buba un poco de su magia. Por supuesto seguíamos siendo amigos y en alguna ocasión fuimos juntos a una discoteca holandesa, pero de sangre no hablábamos sino de los chismes que circulan en pretemporada, los jugadores que cambiaban de equipo, los nuevos fichajes, la Liga de Campeones que íbamos a jugar ese año, los contratos que se acababan o que tenían que ser mejorados. También hablábamos de películas y de las vacaciones que ya habían terminado y Herrera, sólo Herrera, hablaba de libros, entre otras cosas porque era el único que leía.

Después volvimos a la ciudad y yo volví a encontrarme solo con Buba y con nuestra cotidianidad en aquel departamento enfrente de los campos de entrenamiento, y luego empezó la Liga, en primer partido, y la noche antes apareció Herrera por nuestra casa y encaró la situación. Le dijo a Buba que qué pasaba. ¿No iba a haber magia ese año? Y Buba sonrió y dijo que no era magia. Y Herrera dijo qué coño es entonces. Y Buba se encogió de hombros y dijo que era algo que sólo él entendía. Y luego hizo un gesto como quitándole importancia al asunto. Y Herrera dijo que él quería más, que él creía en Buba, fuera lo que fuera lo que éste hacía. Y Buba dijo que estaba cansado y cuando dijo eso yo lo miré a la cara y no me pareció en modo alguno un tipo de diecinueve o veinte años sino un jugador de más de treinta que ya le ha exigido demasiado a su cuerpo. Y Herrera, contra lo que yo esperaba, aceptó las palabras de Buba con una actitud admirable. Dijo: "pues no se hable más del asunto, os invito a cenar". Así era Herrera. Buen tipo.

De tal manera que salimos a cenar a uno de los mejores restaurantes de la ciudad, y un fotógrafo de prensa que había allí nos hizo una foto, es esa que tengo colgada en el comedor, con Herrera y Buba y yo sonriendo, bien vestidos, delante de una mesa exquisita, si me permiten la expresión (pero es que otra no hay), dispuestos a comernos el mundo aunque en nuestro fuero interno teníamos bastantes dudas (sobre todo Herrera y yo) de que efectivamente fuéramos a comernos nada. Y mientras estuvimos allí no se dijo nada de magia ni de sangre: hablamos de películas, de viajes, pero no de viajes de trabajo sino de viajes de placer, y de poco más.

Y cuando salimos del restaurante, no sin antes haberle firmado autógrafos a los camareros y al cocinero y a los pinches de cocina, nos pusimos a caminar durante un rato por las calles vacías de la ciudad, esa ciudad tan bonita, la ciudad de la sensatez y del sentido común como la llamaban algunos exaltados, pero que también era la ciudad del resplandor en donde uno se sentía bien consigo mismo y para mí ahora es la ciudad de mi juventud, bueno, como decía, nos pusimos a caminar por calles de Barcelona, porque un deportista sabe que después de una cena copiosa lo mejor es estirar las piernas, y entonces, cuando ya llevábamos un rato dando vueltas y viendo los edificios iluminados (obra de grandes arquitectos que Herrera nombraba como si los hubiera conocido personalmente), Buba dijo con una sonrisa más bien triste que si queríamos podíamos volver a repetir la experiencia del año pasado.

Ésa fue la palabra que empleó. Experiencia. Herrera y yo nos quedamos callados. Luego volvimos al parking, nos subimos a mi coche y enfilamos hasta nuestro departamento sin decir una sola palabra. Yo me hice el corte con mi navaja. Herrera empleó un cuchillo de la cocina. Cuando Buba salió del baño nos miró y por primera vez, mientras iba a buscar el estropajo y el cubo de agua a la cocina, no dejó la puerta cerrada. Recuerdo que Herrera se levantó pero acto seguido volvió a sentarse. Luego Buba se encerró en el baño y cuando salió todo estaba como antes. Yo propuse celebrarlo tomándonos un último whisky. Herrera aceptó. Buba dijo que no con la cabeza. Ninguno tenía ganas de hablar, supongo, porque el único que dijo algo fue Buba. Dijo: "esto no es necesario, ya somos ricos". Eso fue todo. Después Herrera y yo nos bebimos nuestros whiskys de un solo trago y nos fuimos todos a dormir.

