"La celda 267 canta. Si canté toda mi vida, no sé por qué habría de dejar de cantar ahora, precisamente al final, cuando la vida es más intensa. ¿Y el padrecito Pesek? ¡Oh, es un caso excepcional! Canta con el corazón. No tiene ni oído ni memoria musical ni voz, pero adora el canto con tan bello y abnegado amor y encuentra en él tanta alegría que casi no percibo cuando se desliza de una tonalidad a otra e insiste testarudamente en un do aunque el oído reclame un la. Y así, cantamos cuando la nostalgia trata de invadirnos; cantamos cuando el día es alegre; con nuestro canto acompañamos al camarada que se marcha y a quien quizá no volveremos a ver nunca más; cantando recibimos las buenas noticias del frente oriental; cantamos en busca de consuelo y cantamos de alegría, tal y como los hombres han cantado siempre y como seguirán cantando mientras existan".
jueves, 20 de mayo de 2021
Apuntes de "Reportaje al pie de la horca", de Julius Fucik
jueves, 13 de mayo de 2021
"Amar al padre", Margarita Garcia Robayo
Uno
Lo primero fue la piel de mi papá.
Era blanda y era tibia, y era color marrón claro —como de blanco curtido o de negro desteñido—. Recuerdo que me daban ganas de hundir las yemas de los dedos en su cara y después metérmelas en la boca para ver a qué sabía. Mi papá tenía la misma piel que yo tengo ahora: delgada como el papel de arroz, hipersensible al frío y al calor. Y al sol, sobre todo al sol. De chica me gustaba pensar que mi papá y yo teníamos pieles de vampiros. De chica me levantaba de noche y me metía en el cuarto de ellos con el sigilo de un insecto. Me paraba a su lado y lo miraba dormir, estiraba los dedos para tocar su cara pálida, pero no lo hacía porque temía despertarlo. Entonces tocaba mi propia cara pálida y me lamía los dedos pero no sabían a nada.
A la mañana, antes de irnos al colegio, mis hermanos y yo —medios cuerpos echados sobre la mesa de la cocina—, retozábamos mientras mi mamá revolvía huevos en un sartén. Mi papá entraba recién bañado —oloroso a colonia y al primer cigarrillo— y nos besaba en la frente: uno, dos, tres, cuatro, cinco besos en cinco frentes de cinco niños engendrados por él. Mi secreto era un guiño de ojo que me hacía al final del recorrido: tú y yo somos distintos, pero no se lo cuentes a nadie. Mi papá nos besaba a todos, pero nadie besaba a mi papá. Ni siquiera mi mamá. Aunque besarlo a él era obedecer una orden de ella: vayan a saludar a su papá, o vayan a despedirse de su papá, o su papá cumple años, ¿ya le dieron un beso? Uno no lo besaba así porque sí, en un arrebato. Él era un señor serio y mayor: a mi mamá le llevaba diecinueve años y a mí me llevaba cincuenta y dos. Mi mamá siempre lo trató con la veneración de una sierva, más que de una esposa —incluso caribeña—.
Una vez, estando muy chica, tuve una alucinación. Durante años dudé si era cierto o no y, por suerte, me decidí por lo segundo. Entré al cuarto de mis padres y encontré a mi mamá arrodillada frente a mi papá, que ocupaba su sillón amplio y mullido de cara al televisor, de espaldas a la puerta. Pensé que le estaba rezando y me asusté: solo se le reza a los muertos. Ella me miró con cara de terror, se levantó del piso, gritando. Me agarró fuerte de un brazo, me sacó del cuarto y cerró la puerta. Quedamos las dos solas en medio del hall oscuro y polvoriento, decenas de libros poblando las paredes, lágrimas que me corrían calientes por la cara. Ella se agachó, me tomó por los hombros: «Nunca más entres sin tocar». Tenía la cara sudada, los ojos muy rojos, la respiración de un toro furioso. Tenía un aliento salado y amoníaco.
Ahí, en la fantasía del olor de mi papá en su boca —o sea mi olor y el de todos mis hermanos y el de ella misma después de haberse llenado tantas veces de él—, debió empezar oficialmente nuestra competencia. Y se encarnizó cuando yo aprendí a leer y mi papá aprendió el vicio de elegirme los libros. Los sacaba de su biblioteca, me los llevaba a la mesita de luz: «Este te va a gustar». A mí me sorprendía que supiera que me iba a gustar un libro en detrimento de otros libros. Aceptaba todos y pedía más: «Ya terminé, dame otro». Él se reía pasito y descansaba su mano pesada y nicotinada, sobre mi cabeza: «Mi niña chiquita sabe leer».
Sabía. Y lo hacía obsesivamente: buscaba en los libros, como en las sopas de letras, mensajes escondidos; subrayaba en vertical, en diagonal, armaba frases a las que atribuía sentidos disparatados: eran cosas que mi papá quería decirme pero no podía.
Mi mamá también sabía leer, pero sobre todo a Corín Tellado. Supe desde muy temprano que las novelas de Corín no te dejaban bien parada delante de mi papá. ¿Qué te dejaba bien parada delante de mi papá? El diccionario. Así fue como aprendí a meter en frases banales la palabra onomatopeya y la palabra tautología y la palabra emancipar. Los grandes se sorprendían, me miraban perplejos. Mi mamá se avergonzaba, escondía la cara entre las manos y sacudía la cabeza. Después me miraba con miedo, como si yo fuera un Gremlin a punto de saltarle al cuello y sacarle un bocado de garganta. Pero a mí no me importaba, porque mi papá, en cambio, se esponjaba como un pavorreal y decía: «Mi niña chiquita sabe hablar».
Me hice una pequeña genio ante sus ojos, una lectora voraz solo de sus libros, me hice una niña vieja para estar más cerca de él. Los demás no me importaban: mi mamá, mis hermanos, la muchacha del servicio, el perro, las paredes, las calles del barrio, el colegio, los carros de la ciudad, el horizonte después el mar, las murallas y el cielo. Todo era un decorado necesario para que él y yo, y nuestro secreto expresado en guiños matutinos, nos mantuviéramos a salvo.
Dos
Yo soy un dibujo enmarcado que cuelga de la pared de una casa grande, donde unos animales raros caminan por los pasillos: la gallina azul del caldo Maggi y un canguro enano que come plátanos. Un hombre que es mi padre, pero con la cara de otro, me mira desde afuera y yo trato de saludarlo, pero no puedo porque soy un dibujo. El hombre se baja la bragueta, se frota y se viene con un chorro potente que se estrella en el dibujo como en un cuadro de Pollock; el hombre se acerca y restriega la mano empegostada sobre su nueva obra: «Mi semilla es tuya».
Yo soy yo y mi papá es él, tal cual. Y me enseña a flotar en un lago color violeta. Mi espalda descansa relajada sobre la superficie, porque sus manos me sostienen por debajo del agua. Mis ojos se fijan en sus ojos, que en el reflejo son los mismos. Él me dice no te muevas, concéntrate, y que me va a sacar las manos de la espalda. Le pido que no me suelte, pero él me suelta y me hundo, me ahogo, me muero y resucito. Salgo del agua disparada como un cohete, llegó al cielo y encuentro un meteorito: lo lanzo al lago violeta, donde mi papá sostiene por la espalda a una niña igual a mí. Todo vuela en pedazos.
Yo soy mi padre, pero soy mujer. Mi padre es mi hijo: un bebé hermoso al que amamanto por el pene.
Lo segundo fueron los sueños.
A los once, doce años, mis sueños eran el banquete de un psicoanalista. A los trece todo cambió. Empezó una noche que me había acostado con dolor de barriga y mi mamá me preparó un té de miel que me hizo dormir. Soñé que paría un sapo gordo y baboso que, mientras lo expulsaba, iba mordisqueando las paredes internas de mi vientre y el dolor no se parecía a ningún dolor previo. El sapo no quería salir, se aferraba con colmillos filosos a mis entrañas —había leído la palabra entraña, por accidente, en una novelita de Corín— y yo pedía auxilio con gritos desesperados y mudos. Me levanté a la madrugada bañada en un líquido oscuro que era mi sangre. Fui al baño del pasillo, me lavé y me cambié y salí de vuelta para encontrarme de frente con mi papá, sobresaltado: ¿Qué pasó? Nada. Oí ruidos. Fui al baño. ¿Qué te pasa, estás bien? Ya estaba limpia, pero me sentía sucia. Pensé que el bulto de papel que me había puesto para contener la sangre se había mojado tanto que goteaba. No fui capaz de mirar el piso, me imaginé parada sobre un charco rojo que avanzaba por las baldosas del pasillo hasta cubrir todo el piso de la casa, y salía a la vereda por debajo de la puerta, y se desbordaba por las calles del barrio en un arroyo incontenible: se llevaba por delante casas, carros, edificios.
