Soy Teresa Wilms Montt
y aunque nací cien años antes que tú,
mi vida no fue tan distinta a la tuya.
Yo también tuve el privilegio de ser mujer.
Es difícil ser mujer en este mundo.
Tú lo sabes mejor que nadie.
Viví intensamente cada respiro y cada instante de mi vida.
Destilé mujer.
Trataron de reprimirme, pero no pudieron conmigo.
Cuando me dieron la espalda, yo di la cara.
Cuando me dejaron sola, di compañía.
Cuando quisieron matarme, di vida.
Cuando quisieron encerrarme, busqué libertad.
Cuando me amaban sin amor, yo di más amor.
Cuando trataron de callarme, grité.
Cuando me golpearon, contesté.
Fui crucificada, muerta y sepultada,
por mi familia y la sociedad.
Nací cien años antes que tú
sin embargo te veo igual a mí.
Soy Teresa Wilms Montt,
y no soy apta para señoritas.
domingo, 18 de junio de 2023
No soy apta para señoritas, poem by Teresa Wils Montt (1893 - 1921)
jueves, 15 de junio de 2023
Me lo contaron ayer, poem by Rafael de León
Me lo contaron ayer
las lenguas de doble filo
que te casaste hace un mes
y me quedé tan tranquilo
Otro tonto en mi caso
se hubiera puesto a llorar,
pero yo cruzándome de brazos
dije que me daba igual
No voy a pegarme un tiro
o te llenaré de maldiciones
ni apedrearé con mis suspiros
las rejas de tus balcones
Qué te has casado, buena suerte
ojalá que vivas cien años contenta
y que a la hora de tu muerte,
Dios ni te lo tome a cuenta
Y si al subir por el altar
mi nombre se te olvidó
juro por la gloria de mi madre
que no te guardo rencor
Porque aquel que no fue tu amigo
ni tu novio ni tu amante
es quien más te ha querido
y con eso, con eso tengo bastante.
21 de octubre al 21 de noviembre, short (really short) story by Belén Fernández Llanos
Mención Honrosa / Premio del Público
Se amaneció cosiendo el disfraz para esa fiesta. Eligió vestirse de escorpión porque en el curso siempre lo hicieron sentir raro y peligroso al mismo tiempo. Al llegar, las luces de colores lo iluminaron a él, el único con disfraz, y a los demás burlándose, como siempre. Pensó en huir pero no había pegado lentejuelas seis horas para eso. Así que respiró profundo, entró a la pista de baile, formó un círculo alrededor suyo, lo marcó con vodka, le prendió fuego y cansado de tantos años de insultos, se clavó frente a todos su propio aguijón.
Belén Paulina Fernández Llanos, 30 años
Santiago
Ella estuvo entre nosotros, poem by Jorge Teillier
Ella estuvo entre nosotros
lo que el sol atrapado por un niño en un espejo
Pero sus manos alejan los malos sueños
como las manos de la lluvia
las pesadillas de las aldeas.
Sus manos que podían dar de comer
a la noche convertida en paloma.
Era bella como encontrar
nidos de perdices en los trigales.
Bella como el delantal gastado de una madre
y las palabras que siempre hemos querido escuchar.
Cierto: estuvo entre nosotros
lo que el sol en el espejo
con que un niño juega en el tejado.
Pero nunca dejaremos de buscar sus huellas
en los patios cubiertos por la primera helada.