Al día siguiente empezamos la Liga ganando seis a cero. Buba marcó tres goles, Herrera uno, yo dos. Fue una temporada gloriosa, a mí me parece mentira que la gente se acuerde, porque ya ha pasado mucho tiempo, pero si lo pienso bien, si hago funcionar la memoria, me resulta lógico (perdonen la vanidad) que todavía no haya caído en el olvido la segunda y última temporada que jugué con Buba en Europa. Ustedes vieron los partidos por televisión. Si hubieran vivido en Barcelona se vuelven locos. Ganamos la Liga con más de quince puntos de ventaja y fuimos campeones de Europa sin haber perdido ni un solo partido, sólo el Milán nos empató en San Siro y el Bayern sacó el otro empate en su casa. El resto, puras victorias.

Buba se convirtió en la estrella del momento, goleador en la Liga Española y en la Liga de Campeones, su cotización subió por encima de las nubes. A mitad de temporada su agente intentó renegociar la ficha a más del triple de su monto anual y el club se vio obligado a venderlo a la Juve a principios de la pretemporada siguiente. Herrera también se convirtió en un jugador ambicionado por muchos clubes. Pero como era canterano, es decir casi se había criado en las categorías inferiores de nuestro club, no quiso irse, aunque a mí me consta que tuvo ofertas del Manchester, en donde hubiera ganado más. A mí también me llovieron las ofertas, pero después de dejar marchar a Buba el club no podía darse el lujo de desprenderse de mí y me arreglaron la ficha y me quedé.

Para entonces ya había conocido a una catalana, que no tardaría en ser mi esposa, y yo creo que esto influyó en mi decisión de no marcharme. No me arrepiento de haberlo hecho. Aquella temporada volvimos a ser campeones de la Liga Española, pero en la Liga de Campeones nos enfrentamos en semifinales con el equipo de Buba y fuimos eliminados.

En Italia nos metieron tres a cero y uno de los goles lo marcó Buba, uno de los goles más bonitos que he visto en mi vida, un gol de falta, o de tiro libre para ustedes, muchachos, desde una distancia de más de veinte metros, lo que los brasileños llaman una hoja muerta, una hoja de otoño. Una pelota que parece va a salir y que de repente cae como una hoja muerta, algo que dicen que sabía hacer Didí, algo que yo nunca le había visto hacer a Buba, y recuerdo que después del gol Herrera me miró, yo estaba en la barrera y Herrera estaba detrás marcando a un italiano, y cuando nuestro arquero iba a buscar la pelota al fondo de la portería herrera me miró y se sonrió como diciendo “vaya, vaya”, y yo también me sonreí. Fue el primer gol de los italianos y a partir de ahí Buba se eclipsó. Lo sacaron en el minuto 50. Antes de dejar la cancha nos abrazó a Herrera y a mí. Cuando acabó el partido estuvimos un rato con él en los túneles del vestuario.

En el partido de vuelta, en nuestro campo, los italianos nos empataron a cero. Fue uno de los partidos más raros que he jugado en mi vida. Todo pareció transcurrir como a cámara lenta y al final los italianos nos eliminaron. Pero en líneas generales fue una temporada como para no olvidar. Volvimos a ganar la Liga, a Herrera y a mí nos convocaron para jugar el Mundial con nuestras respectivas selecciones, las noticias que teníamos de Buba eran magníficas. Él también ganó la Liga italiana (el famoso Scudetto) y la Liga de Campeones por segundo año consecutivo. Era el jugador del momento. A veces lo llamábamos por teléfono y hablábamos durante un rato de banalidades.

Poco antes de que nos marcháramos a unas vacaciones que iban a ser más cortas de lo usual (aquel año los internacionales nos concentramos para el Mundial casi sin tiempo para nada), la noticia salió en la primera página de los periódicos deportivos. Buba había muerto en un accidente automovilístico camino del aeropuerto de Turín.

Nos quedamos helados. Poco más es lo que puedo decir. Con la mano en el pecho: nos quedamos helados y ya está. El Mundial fue asqueroso. A Chile la eliminaron en octavos, pero no ganamos ni un solo partido. España ni siquiera pasó a octavos, aunque ellos sí que ganaron un partido. Mi actuación, ustedes se acordarán, fue funesta. Así que mejor no hablar. ¿El país de Buba? No, ellos fueron eliminados en la fase previa por Camerún o Nigeria, no me acuerdo. Buba no hubiera podido ir al Mundial ni vivo ni muerto. Como jugador, quiero decir.