Me pareció ver en la cara de mi papá una mueca de asco que me hizo agachar la cabeza, primero de vergüenza, después de rabia. Entonces apareció mi mamá, traía un vaso de leche y una pastilla: me tomó del brazo, me acompañó a la cama. Ya había puesto sábanas nuevas, olorosas a Woolite. Me arropó y no dijo una palabra.
Tres
Lo tercero fueron los besos de otros hombres: besos húmedos, espesos y nada dulces —como mienten las canciones—. Fue una época marcada por la saliva ajena. Un momento de tránsito que debía soportar en pos de un futuro que prometía saciarme de placeres. No sé de dónde había sacado eso, pero estaba convencida.
Mi mundo previo a los besos era algo así: chicas que odiaba, porque lloraban por chicos que eructaban en público y recibían ovaciones; chicos que odiaba porque sufrían en silencio por chicas que los miraban como plastas y se reían de ellos en su cara. Un espejo redondo que me hacía redonda. Y un cielo raso agrietado, mi único amigo: gastaba buena parte del día echada en la cama, boca arriba, mascando chicle, largando gruñidos.
Una noche abandoné el cielo raso y me fui a una fiesta de quince. Ahí, entre esculturas de hielo seco, comenzó mi colección de novios grandes: se llamaba R, tenía veintidós y fumaba. Le pedí que me diera una pitada y se negó. Le pedí que me besara y dijo ¿estás segura? R fue el primero que me preguntó eso que después me preguntarían C, F, D, F de vuelta, J, G, M, H y L. No todos fueron novios, algunos no pasaron de un beso y, después de los dieciocho, algunos no pasaron de una noche. De cualquier forma, todos me preguntaban lo mismo, como un modo de curarse en salud: entre tú y yo hay siete, diez, trece, dieciséis, veintitrés años de diferencia, ¿estás segura de que quieres? Y yo siempre quería. Cuando la luz es verde, los hombres mayores son la mata de lo asertivo. Me gusta lo asertivo. Detesto el balbuceo, la duda, el nervio visible, el «esto nunca me pasó», el «ahora qué hacemos»: son los gérmenes del engaño.
Entonces: me gustaban los novios grandes por asertivos, sí, pero también —¿sobre todo?—, porque a ellos les maravillaba levantarse a una jovencita como yo. ¿Y cómo era yo? Como todas, pero me creía mejor. Todavía sabía decir tautología y, además, había aprendido a decir: segurísima. Mis amigas no entendían: ¿pero cómo son los novios grandes?, preguntaban, entre asqueadas y curiosas. Y yo decía: son como cualquier novio, solo que más afortunados.
Me gustaban los novios grandes porque, tras la sorpresa inicial, cerraban la boca, llamaban al mozo y seguían: ¿qué tomas? A los dieciséis era delicioso besarse con R y con C —y sobre todo con F— pero la vida no se detenía después de cada beso: ellos seguían siendo funcionales, gente que pide cafés, y la cuenta, y que se portan como si eso mismo —besarse por primera vez— les hubiera pasado mil veces, porque les pasó mil veces.
Mis amigas insistían en no entender: yo despreciaba las primeras veces. ¿Qué son las primeras veces? Un trámite necesario. Años después la mayoría coincidiríamos en que el verdadero mito de la primera vez es más que un trámite necesario: un castigo doloroso, un karma irrenunciable, un momento de mierda. Mi verdadera primera vez, a pesar de mis novios mayores, llegó bastante después que la de mis amigas, acostumbradas a revolcarse con muchachitos granulientos. Me acosté con J a los dieciocho: nos separaban ocho años y dos cuadras. Y yo no lo quería de novio, sino de sicario: quería que hiciera el trabajo sucio, que rompiera el himen y allanara el camino para los que vendrían después. Pero J lo hizo mal, fue piadoso, se asustó con mis quejas de dolor y una noche, cuando ya casi lo conseguía, se encogió como un feto y lloró: perdón, yo no puedo, que lo haga otro.
A los pocos días conocí a otro. Se llamaba G, tenía una guitarra y doce años más que yo. Sus besos eran a veces picantes y a veces amargos, porque fumaba cigarrillos sin filtro. Su saliva era pastosa; se dejaba la barba crecida, lo que le daba un aspecto rudo. A G prácticamente lo obligué a violarme en un cuarto de motel que olía a desinfectante. A pesar de las lágrimas que me encharcaron los ojos, vi todo el episodio en el espejo del techo: su cuerpo entre mis piernas retorciéndose como un gusano, la cama enclenque y temblorosa, las sábanas gastadas, salidas en las puntas del colchón. Duró poco, dolió mucho. La sangre que salió no se parecía a la sangre que solía salir de mí. Era otra sangre más oscura, casi negra. Estuve un rato mirándome en el techo: al principio con más repulsión que curiosidad, al final, verdaderamente fascinada por mi nuevo cuerpo roto. Mientras yo me miraba, G agarró su guitarra y cantó Angel, y de los otros cuartos nos gritaron porquerías. En adelante, casi no me tocó: se sentía culposo y se portaba tan considerado que me recordaba a J. Lo dejé por M.
Cuatro
Lo cuarto fueron los cuartos. Y en los cuartos los amantes. Y en los amantes el sexo. El verdadero sexo, no esa tortura de la iniciación. Cuando se descubre el sexo es mejor no describirlo porque se corre el riesgo de caer en las detestables metáforas bélicas. Es así, qué remedio: un orgasmo es lo más parecido a una explosión. Si la máquina de mirar los pensamientos fuese posible, el momento en que ocurre un orgasmo extraordinario estaría, indefectiblemente, asociado al hongo de Hiroshima. El buen sexo adquiriría un matiz de incorrección insoportable.
En una playa casi vacía, al lado de un desierto en el Caribe, un padre y una niña juegan a nada: a corretearse, a tirarse agua, a reírse juntos. El padre la alza por los tobillos, la pone de cabeza, ella se desternilla de la risa. Después la baja y la toma por las manos y da vueltas rápidas, la hace volar como un cometa alrededor de una órbita cuyo eje es él.
Mi amante y yo reposamos los cócteles de media tarde. Él lee, yo miro al padre y a la niña, imagino lo que pasaría si en una de esas vueltas frenéticas, la soltara.
A mi amante le llamo mi amante pero no es tal cosa: ni él ni yo tenemos compromisos; es decir, él tiene hijos, dos, pero casi no los ve porque viven en Berlín. En el día de hoy hicimos esto: nadar, comer, reposar. Después entramos a la choza que es nuestra habitación, y nos desnudamos. Mi amante me dijo que yo era una criatura hermosa y que el sol me sentaba muy bien. Era mentira, el sol me sentaba pésimo, pero él no lo sabía. Después de la siesta fuimos por más cócteles y llegamos acá, a este momento en que el sol se zambulle en el agua como un Redoxón. ¿Te gustan las vulvas lampiñas?, le pregunto. Él se ríe, pero no contesta.
Nunca me había ido sola a ninguna parte con ningún hombre. Este me llevaba once años y me duraría tres días.
Tengo otro amante. Lo conozco en el bar de un hotel, estoy en un viaje de trabajo en un país donde hace frío. Tomo whisky, ya van dos veces que un mesero me pide la identificación. Creo que eso le gusta al que será mi amante. Me mira y se sonríe, alza la copa, hace cosas predecibles y sobre todo innecesarias. Esa noche terminamos en su habitación, pero no tenemos sexo porque no se le para. Dice que nunca le pasa, pero que está nervioso por su hija Jacqueline, que tiene dieciséis recién cumplidos, problemas de drogas y un novio punk. Dice que cuando Jacqueline está angustiada se arranca cachos de pelo. Después dice que lo punk es retro.
Acá un rasgo lamentable de los hombres mayores: en general tienen hijos, en general hablan de ellos con un grado de intensidad que obliga a la atención y, a veces, a la intervención. Te preguntan ¿a ti te parece que una chica de su edad debería comportarse así? Y esperan que contestes.
Yo le pregunto a mi amante fallido si alguna vez se calentó con Jacqueline a los ocho, nueve años. Me mira fijo, inexpresivo y dice Nunca Jamás. Como el país de Peter Pan. Me pregunta si yo me calenté con mi padre a esa edad y le digo no sé, quizá. Él me toma de las manos y me dice, con expresión agravada, que es normal que las niñas se calienten con sus padres, pero que no es normal que los padres se calienten con las niñas. Ya sé eso.
El siguiente hombre no quiso ser mi amante, no le gustaba ese título. A mí me encantaba, era un homenaje a la que entonces era mi escritora preferida. Le dije eso, pero no entendió. Este se llamaba H, me llevaba diecisiete años y, en vez de un amantazgo, me propuso lo siguiente: que le regalara una década, como máximo, de mi radiante juventud y, después, cuando mis prioridades cambiaran y se me diera por querer hijos o mascotas o un pene más nuevo, lo dejara. ¿Y yo que gano?, le dije. Nada, me dijo, tú ya lo tienes todo. Me pareció encantador.