Sus huellas perdidas
tras una puerta herrumbrosa
cubierta de azaleas.
miércoles, 7 de junio de 2023
Poema sobre la violencia policial, by June Jordan translated into Spanish by Flor Codagnone
Decime algo
qué creés que pasaría si
cada vez que ellos matan a un chico negro
nosotros matáramos a un policía
si cada vez que ellos matan a un hombre negro
nosotros matáramos a un policía
¿pensás que disminuiría la tasa de accidentes?
a veces a la sensación le gusta sorprenderme cariño
vuelve a mi boca y estoy callada
como piletas olímpicas de la nieve
montañosa que corre bajo el sol
a veces pensando sobre la Casa 12 del Cosmos
o el modo en que tu oreja atrapa la punta
de mi lengua o los letreros que nunca he visto
como PELIGRO MUJERES TRABAJANDO
pierdo la conciencia de la bestial fea rabiosa
y repetitiva ofensa como cuando ellos me dicen
18 policías para someter a un solo hombre
18 lo estrangularon hasta la muerte en la posterior refriega (¿no
idolatrás la dicción de los poderosos? Someter
y refriega ¡oh!) y que el asesinato
que la matanza de Arthur Miller en una calle
de Brooklyn fue solamente un “accidente justificable” otra vez
(otra vez)
Gente teniendo accidentes alrededor del mundo
por tanto tiempo que yo calculo que lo único
seguro apropiado es un arma
estoy diciendo que la guerra no es para entenderla o repetirla
la guerra es para pelearla y ganarla
a veces a la sensación le gusta sorprenderme cariño
oculta/ lo bestial pero
no demasiado a menudo
decime algo
qué creés que pasaría si
cada vez que ellos matan a un chico negro
nosotros matáramos a un policía
si cada vez que ellos matan a un hombre negro
nosotros matáramos a un policía
¿pensás que disminuiría la tasa de accidentes?
TODAS ÍBAMOS A SER REINAS, poem by Gabriela Mistral (from Tala, 1938)
Todas íbamos a ser reinas,
de cuatro reinos sobre el mar:
Rosalía con Efigenia
y Lucila con Soledad.
En el valle de Elqui, ceñido
de cien montañas o de más,
que como ofrendas o tributos
arden en rojo y azafrán.
Lo decíamos embriagadas,
y lo tuvimos por verdad,
que seríamos todas reinas
y llegaríamos al mar.
Con las trenzas de los siete años,
y batas claras de percal,
persiguiendo tordos huidos
en la sombra del higueral.
De los cuatro reinos, decíamos,
indudables como el Korán,
que por grandes y por cabales
alcanzarían hasta el mar.
Cuatro esposos desposarían,
por el tiempo de desposar,
y eran reyes y cantadores
como David, rey de Judá.
Y de ser grandes nuestros reinos,
ellos tendrían, sin faltar,
mares verdes, mares de algas,
y el ave loca del faisán.
Y de tener todos los frutos,
árbol de leche, árbol del pan,
el guayacán no cortaríamos
ni morderíamos metal.
Todas íbamos a ser reinas,
y de verídico reinar;
pero ninguna ha sido reina
ni en Arauco ni en Copán...
Rosalía besó marino
ya desposado con el mar,
y al besador, en las Guaitecas,
se lo comió la tempestad.
Soledad crió siete hermanos
y su sangre dejó en su pan,
y sus ojos quedaron negros
de no haber visto nunca el mar.
En las viñas de Montegrande,
con su puro seno candeal,
mece los hijos de otras reinas
y los suyos nunca-jamás.
Efigenia cruzó extranjero
en las rutas, y sin hablar,
le siguió, sin saberle nombre,
porque el hombre parece el mar.
Y Lucila, que hablaba a río,
a montaña y cañaveral,
en las lunas de la locura
recibió reino de verdad.
En las nubes contó diez hijos
y en los salares su reinar,
en los ríos ha visto esposos
y su manto en la tempestad.
Pero en el valle de Elqui, donde
son cien montañas o son más,
cantan las otras que vinieron
y las que vienen cantarán:
-"En la tierra seremos reinas,
y de verídico reinar,
y siendo grandes nuestros reinos,
llegaremos todas al mar."
