1. No existen leyes para escribir un cuento, a lo sumo puntos de vista.
2. El cuento es una síntesis centrada en lo significativo de una historia.
3. La novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out.
4. En el cuento no existen personajes ni temas buenos o malos, existen buenos o malos tratamientos.
5. Un buen cuento nace de la significación, intensidad y tensión con que es escrito; del buen manejo de estos tres aspectos.
6. El cuento es una forma cerrada, un mundo propio, una esfericidad.
7. El cuento debe tener vida más allá de su creador.
8. El narrador de un cuento no debe dejar a los personajes al margen de la narración.
9. Lo fantástico en el cuento se crea con la alteración momentánea de lo normal, no con el uso excesivo de lo fantástico.
10. Para escribir buenos cuentos es necesario el oficio del escritor.
jueves, 28 de mayo de 2020
jueves, 21 de mayo de 2020
Año de gracia, Hernán Miranda
Con cuatro tubos metidos en su cuerpo
Uno para su nariz,
Otro en la boca,
El tercero para sus funciones naturales
Y el cuarto para sacar lo que hay en su estómago
A los veinte días del venturoso mes de noviembre
Del Año de Mil Gracias de 1975
Y faltando 20 minutos para las 5 de la mañana en Madrid
Ha muerto lo que quedaba de Franco
Mientras en toda España a prisa cantaban los gallos.
Uno para su nariz,
Otro en la boca,
El tercero para sus funciones naturales
Y el cuarto para sacar lo que hay en su estómago
A los veinte días del venturoso mes de noviembre
Del Año de Mil Gracias de 1975
Y faltando 20 minutos para las 5 de la mañana en Madrid
Ha muerto lo que quedaba de Franco
Mientras en toda España a prisa cantaban los gallos.
Este segundo hijo tuyo, esposa mía (Hernán Miranda)
Este segundo hijo tuyo, esposa mía
Esta segunda esperanza
Esta cosa viva que crece pese a todo allí dentro
Vivirá por el poder sin límites
De este tenaz, exiliado amor.
Este segundo hijo tuyo, grávida mía
No morirá a la quinta jornada
Ni habrá que enterrarlo en un pequeño ataúd blanco
Ni caminar llorando otra vez por entre tumbas recién abiertas.
Este segundo hijo vivirá y correrá bajo el sol.
Este segundo hijo tuyo
Esta palpitación que pertenece al futuro, vivirá
Porque habrá compartido antes de nacer
Tu fe y la mía
La ternura de un indomable, cotidiano
Sobresaltado amor.
Tenacidad de lluvia o de musgo
Que renace con la primera llovizna
Este segundo hijo vivirá y correrá bajo el sol.
Y aunque no lo quieran los tiranos
Y suenen cerca las sirenas
Aunque las cárceles y los estadios
Los teatros, las escuelas
Se llenen de caras conocidas, todo sirva de cárcel
Y veamos tras las rejas amigos
Con los que un día uno cruzó una palabra, un saludo
Gritó al mismo tiempo una consigna
Se abrazó en días de júbilo o de luto.
Por esos rostros amigos
Que ahora sólo viven en la memoria
Esa cosa de tu vientre vivirá.
Ese segundo hijo tuyo, esposa mía
Sabrá algún día que nació en tiempos de excepción
Cuando la tortura era una política de Estado
Y el Estado de Sitio un todopoderoso Señor.
Sabrá que su madre lo llevaba dentro del vientre
Y que con él entraban ideas prohibidas
Con la tinta todavía fresca
A lugares donde el control no quería
La vida de las ideas.
Amada mía: tu segundo hijo vivirá
La muerte será vencida una vez mis por la vida
Y el hijo de este amor correrá bajo el sol.
Esta segunda esperanza
Esta cosa viva que crece pese a todo allí dentro
Vivirá por el poder sin límites
De este tenaz, exiliado amor.
Este segundo hijo tuyo, grávida mía
No morirá a la quinta jornada
Ni habrá que enterrarlo en un pequeño ataúd blanco
Ni caminar llorando otra vez por entre tumbas recién abiertas.
Este segundo hijo vivirá y correrá bajo el sol.
Este segundo hijo tuyo
Esta palpitación que pertenece al futuro, vivirá
Porque habrá compartido antes de nacer
Tu fe y la mía
La ternura de un indomable, cotidiano
Sobresaltado amor.
Tenacidad de lluvia o de musgo
Que renace con la primera llovizna
Este segundo hijo vivirá y correrá bajo el sol.
Y aunque no lo quieran los tiranos
Y suenen cerca las sirenas
Aunque las cárceles y los estadios
Los teatros, las escuelas
Se llenen de caras conocidas, todo sirva de cárcel
Y veamos tras las rejas amigos
Con los que un día uno cruzó una palabra, un saludo
Gritó al mismo tiempo una consigna
Se abrazó en días de júbilo o de luto.
Por esos rostros amigos
Que ahora sólo viven en la memoria
Esa cosa de tu vientre vivirá.
Ese segundo hijo tuyo, esposa mía
Sabrá algún día que nació en tiempos de excepción
Cuando la tortura era una política de Estado
Y el Estado de Sitio un todopoderoso Señor.
Sabrá que su madre lo llevaba dentro del vientre
Y que con él entraban ideas prohibidas
Con la tinta todavía fresca
A lugares donde el control no quería
La vida de las ideas.
Amada mía: tu segundo hijo vivirá
La muerte será vencida una vez mis por la vida
Y el hijo de este amor correrá bajo el sol.
Asamblea en la universidad, Hernán Miranda (poema)
No es la Humanidad entera lo que se ha reunido aquíen la Sale de Sesiones.
Mas todos los problemas de la Tierra es posible
que tengan su lugar en la Tabla del día de hoy.
Tendrían que ver a los vehementes jóvenes
y a las vehementes muchachas,
que ocupan todas las butacas
y se agolpan en las puertas de acceso
y rodean por todos lados a la Presidencia
sentados en el suelo.
Ah y los oradores que hablan desde la testera
o desde el fondo o d e un flanco de la sala
y la chiquilla de lentes a mi lado
que mueve la cabeza en direcciones contrapuestas
como una buena espectadora de tenis de mesa.
Ah y todos los cigarrillos encendidos
que echan tanto humo como una verdadera usina.
Habrá que destacar que el joven Marx se encuentra presente
en un rincón de la sala.
Marx escucha atentamente a los oradores
y hace rápidas anotaciones
y continúa escuchando atentamente.
Tengo que informar además que el joven Cristo
no ha aparecido por acá.
Pero yo sé que hará su entrada unos instantes más
y se unirá al desfile de protesta.
Tenga cuidado con los carros lanza-agua de la policía,
con los gases lacrimógenos,
con los duros bastones de la policía, Cristo.
Mas todos los problemas de la Tierra es posible
que tengan su lugar en la Tabla del día de hoy.
Tendrían que ver a los vehementes jóvenes
y a las vehementes muchachas,
que ocupan todas las butacas
y se agolpan en las puertas de acceso
y rodean por todos lados a la Presidencia
sentados en el suelo.
Ah y los oradores que hablan desde la testera
o desde el fondo o d e un flanco de la sala
y la chiquilla de lentes a mi lado
que mueve la cabeza en direcciones contrapuestas
como una buena espectadora de tenis de mesa.
Ah y todos los cigarrillos encendidos
que echan tanto humo como una verdadera usina.
Habrá que destacar que el joven Marx se encuentra presente
en un rincón de la sala.
Marx escucha atentamente a los oradores
y hace rápidas anotaciones
y continúa escuchando atentamente.
Tengo que informar además que el joven Cristo
no ha aparecido por acá.
Pero yo sé que hará su entrada unos instantes más
y se unirá al desfile de protesta.
Tenga cuidado con los carros lanza-agua de la policía,
con los gases lacrimógenos,
con los duros bastones de la policía, Cristo.
martes, 19 de mayo de 2020
A nadie daré una droga mortal, Hernán Miranda Casanova
Aquí estoy solo con mis pócimas, mis escalpelos,
mis uñas rotas, mis salpicaduras.
Aquí con mi intranquila conciencia.
Aquí con mi mundo perturbado.
Aquí, con mi cadáver desnudo sobre el mármol
y el tiempo que aquí debería ser abolido.
Somos los mismos. Los que tuvimos un día
la capacidad de asombrarse.
Cartílagos solo hay, solo huesos.
Debo suturar desgarros que yo no produje.
Debo hacer coincidir las piezas de un cráneo.
Soy demasiado humano para vivir en paz.
Pero quién se sonreirá por ti algún día.
Pero quién repetirá después las cosas que tú dijiste.
Pero quién cometerá tus mismos errores.
Pero quién asumirá tu desencanto.
Morirse pero contemplar tu propio funeral.
Pero huir y ser testigo de tu fuga.
Pero perderse y participar en tu propia búsqueda
Pero se trata de estar aquí y en otras partes.
Pero yo soy un cirujano fiel a su juramento
y seguiré cortando tendones, removiendo las vísceras
sin lograr ver en ellas el futuro
y a nadie daré una droga mortal.
mis uñas rotas, mis salpicaduras.
Aquí con mi intranquila conciencia.
Aquí con mi mundo perturbado.
Aquí, con mi cadáver desnudo sobre el mármol
y el tiempo que aquí debería ser abolido.
Somos los mismos. Los que tuvimos un día
la capacidad de asombrarse.
Cartílagos solo hay, solo huesos.
Debo suturar desgarros que yo no produje.
Debo hacer coincidir las piezas de un cráneo.
Soy demasiado humano para vivir en paz.
Pero quién se sonreirá por ti algún día.
Pero quién repetirá después las cosas que tú dijiste.
Pero quién cometerá tus mismos errores.
Pero quién asumirá tu desencanto.
Morirse pero contemplar tu propio funeral.
Pero huir y ser testigo de tu fuga.