Mi mamá se quejaba de mis relaciones. Era raro porque ella no sabía nada de mis relaciones. Me había ido de la casa hacía un par de años, la veía los domingos con el resto de la familia, o a veces sola, entre semana, para un café. A mi papá solo lo veía los domingos, rodeado de hijos y nietos. No recuerdo una sola conversación con él después de los trece. Recuerdo en cambio que para ese momento me caía mal: en alguna cavidad de mi cerebro le resentía algo, no sé qué. Una cavidad llena de moho.
Un día se me dio por contarle a mi mamá que estaba saliendo con un tipo grande. ¿Qué tan grande?, preguntó. Muy. La verdad era que no estaba saliendo con ningún tipo grande, ni con uno chico, ni con nadie, pero daba igual: quería ver su reacción. Se escandalizó, dijo tres cosas: 1) que los hombres grandes se gastaban rápido, que podían enfermarse… Cáncer, por ejemplo, podía darles cáncer y una jovencita no quería ni podía lidiar con un cáncer; 2) que las mujeres bellas como yo, con el colágeno intacto y el culo en su lugar, tenían que salir con príncipes o salir con nadie, que los viejos no me sentaban, que si me juntaba con viejos me iba a envejecer; y 3) que ni se me ocurriera usarla a ella y a mi papá de excusa.
¿Por qué?
Porque nosotros somos otra cosa. Tenemos otra historia. Todas las historias son únicas.
Esa tarde, cuando nos despedimos, bajó la guardia. Dijo: sal con quien quieras, los hombres no importan tanto. No hablaba por ella, claro, ni de sus hombres —mi papá y mi hermano—, que eran todo en su vida. Hablaba por mí, porque me conocía. Y la verdad es que, vistos desde ahora, hasta mi último hombre —llamado T— ningún otro me había importado demasiado. El sexo tampoco. El sexo era una instancia de la conversación que degeneraba en la conversación misma y entonces empezaba la mejor parte. Con los hombres grandes era así: primero iba el sexo y después lo demás. El sexo era importante para romper el hielo, para establecer un punto de contacto, pero, después de comprobar que todo estaba bien —sus partes y las mías, sus manos en mis partes— el sexo nunca me pareció algo muy trascendental. Es decir: he tenido polvos memorables; en la sarta de mitos sobre los hombres mayores hay uno que es innegable, el de la experiencia. La experiencia es un privilegio. Encontrar unas manos decididas equivale a encontrar la lámpara del genio de los deseos infinitos. Pero mentiría si digo que el sexo es lo que me atrae de los hombres mayores: no es. Ni de los mayores, ni de los menores, ni de la vida en general.
Cinco
Las relaciones. Eso es lo siguiente.
H volvió con más ímpetu y reiteró su propuesta. Se dio cuenta de que una década, a los veinte, es lo mismo que una vida, así que la reformuló: que el amor dure hasta que se acabe. El amor duró tres años.
H no tenía hijos, ni quería tener. Viajaba mucho y en el último año se mudó de país. Eso estaba bien porque evitaba la temible convivencia. Una amiga de esa época —niña de su casa, casada prematuramente— me había dicho: ¿te gusta el caviar? Me encanta el caviar. Piensa que el amor es comer caviar, y cagarlo es la convivencia: pero cagarlo en simultáneo con el otro, en una espiral de mierda que sale de su culo y entra en el tuyo, que sale de tu culo y entra en el de él. Y así, todos los días de la vida.
H y yo reemplazamos la convivencia por los viajes y también era una mierda. Era horrible ir y venir, despedirse cada vez. También era horrible viajar juntos. Él tenía la necesidad irrefrenable de controlar el camino, de decidir itinerarios y de elegir aquello que mis ojos debían mirar. Él había viajado tanto y yo nada. Él podía enseñarme el mundo, su mundo, y su mundo me aburría demasiado.
Eso me generó un tic: llevarle la contraria. Y una consecuencia: parecer más niña de lo que era.
Una vez alquilamos un departamento en una ciudad europea. Y reservamos un auto, y compramos unos pasajes en tren. El plural es un sofisma: todo lo hizo H por internet. Cuando llegamos el dueño del departamento nos miró perplejo y pidió disculpas: el departamento no está preparado. ¿Por qué?
Estábamos en un monoambiente impecable y hermoso, con una gran cama y un ventanal que miraba a una calle empedrada. El hombre balbuceaba: …no sabía que eran padre e hija, perdón, me esperaba a una pareja, pero no se preocupen, ya mismo les consigo una camita adicional.
No era la primera vez que nos pasaba, pero fue la primera que a H lo afectó. Anduvo todo el día de pésimo humor, yo intentaba animarlo con chistes nabokovnianos que empeoraron la situación. Yo intentaba animarlo con chistes del pasado: ¿te gustan las vulvas lampiñas? Se paró y se fue.
De tirar ni hablar.
Recuerdo un momento de la tarde, bellísimo y fugaz: H y yo sentados en una banca frente a un castillo medieval; yo recostaba mi cabeza en su hombro y le contaba una historia que ya olvidé. Recuerdo que, en medio de mi historia, H me apartó por los hombros, se levantó de súbito y me quedó mirando: ¿por qué te vistes así?
Llevaba unas calzas de colores, un vestido negro corte princesa y una cola de caballo.
¿Así cómo?
La estupidez del casero pasó a ser mi culpa. Yo la había provocado: yo y mi disfraz de falsa nymphet, a quien le han robado su chupete. De vuelta en el departamento me saqué el vestido y lo despedacé. Me acosté boca abajo y pensé en todas las cosas que podría decirle a H si me atreviera. Viejo frustrado, viejo de mierda, viejo marica, viejo impotente, viejo fofo, viejo bobo, viejo maniático, viejo, viejo, viejo. Me dolía mucho la cabeza.
Antes de caer dormida pensé en mi cabeza y en la cabeza de H y en las cabezas de todas las personas conocidas y desconocidas: pensé en cabezas como recipientes de palabras no dichas, de actos fallidos, de intenciones sepultadas, de verdaderas intenciones, de rencores inconfesos, de fantasías vergonzantes, de imágenes que no existen más que allí. Me despedí de H en un aeropuerto enorme —cada quien frente a un destino distinto— con las lágrimas más dolorosas de las que tengo recuerdo.
Todos los hombres mayores con los que tuve una relación saltaron de furia o se desplomaron de tristeza cada vez que alguien confundió el parentesco con la muchachita a su lado. ¿Pero qué pretendían? A mí me gustaban los viejos, no quería ser vieja. Sobre todo no podía.
Después de H estuve con L, que tenía un hijo mayor que yo, cuestión que le hacía ruido, pero esa no era la peor parte. La peor parte con L era su tendencia a confundir el llamado aplomo con la falta de alegría. Con L las noches duraban menos, las fiestas no existían, las madrugadas eran un recuerdo difuso de la ya lejana adolescencia. L no bailaba, le parecía una cosa de bárbaros. ¿Pero alguna vez bailaste?, le preguntaba yo, vestida de noche, maquillada de brillos, indignada. No recuerdo. L no oía música porque tenía que pensar. ¿Pensar en qué? En ti. Bah. L no se reía, salvo de Cantinflas. Yo odiaba a Cantinflas. L no sentía ninguna necesidad de hacer esas cosas que despreciaba, solo por complacerme. ¿Por qué estaba conmigo? Porque yo sí era capaz de ponerme a su nivel: de hablar de libros, de política, de la poca autoestima de su hijo. ¿Por qué estaba yo con él? Porque me gustaba demostrarle que podía.
Nuestra relación duró poco, pero gracias a él me convencí de algo que con H había pasado por alto: la juventud prescribe. La juventud como estado de ánimo, eso que el mito asigna arbitrariamente a todo tipo de personas con cierto talante y actitud, se acaba cuando empieza a ser un esfuerzo. Era ridículo pedirle a L que fuéramos a bailar, a emborracharnos y drogarnos hasta el amanecer, porque ante los ojos del mundo —pero sobre todo ante sus ojos y los míos— él no iba a ser el novio mayor, pero cool, que le hace el aguante a la novia chica y fiestera, que se pone a su nivel para complacerla; él iba a ser el viejo ridículo que hace un esfuerzo desmedido por no parecerlo.
Ahora, que hasta yo he envejecido, recuerdo a L con su pelo canoso, su sonrisa tranquila, su aspecto casi lúgubre pero satisfecho y vuelvo a quererlo, a respetarlo e incluso a admirarlo como no supe hacerlo entonces. Poca gente domina el arte de saber envejecer, L hacía parte de esa respetable minoría.
Seis
Si mi primera relación importante fue con mi papá, mi segunda relación importante fue con T: un hombre que me llevaba más de veinte.