*Esta imaginería tropical vivida en un valle caliente, aunque sea cordillerano, tenía su razón de ser. El hacendado don Adolfo Iribarren -Dios le dé bellas visiones en el cielo-, por una fantasía rara de hallar en hombre de sangre vasca, se había creado, en su casa de Montegrande, casi un parque medio botánico y zoológico. Allí me había yo de conocer el ciervo y la gacela, el pavo real, el faisán y muchos árboles exóticos, entre ellos el flamboyán de Puerto Rico, que él llamaba por su nombre verdadero de "árbol del fuego" y que de veras ardía en el florecer, no menos que la hoguera.
No bautizan con Ifigenia sino con Efigenia, en mis cerros de Elqui. A esto lo llaman disimilación los filólogos, y es operación que hace el pueblo, la mejor criatura verbal que Dios crió, quien avienta el vocablo de pronunciación forzada y pedante, por holgura de la lengua y agrado del oído.
domingo, 4 de junio de 2023
Italia, short story by Arelis Uribe
La Italia siempre estaba leyendo un libro. A veces nos tirábamos en el pasto y yo apoyaba la cabeza en sus piernas y ella barría mi cara con su pelo, y me leía las historias de Lemebel o “La noche boca arriba”, diciendo el sueño maravilloso había sido el otro, con su voz raspada y calma, mientras yo me concentraba en su boca, en sus dientes claros y alineados. La Italia escribía cuentos para el Santiago en 100 palabras y participaba en los talleres de Balmaceda 1215 y a veces yo la iba a buscar a sus clases para que tomáramos helado en el Parque Forestal. La Italia se llamaba Italia porque su mamá se había ido exiliada y se casó con un italiano y cuando volvieron juntos a Chile y tuvieron una hija la bautizaron así, por el triunfo del retorno y para no olvidar cómo era vivir el destierro. La Italia tenía dieciséis y estudiaba en un colegio privado al que podía ir con ropa de calle y al que podía llegar en bicicleta. La Italia en vez de decir abuelos decía nonos y hablaba varios idiomas además del español y conocía Europa y sabía que el día que terminara el colegio su vida iba a continuar en otro continente, lejos de acá y lejos de mí.
La primera vez que la vi fue en una clase de pilates, en un gimnasio municipal de Providencia. Usaba la chasquilla gruesa y una cola de caballo larga y ondulada en las puntas. La espié toda la hora a través del espejo. Me gustaron sus pómulos acalorados, sus cejas oscuras y la concavidad de sus piernas delgadas. Imaginé que mi mano encajaría ahí perfectamente. A la salida de la clase le hablé y nos fuimos en bicicleta. Yo vivía en el centro, en el piso veinte de uno de esos edificios nuevos, cerca del Metro Universidad de Chile, y ella en un barrio de casas como las de Mi pobre angelito, al borde del cerro San Cristóbal. Esa primera vez que hablamos pedaleamos por la costanera y la fui a dejar. Su casa me dio miedo, como dan miedo las cosas que no se conocen: la chimenea, los árboles frondosos, la camioneta gigante estacionada afuera. Nos despedimos y me esforcé en olerla y los días que vinieron me esforcé en prolongar esa ruta entre el gimnasio y su casa. Unas semanas más tarde ya nos enviábamos mensajes por celular y ella me prestaba libros y yo enrollaba mis dedos en las puntas de su cola castaña.
La Italia me escribía cartas en las que juntaba palabras que yo no pensaba que se podían juntar. Me llamaba por teléfono, de madrugada, y en vez de hablar, ponía La Noyée —ese tema de Amélie— y yo imaginaba que ese acordeón me decía ven o no te vayas o yo también. Con ella no me daba miedo caminar bajo la lluvia sin paraguas o robar libros en las librerías de Bellas Artes. Con ella desaparecían nuestros años de diferencia y me sentía otra vez una escolar. Me gustaba que se llamase Italia y que me contara que en Francia vio la Mona Lisa y es un cuadro minúsculo y que en Inglaterra llueve tanto que no se puede salir a pasear. Yo le preguntaba qué se sentía andar en avión y cómo se veían las nubes desde el aire. Me gustaba su piel pálida y comparar sus lunares café claro con los míos café oscuro. Me gustaba tocarla y sentir cerca una piel como la suya, que yo cuando chica había añorado tanto, porque en mi colegio de barrio todas las morenas estábamos enamoradas del único rubio del curso, que a su vez estaba enamorado de la única rubia, en una lógica que más que racista respondía a las reglas del mercado; a la ley del exceso de oferta morena y la escasez de pelo claro.