Pero perderse y participar en tu propia búsqueda
Pero se trata de estar aquí y en otras partes.
Pero yo soy un cirujano fiel a su juramento
y seguiré cortando tendones, removiendo las vísceras
sin lograr ver en ellas el futuro
y a nadie daré una droga mortal.
En mi pueblo natal, en el tiempo (Hernán Miranda)
En mi pueblo natal, en el tiempo
de las carreras locas a campo traviesa
detrás de mariposas o locomotoras a vapor,
había además otras cosas que hacer.
Había que abrir bien los ojos para confeccionar
un buen inventarlo de las cosas de ese mundo
Había que preguntarlo todo sin dar ni pedir cuartel.
Había que pasar
frente a las bodegas de granos y forrajes
y volver a pasar
hasta llenarse los pulmones del olor a heno seco
para toda la vida.
de las carreras locas a campo traviesa
detrás de mariposas o locomotoras a vapor,
había además otras cosas que hacer.
Había que abrir bien los ojos para confeccionar
un buen inventarlo de las cosas de ese mundo
Había que preguntarlo todo sin dar ni pedir cuartel.
Había que pasar
frente a las bodegas de granos y forrajes
y volver a pasar
hasta llenarse los pulmones del olor a heno seco
para toda la vida.
Florilegio y apuntes de "De este anodino tiempo diurno", de Hernán Miranda
Se nace solo para amar
se nace solo para amar
Se echa a la gente al mundo
a amarse con quien puede
y cómo pueda.
¿Vamos a llegar antes de haber partido?
Loros en desordenado tropel
hablando el lenguaje
ininteligible del amor, eran éstos.
Y éste podría ser entonces un poema intimista
de un loro prometiendo a su lora
cien años de amor, ni un día de olvido.
- escucho cantar en una lengua que no es la mía.
"no se puede perder a un amigo
sin derramar una lágrima".
El viento prefiere los espacios abiertos.
Ruego
"A los que aman
que no dejen de amar
A los olvidadizos
que no olviden".
Y al final:
Once de los textos que integran este libro fueron distinguidos con el segundo premio en el Primer Concurso Nacional de Poesía, realizado por el diario “El Mercurio” de Santiago en 1988.
Hernán Miranda nació en Quillota, Valparaíso, en 1941. Estudió Literatura y Periodismo en la Universidad de Chile. En 1972 integró el taller de escritores de la UC. Su obra incluye los siguientes títulos:
Arte de Vaticinar, 1970.
La Moneda y otros poemas (colección premio casa de las americas, 1976)
Versos para quien conmigo va (1986)
Trabajos en la vía (1987)
se nace solo para amar
Se echa a la gente al mundo
a amarse con quien puede
y cómo pueda.
¿Vamos a llegar antes de haber partido?
Loros en desordenado tropel
hablando el lenguaje
ininteligible del amor, eran éstos.
Y éste podría ser entonces un poema intimista
de un loro prometiendo a su lora
cien años de amor, ni un día de olvido.
- escucho cantar en una lengua que no es la mía.
"no se puede perder a un amigo
sin derramar una lágrima".
El viento prefiere los espacios abiertos.
Ruego
"A los que aman
que no dejen de amar
A los olvidadizos
que no olviden".
Y al final:
Once de los textos que integran este libro fueron distinguidos con el segundo premio en el Primer Concurso Nacional de Poesía, realizado por el diario “El Mercurio” de Santiago en 1988.
Hernán Miranda nació en Quillota, Valparaíso, en 1941. Estudió Literatura y Periodismo en la Universidad de Chile. En 1972 integró el taller de escritores de la UC. Su obra incluye los siguientes títulos:
Arte de Vaticinar, 1970.
La Moneda y otros poemas (colección premio casa de las americas, 1976)
Versos para quien conmigo va (1986)
Trabajos en la vía (1987)
jueves, 14 de mayo de 2020
Gansos, Juan Pablo Roncone
Llegué a la isla para conocer a mi padre.
Lourdes era delgada y pálida. Tenía los ojos cafés y el pelo negro. Se encargaba de cuidar a mi padre. La contrató un tío que no conozco.
La isla me empujaba a escribir. Las mañanas lentas se arrastraban por el pasto seco, entre los árboles y los animales. Las noches no cambiaban mucho. Tenía tiempo para salir a caminar, fumar y pensar en la vida que había dejado en Santiago: Fernanda y el hijo que esperaba.
Sonó el teléfono. Estaba en mi departamento, recostado dentro de la tina, relajado, sintiendo el vapor del agua caliente en la cara. Fernanda abrió la puerta. Se instaló frente a la tina. La observé con detención: llevaba el pelo recogido, tomado con un cintillo rojo. Se veía bonita, pero ya no me importaba; la separación era inminente y hacíamos todo lo posible por evitarnos.
—Es para ti —dijo, con el auricular en la mano.
—¿No ves que estoy dentro de la tina?
—Parece que es importante.
Salí de la tina. Tomé la toalla y me sequé. Sostuve el auricular entre el hombro y la oreja mientras caminaba hacia el living. Fernanda se quedó en el umbral. Contesté. Era una mujer que se presentó como Lourdes. Dijo: Su padre se está muriendo. Y luego: Su padre quiere verlo antes de morir.
Acababa de cumplir veintinueve años. No quería seguir haciendo clases. En secreto, deseaba ser escritor. Pero nunca estaba conforme con mis cuentos; pensaba que no eran lo suficientemente buenos. No obstante, era porfiado: día por medio me sentaba frente al computador e intentaba escribir algo.
Mi padre nos abandonó a mamá y a mí cuando cumplí tres años. Se fue a vivir a la isla, su tierra natal. Mi madre nunca lo buscó ni lo mandó llamar, porque era un hombre violento, que solía golpearnos cuando llegaba borracho.
Escuché la voz de Lourdes en la oscuridad de mi departamento, con el auricular en una mano y con la otra sosteniendo la toalla que goteaba. Hablaba despacio. Me explicó minuciosamente el estado de salud de mi padre: vomitaba sangre, apenas abría la boca, no defecaba. Un médico de Puerto Montt lo había desahuciado. Me dijo qué debía hacer para llegar a la isla. Le respondí que no era seguro que fuera. Ella insistió: «Sólo quiere verlo, su presencia lo calmará».
Prometí llamarla después de pensarlo. Colgué. Fernanda había salido a fumar al balcón.
—Las embarazadas no fuman —le dije mientras sacaba una Coca-Cola del refrigerador.
Me miró. Luego cerró el ventanal para que el humo no se colara dentro.
Las circunstancias favorecían el viaje: era enero y estaba de vacaciones. En Santiago nadie me extrañaría.
Las decisiones importantes se toman rápido. Eso decía mi madre cuando enfrentábamos un problema económico en casa. Así que no me demoré mucho en pensarlo: decidí viajar a la isla.
Tomé un avión a Puerto Montt. Mi único equipaje era una maleta pequeña de cuero que saqué del clóset de Fernanda. Fue un viaje tranquilo; leí una novela policial y escuché el primer acto de I Puritani. Llegué a Puerto Montt cerca del mediodía y me subí a un taxi que en menos de dos horas me dejó en Calbuco.
Pregunté por el mercado y no me costó dar con Lourdes.
Nos dimos la mano; su mano era suave y sus dedos eran largos.
Caminamos hasta el muelle. Subimos a una lancha. Para cruzar desde Calbuco a la isla había que navegar cuarenta y cinco minutos.
—Su padre ya apenas habla —dijo Lourdes.
—¿Le ha hablado de mí?
—Sí.
El mar se veía calmo.
Una anciana pequeña y arrugada estaba sentada a mi lado. Sostenía un saco de papas. Lourdes iba afirmada al borde de la lancha: su figura, recortada contra el mar y la isla, parecía concentrar toda la luz de la mañana.
Cuando llegamos, ella me ayudó a bajar. La isla parecía más grande de lo que era: imponente, maciza. Un hombre enjuto esperaba a la vieja de las papas. Pusieron el saco sobre una carreta que arrastraba un buey y tomaron otro camino.
Lourdes y yo subimos un cerrito rodeado de arrayanes.
Llegamos al terreno de mi padre. El paisaje, al menos en verano, tenía algo desolador: el pasto seco, la maleza cortada, la columna de árboles amarillentos y la leña amontonada. Detrás de los matorrales había una reja construida con gruesos troncos amarrados.
—Éste es Juan, mi hijo. Tiene diez años —dijo Lourdes, y señaló a un niño que venía a recibirnos junto a dos quiltros.
La casa de mi padre tenía tres pisos. Era una construcción enorme, rodeada de manzanos y caca de gansos.
—Juan y yo ocupamos una pieza del primer piso. Don Carlos está en el último. Debe de estar durmiendo ahora, así que venga como a las seis.
Me condujeron a una casa pequeña en la que me alojaría. Se encontraba a unos cincuenta metros de la casa grande, al lado del gallinero. Juan cargó mi maleta. Lourdes me mostró la casita por dentro: un cuarto y una cocina. Eso era todo. El baño, que estaba a pasos del pozo, era común para ambas casas.
Lourdes me entregó la llave y se fueron.
Vacié la maleta y ordené la poca ropa que había llevado.
Me asomé por la ventana: entre las ramas de los árboles podía ver el tercer piso de la casa de mi padre. Ahí está el desgraciado, pensé.
Silencié el celular: no me interesaba hablar con Fernanda. Estaba nervioso. La idea de conocer a un tipo que había odiado durante tanto tiempo me provocaba sensaciones encontradas: angustia, alivio.
Esperé, echado en la cama, las tres horas que faltaban para que fuesen las seis de la tarde. Encendí un cigarrillo y forcé lo más que pude mi memoria: recordaba pocas imágenes relacionadas con mi padre, sólo sensaciones inconexas, acciones interrumpidas por enormes manchas blancas. En ninguna de esas imágenes pude ver su rostro. Sólo percibía su presencia.