Veinte años es todo lo que el bolero permite, después de ahí es corrupción —corrupción: vicio o abuso introducido en las cosas no materiales. Corrupción de las costumbres, corrupción de la moral—.
Dicen que el gusto por los viejos es un vicio adquirido, que en estos terrenos no se improvisa. Una vez consulté a un psicólogo sobre el tema y me dijo que, en general, las niñas edípicas lo han sido siempre y, si mantienen su fijación en edad adulta, es bastante probable que hayan sido abusadas o expuestas en el curso de la infancia a una relación semicarnal con alguien próximo al núcleo familiar.
Puede que sea mi caso. O puede que no, pero no importa.
Puede que T sea el final. O puede que no, pero tampoco importa.
No conozco el final.
En casa tengo una foto brumosa que nos tomaron a T y a mí el día que nos conocimos. Estamos en un estrechísimo zaguán cartagenero, protegiéndonos de la lluvia. Íbamos camino a una charla que él daría en una Fundación donde yo trabajaba. En la foto se ve que la humedad había dejado una pátina brillosa sobre nuestras caras. En la foto él tenía cuarenta y seis y yo veintitrés; era flaca y altanera: melena hasta la cintura, ceja alzada como quien domina el mundo. T me mira y se sonríe. No hace una hora que me conoce y ya sabe que me tiene. No me tuvo enseguida, pasaron meses, largos meses, pero en esa foto él ya lo sabe.
Esa tarde la lluvia caía pesada y levantaba un olor fangoso que salía de la alcantarilla. La calle estaba inundada y no podíamos avanzar. No había mucho más que hacer que esperar. Yo dije odio la lluvia y T contestó: es solo agua. Aunque después él lo recordaría al revés. Quizá fue al revés.
Total, que llovía como llueve en mi ciudad: en un persistente chaparrón que levanta los vapores del piso. Al cabo de un rato de estar en el zaguán, envueltos en ese calor sofocante, T prendió un tabaquito marca Meharis y me preguntó cosas: libros, películas, vicios, edad. El humo deformando su cara me hacía pensar en un espía soviético a quien le han encomendado una misión de medio pelo en un país tropical. Al final terminamos hablando del que entonces era mi tema favorito: los padres. Así supe que su padre y el mío habían nacido el mismo año y que tuvieron vidas tan distintas: mientras que el mío era un abogado conservador y de provincia, casado por única vez, el de él era un médico español, anarquista y exiliado que tuvo siete esposas. Supe que él también lo odiaba por algo indescifrable y que lo amaba por todo lo demás. Y que se llamaba como él: T.
Con T, mi referencia se estrechó —lo que ahora hace difícil extrapolar preferencias—: ya no me gustaban los hombres mayores, en general, sino T, con particular intensidad. Aun así, a la distancia, podría decir que gracias a T deduje por fin que de los hombres mayores me atraían principalmente dos cosas, y que la una dependía de la otra.
La primera es la comodidad.
Es así: me siento cómoda entre hombres mayores que yo, me siento incómoda entre contemporáneos. ¿Por qué? No estoy segura. Podría sacarme del bolsillo esa dudosa estadística de que algunas mujeres maduramos más rápido que los hombres, podría decir que yo entro ahí: si fui vieja desde niña, si mi madurez le llevaba ventaja a mi propia edad, debí buscarme hombres acordes a las circunstancias. Pero es mentira. Yo no era nada madura, yo era agalluda. Soy. Me importa la edad porque me importa el tiempo: cuántas cosas caben en el tiempo de la gente. Ya sé que nadie lo llena igual, pero suele pasar que entre más tiempo uno vive, más cosas ve, aprende, come, lee, descubre, pierde, y todo eso te hace una persona más compleja.
Acá la segunda razón: a mí lo complejo me atrae. A mí la simpleza me parece estupidísima.
Lo atractivo de lo joven es: la belleza fresca —que no se reparte indiscriminadamente y que, de todas formas, se acaba con el uso— y la inocencia. Supongo que yo fui inocente. Es decir, que a esos hombres grandes que llamaba amantes les gustaba lo mismo que yo despreciaba en otros: para mí la inocencia es casi tan estúpida como la simpleza. La inocencia es un lastre del que los jovencitos y jovencitas deberían despojarse antes que de su acné. Diría entonces que me gustan los hombres grandes, incluso si yo les gusto. Diría que me gustan, también, porque ya perdieron la inocencia y el acné —y la melena en algunos casos, qué le vamos a hacer— y ganaron otras cosas: densidad, cohesión, solidez, espesor. Lo mismo que los caldos cuando hierven.
La charla de T se canceló por lluvia y estuvimos hablando bajo el zaguán hasta que escampó. El piso se había encharcado y estábamos replegados en una esquina, hombro contra hombro, para no mojarnos los zapatos: T tenía alpargatas de tela y yo sandalias. T olía al tabaco que se había fumado y a un perfume desconocido; miraba dentro de su bolso, buscaba algo: sonaban objetos de consistencia metálica. Canicas, pensé. Imaginé que estiraba mis dedos, los hundía en su cara y luego me los chupaba. Imaginé que él me preguntaba ¿a qué saben? Y yo le decía a sal y agua, y él decía ¿a mar? Y yo decía a mar. T sacó una cámara de su bolso y me miró con esa expresión, entre maliciosa y maravillada, que ya yo había visto en otros ojos. Para él, en cambio, era todo nuevo: él nunca había estado, ni imaginado estar, con una mujer tan joven como yo. En ese terreno T era un novato y yo tenía toda la experiencia.
Empezaba a escampar: pasaba por la vereda una señora que se había hecho un sombrero con una bolsa negra. Detrás, una carreta de verduras cubierta por un plástico. Y un perro esquelético. Y detrás una pareja de turistas a quienes T les pidió que nos tomaran una foto.
A ese día todavía le faltaban horas para producir un beso y un par de años para producir algo bastante parecido a un matrimonio. Le faltaban encuentros fortuitos y felices, visitas sorpresivas, hoteles de paso, sexo grandioso, sexo pésimo, mudanzas en conjunto, casas chicas, casas gigantes, hijos proyectados, hijos descartados, hijos reemplazados por un gato. Le faltaban más mudanzas, un jardín con parrilla, amigos en común, peleas horrendas, sexo de reconciliación, sexo sin ganas, temporadas sin sexo, sexo con otros, sexo con nadie más. Le faltaban enemigos, cumpleaños en familia, cumpleaños íntimos, regalos perfectos, regalos malísimos, aniversarios tristes por la ausencia del otro, aniversarios felices por la ausencia del otro, aniversarios olvidados. Le faltaban seis, siete, ocho aniversarios. Y un auto chocado, dos, tres veces. Le faltaban decenas de viajes, mudanzas en singular, encuentros fortuitos y tristes, recuerdos felices para olvidar y el vacío que resulta de sumar todo eso.
Pero, al mismo tiempo, a ese día no le faltaba nada. Tal como lo confirma la evidencia, en ese pequeño rincón brumoso, T y yo vivimos felices para siempre.
Suelo decirme que ni los buenos ni los malos ratos que pasé con T se relacionan con la diferencia de edad, pero sé que es mentira. A ver: si tuviera que atribuir una razón al éxito —es decir continuidad— de mi relación con T y al fracaso —es decir ruptura— de otras, diría que tiene que ver con la conciencia extrema de la diferencia y la poca necesidad de disimularla. Y si tuviera que atribuir una razón al fracaso —es decir ruptura— de mi relación con T y al éxito —es decir continuidad— de otras, diría que tiene que ver exactamente con lo mismo. Lo de la diferencia funciona en los dos sentidos: la excitación del exotismo —una pareja dispar, diga lo que diga, siempre estará cargada de exotismo— puede ser agotadora. La «normalización», en cambio, es paliativa. Hubo momentos en que, para mí, fue demoledor saberme distinta, y saber, sobre todo, que ser distinta era irremediable; lo que durante mucho tiempo me pareció un ejercicio de poder que demostraba una excentricidad caprichosa —miren: salgo con viejos—, ahora lo reconozco como una diferencia genuina frente a una buena porción de contemporáneas. Quiero decir, no soy tan fea, ni tan tonta, ni siquiera tan gorda. O sea, me creería capaz de conseguir un novio joven y apuesto que me situara en el equilibrio de mi hábitat generacional: las fotos de Facebook donde mis amigas se muestran radiantes con sus vestidos de novia, sus maridos mozuelos y, luego, indefectiblemente, sus bebés rosados y carnosos. Las veces que lo intenté —las veces que me dije ok, quiero ser como el resto—, seguí fracasando empeñosamente: hay algo frágil y volátil en la consistencia de la relación que establezco con los hombres menores, que mi torpeza —inexpertis— no permite que cuaje.