A veces salíamos de clases y caminábamos acarreando nuestras bicicletas con las manos. Llegábamos a la costanera y nos tirábamos ahí, entre los árboles, a frotarnos con desesperación, hasta las nueve, diez, once de la noche, cuando la orilla del río era un soplido frío y algunos corredores seguían quemando calorías, vestidos con ropa deportiva de colores fluorescentes.
Al principio todo lo que la Italia me contaba me ponía eufórica, feliz. Escucharla me abría el apetito por saber cómo vivía. Me embriagaba lo curiosa que era y lo estimulada que había crecido. Quería saber qué libros había leído en su niñez, si había hecho ballet o equitación, a qué edad había usado frenillos, cómo había aprendido a nadar. En sus historias, yo reemplazaba a la protagonista por mí y era yo la que corregía sus dientes chuecos a los ocho años, la que había ido a restoranes desde muy chica y había disfrutado platos mucho más complejos que pollo asado con papas fritas. Era yo la que jugaba con tíos que eran cineastas o académicos de la Chile en vez de heladeros o taxistas y era yo la que tenía pieza sola y nadaba los sábados de enero en la piscina de cemento del patio.
Una tarde nos encontramos en la entrada del gimnasio y decidimos faltar a clases. Nos fuimos al Parque Bustamante y compramos una pizza sin carne en un local que estaba frente al café literario. La pedimos para llevar y nos sentamos a comer con los pies metidos en la laguna artificial. Dije que la pizza estaba rica y la Italia se rió y me explicó que no se decía picsa ni pisa ni pitsa, sino que pizzzza, como la zeta de un zancudo estridente. Cuando la Italia me corregía, me inundaba una amargura extraña. Me gustaba que indicara mis errores, sentía que me volvía más fuerte, más válida para estar con ella. Pero al mismo tiempo me dolía no haber nacido con todas esas sabidurías chicas que se supone son necesarias para que una persona ande firme por el mundo.
Nos tiramos en el pasto y la Italia llenó la caja de la pizza con dibujos y frases. Me hubiera gustado guardar esa caja. Leer su letra imprenta y reírme de sus chistes otra vez. Acercamos nuestras narices y hablamos de ella, de mí, pero sobre todo de ella, de las cosas que sabía ella. De los nombres de los árboles y de los pájaros del parque. Saqué un pito y lo fumamos viendo cómo el cielo se oscurecía y las luces del parque se empezaban a encender.
Esa noche la Italia me invitó a su casa por primera vez. Subimos en bici hasta Pedro de Valdivia. Sentía que en vez de pedalear, flotaba y que las luces de los autos se fundían con las de los focos del parque, estallando en mis anteojos, como una aurora boreal anaranjada y verde (la Italia me había explicado qué era la aurora boreal). En el camino compramos una botella de vino que la Italia guardó en su mochila. Entramos a la casa por la cocina y salió a recibirnos su Nana Carmen. Le dijo mi niña, seguido de frases de abuela preocupada y le ofreció una leche tibia que la Italia rechazó. La Nana Carmen me saludó amorosa y al ver que la Italia no quería nada, se guardó como un conejo en una pieza que estaba conectada con la cocina.
Subimos al segundo piso tomadas de la mano, por una escalera de peldaños de madera gruesa. Ella adelante y yo detrás. Aunque estaba oscuro, me fijé en sus piernas delgadas, en la curvatura en la que yo sabía que mi mano podía encajar. Entramos a un dormitorio grande, tan grande que mi departamento cabía completo. Su cama era de dos plazas y eso también me sorprendió, porque en mi mundo las camas grandes eran para los matrimonios, para los papás; las camas de hijos eran camas de una plaza o eran camarotes para compartir y pelear con el hermano chico.