Mi reloj marcó las seis. No me moví. Me dije que no era el momento, que necesitaba descansar, reflexionar.
Cuando Lourdes tocó la puerta no abrí.
Luego me tomé una pastilla y media para dormir y me tapé con una frazada de lana. Y la puerta de la casita permaneció cerrada hasta la mañana siguiente, cuando salí a caminar, muy temprano.
La isla era grande. Tenía forma de mano: varios esteros y pequeños
muelles la iban hundiendo en su centro.
Anduve casi toda la mañana por la orilla del mar. Me gustó lo que vi: pequeñas olas chocaban contra las piedras, el cielo estaba despejado y limpio, las lanchas parecían juguetes dormidos. Durante mi caminata sólo me topé con dos hombres que cargaban leña.
Antes de subir el cerro de los arrayanes vi a Juan que se acercaba.
—Mi mamá lo espera a almorzar en la casa —dijo.
Juan era espigado, tenía los ojos grandes de su madre, y el pelo muy fino.
Uno de los quiltros se entretenía mordiéndose la cola.
Subí el cerro. Golpeé la puerta con fuerza. Sabía que era imposible que mi padre se levantara, bajara tres pisos y abriera.
—¿Qué le pasó ayer? —dijo Lourdes—. Lo fuimos a buscar.
—Me quedé dormido.
—Ahora está despierto don Carlos.
—No —dije—, ahora no. No quiero conocerlo ahora.
—Como usted diga.
—¿Preguntó por mí?
—No, apenas abre los ojos. No sabe que usted está aquí. Hace una semana que no habla.
Los gansos andaban por todos lados. Había olor a ajo.
—¿Va a venir a almorzar entonces?
—¿Mi padre dónde come?
—Arriba, pues, dónde más. Yo le doy por un tubo.
—Avíseme cuando esté listo el almuerzo —dije, y me encaminé hacia la casita.
Entré y me tendí encima de la frazada. Saqué mi cuaderno de notas. Intenté escribir alguna impresión de la isla, pero no conseguí nada. Una hora después apareció Juan. Está servido el almuerzo, dijo.
El piso de la casa de mi padre olía a cera. Me senté a un costado, frente a Lourdes, y el niño se sentó en la cabecera. Comimos en silencio. No pude borrarme la idea de que estaba cometiendo una imprudencia, violando ciertas normas implícitas: odiaba y temía a mi padre, y sin embargo comía en su casa.
A las dos de la tarde volví a la casita.
Lourdes tenía treinta y dos años, pero representaba al menos cuarenta. Era de una belleza solapada, madura, esa belleza indescriptible de las mujeres que han llevado una vida no ajena al sufrimiento. Creo que desde el primer día, desde la primera vez que no enfrenté a mi padre, ella comprendió que me costaría dar el paso y que no debía presionarme.
Después no se habló más de mi padre.
El quinto día decidí intimar con Lourdes. Entré en la casa y la ayudé con el almuerzo. Era extraño estar con ella, a dos pisos de mi padre. Después, cuando nos hicimos amigos y pasaba casi todo el día en la casa, esa extrañeza mermó.
En la noche los gansos se acurrucaban bajo el suelo de la casita, entre los poyos que sostenían los tablones del piso. Los oía moverse y arroparse. Bastaba cualquier ruido, mover una silla o salir al baño, y los gansos despertaban y alegaban durante horas. Si no quería que hicieran ruido debía permanecer en silencio y quieto, lo que era imposible. En la noche me gustaba leer y escribir. Alumbraba mis papeles con una vela larga y blanca. En la casita no había luz. Sólo en la casa de mi padre tenían electricidad, y la obtenían de un generador ubicado junto al pozo.
Cuando le conté a Lourdes lo de los gansos ella sonrió y me dijo que los gansos son los mejores cuidadores, incluso mejores que los perros para avisar si viene algún extraño.
—Y no sólo cuidan. Se reproducen rápido.
—¿Cuántos hay acá?
—Unos treinta. Es que para comerlos cuesta un mundo. Hay que alimentarlos con grano durante un tiempo para que no se llenen de pasto. Es la única forma de que no salgan amargos.
Lourdes era buena cocinera. Y se encargaba de que la casa funcionara: recogía los huevos del gallinero, cambiaba de pasto a los corderos cuando los sacaba, juntaba las manzanas que iban cayendo, hacía el aseo de ambas casas, cortaba y almacenaba la leña. Sin embargo, no era la típica isleña; tampoco su hijo. Si bien se vestían y andaban como la mayoría de los isleños, hablaban sin jerga, no se saltaban las frases, no participaban en las fiestas con los vecinos ni ocupaban el trueque como modo de subsistencia. El abuelo de Lourdes había sido un alemán que llegó a la isla escapando de la policía por un delito tributario. Era, me dijo Lourdes, un hombre inteligente y sensible que terminó en la isla por pura casualidad.
Me gustaba observar a Juan. Nunca había vivido con un niño y prefería observarlo a intentar conversar con él: temía aburrirlo o incomodarlo más de la cuenta.
Acostumbraba a tenderme en el pasto a leer algo mientras el niño se entretenía con los perros, hacía dibujos o me contaba alguna historia.
Una mañana desaparecieron dos corderos.
Estuvimos todo el día buscándolos. Bajamos a la orilla, llegamos al estero norte, preguntamos a los vecinos cercanos —un par de hectáreas al sur— y a los de la salmonera. Lourdes dijo que los corderos nunca se separaban del grupo ni se perdían.
No pudimos encontrarlos.
Lourdes me pidió que le enseñara a nadar a su hijo.
—El agua es fría —dijo—, pero quiero que aprenda.
—No hay problema.
—Aquí los pescadores no saben nadar. Pescador que cae al agua es hombre muerto.
En la isla el futuro de los niños consistía en dedicarse a la pesca o al transporte de personas o carga. Las mujeres mariscaban, sembraban
papas que luego vendían en Calbuco, criaban corderos, chanchos, gallinas y,
las que tenían más dinero, una que otra vaca. Lourdes soñaba con sacar a Juan de la isla. Su objetivo, quizá su única aspiración en la vida, era que el niño terminara de estudiar en Puerto Montt, donde había más posibilidades de aspirar a una educación buena.
El padre de Juan tenía un negocio de abarrotes en Puluqui, una isla vecina. Se habían separado hacía cinco años: él la engañaba y desaparecía durante semanas. Lourdes decía que era un borracho que aún la molestaba. Nunca le pregunté por ese hombre. Me era difícil entender cómo ella podía haberse involucrado con un tipo de esas características. La descripción del padre de Juan me bastaba para relacionarlo con mi padre, y detestarlo.
Una mañana pensé que había llegado el momento de conocer a mi padre. Llevaba doce días en la isla. Me vestí rápido —no me bañaba desde que había llegado—, pero los gansos se habían levantado antes que yo: cuando abrí la puerta encontré a un montón haciendo escándalo. Crucé el gallinero. Los corderos pastaban cerca del baño.
Entré a la casa de mi padre. Caminé por el pasillo. Lourdes me miró de reojo desde la cocina. Subí la primera escalera. Me detuve. Observé por la ventana. Pensé: «No quiero dejar la isla. No todavía». Me dije que aún no le enseñaba a nadar a Juan. Retrocedí un par de pasos. Bajé la escalera. Cuando pasé por el pasillo y vi que Lourdes me esperaba me sentí ridículo. Dijo:
—No se preocupe. Tenemos comida para un buen tiempo.
—Gracias. Todavía no voy a subir —dije apenas, y volví a mi casa.
Comencé las clases con Juan. Lourdes estiró una toalla sobre las piedras y se sentó. Juan y yo entramos al agua. Estaba realmente fría. Tomé al niño de la cintura. Le dije que moviera los brazos y las piernas a medida que yo avanzaba. En ningún momento lo solté. Estuvimos quince minutos dentro del agua.
Lourdes y yo fuimos convirtiéndonos en confesores mutuos de nuestras pequeñas miserias. Ella me hablaba largo rato sobre sus deseos para el futuro de Juan, sobre los problemas con el papá del niño y la angustia que le daba pensar que cuando muriera mi padre tendría que volver a trabajar vendiendo papas y chicha de manzana. Hasta ahora recibía el dinero que mi tío le depositaba, y que ella iba a buscar al banco de Calbuco todos los sábados. Pocas veces me contaba cosas de mi padre. Nunca le pregunté qué tipo de persona era. Sólo le hacía preguntas vagas: «¿Está mejor?, ¿sigue escupiendo sangre?».
Yo le hablaba de Fernanda y su embarazo. Solía desahogarme. Le decía que mi vida era un completo fracaso: no me gustaba hacer clases, no estaba conforme con lo que escribía. Y sobre todo, no quería ser padre: un hijo era lo peor que me podía suceder.
Extrañaba pocas cosas de Santiago: los largos baños con agua caliente, el litro diario de Coca-Cola y el ruido de la gente y la ciudad.
Entramos uno detrás del otro para no chocar. El gallinero era muy angosto. Una caseta con un pasillo de tierra y pequeñas bandejas donde descansaban las gallinas. El techo era bajo y el pasillo formaba dos curvas. Esa mañana, Lourdes sacó los huevos, aún cálidos, y los puso en un canastito que yo sostenía.
—Esta gallina está enferma —dijo, y se detuvo en el pasillo, inclinándose un poco.
La luz dentro del gallinero era escasa y parecía siempre anaranjada.
Lourdes se estiró —sentí cómo se removió el aire encerrado—, giró y se quedó mirando por una de las ventanillas. Yo avancé un paso y quedé dos o tres centímetros detrás de ella; afuera se veía el mar y la casa de mi padre. También se veían los gansos y la leña amontonada.
—Está lindo el día —dije.
—Sí.
Vi su cuello pálido y sus orejas rosadas y perfectas.
Estábamos tan cerca que hubiese bastado un pequeño impulso para tocarla.