Luego pasó el tiempo y vivieron otras ligas y otros mundiales y otros amigos. En Barcelona permanecí aún seis años. En España, diez. Por supuesto que todavía alcancé a vivir muchas noches de gloria, pero nada es comparable. Me retiré del fútbol jugando en el Colo-Colo, pero ya no de extremo izquierdo, la vida de un extremo izquierdo es corta, sino de mediocampista. Luego me dediqué a mi tienda de deportes. Hubiera podido ser entrenador, hice el curso, pero la verdad es que ya estaba harto. Herrera todavía jugó un par de años más. Luego se retiró en olor de multitudes. Fue internacional más de cien veces (yo sólo lo fui en cuarenta y tres ocasiones) y cuando dejó el fútbol la hinchada de Barcelona le tributó un homenaje como se han visto pocos. Ahora tiene no sé cuántas empresas en su ciudad y la vida, como es obvio, le va bien.

Durante muchos años estuvimos sin vernos. Hasta hace poco, que se hizo un programa de televisión, de esos más bien nostálgicos, sobre el equipo que había ganado por primera vez la Liga de Campeones. A mí me llegó la invitación y aunque ahora ya no me gusta viajar, acepté porque era una ocasión para reunirme con los viejos amigos. La ciudad, qué otra cosa voy a decir, sigue igual de bonita. Nos alojaron en un hotel de primera y mi mujer al poco rato ya había partido a ver a sus familiares y amistades. Yo preferí echarme en la cama y dormir un rato, pero la verdad es que al cabo de un cuarto de hora me di cuenta de que no iba a poder dormir.

Después me vino a buscar un muchacho de la productora y me llevó a los estudios de televisión. En la sala de maquillaje coincidí con Pepito Vila. Estaba completamente calvo y me costó reconocerlo. Después apareció Delève y aquello fue el acabose. Qué viejos estaban todos. La moral me subió un poco cuando, antes de entrar en el plató, ví a Herrera. A él sí que lo hubiera reconocido en cualquier parte. Nos dimos un abrazo y cruzamos una pocas palabras, las suficientes como para que yo supiera que aquella noche, pasara lo que pasara, cenábamos juntos.

El programa fue largo y prolijo. Se habló de la Copa, de lo que había significado para el club, de Buba, de aquel primer año de Buba en Europa, pero también se habló de Buzatti y de Delève, de Palau y Pepito Vila, de mí y sobre todo de Herrera y de su larga carrera deportiva, un ejemplo para la juventud. Éramos siete ex jugadores y tres periodistas y dos aficionados de relumbrón, un actor de cine y una cantante brasileña, que al final resultó ser la más fanática seguidora que yo haya visto jamás. Se llamaba Liza Do Elisa, no creo que fuera su nombre verdadero, pero lo cierto es que cuando el programa se acabó (yo apenas dije cuatro tonterías, sentía un nudo en el estómago) la Liza Do Elisa se vino a cenar con nosotros, con Herrera y conmigo y con Pepito Vila y con uno de los periodistas, no sé, tal vez fuera amiga de este último, el caso es que de pronto me encontré en un restaurante en penumbra cenando con toda esta gente y luego en una discoteca aún más oscura salvo la pista de baile en donde yo estaba bailando unas veces solo y otras veces con la Liza Do Elisa y finalmente, a las tantas de la mañana, en un bar del puerto, bebiéndome un carajillo en una mesa algo sucia en donde sólo estaba Herrera y la cantante brasileña.