La Italia se tiró al suelo y se olvidó de encender la luz y de abrir el vino. Me recosté a su lado y la besé y su boca sabía a agua limpia, a papel de revista brillante. No podía verla, pero la sentía. Toqué la curvatura de sus piernas y me inundó un hormigueo. Toqué sus pechos por debajo de la polera y eran suaves y eran pequeños y los imaginé rosados sobre una piel blanca. Encajamos nuestras piernas y me apreté contra ella y ella se apretó contra mí. Imaginé sus pómulos acalorados como en clases de pilates y acaricié su cuello con mi nariz y me quedé allí, con la cabeza apoyada en su hombro, quejándome, jadeando, escuchando sus gritos contenidos. Me saqué la ropa de pilates y ella se sacó la suya y metí mi lengua en su ombligo y volví a su boca y ella lamió mi pecho izquierdo como una guagua hambrienta y ahí no aguanté más y en pocos segundos morí aplastándola con mis calzones.
Nos quedamos tiradas en el suelo, con la piel pegada. Después, nos acostamos en su cama y nos dormimos ahí. Lo que más recuerdo de esa noche son las sábanas. Eran las más blancas y suaves en las que yo había dormido alguna vez.
Al otro día, su papá nos despertó temprano, golpeando la puerta para que bajáramos a tomar desayuno. En la mesa había (al mismo tiempo) jugo de frutilla (natural), queso (varios tipos) y granola (creo). Sus papás eran igual de conversadores que ella. Hablaron sobre su trabajo. Él era ingeniero en alguna parte y ella era dramaturga y profesora universitaria. Comentaban la actualidad con la radio Cooperativa de fondo y me preguntaban qué hacía yo, cómo había conocido a la Italia. Les conté de las clases de pilates y de mí, que recién había terminado Pedagogía Básica, que estaba trabajando en una escuelita en Recoleta y que hace poco me había venido a vivir al centro, a un departamento que esperaba comprar algún día. No me preguntaron qué hacía mi familia o dónde vivía antes. No por falta de interés, sino por delicadeza. O por educación, como diría mi papá.
Terminamos de comer y la Nana Carmen recogió la mesa y la Italia me invitó a un recorrido por la casa. Las murallas eran blancas y los ventanales enormes, enmarcados en bordes de madera limpia y barnizada. Había objetos extraños, como relojes a cuerda, planchas de hierro y vitrolas de diferentes tamaños, que la Italia me enseñó a echar a andar. Había un piano que —me explicó hastiada la Italia— ella no volvería a tocar jamás. En el muro contra el que estaba acomodado el piano había una especie de santuario a Italia (Italia el país) con cuadros, fotos y reliquias que no entendí, junto a dos escudos de los apellidos de la familia.
Como a las once, la mamá de la Italia ofreció llevarme hasta el centro en su auto. Iba a dar una clase en la Católica, a niños talentosos de colegios de todo Santiago o algo así. Yo hubiera preferido irme sola en bicicleta, pero no pude evadir la propuesta: era la Italia y su mamá contra mí.
Subí a la pieza de la Italia a buscar mis cosas y estando allí me fijé en los detalles de su habitación. Era la de una princesa docta, una Barbie artista. Había una guitarra, muchos libros, cuadros pintados por ella y un escritorio de madera frente a la ventana. Era una casa de teleserie. Sobre el velador estaba su carné. Se veía muy niña en la foto, debía tener trece años. Lo tomé rápido y lo guardé en mi bolsillo. Luego, bajé al primer piso como si nada, como si no acabara de secuestrar un pedazo de la Italia para llevarlo conmigo.