Sentí su aroma y el ritmo apaciguado de su respiración.
Esperé a que ella dijera algo porque yo no sabía qué decir.
Pero ninguno de los dos habló. Simplemente nos quedamos ahí, muy cerca y en silencio, contemplando la hermosa mañana.
Luego de un rato decidimos que ya era hora de ir a despertar a Juan para tomar desayuno.
Lourdes me propuso hacer un pequeño paseo por la isla. Caminamos varios kilómetros para llegar a la iglesia y al cementerio. Había preparado pan con queso y jugo para el viaje. La caminata fue agotadora. Hacía mucho calor. Las tumbas del cementerio tenían guirnaldas de color amarillo, verde y azul amarradas a las cruces. Nunca había visto un cementerio así. Me paseé entre las tumbas tomando jugo de manzana. La iglesia estaba cerrada. Tocamos las puertas laterales varias veces, pero nadie abrió. Lourdes lo lamentó. Llevaba algunos aparatos que utilizaba con mi padre para bendecirlos. Ella y Juan vivían la religión fervientemente; yo ni siquiera creía en Dios.
Cuando llegamos a casa ya estaba por esconderse el sol. Antes de guardar los corderos los contamos: faltaban tres animales. Lourdes se puso nerviosa y entró a la casa. Era muy tarde para buscarlos.
Juan se sentó un rato conmigo, a la salida del gallinero, a ver el atardecer. El mar estaba tranquilo y apacible. Ningún barco entorpecía el ritmo del agua.
—Es mi papá —dijo Juan.
—¿Cómo?
—Mi papá es el que se lleva los corderos. Debe de andar en la isla. Siempre hace cosas para molestar a mi mamá. Después se le pasa y desaparece un tiempo.
Esa noche tuve una pesadilla. Soñé que era niño y que en vez de vivir en Santiago junto a mi madre —como en mi infancia—, vivía en la isla con un hombre que sólo veía de espaldas. Un hombre alto y fuerte que me enseñaba a nadar como yo le enseñaba a Juan. Nunca me mostraba su cara y yo no quería verla; sólo podía sentir sus manos ásperas que me aferraban para que yo aprendiera a flotar. Pero de pronto dejé de estar en el mar y me encontré sobre el pasto, viendo a los gansos ir y venir. Y sentí un leve susurro, un soplido que me recorrió el oído, el borde del oído, como una música triste. Giré la cabeza y vi al hombre de frente: tenía mi cuerpo y mi cara y sangraba por la nariz.
Desperté angustiado. Saqué el celular, que estaba dentro de un calcetín, guardado en la maleta, y lo cargué en el generador del estanque. Tenía varias llamadas perdidas de Fernanda.
Las noches en la isla eran despejadas y las estrellas parecían trazar un mapa luminoso, en contraste absoluto con la oscuridad espesa de la vegetación. Y yo me quedaba mucho rato mirándolas, cosa que nunca hice en Santiago, cuando vivía con Fernanda y el tiempo era otra cosa, algo en lo que las estrellas no tenían importancia.
Escribí dos cuentos en la isla. El primero era policial. El segundo narraba la historia de un niño que aprende a nadar. Era un cuento largo, dividido en varios fragmentos. Cuando lo terminé de leer por segunda vez me sentí inexplicablemente alegre. Imaginé por primera vez que quizá mi hijo sería parecido a Juan.
Lourdes me enseñó a usar el hacha. Por las tardes cortaba leña con Juan, la subíamos a la carretilla y la guardábamos en una bodega pequeña, al fondo del baño.
Llevaba treinta días en la isla. Una mañana, después de practicar casi todos los días, Juan aprendió a nadar.
Sus manos estaban agarradas de las mías con fuerza y seguridad. Movía las piernas y los brazos ágilmente. Cuando lo solté no se hundió. Estaba flotando.
Esa noche decidimos celebrar. Nos juntamos en la casita para que mi padre no sintiera ruido y pudiera dormir tranquilo. Lourdes preparó salmón. Después de comer jugamos cartas hasta tarde. Los acompañé hasta la casa de mi padre. Luego, antes de llegar a mi casita, me paré arriba de una roca y oriné mirando el mar.
Seguía arrastrando el tiempo, lo hacía durar, lo llevaba al límite.
Eran días felices: vivía ocioso, irresponsable y libre, escribiendo, nadando con Juan, haciendo tareas domésticas y conversando con Lourdes todas las tardes.
Lourdes me atraía. De eso no tenía dudas. Me gustaba verla caminar por el terreno de mi padre, concentrada en sus faenas, siempre muy apurada.
Uno de los quiltros tomaba agua de un balde. Juan se arregló el gorro. Dijo:
—En la mañana encontramos a don Carlos tirado en el pasillo del primer piso.
—¿Qué? —pregunté asombrado.
—Se levantó para verlo —respondió Lourdes, que venía llegando al pozo—. No sé cómo lo hizo.
—¿Cómo sabes que me quería ver? ¿Le dijiste que estoy acá?
—No. Pero de que sabe, sabe. No se habría levantado si no supiera.
Bajé a la playa con mi cuaderno y me senté a respirar la mañana. Vi los barquitos y las lanchas, a lo lejos, que se dirigían a otras islas.
Entre los arrayanes apareció la figura de Juan que se hacía cada vez más nítida a medida que bajaba el cerro. Venía corriendo hacia mí.
—¿Qué sucede?
—Mi papá está en la casa peleando con mi mamá —dijo—. Lo pilló con los corderos.
Subimos el cerrito.
Cruzamos la cerca de madera.
Estaba nervioso y asustado. Tomé el palo que usaba Juan para apoyarse y manejar a los corderos. Frente a la casa había tres hombres. Uno de ellos era el que discutía a gritos con Lourdes. Era un hombre macizo, de rasgos angulosos. Cuando me vio soltó una risita.
—Así que éste es el tipo —dijo, y se acercó moviendo las manos.
Lo encaré, le pregunté qué quería. Los otros dos hombres rieron. Me dijo que quería de vuelta a su mujer. Me dio un empujón. Caí al suelo. Lourdes comenzó a gritar. Me levanté como pude y, antes de que me golpeara de nuevo, le pegué con el palo en la cabeza. Fue un golpe fuerte y eficaz: el padre de Juan se derrumbó. Yo sostenía el palo en alto y no sabía si volver a pegarle. Trató de levantarse, pero resbaló. Sangraba mucho. Sin que me diese cuenta, uno de los hombres que lo acompañaban me agarró por atrás y me quitó el palo. El otro se abalanzó sobre mí y entre los dos comenzaron a golpearme. Volví a caer al suelo. Me dieron patadas en el estómago y un par de puñetes en la cara. Me sangraba la ceja. El papá de Juan aún no se levantaba. Lourdes intentó defenderme, pero uno de los hombres la amenazó con el palo. De pronto Juan salió de la casa con un rifle. Nadie se había dado cuenta de que había desaparecido. Y ahora hacía fuego: dos disparos al cielo. Los hombres se detuvieron. Miraron al niño. Juan les dijo que se marcharan. Recogieron al padre de Juan y se fueron cargándolo. Lourdes salió hasta la cerca y les gritó algo que no logré escuchar.
Lourdes y Juan me levantaron apenas y me llevaron a la casita. Me sacaron la camisa y me recostaron en la cama. Tenía heridas por todos lados. La sábana estaba salpicada de sangre. Lourdes fue a buscar el botiquín. Me curó con paciencia y cariño, Juan la ayudó a pasarme agua oxigenada por la ceja y el hombro. No comprendía cómo había sido capaz de pegarle a ese hombre.
Aquella noche no pude dormir. No sólo por los dolores. La imagen de Juan, un niño de diez años, me acosaba: rifle en mano había enfrentado a su padre.
La mañana siguiente me levanté tarde. Tenía moretones en los brazos. El dolor era intenso. Saqué el celular de la mochila, salí y lo cargué en la torre. Tenía más llamadas perdidas de Fernanda. Por primera vez tuve miedo de que hubiese pasado algo con el embarazo, y decidí llamarla. Antes de marcar el número Juan me detuvo frente al pozo.
—¿Cómo amaneció?
—Bien, ya estoy bien. ¿Volverá tu padre?
—Sí, pero en un par de meses. No se preocupe, nosotros sabemos manejarlo.
Caminé hacia la casita.
Espanté a los gansos para que me dejaran entrar. Me senté en una silla de mimbre y marqué el número de mi departamento. Contestó Fernanda, nerviosa. Me preguntó qué hacía en la isla tanto tiempo, lejos de todo. No supe responder. Dijo que me extrañaba. Dijo que lo había pasado mal. Que estaba enferma. Que había estado a punto de perder la guagua por problemas de presión arterial. Que tenía que permanecer en cama los cuatro meses que le quedaban. Dijo que a veces pensaba que era mejor abortar.
Yo casi no hablé.
Antes de colgar le prometí que volvería a Santiago para cuidarla mientras estuviera enferma. No lo pensé mucho. Sólo lo dije.
Esa tarde fue la más lenta de todas las tardes que viví en la isla.
Estuve mucho rato pensando.
Durante la once no comí.
En la noche les anuncié mi partida.
—Mañana, antes del mediodía, sale una lancha a Calbuco —dije.
—¿Y don Carlos? —preguntó Lourdes.
—Espero que muera tranquilo.
Lourdes agachó la cabeza. Miré sus manos, sus dedos largos y blancos jugando con las migas de pan.
Les hablé de Fernanda. Les dije que estaba enferma y que tenía que volver a Santiago, no por ella, sino para cuidar a mi hijo.
Sentí en el aire la tristeza de Lourdes: una línea que dividía el espacio. Quise decirle que no quería irme, que quería quedarme con ellos. Pero no fui capaz de hacerlo.
Me despedí rápidamente.
Juan me abrazó. Creo que se puso a llorar.
Lourdes me dio la mano y yo la apreté con fuerza.