A veces pienso que llegaré a los cincuenta con uno de veintipocos y un día en el que me sienta inusualmente generosa, lo miraré condescendiente: tranquilo, ya se te va a pasar. Y le entregaré en ese gesto todo mi amor. O sea, a veces pienso que a mí también se me va a pasar. A mi madre no se le pasó, mi padre ya no está con ella y no solo lo sigue queriendo sino que lo quiere más. Pero nadie dijo que el amor por los hombres mayores se chupara del líquido amniótico: no soy mi madre, ni busco a mi padre, aunque este texto insinúe lo contrario. Probablemente, de una manera muy distinta a la suya, todo lo que quiera es llegar al final con la fantasía de que mi historia es única y que, aunque el mundo esté lleno de muchachitas insolentes que enamoran viejos, ninguna será como yo, ni sus hombres como el mío, quien seguramente ya no vivirá para oír ese relato, salvo en mi recuerdo magnificado.
Fuente: https://revistaorsai.com/amar-al-padre/
lunes, 3 de mayo de 2021
"En el bote", Iván Monalisa Ojeda
La policía me había parado en varias oportunidades. La última vez fue unos dos meses antes de que me sucediera lo que voy a contar.
Después de salir de la barra, si no me había hecho suficiente dinero, me iba caminando por la calle Catorce hacia la Novena Avenida. Mi amiga, la Maru, vivía cerca, en los proyectos de Chelsea. Allí me cambiaba de él a ella o de ella a él. Así que taco, taquito, tacón, Iris Chacón. A ver si aparecía algo, algún carro. Can you give me a ride? Si me decían que sí, me montaba. Y si no les sacaba algún dinero, igual me daban el aventón. A lo más me tocaban las piernas durante el camino. Les preguntaba si querían algo más. Por jugar debían dar me alguna propina. Si me decían que no, pues ok babe, thank for the ride. Leave me here.
Una de esas noches, casi a finales del otoño, hacía shows en una barra del downtown. Una de las tantas que administraba la legendary Sandy Michelle. Me había dado por personificar a Bette Midler. Así que canciones como «I am Beautiful» o «One Monkey don't Stop no Show» eran parte de mi repertorio. Me pagaban cincuenta dólares y tenía barra abierta. Por supuesto siempre terminaba borracha.
Como tantas otras noches, caminé de la calle Catorce hasta la Novena Avenida. Cuando ya iba cruzando la Octava, se parqueó un carro a mi lado. Se bajó el vidrio del lado del conductor y apareció un señor sexagenario de cachetes rosados y abundante barba blanca.
—Hi babe. What's up? Want come in?
Lo quedé mirando. A pesar de su apariencia y de las fechas navideñas que ya se acercaban, obviamente no era Santa Claus. Pensé en silencio en su cara de pargo nocturno en las calles de New York.
—Can you give me a ride?
—Sure, babe. Come in.
Aquí hay dinero, pensé mientras me montaba en el carro. No anduvimos ni media cuadra cuando nos paró una patrulla. Dos policías me pidieron bajar y, sin decir más palabras, me esposaron. Aunque alegué diciendo que solo había pedido un ride, ya estaba lista para entrar al carro policial.
Los agentes se acercaron a hablar con mi supuesto chofer. Y sí, Santa Claus era un undercover. Un policía encubierto.
Así que lo de siempre, lo de tantas veces. Fui llevada al precinto de la calle Catorce. El first precinct de Nueva York. Cuando me metieron en la furgoneta, ya estaba casi llena. Nada raro, eran como las cinco de la madrugada. La última vez, cuando otro undercover me había hecho caer, fui la primera en la van. Como no eran ni las diez de la noche tuve que estar más de cuatro horas ahí esperando que la camioneta se llenara. Poco a poco fueron cayendo mis colegas, chicas arrestadas a la salida de algún strip club o que trabajaban en barras. Muchas de ellas se acercaban a los undercover en la onda sexy boba. Babe, do you want a lap dance? Salían con el supuesto cliente y ahí mismo, en la calle, estaban los policías. Esperándolas. Esposadas y arriba, a la furgoneta. Como ganado nocturno.
Pero esa vez yo era la última que abordaba el barco. Nada de espera, directo al precinto. Allí no quedaba más que matar el tiempo hasta que te llevaran al juzgado y te dictaran sentencia.
La primera vez que te arrestan por prostitución, la sentencia es asistir a una clase sobre sexo seguro, seguida de otra sobre el uso de estupefacientes. Cuando ya caes por segunda vez comienzan a darte días de community service: dos días limpiando un parque o poniendo estampillas en las oficinas del New York Police Department. Mientras más veces caes, más son tus días de community service. Una vez, a mi amiga salvadoreña, la Myriam Hernández, le tocó hacer un mes completo de community service.
Ahora todo se veía venir como siempre pero había algo que desconocía. Un par de años atrás, en el 2000 para ser exactos, me había dado por dedicarme bastante a la calle. Años de gozeo o duro. Siempre hacía dinero o sacaba mis aventones a Washington Heights, que por entonces era donde yo vivía. Desde la calle Catorce, el campo de acción, hasta all the way uptown era bastante camino por recorrer, pero los carros cogían el West Side Highway y llegaban de un tirón. Hacía la calle por lo menos tres días a la semana, más bien tres noches.
Gozear por la Catorce en esos años era estar en la misma boca del lobo. O, lo que es lo mismo, en la de los policías. Siempre andaban patrullando. Sabían todo lo que pasaba y si les daba la gana te arrestaban. Estaban allí, siempre al acecho.
Después del primer mes en que mis high heels se hicieron familiares a esos callejones tapizados de adoquines bohemios, y en los que podía caminar casi a ciegas, comencé a caer presa. Caí cinco veces en tres meses.
En algunas ocasiones me cogieron dentro del carro, cuando el cliente de turno me estaba pasando el dinero. Otras, solo por estar caminando en el área. Esperamos a que te hicieras tu dinero, agradece, me dijo una vez el hipócrita del teniente Torres, encargado de arrestar a las trabajadoras sexuales que andaban por su territorio. En una ocasión me arrestaron solo por hablar con un tipo al que le había preguntado la hora. Tres patrullas se parquearon frente a mí. Por toda la parafernalia y alboroto que se armó no sabía si me habían confundido con algún criminal de alta peligrosidad. Salieron de sus patrullas como seis policías. Quedé arrinconada como una gata callejera, enceguecida por las luces y algo aturdida por el sonido de las sirenas. Nunca me había sentido tan importante.
Fueron tantas las veces y tantas las sentencias de community service que comencé a olvidar los días que me tocaba limpiar parques o barrer calles y también los días de audiencia con el juez.
Para sacarme todo esto de encima decidí no volver más a la calle. Solo trabajaría en las barras. Y, según yo, asunto arreglado. No sabía entonces, ni hasta este arresto, que tus ausencias al community service o a las citas con el juez se transforman en guarantees, lo que significa que cuando la policía te vuelve a arrestar te vas directo a la cárcel. Es decir, a Rikers Island. A Las Rocas, como la conocemos los del background latino.
Normalmente esperaba ansiosa que llegara la hora de ir a la corte a ver al juez, pero esta vez quería que el tiempo pasara lentamente. Algo presentía. Quizá por esto se me ocurrió la gran idea de dar un nombre distinto al de las otras veces. La primera vez que caí presa, una loca en la patrulla me aconsejó. No debía dar nunca mi nombre verdadero. Lo mejor era decir que eras puertorriqueña, así nadie te molestaría ni averiguaría si eras legal o ilegal: los boricuas son ciudadanos. Y sobre el número social debía decir que lo había olvidado, total, los policías piensan que todas estamos en droga y que no tenemos idea de lo que pasa a nuestro alrededor. Por eso, desde mi primer arresto me hice llamar Juan Cruz. ¿Por qué Juan? ¿Por qué Cruz? No tengo idea. Esa vez, de camino a la corte de midtown, esposada en la parte de atrás de la patrulla, decidí llamarme Luis Rivera. Qué más boricua que Luis. Qué más boricua que Rivera.
Pero apenas llegué a la corte todo empezó a ir en mi contra desde el momento en que me tomaron las huellas. Ya no se hacía con tinta. Esa mancha horrorosa que se te quedaba por días en los dedos, a modo de recordatorio: te arrestaron por puta, te arrestaron por puta. Pues no. El uso de la tinta era cosa del pasado. Estábamos en el new millennium. Ahora pasabas la yema de tus dedos por una pantalla donde se grababan tus huellas digitales.
—Name? —me preguntó la policía.
—Luis Rivera —contesté con seguridad.
Esperé ver alguna reacción en su rostro mientras escribía mi nombre en el teclado. Se daría cuenta de que los nombres no coincidían. Como dicha reacción nunca llegó, pensé que estaría acostumbrada a tanto delincuente mentiroso.