Nos subimos al auto. El papá nos ayudó a cargar la bicicleta. La Italia quiso acompañarnos y se sentó de copiloto. Yo me instalé atrás, sola. La Italia ponía discos para que conociera esas cantantes francesas que en mi vida yo había escuchado y que a ella le gustaban tanto. La mamá y la hija conversaban y me daban la palabra como quien tira una pelota para jugar a las quemaditas. Yo respondía corto, sin consistencia. Iba absorta mirando por la ventana, sumergida en el corazón de Providencia, en el verdor intenso de sus calles y en la magnitud cinematográfica de sus casas.
Doblamos por Avenida Portugal y la mamá estacionó el auto y me ofreció un billete, preguntándome si tenía cargada la Bip!, si necesitaba plata para llegar a mi casa. Yo contesté con honestidad que no, que muchas gracias, que me movía en bici. La Italia me miró con las cejas arrugadas y la mamá bufó. Yo no entendí.
Bajé la bicicleta con torpeza y la Italia se despidió con un gesto frío, que me desconcertó. Al llegar a mi casa, abrí el refri, metí el carné de la Italia y no volví a sacarlo de ahí.
Las semanas siguientes nos vimos en pilates y no siempre fui a dejarla a su casa. Los mensajes por celular y las llamadas nocturnas empezaron a disminuir. La Italia se distanció de mí y yo de ella, de manera lenta pero sostenida, como dos trozos de tierra en la deriva continental. Ya no disfrutaba jugando a reemplazarla en sus historias. Me dolía que ese ejercicio fuese sólo una posibilidad. Tenía miedo de que llegara el momento de invitarla a mi casa. No me veía llevándola hasta Quilicura en micro, presentándole a mi mamá, cada día más rubia y más gorda; a mi papá, hablando con la boca llena frente a la tele; a una versión grisácea y desganada de mí misma, sentada en ese living minúsculo con piso de flexit.
Entonces me escondí. Dejé de ir a pilates, cambié el celular. Hasta que no la vi más. Sin embargo, puedo adivinar perfectamente qué fue de ella. Sé que terminó el colegio, que le fue increíble en la prueba para entrar a la universidad y que de todos modos se fue a Europa, con sus nonos. Sé que al final se instaló en Florencia o Barcelona o una ciudad así, de película del Normadie, para estudiar fotografía o pintura o teatro con marionetas. Sé que trabajó allá, de garzona primero y en un centro cultural después. Sé que se emparejó con algún europeo alto y que vivió con él en un departamento con vista abierta a alguna ciudad antigua e iluminada.
A veces pedaleaba por Santiago y me imaginaba que podía encontrarla. También pensaba que quizá ella me vería pasar y pensaría en mí, que añoraría las tardes que gastamos leyendo sobre el pasto de algún parque. Me gustaba fantasear con la posibilidad de ser vista por la Italia, y jamás enterarme de ello.
Una noche pasé en bicicleta por el Barrio Bellavista, frente a una de esas librerías donde entrábamos a liberar libros, como decía ella, pensando que era un lugar propicio para topármela. Entonces apareció. Llevaba el pelo muy corto, a lo Twiggy. Salía de la librería con un grupo de personas, riendo con sus dientes grandes. Nos cruzamos. Fue rápido, algo de un segundo. Me clavé en su cara y el pecho se me acaloró, alegre o asustado, no sé. Ella me miró por ese instinto humano de responder a una mirada ajena, para defendernos de un posible cazador. Me pareció ver en su rostro una chispa de nostalgia, aunque no estoy segura. No me detuve a confirmarlo. Solamente moví las piernas con fuerza, aumentando cada vez más la velocidad por la vereda.
Defensa del lenguaje inclusivo, short essay by Arelis Uribe
Yo también encuentro horribles las arrobas y las equis en una palabra para volverla neutral. También me agota decir todos y todas, amigos y amigas, niños y niñas. Hace un tiempo, no sólo lo encontraba feo, también lo encontraba inútil. ¿Para qué tanta vuelta si el “nosotros”, si el “todos” ya es inclusivo, ya es neutral?