Subí a la lancha que esperaba.
Un hombre encendió el motor y la lancha comenzó a moverse.
Vi a Lourdes acariciando a uno de los quiltros y a Juan con el agua hasta las rodillas haciéndome señas con la mano.
La isla se veía más chica a medida que nos alejábamos.
El cielo estaba despejado.
Nunca más supe de mi padre, ni de Lourdes, ni de Juan.
Nunca más volví a la isla.
***
Lourdes era delgada y pálida. Tenía los ojos cafés y el pelo negro. Se encargaba de cuidar a mi padre. La contrató un tío que no conozco.
***
La isla me empujaba a escribir. Las mañanas lentas se arrastraban por el pasto seco, entre los árboles y los animales. Las noches no cambiaban mucho. Tenía tiempo para salir a caminar, fumar y pensar en la vida que había dejado en Santiago: Fernanda y el hijo que esperaba.
***
Sonó el teléfono. Estaba en mi departamento, recostado dentro de la tina, relajado, sintiendo el vapor del agua caliente en la cara. Fernanda abrió la puerta. Se instaló frente a la tina. La observé con detención: llevaba el pelo recogido, tomado con un cintillo rojo. Se veía bonita, pero ya no me importaba; la separación era inminente y hacíamos todo lo posible por evitarnos.
—Es para ti —dijo, con el auricular en la mano.
—¿No ves que estoy dentro de la tina?
—Parece que es importante.
Salí de la tina. Tomé la toalla y me sequé. Sostuve el auricular entre el hombro y la oreja mientras caminaba hacia el living. Fernanda se quedó en el umbral. Contesté. Era una mujer que se presentó como Lourdes. Dijo: Su padre se está muriendo. Y luego: Su padre quiere verlo antes de morir.
***
Acababa de cumplir veintinueve años. No quería seguir haciendo clases. En secreto, deseaba ser escritor. Pero nunca estaba conforme con mis cuentos; pensaba que no eran lo suficientemente buenos. No obstante, era porfiado: día por medio me sentaba frente al computador e intentaba escribir algo.
***
Mi padre nos abandonó a mamá y a mí cuando cumplí tres años. Se fue a vivir a la isla, su tierra natal. Mi madre nunca lo buscó ni lo mandó llamar, porque era un hombre violento, que solía golpearnos cuando llegaba borracho.
***
Escuché la voz de Lourdes en la oscuridad de mi departamento, con el auricular en una mano y con la otra sosteniendo la toalla que goteaba. Hablaba despacio. Me explicó minuciosamente el estado de salud de mi padre: vomitaba sangre, apenas abría la boca, no defecaba. Un médico de Puerto Montt lo había desahuciado. Me dijo qué debía hacer para llegar a la isla. Le respondí que no era seguro que fuera. Ella insistió: «Sólo quiere verlo, su presencia lo calmará».
Prometí llamarla después de pensarlo. Colgué. Fernanda había salido a fumar al balcón.
—Las embarazadas no fuman —le dije mientras sacaba una Coca-Cola del refrigerador.
Me miró. Luego cerró el ventanal para que el humo no se colara dentro.
***
Las circunstancias favorecían el viaje: era enero y estaba de vacaciones. En Santiago nadie me extrañaría.
Las decisiones importantes se toman rápido. Eso decía mi madre cuando enfrentábamos un problema económico en casa. Así que no me demoré mucho en pensarlo: decidí viajar a la isla.
***
Tomé un avión a Puerto Montt. Mi único equipaje era una maleta pequeña de cuero que saqué del clóset de Fernanda. Fue un viaje tranquilo; leí una novela policial y escuché el primer acto de I Puritani. Llegué a Puerto Montt cerca del mediodía y me subí a un taxi que en menos de dos horas me dejó en Calbuco.
Pregunté por el mercado y no me costó dar con Lourdes.
Nos dimos la mano; su mano era suave y sus dedos eran largos.
Caminamos hasta el muelle. Subimos a una lancha. Para cruzar desde Calbuco a la isla había que navegar cuarenta y cinco minutos.
—Su padre ya apenas habla —dijo Lourdes.
—¿Le ha hablado de mí?
—Sí.
El mar se veía calmo.
Una anciana pequeña y arrugada estaba sentada a mi lado. Sostenía un saco de papas. Lourdes iba afirmada al borde de la lancha: su figura, recortada contra el mar y la isla, parecía concentrar toda la luz de la mañana.
Cuando llegamos, ella me ayudó a bajar. La isla parecía más grande de lo que era: imponente, maciza. Un hombre enjuto esperaba a la vieja de las papas. Pusieron el saco sobre una carreta que arrastraba un buey y tomaron otro camino.
Lourdes y yo subimos un cerrito rodeado de arrayanes.
Llegamos al terreno de mi padre. El paisaje, al menos en verano, tenía algo desolador: el pasto seco, la maleza cortada, la columna de árboles amarillentos y la leña amontonada. Detrás de los matorrales había una reja construida con gruesos troncos amarrados.
—Éste es Juan, mi hijo. Tiene diez años —dijo Lourdes, y señaló a un niño que venía a recibirnos junto a dos quiltros.
La casa de mi padre tenía tres pisos. Era una construcción enorme, rodeada de manzanos y caca de gansos.
—Juan y yo ocupamos una pieza del primer piso. Don Carlos está en el último. Debe de estar durmiendo ahora, así que venga como a las seis.
Me condujeron a una casa pequeña en la que me alojaría. Se encontraba a unos cincuenta metros de la casa grande, al lado del gallinero. Juan cargó mi maleta. Lourdes me mostró la casita por dentro: un cuarto y una cocina. Eso era todo. El baño, que estaba a pasos del pozo, era común para ambas casas.
Lourdes me entregó la llave y se fueron.
Vacié la maleta y ordené la poca ropa que había llevado.
Me asomé por la ventana: entre las ramas de los árboles podía ver el tercer piso de la casa de mi padre. Ahí está el desgraciado, pensé.
Silencié el celular: no me interesaba hablar con Fernanda. Estaba nervioso. La idea de conocer a un tipo que había odiado durante tanto tiempo me provocaba sensaciones encontradas: angustia, alivio.
Esperé, echado en la cama, las tres horas que faltaban para que fuesen las seis de la tarde. Encendí un cigarrillo y forcé lo más que pude mi memoria: recordaba pocas imágenes relacionadas con mi padre, sólo sensaciones inconexas, acciones interrumpidas por enormes manchas blancas. En ninguna de esas imágenes pude ver su rostro. Sólo percibía su presencia.
Mi reloj marcó las seis. No me moví. Me dije que no era el momento, que necesitaba descansar, reflexionar.
Cuando Lourdes tocó la puerta no abrí.
Luego me tomé una pastilla y media para dormir y me tapé con una frazada de lana. Y la puerta de la casita permaneció cerrada hasta la mañana siguiente, cuando salí a caminar, muy temprano.
La isla era grande. Tenía forma de mano: varios esteros y pequeños
muelles la iban hundiendo en su centro.
Anduve casi toda la mañana por la orilla del mar. Me gustó lo que vi: pequeñas olas chocaban contra las piedras, el cielo estaba despejado y limpio, las lanchas parecían juguetes dormidos. Durante mi caminata sólo me topé con dos hombres que cargaban leña.
Antes de subir el cerro de los arrayanes vi a Juan que se acercaba.
—Mi mamá lo espera a almorzar en la casa —dijo.
Juan era espigado, tenía los ojos grandes de su madre, y el pelo muy fino.
Uno de los quiltros se entretenía mordiéndose la cola.
Subí el cerro. Golpeé la puerta con fuerza. Sabía que era imposible que mi padre se levantara, bajara tres pisos y abriera.
—¿Qué le pasó ayer? —dijo Lourdes—. Lo fuimos a buscar.
—Me quedé dormido.
—Ahora está despierto don Carlos.
—No —dije—, ahora no. No quiero conocerlo ahora.
—Como usted diga.
—¿Preguntó por mí?
—No, apenas abre los ojos. No sabe que usted está aquí. Hace una semana que no habla.
Los gansos andaban por todos lados. Había olor a ajo.
—¿Va a venir a almorzar entonces?
—¿Mi padre dónde come?
—Arriba, pues, dónde más. Yo le doy por un tubo.
—Avíseme cuando esté listo el almuerzo —dije, y me encaminé hacia la casita.
Entré y me tendí encima de la frazada. Saqué mi cuaderno de notas. Intenté escribir alguna impresión de la isla, pero no conseguí nada. Una hora después apareció Juan. Está servido el almuerzo, dijo.
El piso de la casa de mi padre olía a cera. Me senté a un costado, frente a Lourdes, y el niño se sentó en la cabecera. Comimos en silencio. No pude borrarme la idea de que estaba cometiendo una imprudencia, violando ciertas normas implícitas: odiaba y temía a mi padre, y sin embargo comía en su casa.
A las dos de la tarde volví a la casita.
***
Lourdes tenía treinta y dos años, pero representaba al menos cuarenta. Era de una belleza solapada, madura, esa belleza indescriptible de las mujeres que han llevado una vida no ajena al sufrimiento. Creo que desde el primer día, desde la primera vez que no enfrenté a mi padre, ella comprendió que me costaría dar el paso y que no debía presionarme.
Después no se habló más de mi padre.
***
El quinto día decidí intimar con Lourdes. Entré en la casa y la ayudé con el almuerzo. Era extraño estar con ella, a dos pisos de mi padre. Después, cuando nos hicimos amigos y pasaba casi todo el día en la casa, esa extrañeza mermó.
***
En la noche los gansos se acurrucaban bajo el suelo de la casita, entre los poyos que sostenían los tablones del piso. Los oía moverse y arroparse. Bastaba cualquier ruido, mover una silla o salir al baño, y los gansos despertaban y alegaban durante horas. Si no quería que hicieran ruido debía permanecer en silencio y quieto, lo que era imposible. En la noche me gustaba leer y escribir. Alumbraba mis papeles con una vela larga y blanca. En la casita no había luz. Sólo en la casa de mi padre tenían electricidad, y la obtenían de un generador ubicado junto al pozo.