Una vez hechos los trámites, me devolvieron a la celda ubicada dentro de la corte, a la espera de ser vista por un juez. A los pocos minutos llegó el abogado que iba a representarme, un señor blanco en sus cincuenta y tantos. Se sentó frente a mí y comenzó a leer mi expediente.
—Mmm —murmuró mientras leía mi historial criminal—. Are you mister Cruz or mister Rivera?
En esa época no tenían la delicadeza de preguntarte si preferías ser llamado como él o como ella. Así que el mister iba seco y directo.
—Llámeme como quiera, I'm both —le contesté, cara dura.
Me devolvió un gesto que no alcanzó a convertirse en una sonrisa, pues seguro debía mantener la compostura.
—Veo que usted solo tiene arrestos por prostitución. Esperemos que el juez sea benevolente en su sentencia. —Dicho esto revisó una vez más mi historial y soltó una exclamación.
—Yes? —dije nervioso.
—Dice aquí que en dos oportunidades no se presentó a hacer sus días de community service. Y en otra ocasión no fue a la audiencia ante el juez. Una audiencia que usted mismo solicitó, pues se declaró inocente por el arresto. El juez le dio una oportunidad dándole otra cita en la corte para que probara su inocencia. ¿Y usted nunca se presentó?
—I know —le respondí.
—Esto significa que tiene tres guarantees. Un guarantee significa una falta de respeto a la ley. En todo caso, como le decía antes, usted ha sido detenido solo por prostitución. Ningún crimen violento ni nada por el estilo. Lo veo en un momento. —Se puso de pie, me miró con seriedad y se fue.
Me quedé esperando mi turno de audiencia, rogando tener suerte con el juez.
De pronto apareció un policía que me escoltó hasta la sala de la corte. Apenas abrieron la puerta, escuché en voz alta:
—Juan Cruz also known as Juan Rivera.
Ese era yo. Juan Cruz also known as Luis Rivera. Toda una criminal la loca, hasta con alias. Me quitaron las esposas y me ubicaron al lado del abogado. Sentí su risa contenida sobre mí. Demás estuvo rogarle al juez, decirle que haría todo el community service que quisiera. El juez, cara de perro sin amigos, nunca dio su brazo a torcer: tres meses en Las Rocas y a finales de febrero, nueva audiencia. O cinco mil dólares de fianza. Esa fue la irrevocable sentencia.
De la corte me llevaron a Central Booking, también conocido como Las Tumbas, pues queda en una especie de subterráneo de otra corte más grande, ubicada en el sector de Chinatown. Decirle tumbas a ese lugar es de lo más acertado, pues jamás llega la luz del sol. Ahí estuve en una celda por horas. Hasta que escuché el llamado que oiría tantas veces: Juan Cruz also known as Luis Rivera.
Me puse de pie. Un oficial me condujo por un largo pasillo que terminaba a las afueras del lugar, donde me esperaba un bus enrejado. Subí a esa especie de celda con ruedas que en menos de quince minutos se llenó. Miré a mi alrededor, a mis compañeros de viaje. Vi que abundaban las expresiones de frustración aunque también vi una que otra cara de tipos acostumbrados a todo esto.
Una puerta alambrada nos aislaba del chofer. Todos íbamos esposados. Sentí un murmullo de motores y voces a lo lejos. Por la ventana vi varios autobuses iguales que comenzaron a llegar cerca nuestro. Guaguas enrejadas que transportan a la creme de la creme de todos los condados de la ciudad de Nueva York. Staten Island, Queens, el Bronx, Brooklyn y, por supuesto, Manhattan, se hacían presentes con lo que había botado la ola. Nos hicieron bajar y entrar en uno de los dos galpones que teníamos en frente. Eran de ladrillos color cemento. Hombres iban y venían. Todos en overoles grises o naranjas. De los que pasaron frente a mis ojos, el ochenta por ciento eran presos. El resto, guardias y policías. No sé cómo tan pocos pueden controlar a tantos.
Me pusieron en una fila. Habían pasado casi tres días desde que caí por culpa del fucking Santa Claus. El maquillaje se había esfumado, con excepción del eyeliner a prueba de agua. No en vano había gastado diez dólares en eso: el resto del make up me lo robaba. Tres días sin ducharme, tres días sin afeitarme. En resumidas cuentas, una loca empelucada parecida a Freddy Krueger. Esperé mi turno. Se cruzó frente a mis ojos un recluso. Me impactó el color de su piel, una tez blanca de años sin sol. Una piel que bajo la iluminación del galpón se volvía casi transparente. Llegó mi turno. Me hicieron entrar a una gran habitación que parecía el baño de un centro deportivo venido a menos.
Me dijeron que tenía que sacarme la ropa. La peluca fue lo primero que me quité, después los zapatos y todo lo demás. No podía creer que todo ese tiempo hubiese estado sobre tacones. Recién ahí caí en la cuenta.
Pusieron mis pertenencias en una gran bolsa de papel. Cuando estuve lista para meterme a la ducha, los mismos presos que llevaban ya tiempo allí, y que se encargaban de estos trámites, comenzaron a toquetear mis pezones, erectos por mis esporádicas intervenciones con hormonas femeninas y por el frío del lugar. A uno de ellos, bastante guapo por lo demás, le pegué una mirada en plan toca todo lo que quieras, babe. Nos sonreímos. Y antes de que comenzara a soñar con que él fuera mi marido allí adentro, llegó el momento de meterme a la ducha.
Fueron solo tres minutos. Sin duda los tres minutos más agradables de esos últimos días. Me tocó el uniforme naranja y sandalias chinas del mismo color. Estábamos todos en silencio. Cansados. A todos nos esperaban unas largas vacaciones en Rikers Island Resort.
Después del baño, nos condujeron a otro galpón. El de los dormitorios. Entré a un lugar espacioso, con unas cincuenta o sesenta camas. Había un guardia en un cubículo enrejado que tenía una ventana que daba hacia dentro del dormitorio. Por ahí se comunicaba con los reclusos.
Apenas entré se me acercó alguien. Era un hombre blanco, de mi estatura y de barba castaña. Me saludó y me dio la bienvenida. Sorprendido, lo saludé de vuelta. Al sentirme un acento latino, me preguntó de dónde era. Y yo, que no estaba para seguir mintiendo sobre mi origen, le contesté:
—Soy de Chile. Del sur de Sudamérica.
—Oh, a Chilean one —exclamó él—, hay otro de Chile aquí. ¿Quieres que te lo presente?
—No, please. No quiero conocer a ningún chileno. Me vine hace tiempo de mi país. Y honestamente no estoy para chilenos. Menos ahora.
Apenas dije esto dieron la señal de que apagarían las luces. Hora de acostarse. Como no había tenido tiempo de ubicarme, me acosté en la primera cama que vi vacía. Me desplomé, sin colcha con que cubrirme, tiritando de frío. Ya en plena oscuridad, les pregunté a mis vecinos de cama por algo para cubrirme. Alguien me dijo que le preguntara al guardia del cubículo. Así que yo, bien segura de mí misma, alcé la voz y dije en plena oscuridad:
—Oficial. Por favor, necesito una colcha.
—¿Quién me habla?
—Juan Cruz also known as Luis Rivera. Necesito algo para a cubrirme.
—Ya es hora de irme. Se lo voy a decir al guardia que viene ahora.
—Gracias, oficial —respondí, acostumbrándome a las circunstancias. Ahí me quedé tiritando de frío, hasta que escuché una voz.
—Ey. ¿Acabas de llegar?
—Sí. Primera vez en este lugar.
—Toma.
Me tiró algo pesado y peludo que me cayó encima. Alcancé a ver a mi vecino en la oscuridad del dormitorio. Me enrollé en la colcha.
—¿Dónde está Juan Cruz? —escuché cuando empezaba a dormirme.
—Acá.
—¿Necesita una colcha?
—No, gracias. Ya me dieron una.
Como probablemente había visto mi historial de chica nocturna, mi foto en la carpeta y la razón de mi arresto, me respondió a viva voz:
—Ah, obvio, seguro la intercambiaste por una mamada.
El silencio se vio interrumpido por gritos de burla, desprecio y asombro. El cansancio era muy fuerte. No tenía energías para pensar o reaccionar. Me dormí.
De pronto sentí voces y movimiento. La luz invadía el espacio. Tal era mi cansancio que todos, o casi todos, se habían levantado antes que yo. Me senté en la cama y traté de divisar el rostro de quien me había dado la bienvenida.
Mi cama estaba en medio de todas. Yo en medio de todos. Muchos caminaban en una misma dirección, supuse que a los baños. Divisé a mi vecino. Ahí venía. Cuando pasó cerca mío lo saludé con entusiasmo. Me miró y alejó la mirada de inmediato. Siguió de largo. Antes de sorprenderme por su reacción, recordé lo que había pasado la noche anterior. Todo el mundo se había enterado de la llegada de una loca. Me dirigí adonde el guardia, que esa mañana había sido reemplazado por una mujer. Le pedí una toalla. Me la entregó sin mirarme, junto a una pequeña barra de jabón. Un afroamericano me dio un hombrazo, en la onda machote, sal de mi camino. Miré hacia todos lados. Las duchas estaban vacías. Me sentía en estado de alerta. Me duché rápido. Ni siquiera me eché jabón. Volví a mi cama. Me tiré en ella. Era mi territorio, el único lugar donde podía estar seguro y hasta podría decir que protegido.