Hasta que descubrí la trampa: el español y el genérico masculino no son neutrales, tienen la mano cargada hacia el privilegio y la supremacía de lo masculino por sobre lo femenino, como todo en el mundo.
Siempre me hizo ruido que en mi curso hubiera más mujeres que hombres y sin embargo en la mañana la profe saludara “buenos días, niños”. Siempre me extrañó que si un único hombre llegaba a un grupo compuesto por una o mil mujeres, toda la comunicación se tuviera que masculinizar. Encontraba raro que no pasara al revés, que la presencia de una mujer nunca mereciera el mismo trato.
Me di cuenta de algo obvio, que de tan obvio parece natural, pero no lo es. El español tiene género, es macho, es un lenguaje que beneficia a los varones. El español disfraza lo masculino de genérico, de neutral, de aséptico. Lo femenino aparece como excepción, como apéndice del idioma, como fuera de la norma. Es el mito de Adán y Eva en la palabra.
Las mujeres somos la mitad de la población, la mitad más uno. Y sin embargo el mundo es androcentrista y la mayoría de la narrativa y la mitología universal la protagonizan hombres. Cualquier mascota de marca es varón porque eso es lo neutral, desde Hellmins hasta Teletín. También los protagonistas de los videojuegos, desde Pacman a Link. Los próceres, desde Lautaro a O’Higgins y tan antagónicos como el Che y Pinochet. Y en la música, en la tele, en los libros, en el cine. Qué pena me dio notar que Volver al futuro, mi película favorita cuando chica, estaba protagonizada por dos hombres. A tal punto que en la I y la II la polola de Marty cambia de actriz y da exactamente lo mismo. ¿Así de irrelevante somos? Y en Star Wars, ¿es Leia la única mujer en la Galaxia? Y hasta Jesús, Buda y Mahoma. Donde busquen van a encontrar que lo femenino está subrepresentado o caricaturizado dentro de lo rosado, lo maternal, lo emocional. En el lenguaje pasa lo mismo. No sé cómo evolucionó el español, pero es un hecho que relega lo femenino a un segundo plano. Constatar eso me dejó mal. Me hizo cambiar de perspectiva y entender qué hay detrás de esas horribles arrobas en las palabras.
Hace un tiempo, los 31 minutos hicieron un video para el gobierno, en el que Tulio ridiculizaba el lenguaje inclusivo. Decía compatriotas y compatriotos, espectáculos y espectáculas, verano y verana. Cuando lo vi me dio una tristeza enorme. Porque yo uso lenguaje inclusivo, porque me gustan los 31 minutos. Después pensé, qué se puede esperar de un grupo de talentosos, sí, pero poco empáticos que incluyeron un personaje femenino en su programa sólo porque los obligaron y en venganza la bautizaron Patana.
Cuando se vive en el privilegio es difícil reconocer y validar las reivindicaciones del resto. Me dolió que el video se riera del esfuerzo de la gente por lograr que este lenguaje macho y tozudo se tuerza sólo un poco y le dé un espacio chiquito que sea a lo femenino. Porque es tan patriarcal el español, que la única forma de hacerlo igualitario es estrangulándolo y esforzándose en que escupa un poco de paridad, porque de buenas a primeras, a puro uso y costumbre, deja lo femenino regelado. Si nos vamos a reír de algo, que sea de eso, de lo torpe y conservador del idioma, que nos obliga a llenar de arrobas y equis y estrellitas feas las oraciones y los párrafos. Pero si nos vamos a reír de una reivindicación histórica, como es el derecho de las mujeres, de lo femenino, de lo disidente a lo hegemónico masculino a aparecer, a ser reconocido, entonces no, entonces me da rabia, me duele y me enojo y escribo esto para explicar y exigir un pedacito de comprensión.