Cuando le conté a Lourdes lo de los gansos ella sonrió y me dijo que los gansos son los mejores cuidadores, incluso mejores que los perros para avisar si viene algún extraño.
—Y no sólo cuidan. Se reproducen rápido.
—¿Cuántos hay acá?
—Unos treinta. Es que para comerlos cuesta un mundo. Hay que alimentarlos con grano durante un tiempo para que no se llenen de pasto. Es la única forma de que no salgan amargos.
Lourdes era buena cocinera. Y se encargaba de que la casa funcionara: recogía los huevos del gallinero, cambiaba de pasto a los corderos cuando los sacaba, juntaba las manzanas que iban cayendo, hacía el aseo de ambas casas, cortaba y almacenaba la leña. Sin embargo, no era la típica isleña; tampoco su hijo. Si bien se vestían y andaban como la mayoría de los isleños, hablaban sin jerga, no se saltaban las frases, no participaban en las fiestas con los vecinos ni ocupaban el trueque como modo de subsistencia. El abuelo de Lourdes había sido un alemán que llegó a la isla escapando de la policía por un delito tributario. Era, me dijo Lourdes, un hombre inteligente y sensible que terminó en la isla por pura casualidad.
***
Me gustaba observar a Juan. Nunca había vivido con un niño y prefería observarlo a intentar conversar con él: temía aburrirlo o incomodarlo más de la cuenta.
Acostumbraba a tenderme en el pasto a leer algo mientras el niño se entretenía con los perros, hacía dibujos o me contaba alguna historia.
***
Una mañana desaparecieron dos corderos.
Estuvimos todo el día buscándolos. Bajamos a la orilla, llegamos al estero norte, preguntamos a los vecinos cercanos —un par de hectáreas al sur— y a los de la salmonera. Lourdes dijo que los corderos nunca se separaban del grupo ni se perdían.
No pudimos encontrarlos.
***
Lourdes me pidió que le enseñara a nadar a su hijo.
—El agua es fría —dijo—, pero quiero que aprenda.
—No hay problema.
—Aquí los pescadores no saben nadar. Pescador que cae al agua es hombre muerto.
En la isla el futuro de los niños consistía en dedicarse a la pesca o al transporte de personas o carga. Las mujeres mariscaban, sembraban
papas que luego vendían en Calbuco, criaban corderos, chanchos, gallinas y,
las que tenían más dinero, una que otra vaca. Lourdes soñaba con sacar a Juan de la isla. Su objetivo, quizá su única aspiración en la vida, era que el niño terminara de estudiar en Puerto Montt, donde había más posibilidades de aspirar a una educación buena.
El padre de Juan tenía un negocio de abarrotes en Puluqui, una isla vecina. Se habían separado hacía cinco años: él la engañaba y desaparecía durante semanas. Lourdes decía que era un borracho que aún la molestaba. Nunca le pregunté por ese hombre. Me era difícil entender cómo ella podía haberse involucrado con un tipo de esas características. La descripción del padre de Juan me bastaba para relacionarlo con mi padre, y detestarlo.
***
Una mañana pensé que había llegado el momento de conocer a mi padre. Llevaba doce días en la isla. Me vestí rápido —no me bañaba desde que había llegado—, pero los gansos se habían levantado antes que yo: cuando abrí la puerta encontré a un montón haciendo escándalo. Crucé el gallinero. Los corderos pastaban cerca del baño.
Entré a la casa de mi padre. Caminé por el pasillo. Lourdes me miró de reojo desde la cocina. Subí la primera escalera. Me detuve. Observé por la ventana. Pensé: «No quiero dejar la isla. No todavía». Me dije que aún no le enseñaba a nadar a Juan. Retrocedí un par de pasos. Bajé la escalera. Cuando pasé por el pasillo y vi que Lourdes me esperaba me sentí ridículo. Dijo:
—No se preocupe. Tenemos comida para un buen tiempo.
—Gracias. Todavía no voy a subir —dije apenas, y volví a mi casa.
***
Comencé las clases con Juan. Lourdes estiró una toalla sobre las piedras y se sentó. Juan y yo entramos al agua. Estaba realmente fría. Tomé al niño de la cintura. Le dije que moviera los brazos y las piernas a medida que yo avanzaba. En ningún momento lo solté. Estuvimos quince minutos dentro del agua.
***
Lourdes y yo fuimos convirtiéndonos en confesores mutuos de nuestras pequeñas miserias. Ella me hablaba largo rato sobre sus deseos para el futuro de Juan, sobre los problemas con el papá del niño y la angustia que le daba pensar que cuando muriera mi padre tendría que volver a trabajar vendiendo papas y chicha de manzana. Hasta ahora recibía el dinero que mi tío le depositaba, y que ella iba a buscar al banco de Calbuco todos los sábados. Pocas veces me contaba cosas de mi padre. Nunca le pregunté qué tipo de persona era. Sólo le hacía preguntas vagas: «¿Está mejor?, ¿sigue escupiendo sangre?».
Yo le hablaba de Fernanda y su embarazo. Solía desahogarme. Le decía que mi vida era un completo fracaso: no me gustaba hacer clases, no estaba conforme con lo que escribía. Y sobre todo, no quería ser padre: un hijo era lo peor que me podía suceder.
***
Extrañaba pocas cosas de Santiago: los largos baños con agua caliente, el litro diario de Coca-Cola y el ruido de la gente y la ciudad.
***
Entramos uno detrás del otro para no chocar. El gallinero era muy angosto. Una caseta con un pasillo de tierra y pequeñas bandejas donde descansaban las gallinas. El techo era bajo y el pasillo formaba dos curvas. Esa mañana, Lourdes sacó los huevos, aún cálidos, y los puso en un canastito que yo sostenía.
—Esta gallina está enferma —dijo, y se detuvo en el pasillo, inclinándose un poco.
La luz dentro del gallinero era escasa y parecía siempre anaranjada.
Lourdes se estiró —sentí cómo se removió el aire encerrado—, giró y se quedó mirando por una de las ventanillas. Yo avancé un paso y quedé dos o tres centímetros detrás de ella; afuera se veía el mar y la casa de mi padre. También se veían los gansos y la leña amontonada.
—Está lindo el día —dije.
—Sí.
Vi su cuello pálido y sus orejas rosadas y perfectas.
Estábamos tan cerca que hubiese bastado un pequeño impulso para tocarla.
Sentí su aroma y el ritmo apaciguado de su respiración.
Esperé a que ella dijera algo porque yo no sabía qué decir.
Pero ninguno de los dos habló. Simplemente nos quedamos ahí, muy cerca y en silencio, contemplando la hermosa mañana.
Luego de un rato decidimos que ya era hora de ir a despertar a Juan para tomar desayuno.
***
Cuando llegamos a casa ya estaba por esconderse el sol. Antes de guardar los corderos los contamos: faltaban tres animales. Lourdes se puso nerviosa y entró a la casa. Era muy tarde para buscarlos.
Juan se sentó un rato conmigo, a la salida del gallinero, a ver el atardecer. El mar estaba tranquilo y apacible. Ningún barco entorpecía el ritmo del agua.
—Es mi papá —dijo Juan.
—¿Cómo?
—Mi papá es el que se lleva los corderos. Debe de andar en la isla. Siempre hace cosas para molestar a mi mamá. Después se le pasa y desaparece un tiempo.
Esa noche tuve una pesadilla. Soñé que era niño y que en vez de vivir en Santiago junto a mi madre —como en mi infancia—, vivía en la isla con un hombre que sólo veía de espaldas. Un hombre alto y fuerte que me enseñaba a nadar como yo le enseñaba a Juan. Nunca me mostraba su cara y yo no quería verla; sólo podía sentir sus manos ásperas que me aferraban para que yo aprendiera a flotar. Pero de pronto dejé de estar en el mar y me encontré sobre el pasto, viendo a los gansos ir y venir. Y sentí un leve susurro, un soplido que me recorrió el oído, el borde del oído, como una música triste. Giré la cabeza y vi al hombre de frente: tenía mi cuerpo y mi cara y sangraba por la nariz.
Desperté angustiado. Saqué el celular, que estaba dentro de un calcetín, guardado en la maleta, y lo cargué en el generador del estanque. Tenía varias llamadas perdidas de Fernanda.
***
Las noches en la isla eran despejadas y las estrellas parecían trazar un mapa luminoso, en contraste absoluto con la oscuridad espesa de la vegetación. Y yo me quedaba mucho rato mirándolas, cosa que nunca hice en Santiago, cuando vivía con Fernanda y el tiempo era otra cosa, algo en lo que las estrellas no tenían importancia.
***
Escribí dos cuentos en la isla. El primero era policial. El segundo narraba la historia de un niño que aprende a nadar. Era un cuento largo, dividido en varios fragmentos. Cuando lo terminé de leer por segunda vez me sentí inexplicablemente alegre. Imaginé por primera vez que quizá mi hijo sería parecido a Juan.
***
Lourdes me enseñó a usar el hacha. Por las tardes cortaba leña con Juan, la subíamos a la carretilla y la guardábamos en una bodega pequeña, al fondo del baño.
***
Llevaba treinta días en la isla. Una mañana, después de practicar casi todos los días, Juan aprendió a nadar.
Sus manos estaban agarradas de las mías con fuerza y seguridad. Movía las piernas y los brazos ágilmente. Cuando lo solté no se hundió. Estaba flotando.
Esa noche decidimos celebrar. Nos juntamos en la casita para que mi padre no sintiera ruido y pudiera dormir tranquilo. Lourdes preparó salmón. Después de comer jugamos cartas hasta tarde. Los acompañé hasta la casa de mi padre. Luego, antes de llegar a mi casita, me paré arriba de una roca y oriné mirando el mar.