En la sala contigua prendieron un gran televisor que colgaba del techo. Había un grupo de chinos jugando ajedrez. Me levanté y me acerqué haciendo pantomima de «juguemos». Pero ellos también me esquivaron.
De pronto se escuchó por unos altoparlantes que era hora de salir al patio. Preferí quedarme en el dormitorio. Los presos volvieron de la caminata. Nadie me miraba. Nadie me saludaba. Todos se agrupaban. Los blancos con los blancos, los boricuas con los morenos. Los chinos se ignoraban entre ellos. Los mexicanos hacían su propio grupo aparte.
Me di cuenta de que había una cama vacía frente al guardia. Un instinto, digamos que de supervivencia, me impulsó de un salto hacia ella. Le pregunté a la guardia si esa cama era de alguien. Vacía y disponible, me respondió con indiferencia.
Me instalé ahí, con mi colcha. Ese fue desde entonces mi refugio. A la vista de los guardias era más difícil que me hicieran algo. Otra vez todo el mundo se levantó de sus camas. De sus pequeñas casas. Supuse que era hora de almuerzo. Tenía un hambre tan grande que podría haberme comido una vaca entera.
Me ubiqué al final de la fila. A medida que íbamos avanzando por los pasillos, otras filas de presos se unían. Teníamos que caminar entre una línea blanca marcada en el piso y la pared. Salirse de ahí era una provocación para que los guardias te ladraran como perros furiosos.
Vi a un recluso que contestaba diciendo que era su primera vez en una cárcel, que no sabía eso de caminar dentro de la línea. No alcanzó a terminar su argumento.
Dos policías se le vinieron encima y, ya en el suelo, lo esposaron y lo arrastraron de vuelta a los dormitorios. Alguien entre las filas gritó:
—¡Un almuerzo extra! Todos nos echamos a reír.
En el comedor, agarré una bandeja de plástico. Otros presos a los que ese día les tocó estar en la cocina, depositaban la comida. Pasta, jugo, pan y una naranja. Me senté en cualquier mesa. La pasta, que no tenía salsa de tomate, se me quedó atascada en medio de la garganta. Era viscosa, intragable. El tipo que estaba sentado a mi lado me preguntó si iba a comerla. Le dije que no. Agarró mi plato y se la devoró.
Me dejé la naranja. La comí despacio, intentando imaginar que era una hamburguesa o algo parecido. Terminé bebiendo el jugo, no sé de qué era pero me agradaba, estaba dulce y refrescaba.
Al terminar, un hombre blanco en sus tempranos treinta se sentó frente a mí. Era tan atractivo que aún lo recuerdo a la perfección. Comía y miraba a todos lados, como si alguien lo estuviera persiguiendo. Tenía una lágrima tatuada bajo el ojo izquierdo. Más tarde supe que es una marca que muestra que has matado a alguien. Cada lágrima es un muerto en tu historial. Su presencia me provocaba terror y fascinación. Se fue apenas terminó de comer. Seguro lo perseguía el espíritu del muerto que cargaba, el de su lágrima. Para mi desgracia o fortuna, nunca más lo volví a ver.
Un guardia avisó que la hora del lunch había terminado.
A la fila, again. De vuelta a caminar entre la línea blanca y la pared. De regreso al dormitorio me instalé en mi nueva ubicación: en la cama frente al cubículo del guardia que nos vigilaba. No quise echarme. Me quedé sentado. Comencé a condenarme: Esto te pasa por loca estúpida. Sabías que tarde o temprano te iban a agarrar. No te costaba nada presentarte ante el juez y pedir disculpas. Te hubiesen dado un mes entero de community service y una fianza que no pasaría de los cien dólares. Pero no. Cabeza dura. Mírate dónde estás. Enjaulada.
Cuando ya estaba dispuesta a tirarme en la cama y entregarme a la depresión, escuché una voz que por su acento se me hizo familiar.
—Oye. ¿Vos soi chileno?
Levanté la cabeza y vi un rostro que me sonreía. Un rostro que me recordaba a algún compañero de curso. A algún vecino. A algún amigo de un amigo. Era el mismo al que yo, soberbio, me había negado a conocer.
—Hola. Sí. Soy chileno —le contesté con una mezcla de felicidad y agradecimiento.
—¿Me puedo sentar?
—Claro.
Él tomó asiento y prosiguió.
—¿Cómo te llamái?
—Iván —le respondí con la verdad, harto de los nombres falsos.
—Yo me llamo Vladimir.
Se quedó mirándome, como si esperase alguna pregunta de mi parte. Al ver que no dije nada, continuó:
—Ya lo sé. Vladimir no es un nombre muy común para Chile. Es que mi papá era comunista. Y todo lo que le sonara a ruso le encantaba. Yo me llamo Vladimir y tengo dos hermanos menores, Igor y Tatiana —se quedó pensando y me miró fijo—: Oye, pero tú también tenís nombre ruso. Iván.
—Sí —le dije sonriendo, me pareció un tipo muy simpático—. Pero mi papá no es comunista. Y tú, ¿por qué estás acá?
—Por vicioso —me contestó.
—¿Cómo así?
—Me agarraron comprando heroína. Llevo tres meses acá. Al menos me ha servido para estar limpio. Acá me dan la metadona así que no me entra ni el desespero. Cuando recién llegué, estuve cuatro días sin dormir, con un dolor de huesos que me hacía chillar. Pero ya al quinto día comenzaron a darme metadona. Y ahí tranqui, tranquiléin. ¿Y vos por qué estái acá?
—Se me juntaron varias guarantees.
—¡Oh!—exclamó al notar que no quería contarle el porqué de mis arrestos y se puso de pie—. Tienes cara de cansado. Toma una siesta y yo vuelvo en un rato.
—Cool.
Me tendí en mi cama. Una sensación de temperatura agradable me invadió el cuerpo. Tomé una siesta. Sé que dormí con una sonrisa en los labios.
No sé cuánto tiempo pasó. Solo sé que escuché una voz que me estaba despertando.
—Pss, pss, ey.
Abrí los ojos y vi a mi nuevo amigo.
—Mira. Tengo galletas y té. ¡Hora de once!
Me senté de un tirón, con unas ganas enormes de abrazarlo. Me contuve. Me sentí feliz.
Otra vez, de modo ceremonioso, me preguntó si podía sentarse al lado mío. Yo, sin decir nada, me senté en un rincón de la cama dejándole suficiente espacio.
Apenas se sentó, puso la bolsa de té en una taza de plástico llena de agua hirviendo.
—Esta alcanza para dos.
—Bien a la chilena —le respondí riendo.
—Mira, y estas galletas se parecen a las Tritón. Son ocho. Cuatro para mí y cuatro para ti.
Las galletas eran como una Coca-Cola en medio del desierto. Me las devoré.
—¿Cuándo sales? —me preguntó.
—A fines de febrero. Podría salir antes si pagara la fianza.
—¿Cuánto es?
—Cinco mil dólares —le dije mientras soplaba el agua caliente de mi taza plástica, que iba tomando el color del té. Tú comprenderás que no tengo dinero.
—Solo tienes que pagar quinientos.
—Te dije que son cinco mil.
—Sí, pero uno paga el diez por ciento de la fianza. Si son cinco mil, solo tienes que pagar quinientos.
—Really? —le pregunté con asombro, mientras me engullía la última galleta que le quedaba a Vladimir.
—Claro. Mi fianza es de diez mil. Entonces solo tengo que pagar mil. Llamé a mi vieja para que me los pagara. Me dijo que no. Que mejor me quedara dentro de la cárcel, para que estuviera limpio un par de meses. Que quizás así se me aclaraba la mente y no me metía más droga —respiró profundo y siguió—: Creo que tiene razón, tú cachái. Las madres siempre tienen la razón.
—¿Cómo es que la llamaste? —le pregunté incrédulo e ilusionado a la vez—. ¿Acaso tienes celular aquí adentro?
—Uf, se nota que es tu primera vez. ¿Veís ese teléfono que está en la pared al lado de la puerta del baño? Apuntó con el dedo hacia un teléfono igualito a los públicos que se ven en las calles de Nueva York y continuó:
—Todos los presos tenemos derecho a dos llamadas por día. —Se paró y recogió las tazas vacías—. Bueno, ya van a apagar las luces para que nos acostemos. Nos vemos mañana, Iván. Buenas noches.
—Wait! ¿Tú crees que pueda llamar ahora?