Esto del todos y todas no es maña, es una lucha, un problema político. El filósofo francés Jacques Rancière dice que la política es la preocupación por verificar la igualdad en el tratamiento de un daño. Tal cual lo que pasa aquí. Hay un daño, el lenguaje masculinizado es lesivo, nos hiere porque nos oculta, porque eclipsa lo femenino. Nos suprime. El trato de la lengua no es igualitario, por eso nos preocupamos por verificar esa brecha, esa falta de equidad. La denunciamos y queremos superarla, que deje de doler, de aplastar.
Hay distintas formas de aplicar ese lenguaje inclusivo. Yo, honestamente, encuentro espantoso lo de las arrobas, pero lo defiendo y lo entiendo. Una vez leía una entrevista de la escritora Yadira Calvo y decía: “Lenguaje inclusivo no es usar, ellos y ellas, muchachas y muchachos y poner arrobas”, entonces invitaba a buscar otras formas. “Podemos usar abstractos cuando se presta, en vez de niños decir niñez”. Yo prefiero esa escuela. Tengo una colección de palabras que me acompañan de forma casi imperceptible en esta lucha. Digo "cada", en vez de todos o todas —es más corto incluso— y me refiero a la gente, las personas, la humanidad. Es bonito encontrar esos términos que son realmente neutrales y que al usarlos evocan eso: inclusión. Lo femenino y masculino conviven como iguales.
A mí no me molestaría ser nombrada dentro del género masculino, si a los varones no les importara generalizarse alternativamente en el femenino. Qué hermoso sería que este español bruto y esta cultura patriarcal lo permitieran. Que habláramos como Lemebel, que en una misma crónica narraba desde una voz de mujer, de loca, y en el párrafo siguiente desde un Pedro. Y disfrutaba las mezclas. Cuánto gozó cuando un amante le dijo al oído “eres mío, niña”. Maravilla de frase. Sería bello que las palabras femeninas y masculinas, en su diferencia, tuvieran la misma densidad y pudiéramos usarlas indeterminadamente. Que decirle “madre” o “monja” a un futbolero no tuviera esa carga tan negativa. Que el “erís niñita” no pasara por ofensa. Que en una sala de clases, al menos primara el criterio literal de la mayoría y se pudiera saludar “buenos días a todas”, si las niñas superaran en número a los niños.
Una amiga decía en Twitter: “No dejan de impresionarme las resistencias que genera el uso del lenguaje inclusivo. El derecho a ser nombradas, a existir”. Eso es, de eso se trata. Quienes arrobamos, quienes escarbamos y atesoramos términos genéricos, quienes generalizamos con letras “e”, quienes replicamos un sustantivo femenino al lado de uno masculino, no pedimos nada más —y nada menos— que ingresar al universo de las palabras. Que nos respeten el derecho justo a inscribirnos en la realidad.
Noesnalaferia, 9 de abril de 2015
Nota 1: esta columna (con otro título) fue finalista del premio periodismo
de excelencia 2015, de la universidad alberto hurtado, en la categoría
“opinión”.
Nota 2: escribí esto antes de que Disney estrenara los episodios nuevos de Star
Wars, protagonizados por mujeres, afros y latinos.
sábado, 3 de junio de 2023
«DIGO QUE NO MURIÓ», poem by Idea Vilariño.
Digo que no murió
yo no lo creo
-no lo dejaron ver por el hermano
y tantas otras cosas-
y además,
cómo morirse el Che
cuando quedaba tanta tarea por hacer
cuando tenía que recorrer la América Latina
hermoso como un rayo incendiándola
como un rayo de amor,
destruyendo y creando,
destruyendo y creando como en Cuba.
Qué iba a morirse el Che, qué va a morirse.
Pero esa foto atroz…aquella bota,
como partía el alma aquella bota
la sucia bota y norteamericana
señalando la herida con desprecio.
No hay que creerlo. Hubo tantas contradicciones
-no lo dejaron ver por su hermano-
y lo dieron por muerto tantas veces.
¡Qué iba a morirse el Che!