***
Seguía arrastrando el tiempo, lo hacía durar, lo llevaba al límite.
Eran días felices: vivía ocioso, irresponsable y libre, escribiendo, nadando con Juan, haciendo tareas domésticas y conversando con Lourdes todas las tardes.
***
Lourdes me atraía. De eso no tenía dudas. Me gustaba verla caminar por el terreno de mi padre, concentrada en sus faenas, siempre muy apurada.
***
Uno de los quiltros tomaba agua de un balde. Juan se arregló el gorro. Dijo:
—En la mañana encontramos a don Carlos tirado en el pasillo del primer piso.
—¿Qué? —pregunté asombrado.
—Se levantó para verlo —respondió Lourdes, que venía llegando al pozo—. No sé cómo lo hizo.
—¿Cómo sabes que me quería ver? ¿Le dijiste que estoy acá?
—No. Pero de que sabe, sabe. No se habría levantado si no supiera.
***
Bajé a la playa con mi cuaderno y me senté a respirar la mañana. Vi los barquitos y las lanchas, a lo lejos, que se dirigían a otras islas.
Entre los arrayanes apareció la figura de Juan que se hacía cada vez más nítida a medida que bajaba el cerro. Venía corriendo hacia mí.
—¿Qué sucede?
—Mi papá está en la casa peleando con mi mamá —dijo—. Lo pilló con los corderos.
Subimos el cerrito.
Cruzamos la cerca de madera.
Estaba nervioso y asustado. Tomé el palo que usaba Juan para apoyarse y manejar a los corderos. Frente a la casa había tres hombres. Uno de ellos era el que discutía a gritos con Lourdes. Era un hombre macizo, de rasgos angulosos. Cuando me vio soltó una risita.
—Así que éste es el tipo —dijo, y se acercó moviendo las manos.
Lo encaré, le pregunté qué quería. Los otros dos hombres rieron. Me dijo que quería de vuelta a su mujer. Me dio un empujón. Caí al suelo. Lourdes comenzó a gritar. Me levanté como pude y, antes de que me golpeara de nuevo, le pegué con el palo en la cabeza. Fue un golpe fuerte y eficaz: el padre de Juan se derrumbó. Yo sostenía el palo en alto y no sabía si volver a pegarle. Trató de levantarse, pero resbaló. Sangraba mucho. Sin que me diese cuenta, uno de los hombres que lo acompañaban me agarró por atrás y me quitó el palo. El otro se abalanzó sobre mí y entre los dos comenzaron a golpearme. Volví a caer al suelo. Me dieron patadas en el estómago y un par de puñetes en la cara. Me sangraba la ceja. El papá de Juan aún no se levantaba. Lourdes intentó defenderme, pero uno de los hombres la amenazó con el palo. De pronto Juan salió de la casa con un rifle. Nadie se había dado cuenta de que había desaparecido. Y ahora hacía fuego: dos disparos al cielo. Los hombres se detuvieron. Miraron al niño. Juan les dijo que se marcharan. Recogieron al padre de Juan y se fueron cargándolo. Lourdes salió hasta la cerca y les gritó algo que no logré escuchar.
Lourdes y Juan me levantaron apenas y me llevaron a la casita. Me sacaron la camisa y me recostaron en la cama. Tenía heridas por todos lados. La sábana estaba salpicada de sangre. Lourdes fue a buscar el botiquín. Me curó con paciencia y cariño, Juan la ayudó a pasarme agua oxigenada por la ceja y el hombro. No comprendía cómo había sido capaz de pegarle a ese hombre.
Aquella noche no pude dormir. No sólo por los dolores. La imagen de Juan, un niño de diez años, me acosaba: rifle en mano había enfrentado a su padre.
***
La mañana siguiente me levanté tarde. Tenía moretones en los brazos. El dolor era intenso. Saqué el celular de la mochila, salí y lo cargué en la torre. Tenía más llamadas perdidas de Fernanda. Por primera vez tuve miedo de que hubiese pasado algo con el embarazo, y decidí llamarla. Antes de marcar el número Juan me detuvo frente al pozo.
—¿Cómo amaneció?
—Bien, ya estoy bien. ¿Volverá tu padre?
—Sí, pero en un par de meses. No se preocupe, nosotros sabemos manejarlo.
Caminé hacia la casita.
Espanté a los gansos para que me dejaran entrar. Me senté en una silla de mimbre y marqué el número de mi departamento. Contestó Fernanda, nerviosa. Me preguntó qué hacía en la isla tanto tiempo, lejos de todo. No supe responder. Dijo que me extrañaba. Dijo que lo había pasado mal. Que estaba enferma. Que había estado a punto de perder la guagua por problemas de presión arterial. Que tenía que permanecer en cama los cuatro meses que le quedaban. Dijo que a veces pensaba que era mejor abortar.
Yo casi no hablé.
Antes de colgar le prometí que volvería a Santiago para cuidarla mientras estuviera enferma. No lo pensé mucho. Sólo lo dije.
***
Esa tarde fue la más lenta de todas las tardes que viví en la isla.
Estuve mucho rato pensando.
Durante la once no comí.
En la noche les anuncié mi partida.
—Mañana, antes del mediodía, sale una lancha a Calbuco —dije.
—¿Y don Carlos? —preguntó Lourdes.
—Espero que muera tranquilo.
Lourdes agachó la cabeza. Miré sus manos, sus dedos largos y blancos jugando con las migas de pan.
Les hablé de Fernanda. Les dije que estaba enferma y que tenía que volver a Santiago, no por ella, sino para cuidar a mi hijo.
Sentí en el aire la tristeza de Lourdes: una línea que dividía el espacio. Quise decirle que no quería irme, que quería quedarme con ellos. Pero no fui capaz de hacerlo.
***
Me despedí rápidamente.
Juan me abrazó. Creo que se puso a llorar.
Lourdes me dio la mano y yo la apreté con fuerza.
Subí a la lancha que esperaba.
Un hombre encendió el motor y la lancha comenzó a moverse.
Vi a Lourdes acariciando a uno de los quiltros y a Juan con el agua hasta las rodillas haciéndome señas con la mano.
La isla se veía más chica a medida que nos alejábamos.
El cielo estaba despejado.
Nunca más supe de mi padre, ni de Lourdes, ni de Juan.
Nunca más volví a la isla.
miércoles, 6 de mayo de 2020
Nos quitaron los abrazos (o diario de la cuarentena en Nueva York)
Miércoles 18 de marzo de 2020:
me quedé entre los muertos por
media hora
No hay cuarentena oficial en Nueva
York, pero el lunes 16 de marzo empecé a contar los días. La última
vez que tomé el tren a la ciudad fue el jueves 12 de marzo. Tuve
clases de improvisación musical. Amo esa clase. Es mi único ramo en
inglés, el profe es latino y me deja auditarla. Una vez me quedé
conversando con él después de clases. Le pregunté: Do
you speak spanish, Gustavo?
Y él dijo sí y empezó a hablar un español arrastrado de una
infancia lejana. Me contó que era hijo de mexicanos nacido en
Estados Unidos. “En la escuela nos pegaban si hablábamos español”,
dijo. Y me acordé de los mapuches de la Araucanía. Le prometí un
fanzine y todavía no puedo entregárselo, porque la clase siguiente
a esa conversación la tuvimos por zoom. Salí de casa para tener la
clase online desde la universidad. Es que no puedo estar encerrada,
es antinatural. En la clase de Gustavo hacemos sonidos con el cuerpo
en el espacio. Lo primero que nos enseñó fue a escuchar. Dijo:
Listen.
En improvisación musical lo primero es escuchar. Listen.
Lo más bello que he aprendido hasta ahora. En la primera sesión nos
dio de tarea grabar un silencio de nueve minutos. Fui al cementerio
cerca de mi casa, que más que cementerio parece parque de ardillas
curiosas. Me quedé entre los muertos por media hora. Aun así, al
escuchar el audio después, había ruido. El tren a lo lejos, mis
pies sobre el maicillo. Luego, en clases, le dimos play a nuestras
grabaciones al mismo tiempo y escuchamos los silencios combinados.
Bonito. En fin, ahora hay un virus en el aire, originado en China
(porque alguien comió un murciélago o algo así) y como viajamos
tanto, el virus se propagó. Uno o dos doctores que lo descubrieron
ya están muertos. Es un asesino. Es como una plaga de saltamontes de
la biblia: pasa por tu lado, lo respiras y se acabó. Todo esto lo
leí en internet o me lo contó alguien. También he leído un par de
noticias. Todo lo que absorbo sé que es en parte mentira. Es verdad
que esto está pasando, pero las descripciones que hacemos los
humanos del fenómeno no es lo real. Lo cierto es que la vida comenzó
a detenerse en etapas. Primero cancelaron todos los viajes
financiados por NYU. Justo me gané una residencia para estudiar a
Violeta Parra en París por todo julio y no podré ir. Me daban los
pasajes, la estadía y una oficina. Prefiero ni pensarlo, hay cosas
peores. Luego, nos impusieron clases remotas. Nunca más vi a Gustavo
ni a nadie de la universidad. Después cerraron las facultades, el
teatro, el gimnasio, la piscina, la biblioteca. Me da pena, también
culpa. Incluso en la catástrofe disfruto vivir aquí. Cuando llegué
a Nueva York me armé una agenda, una lista de lugares que visitar e
intenté ir a uno cada semana. Tom’s Restaurant, Central Park,
MoMa, New Jersey, la niña valiente de bronce, High Line, barrio
chino, barrio italiano, barrio coreano, Museo de Brooklyn, Museo de
Nueva York, Prospect Park. Me gané una beca para estudiar literatura
por dos años en la New York University. No me vine pensando en la
ciudad, me vine pensando en el tiempo. Luego la ciudad floreció ante
mí. Ahora la amo. Ayer empecé a ver Madmen otra vez, solo para ver
las referencias. Y qué, soy desquiciada, ya anoté en mi mente ir a
Madison Avenue en Manhattan (aún no la conozco) y descubrí que
Peggy Olson, MI PEGGY OLSON, esa mujer maravilla, vive en Brooklyn.