No recuerdo quién de los dos sacó el tema. Tal vez la Liza Do Elisa estuviera hablando de magia, puede ser, tal vez Herrera quería hablar de eso y la provocó, magia negra y magia blanca, decía la brasileña, o eso creí entender, y luego se puso a contar historias, hechos reales que le habían sucedido en la infancia o durante su juventud, cuanto tuvo que abrirse un camino en el mundo del espectáculo. Recuerdo que la miré y pensé que era una mujer de armas tomar: hablaba igual, con la misma energía y agresividad que durante el programa de televisión. Le había costado subir y permanecía en guardia, como si en cualquier momento la fueran a atacar. Era una mujer hermosa, de unos treintaicinco años, con una buena delantera. Se notaba que no había tenido una vida fácil. Pero esto no le interesaba a Herrera, lo comprendí en el acto. Herrera quería hablar de magia, de vudú, de ritos candomblé, de negros, en suma. Y la Liza Do Elisa no hizo de rogar.

Así que yo me acabé el carajillo y aguanté mecha y como el tema, sinceramente, me aburría un poco, pedí un whisky y luego otro whisky y cuando ya empezaba a entrar la luz del día por las ventanas del bar Herrera dijo que él tenía una historia parecida a las historias que le había contado Liza Do Elisa y que se la iba a contar a ver qué le parecía a ella. Y entonces yo cerré los ojos, como si tuviera sueño, aunque no tenía nada de sueño, y escuché que Herrera contaba la historia de Buba y de él y mía, pero sin decir que Buba era Buba ni él y yo nosotros sino unos jugadores franceses que había conocido hacía tiempo, y Liza Do Elisa se calló (me parece que era la primera vez que callaba en toda la noche) hasta que Herrera llegó al final, a la muerte de Buba, y sólo entonces Liza Do Elisa abrió la boca y dijo que sí, que eso era posible, y Herrera preguntó por la sangre que los tres jugadores vertían en el vaso y Liza Do Elisa dijo que aquello era parte de la ceremonia, y luego Herrera preguntó por la música que salía del baño en donde se encerraba el negro y Liza Do Elisa dijo que aquello también era parte de la ceremonia, y luego Herrera preguntó por el destino de la sangre que el negro se llevaba al baño y por el estropajo y el cubo de agua con lejía y también quiso saber qué creía Liza Do Elisa que hacía en el baño, y a todas las preguntas la brasileña respondió que aquello era parte de la ceremonia, hasta que Herrera se anduvo enojando y dijo que obviamente todo era parte de la ceremonia pero que él quería saber en qué consistía la ceremonia. Y entonces Liza Do Elisa le dijo que a ella no le levantara la voz, mucho menos si quería follarla, textual, empleó esas palabras, a lo que Herrera respondió con una risotada que me hizo recordar emocionado al Herrera de la Liga de Campeones y de las dos Ligas que ganamos juntos, quiero decir, de las dos que ganamos con Buba y de las cinco que ganamos en total, y después de reírse dijo que no era su intención ofenderla (la Liza Do Elisa se ofendía por cualquier detalle) y repitió la pregunta.

Y entonces la brasileña puso cara de meditar y luego miró a Herrera y me miró a mí (pero a Herrera lo miro con mucha más intensidad) y dijo que a ciencia cierta no lo sabía. Que tal vez bebía la sangre o tal vez la arrojaba al inodoro, que tal vez orinaba o defecaba en la sangre o que tal vez no hacía ninguna de esas cosas, que tal vez se desnudaba y se empapaba con la sangre y después se duchaba, pero que todo eso sólo eran suposiciones. Y luego los tres nos quedamos callados hasta que Liza Do Elisa volvió a abrir la boca para decir que, fuera lo que fuera, lo cierto es que aquel tipo sufría y quería mucho.

Y luego Herrera le preguntó si ella creía que la magia de aquel negro que jugaba en el equipo francés era efectiva. No, dijo Liza Do Elisa. Estaba loco. ¿Cómo iba a ser efectiva? Y Herrera dijo: ¿y por qué sus compañeros empezaron a jugar mejor? Porque eran buenos jugadores, dijo la brasileña. Y entonces yo metí la cuchara y le pregunté qué había querido decir con que sufría mucho, ¿sufrir cómo?, le dije, y ella respondió que con todo el cuerpo y más que con el cuerpo con toda la mente.

- ¿Qué quieres decir, Liza? -dije yo.

- Que estaba loco, -dijo la brasileña.