—Claro. Pero apúrate que ya las van a apagar.
De un brinco llegué al teléfono. Como en ese tiempo no tenía celular, me sabía de memoria los números de mis amigos. Le marqué a la Maru, mi amiga de los proyectos de Chelsea, que era la última a la que había visto.
No alcanzó a dar el segundo timbrazo cuando contestó.
—Alo, ¿Maru? Soy yo.
—Oh, my God —me gritó del otro lado. ¿Dónde está usted? ¿Qué pasó?
—Pues aquí, en el bote, como dicen los mexicanos.
—Nos tenías a todos histéricos. La Silvia y la Manuel andan crazy, llaman a cada rato para preguntar si he sabido algo de ti.
—Pues diles que junten quinientos dólares para poder salir de aquí. Que vayan a la corte de Centre Street, que den mis datos y ahí les van a informar lo que deben hacer. La Silvia se sabe esos trámites de memoria.
—Bueno. No le prometo nada. Pero lo importante es que está...
—Vivo—le dije antes de que terminara la frase.
—La Silvia ya pensaba en ir a la morgue.
—Dile a la loca que aún me queda camino por recorrer.
De pronto sonó un pito. El aviso de que la llamada se iba a cortar. Rápido le dije a la Maru:
—Cuando vayan a averiguar lo de mi fianza, que pregunten por Juan Cruz also known as Luis Rivera. Anota. Juan Cruz, Juan Rivera —terminé de decirlo y la comunicación se cortó.
Al volver a mi cama, el guardia estaba dando el aviso de que era hora de apagar las luces. Hora de dormir.
—¡Gracias Vladimir! —dije fuerte, ya tendido en mi cama.
—De nada —me respondió desde la oscuridad.
Así pasaron varios días. Tal vez una semana. Siempre aparecía Vladimir con el té y las galletas estilo Tri tón a eso de las seis de la tarde. Como él se llevaba bien con todo el mundo ahí adentro, los reclusos comenzaron a hablarme, incluso hasta a saludarme. Y agarré confianza, quizá demasiada.
En una ocasión, estaba recostado en mi cama y escuché la voz de Vladimir.
—Oye, Iván, ven pa' acá.
—¿Qué onda? —le respondí desde mi cama hogar.
—Ven nomás. Aquí te cuento.
Me puse de pie y vi que estaba a unas cuantas camas de la mía, parado, hablando con otro recluso. Me acerqué.
—Te presento a Carlos. Es el líder aquí, en este dormitorio. Cualquier cosa, problema o lo que se te ocurra, siempre consúltalo con él —me dijo Vladimir, con la formalidad que lo caracterizaba.
Carlos era un hombre canoso, de unos cincuenta. Era alto y delgado. Sin que me lo dijeran, supe que era boricua. Me estiró la mano y le di la mía.
—Mucho gusto. Me llamo Iván.
Él no dijo nada. Solo me estrechó la mano y me miró de reojo.
Yo, que con la compañía de Vladimir me sentía muy seguro y relajado, me senté en la cama del tal Carlos, con la intención de conversarle y con attitude muy graciosa.
Noté que Carlos comenzó a ponerse de todos colores. Los colores de la ira. Sin saber qué pasaba, miré a Vladimir, que estaba pálido y tenía los ojos abiertos como plato. En silencio, me agarró de un brazo y me empujó hacia mi cama.
—Acuéstate y no te levantes de ahí. No digas nada. Ni siquiera respires. Déjame ver cómo arreglo esto.
Noté que la cosa era seria y tuve miedo. El tal Carlos gritaba.
—Le voy a enseñar a ese man a respetar. Lo voy a partir a ese marica.
Un sudor frío me corría por la espalda. No entendía nada. Escuché la voz de Vladimir, adiviné por su tono que intentaba calmarlo. Otros presos se levantaron de sus camas para ver qué pasa. El líder estaba fuera de sus casillas. Alguien le había faltado el respeto. Y ese había sido yo. Aunque aún no sabía cuál había sido mi error. Escuché que Carlos bajaba más la voz, de a poco. Vladimir no paraba de hablarle. De calmarlo. Yo tenía la cabeza enterrada en la almohada. Sentí que Vladimir me hablaba. Se sentó al lado mío.
—Nunca te tires ni te sientes en una cama que no
es la tuya. Aquí lo único que tenemos son nuestras camas. Es nuestra única propiedad. Ni los guardias nos molestan cuando estamos acostados, así que no volvái a hacerlo. Ahora levántate y anda a ofrecer una disculpa.
Me levanté de mi cama y, en la más cara de circunstancia, me acerqué al líder. Él se me puso al frente esperando mi disculpa.
—I am so sorry, sir. Primera vez que estoy en la que cárcel y aún hay códigos de conducta desconozco. Por favor acepte mis disculpas.
Al ver que no me decía nada, comencé a tiritar.
—Está bien. Que no vuelva a suceder.
Le agradecí y volví a mi cama. Vladimir me hizo un gesto de aprobación. Intenté agradecerle expresándolo con los labios. Esa noche me dormí de inmediato. Sentía que me había salvado de algo peligroso.
Busqué a Vladimir apenas desperté al día siguiente. Lo vi sentado en su cama, como encogido. Le pregunté qué le pasaba.
—Mal del estómago y náuseas. Esta metadona es tan mala o peor que la heroína. Creo que me voy a ir a la enfermería.
—¿Quieres que te acompañe?
—No me hagas reír, ¿dónde crees que estás? Aquí nadie acompaña a nadie —respiró profundo y se puso de pie—. Nos vemos mañana. A ver si me dejan de un día para otro, hasta que se me pase.
—Suerte —le dije.
Volví a tirarme en mi cama. No salí al patio. Preferí esperar ahí la hora de almuerzo. Me entretuve mirando el techo. Hasta que escuché, en voz alta:
—Juan Cruz also known as Luis Rivera.
Como no reaccioné, el guardia repitió mi nombre.
—Soy yo.
Sin mirarme, el guardia continuó.
—Tome sus cosas. Hoy sale de aquí. Le pagaron su fianza.
No supe qué hacer. Estaba como una momia.
—Qué espera. No tengo todo el tiempo. Tome sus cosas que si se demora lo dejo aquí otro día.
Corrí adonde el guardia. No tenía nada que llevar. Le pregunté si podíamos pasar a la enfermería para despedirme de mi amigo. Me miró con desprecio y no contestó.
Los trámites para salir fueron más o menos los mismos que los del ingreso. Me puse ropa común, lo que encontré de mi tamaño en la caja que me dieron. Zapatos no había, así que me fui con las sandalias chinas color naranja. En el bus me dieron una tarjeta del subway. Me tomó un par de horas llegar a la casa de Maru.
Dormí como dos días seguidos. No podía caer de nuevo, al menos no antes de mi cita con el juez, en febrero. Decidí buscármelas de mimo en las estaciones del subway. Me instalé en Colombus Circle, Times Square y a veces en Bedford. Allí me paraba por horas. No veía a nadie en particular. Veía una especie de mancha hecha por la gente. Un día me pareció reconocer a una figura al escuchar la moneda caer en el hat. Abrí bien los ojos, pero solo vi la masa de personas caminando rápido. Dos niños, sentados en la banqueta del andén, compartían un paquete de galletas. Volví a mi rutina de movimientos. Volví a ser el mimo hasta que sentí un olor a té. Escuché a los niños que compartían las galletas reírse a lo lejos, como un eco. Detuve mis movimientos y una vez más le agradecí, en silencio, a mi amigo chileno Vladimir.
Nos han dado la tierra, Juan Rulfo [cuento]
Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.
Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:
—Son como las cuatro de la tarde.
Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: “Somos cuatro”. Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos nosotros.
Faustino dice:
—Puede que llueva.
Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y pensamos: “Puede que sí”.
No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.
Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.
¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover.
No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.
Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con “la 30” amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.
Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tapetate para que la sembráramos.
Nos dijeron:
—Del pueblo para acá es de ustedes.
Nosotros preguntamos:
—¿El Llano?
—Sí, el llano. Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano.
Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:
—No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.
—Es que el llano, señor delegado…
—Son miles y miles de yuntas.
—Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
—¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.
—Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.
—Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra.
—Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el Llano… No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho… Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos…
Pero él no nos quiso oír.
Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.
Melitón dice:
—Esta es la tierra que nos han dado.
Faustino dice:
—¿Qué?
Yo no digo nada. Yo pienso: “Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos.”
Melitón vuelve a decir:
—Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.
—¿Cuáles yeguas? —le pregunta Esteban.
Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.
Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:
—Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?
—Es la mía —dice él.
—No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?
—No la merqué, es la gallina de mi corral.
—Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?
—No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.
—Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.
Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:
—Estamos llegando al derrumbadero.
Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.
Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra.
Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta.
Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.
Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites.
—¡Por aquí arriendo yo! —nos dice Esteban.
Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.
La tierra que nos han dado está allá arriba.