El bar había bajado la persiana metálica. En una pared distinguí varias fotos de nuestro equipo. La brasileña nos preguntó (no sólo a Herrera, a mí también) si estábamos hablando de Buba. Herrera no movió ni un solo músculo de la cara. Yo tal vez asentí. La Liza Do Elisa se persignó. Me levanté y fui a echar una ojeada a las fotos. Allí estaba nuestro once: Herrera, de pie, con los brazos cruzados, junto a Miquel Serra, el arquero, y Palau, y debajo de ellos, en cuclillas, Buba y yo. Yo estoy sonriendo, como si no me preocupara nada, y Buba está serio y mira directamente a la cámara.

Fui al baño y cuando volví Herrera estaba junto a la barra, pagando, y la brasileña también se había levantado y se alisaba el vestido, un vestido granate muy ajustado, junto a la mesa. Antes de marcharnos el encargado del bar o tal vez era el dueño, el tipo que nos había soportado hasta el amanecer, me pidió que estampara mi firma en otra de las fotos que adornaban la pared. Allí estaba yo solo, era una de las primeras fotos que me tomaron cuando llegué a la ciudad. Le pregunté su nombre. Dijo que se llamaba Narcís. Se la dediqué con afecto.

Ya clareaba cuando salimos. Como en los viejos tiempos, caminamos durante un rato por las calles de Barcelona. Noté sin sorpresa que Herrera llevaba a la brasileña cogida por la cintura. Después nos metimos en un taxi y me acompañaron hasta mi hotel.

martes, 10 de octubre de 2023

Alegría, poem by Jorge Teillier (1935-1996)

Centellean los rieles
pero nadie piensa en viajar.
De la sidrería viene olor
a manzanas recién molidas.
Sabemos que nunca estaremos solos
mientras haya un puñado de tierra fresca.

La llovizna es una oveja compasiva
lamiendo las heridas
hechas por el viento de invierno.
La sangre de las manzanas
ilumina la sidrería.

Desaparece la linterna roja
del último carro del tren.
Los vagabundos duermen
a la sombra de los tilos.
A nosotros nos basta mirar
un puñado de tierra en nuestras manos.

Es bueno beber un vaso de cerveza
para prolongar la tarde.
Recordar el centelleo de los rieles.
Recordar la tristeza
dormida como una vieja sirvienta
en un rincón de la casa.
Contarles a los amigos desaparecidos
que afuera llueve en voz baja
y tener en las manos
un puñado de tierra fresca.

De "Muertes y Maravillas", 1956-1970

lunes, 9 de octubre de 2023

"Todos los pasos", short story by Federico Zurita H.

 

No puedo llevarte, dice mi padre, voy en la dirección contraria. Camino entonces, chuteando mi pelota y pienso, a fin de cuentas la ciudad de Puerto Azola no es tan grande. Él se aleja en el auto del laboratorio bioquímico donde trabaja o en el auto de su jefe o en el de su amigo o en el de su otro amigo. Nunca tuvo uno propio. Mi madre me dice que me cuide y no le quito la vista hasta que doblo en la esquina. El Panchulo, que va a mi lado, piensa que somos cuicos. Tu papá tiene muchos autos y nunca te lleva a la cancha, me dice. Yo quiero pegarle un puntete, pero sólo le pregunto a qué cresta va a la cancha si nunca juega. Es que el Panchulo es Panchula y le gusta la pichula, por eso no juega, dice el Mauri desde atrás. El Panchulo le pega al Mauri, pero éste le contesta y lo deja llorando. Me da pena y se me quitan las ganas de pegarle un puntete. Le digo al Mauri que lo deje tranquilo y me contesta que a mí también me gusta la pichula. ¿Será cierto?, me pregunto, pero lo niego. El Mauri corre con mi pelota, pero no me importa. Es difícil caminar y chutear a la vez. El Panchulo se seca las lágrimas y se arregla el pelo. Lo hace porque ve aquel auto a lo lejos. El auto se detiene, y mi amigo me dice, ¿quieres venir? Niego con la cabeza. El Panchulo se sube. Yo sigo caminando junto al Negro, cada uno con su boogie bajo el brazo. Ojalá estén buenas las olas, dice el Negro. Ojalá no esté llena la playa, digo yo. Ojalá no llegue el Mauri a quebrarse con su tabla, dice el Negro. Luego agrega, yo prefiero el Bodyboard al surf, por eso me compré un boogie y no una tabla. El conchesumare del Mauri tiene tabla sólo para lucirla, concluye. Me quedo en silencio porque me doy cuenta de que hace tiempo que no tengo nada que decir del Mauri. El Negro abre su lata de Bilz sin detener el paso camino al cine o a la fisa o al partido del Deportivo Puerto Azola que por fin está en primera división. Dice que la Jeannette es una maraca y que anda con el Mauri por puro que tiene moto, y en Puerto Azola cualquiera tiene moto. Yo también abro una lata, es Pap. Caminar y beber es más fácil que caminar y chutear, pienso. El Negro se queda atrás. La Jeannette lo llama y va corriendo. Yo sigo solo. Caminar y mirarle el culo a la Carola es más entretenido, pienso. La sigo al colegio o al supermercado El Arcoíris o al cine o a la playa, no estoy seguro. Sólo la sigo. Ella apura el paso y yo también. Ella lo apura más y yo también. Ella lo apura por tercera vez y yo me quedo atrás. Cuando se da cuenta de que ya casi me pierde, camina más lento y la alcanzo. Le agarro el culo y le gusta. Pero en la cuadra siguiente dobla a la izquierda. Yo sigo derecho y cuando el Negro reaparece solo le pregunto, dónde está la Jeannette. Es una maraca, responde. No quiere que lo vea llorando. La Carola me vuelve a alcanzar. Yo la dejo caminar a mi lado y pienso en su culo. ¿Vas a la protesta?, me dice. Yo no entiendo de qué habla. Ella me explica. Es la primera protesta en años, agrega. Luego se va. Yo la miro alejarse. Me gusta, pienso, pero me va a hacer llorar, como la Jeannette al Negro. El Negro abre la primera lata de su sixpack. Yo abro la primera del mío. ¿No será mucha cerveza?, le digo. No seai maricón, me responde, hay que llegar entonado, no veis que va a estar lleno de minas. Se te tienen que acabar de aquí al Rockymar o a la Sunset o a la playa o al gimnasio del colegio Santa Beatriz o donde sea que vamos, ordena mientras comenzamos a caminar en zigzag. El Negro me pregunta si vamos en zigzag o en círculos, porque Puerto Azola es pequeño como para tener que caminar tanto. Hay que seguir caminando, le respondo en el momento en que un auto se detiene junto a nosotros. Es el Mauri con la música a todo volumen. Este conchesumare, murmura el Negro. ¿Los llevo a la fiesta?, dice el Mauri. El Negro se adelanta y al instante se detiene. ¿Tú vas también?, dice el Negro. Niego con la cabeza. El Negro se sube al auto del Mauri y se van. Cuando aún puedo verlos alejarse, el Mauri grita, anda a chuparle el pico al Panchulo. Camino un poco y escucho el estruendo del golpe. Camino otro poco y veo el auto apachurrado contra una palmera. El Negro está muerto. Al Mauri no le pasa nada. Tampoco va preso porque es menor de edad y es hijo de militar. En Puerto Azola está lleno de menores al volante que son hijos de militar. En Puerto Azola los funerales son a pie. La Carola camina al lado mío hacia el cementerio en medio de una inmensa procesión. Vino toda la comunidad del colegio. Le pregunto por la Jeannette. Me dice que no va a venir, que fue a ver al Mauri a la clínica. Nos salimos de la procesión y doblamos por un pasaje. No sé dónde vamos, pero le vuelvo a tocar el culo. Y esta vez también las tetas. Hay otro funeral con cientos de personas y gritos. Es el muerto de la protesta, dice la Carola. Yo me asusto y la Carola se pierde en la multitud. Camino solo en la dirección contraria a la procesión y entre la masa de gente veo, por fin, nuevamente a la Carola. Me hace una seña con la mano y se vuelve a perder. No la sigo. Me voy con un sixpack rumbo al río o a la playa o a la isla, pero no a la parte del Rockymar. Voy solo. La ciudad está en silencio después de los funerales masivos. Hasta el mar se queda mudo por mucho tiempo. Tengo ganas de llorar, pero me aguanto y sigo caminando. Hace frío o calor o frío otra vez. A lo lejos el silencio es interrumpido por el Mauri y sus amigos que le sacan la cresta a alguien. Es el Panchulo. Yo sigo caminando y finjo que no veo. No le cuento a nadie y lloro mientras acelero. Pese a que voy rápido, mi madre me grita que apure el paso, que el camión de la mudanza ya se va y nosotros también. Yo me seco los ojos, acelero y veo cómo el camión se va haciendo pequeño hasta que es sólo un punto al final del camino. Avanzo en esa dirección y cuando creo que el final del camino está cerca, éste se me arranca. El desierto se va tornando amarillo y luego de un verde opaco y seco, hasta que, mientras camino ya en la capital, comienza a llover. No te puedo llevar, me dice mi padre, voy en la dirección contraria, al laboratorio bioquímico. A mí no me importa. Me cubro con un paraguas por primera vez y piso las pozas con mis primeras botas. Mi madre me dice que me cuide y no le quito la vista hasta que llego a la esquina y doblo. Voy al cine o a Fantasilandia o a la galería donde venden poleras con estampados de Siouxsie and the Banshees pero no les quedan y compro una de Sex pistols, que no me gustan tanto. En el camino me encuentro una protesta. Tengo miedo, pero no se me nota porque mi polera es de Sex Pistols. Le digo al Braulio que mejor nos vamos. Él me dice que no sea maricón y me explica que tenemos todo el derecho de protestar. Sigo caminando, pero ya no en la dirección contraria de la masa de gente. Voy en la misma dirección, y acompaño a mi madre a votar. Vamos a decir que no al militar. Apenas comienzo a enterarme del porqué en el camino. Mi madre celebra mientras vamos a votar por segunda vez, ahora por el candidato que nos permitió decirle que no al militar. Mi madre vuelve a celebrar. Ya no habrá más protestas, me dice el Braulio cuando vamos camino al primer día de universidad. Es Ingeniería. Tengo clase de cálculo o álgebra o Química. Pienso, mi padre, que sabe más que yo de estas cosas, podría enseñarme, pero va en la dirección contraria. Tengo clases de física o mecánica o termodinámica o actuación o movimiento o voz o historia del teatro o dramaturgia, no sé cuál es primero, pero ahora es en otro campus. Llevo mi polera de Sex pistols y mientras me acerco a la Escuela de Teatro, unos tipos con poleras de Víctor Jara o el Che Guevara o Silvio Rodríguez me miran feo. No importa, porque la Sandra, que lleva una polera de Bauhaus, camina al lado mío y me toma la mano. Vamos a clases o al teatro o a una fiesta Acid o a otra en el Club Panteón o a otra en su cama. Luego me suelta y camino tomado de la mano de la Maricarmen o de la Andrea o de la Magdalena. Mi madre me alcanza a decir que me cuide y a mí me da vergüenza. Sé a qué se refiere, pero no quiero que la Maricarmen o la Andrea o la Magdalena se den cuenta. Yo nunca le dije a mi madre que se cuide, pienso mientras camino a verla a la clínica o a su funeral o a su tumba. Mi padre camina al lado mío, pero no dice nada. Me adelanto. No tengo el más mínimo interés de ver cómo comienza a zigzaguear. Yo zigzagueo por mi cuenta. El Mario me acompaña a la biblioteca o al teatro o al Bar Danés, zigzaguea conmigo, mientras me dice que está escribiendo una obra de teatro y se toma un pencazo largo de ron. Yo camino a la universidad o al teatro o a una fiesta al Club Panteón o al teatro o a la casa del Mario o al teatro o a ensayo del montaje de egreso a representar a un personaje que camina a todos lados sin poder subirse jamás a un auto o micro o camión. La Mariana detiene su auto junto a mí y me dice si quiero que me lleve. Le digo que sí, pero cambio de opinión. Ella se baja y camina al lado mío. Por qué no quieres subirte a mi auto, me dice. Si quiero, le respondo, pero no lo voy a hacer. No doy más explicaciones. Ella camina a mi lado un rato, me toma de la mano, me enseña su escote y sus piernas. Pero mientras la manoseo, se aburre y se va. Me encamino a la protesta. Le enrostro al Braulio que alguna vez haya dicho que no habría más protestas. Cómo iba yo a saber que todo sería como si el militar aún estuviera a cargo, se excusa. Caminamos juntos, nos apuramos juntos, zigzagueamos. Dejo de zigzaguear pero no de avanzar. Voy al estreno de mi primera obra después de salir de la universidad o a la última función o al estreno de esa otra obra que por fin terminó de escribir el Mario y que dirige él mismo o a la primera obra escrita por mí y que dirige alguien con más trayectoria que yo. Veo a mi padre pasar en un auto del laboratorio de bioquímica donde hace sus investigaciones, o es de su jefe o de su amigo. Me grita que no me puede llevar al teatro porque va en la dirección contraria. Camino apurado a pagar el arriendo o a comprar muebles nuevos o utensilios para la cocina. Camino a visitar a mi padre. Camino junto a él, pero zigzaguea. Le digo que vamos en línea recta, pero insiste en zigzaguear. Yo prefiero seguir derecho. Él zigzaguea y, mientras toma otro camino, apenas escucho que me grita, voy en la dirección contraria, no te puedo acompañar. El Mario me pide que me detenga. No le hago caso y sigo dando pasos. Me dice que ya no puede seguir, que no es posible vivir así, que no va a escribir un diálogo más. Camina de espaldas porque yo no me detengo. Tengo cuentas que pagar, explica. Yo sigo adelante. Él se detiene. Ya no me ve de frente. Me ve de lado. Me ve la espalda. Voy a dejar el teatro, voy a seguir otro camino, concluye, y se va en la dirección contraria. Le digo, sin mirarlo, que le dé saludos a mi padre. Escucho como se aleja a mi espalda. No lo veo, sólo lo escucho. La Renata me toma de la mano. He visto todas tus obras, me dice, mientras caminamos a su restaurante preferido o a una celebración de amigos o a su casa o a nuestra fiesta de matrimonio o a nuestro departamento. Caminamos los dos solos o con amigos o con una guagua en brazos a quien llamamos Raimundo o con el Raimundo de la mano o con el Raimundo un poco más atrás porque no nos quiere dar la mano. Camino solo mientras la Renata y el Raimundo se quedan detenidos. No sé cuánto tiempo se quedan ahí, porque no miro hacia atrás. No sé cuándo toman la dirección contraria. Un tipo se acerca, camina junto a mí y me mira. Eres tú, me dice. Soy yo, le respondo, acelerando el paso. Y yo soy yo, agrega. Es el Mauri, me doy cuenta de pronto. Me quiere detener con un abrazo, pero no lo logra. Me cuenta que trabaja en la exportadora de aceitunas de su suegro, con oficina en Puerto Azola pero que todos los meses viaja a la capital. Me pregunta a qué me dedico. Soy actor, le digo. ¿En qué teleserie actúas?, pregunta. Hago teatro, respondo. ¿Y con qué pagas las cuentas?, dice. Yo no le respondo. Me ofrece trabajo, me cuenta que el Panchulo es travesti y puta, y que la Jeannette es maraca. Pienso en detenerme, pero no lo hago. Quiero preguntarle si sabe qué ha sido de la Carola, pero me quedo en silencio. Se despide y se sube a su auto. Antes de partir me pregunta si me lleva a algún lado. Niego con la cabeza. Me alejo y escucho que me grita, anda a chuparle el pico al Panchulo, actorcito de cuarta. Camino al teatro o a la casa de mi padre o a la casa de mi hijo o al bar. Camino sin compañía un largo trecho. Camino al lado de la Susana, pero no caminamos juntos. Camino tanto rato a su lado que no me doy cuenta cuando ya estamos caminando juntos. Me toma la mano y me la suelta y me la vuelve a tomar. Caminamos así. Veo a mi padre paralizado al borde de la vereda. Tiene una llave de auto en la mano, pero no hay ningún auto donde introducirla. La Susana me aconseja que le hable, que ella va a observar de cerca, que no me va a dejar solo. Me acerco a mi padre y lo envuelvo con mi brazo derecho. Él se deja abrazar. Caminamos así, sin zigzaguear. Dónde vas, me pregunta, siguiendo mi paso. A buscar al Raimundo para llevarlo a la cancha, le digo. Si tuviera un auto te podría llevar, me dice, pero no tengo. Podemos caminar, le digo, yo te enseño cuál es la dirección.

This story was awarded first prize at the—currently disappeared—Paula Magazine short story contest, in the year 2014.