Luego se cambia a Manhattan —“a la ciudad”, dice Joan—. I'm
from Brooklyn, le dice Peggy
al cerdo adorable de Pete Campbell en el primer capítulo. Y pensé:
yo también.
Sábado
21 de marzo de 2020:
en el aire hay un virus que te puede
matar
Hoy salió el sol después de varios
días y aunque afuera los rayos calientan y el cielo está celeste,
hay que encerrarse y ver la vida por la ventana. En el aire hay un
virus que te puede matar. Pero como me creo inmortal, porque ya he
vencido tres veces a la muerte (cáncer a los dos años, atropello a
los tres y pleuroneumonia a los seis) y porque crecí en un barrio
pobre y peligroso, padezco la tozudez de creer que nada puede
herirme, que nadie excepto yo sabe cómo sortear la muerte. Hace días
solo se habla del covid-19, que ha matado a tanta gente como si fuera
Charles Manson o un adolescente desquiciado de la highschool gringa.
Caemos como moscas y la única forma de sortear este resfriado mortal
es quedarse en casa, lavarse las manos seguido mientras se canta el
cumpleaños feliz y evitar cualquier contacto social. Esta enfermedad
es enemiga del amor, nos quita los abrazos, los besos, la piel. En
fin, salí porque soy porfiada y porque me suscribí al #692692, un
sistema de alerta a través del celular. Cada día me llegan mensajes
del gobierno para informarme el estado de las cosas en Nueva York. Y
la idea recurrente es la misma: quédate en casa, mantén la
distancia social. No nos impiden salir, pero nos ruegan que no lo
hagamos. En la semana miré bicicletas en Craiglist y encontré una
roja antigua que me gustó. Eso salí a hacer, a buscar mi bicicleta.
Quería que estuviera a pocos minutos a pie desde casa para no tomar
el tren. Soy tozuda pero no estúpida. No voy a subirme al subway
nunca más. Me voy a quedar en Brooklyn hasta que esta locura del
virus se acabe, pero en el intertanto, quizá visite en bici a mis
amigos que viven en Bushwick, en el mismo barrio que yo, para
decirles hola por la ventana y no enloquecer de ostracismo. Fui a pie
por la bicicleta, en el camino descubrí un parque nuevo. El chico
que me vendió la bici era un puertorriqueño blanco que hablaba buen
inglés. Me costó 20 dólares. La dejé en reparación en una tienda
de bicis en Broadway, a diez minutos a pie desde mi casa, y me
cobraron otros 50 dólares. No está mal. Caminé bastante bajo el
sol, como una hora. Cuando llegué a casa después de todo el
periplo, empecé a sentirme mal, como la mierda, realmente pésimo.
Me toqué la frente y la tenía caliente. Me tiré en la cama y me
sentí agotada en extremo. Martine tenía la música muy fuerte en su
habitación (que colinda con la mía) y le envié un mensaje de
texto: Would you please keep
the volume down? I don't feel very well.
Y le bajó. Me miré las manos: me temblaban. Conchatumadre, dije, me
dio la hueá. Tos, fiebre y respiración entrecortada son los
principales síntomas de este resfrío de muerte. Pregunté por el
chat de la casa a Martine y Nadia si tenían termómetro y ellas
dijeron no. Les dije que quizá tenía el virus, que no salieran de
sus habitaciones. Quizá exageré, no sé, pero era una medida de
precaución. Entonces Martine escribió: OK, quédate encerrada y no
te nos acerques. Me mató. No me preguntó cómo me sentía o si
necesitaba algo, solo me dijo que no saliera de mi habitación y me
muriera allí sola. O así lo sentí yo.
Domingo 22 de marzo de 2020:
vamos a morir pero podremos
emborracharnos
Recibí un mensaje del gobierno de
Nueva York, decía que cerrarán todas las tiendas, excepto las
esenciales, como bancos, farmacias y licorerías. Vamos a morir, pero
podremos emborracharnos. Hoy es domingo y es mi séptimo día de
cuarentena. Séptimo día, como la creación. Me bañé anoche, me
masajeé el pelo con aceite de coco, me lo trencé y me dormí.
Quería despertar temprano hoy, ayer se me hizo demasiado largo
pensando que me había contagiado. Desperté en la mañana
sintiéndome sana, sin fiebre, sin tos, pero con miedo. Ordené mi
pieza, revisé el mail, almorcé viendo Madmen. Cuando estaba en el
living comiendo, tomé un sorbo de sidra y me atoré. Comencé a
toser. Martine se desesperó y me gritó desde su pieza: Are
you OK? Y yo: sí, sí,
tragué muy rápido. No sé decir atorarse en inglés, entonces dije:
It's the cider, I swallowed
too fast. Creo que se
asustaron. También tengo miedo, aunque después de comer salí a la
calle igual, porque estoy loca, porque siento que el encierro es lo
que realmente me va a matar. Fui al banco. Caminé 20 minutos por
Broadway hasta un Bank of America. En el camino vi mascarillas y
guantes tirados en el suelo junto a la basura tradicional (que va de
comida china a toallas higiénicas). Entré al cajero y mientras
estuve allí compartí espacio con cuatro personas. Uno de ellos se
me paró cerca y yo di un paso al costado. En la calle evadí y me
distancié de toda persona. Mujeres, hombres, niños, guaguas. Usaban
mascarillas, caminaban o salían con bolsas desde tiendas o
farmacias. Me voy a volver loca. Hacía frío. Luego, de vuelta, pasé
por un deli y me compré un paquete de papas fritas. Esas marca Utz,
cuyo logo es el dibujo azul de una niña parecida a la indiecita de
Leche Sur. Antes de entrar a casa me desvié al parque. Había gente,
unas seis personas. Hacían ejercicio o escuchaban música en alguna
banca. Me senté entre los árboles por diez minutos y partí a casa.
Necesitaba estar sola y dejar a las chicas también descansar de mí.
En la esquina de Chauncey Street vi tres mujeres paseando un perro.
Aún me parece demasiado. Cuando entré al edificio, me quité los
zapatos un piso antes para hacer menos ruido, para que Martine y
Nadia no se dieran cuenta de que yo había salido o al menos no se
percataran de mi regreso. Cuando abrí la puerta, encontré todo en
silencio. Desde la mañana Nadia, en su habitación, había estado
demasiado silenciosa. No la escuché nunca. Entré a mi pieza, revisé
el celular sobre la cama y encontré sus mensajes. Decían que iban
camino a Long Island a estar con su familia por algunas semanas. Se
fueron. Por la chucha, cabras culiás. Me sentí horrible, poco
querida, cero cuidada. Sentí que se fueron porque no quieren que las
contagie, aunque igual entiendo, es tiempo para estar en familia. El
hecho es que estoy sola. Y eso me da tanto miedo como esperanza. Una
parte de mí quiere poner música a todo volumen y limpiar este
chiquero como si fuera mi casa. Otra parte sabe que estar sola en un
departamento en Brooklyn suena a privilegio, pero en realidad es una
versión horrible de la soledad.
Sábado 28 de marzo de 2020:
este hedor a soledad que va pegado a
mi alma
Pasé la primera semana sola en casa y
cambié del odio al amor, a disfrutar el silencio como nunca antes.
Primero, limpié y ordené toda la casa para sentirla propia. Después
comencé a explorar los límites. Descubrí que la ventana de la
cocina da a una escalera de incendios, que da al techo. Me subí. Vi
los patios de las casas vecinas y los edificios de Manhattan a lo
lejos. Escuché el rugido de los árboles y vi a los pájaros tomar
agua. Me sentí en el campo. Algún día quiero tener una casa en el
bosque. Estoy en eso. Mi hermana mayor se fue de vacaciones a la
Araucanía y encontró un terreno. Hace años me gané un premio por
mi primer libro y despilfarré muy poco, ahorré la mayoría. Con eso
me vine a Estados Unidos y pretendo comprar un pedacito de bosque en
el sur. Si la vida me alcanza, ahí voy a volver. Pienso mucho en los
ciclos estos días, en cómo el cuerpo siente lo mismo cada vez que
pasa por este lado del sol. Hace tres años también estaba viviendo
sola, en ese departamento enorme que alguna vez fue mío y de mi ex y
que ya no existe. Le envío mensajes mentales a la Arelis del pasado,
le envío fuerzas para resistir lo viene. Empecé a ver otra serie
filmada en Nueva York: High Fidelity. Es sobre música, Brooklyn y
desamor. La veo y pienso: qué ganas de un primer beso, de un abrazo.
Estoy en cuarentena y hace una semana que no toco a nadie. Aunque en
realidad siento la piel fría hace años. En un ramo de la maestría
me dieron a leer a esta cubana, Isel Rivero, y me encontré en ella.
Escribe Isel:
“Amantes, no son suficientemente
fuertes mis brazos para estrecharles y retenerles...”
(Su pecho erguido, los puños
cerrados...)
“Este olor a soledad, este hedor
que va pegado a mi alma...
Las paredes, las paredes me
estorban...”
Ay, Violeta Parra sabe que lo que
escribo es verdad.
Lunes 30 de marzo de
2020:
la gente es muy estúpida o muy
valiente
Cuando empezaba a ponerse bueno, todo
se fue a la mierda. Desperté a las seis de la mañana hoy por ruidos
en el living, en la cocina, en la puerta. Salí a mirar y era Nadia y
Martine. Volvieron. ¿Por qué no me avisaron?, pregunté y Martine
dijo algo sobre la mañana. Volví a acostarme, pero no pude dormir
porque Martine golpeó mi puerta para preguntarme por el desodorante
ambiental. Le dije dónde estaba y me volví a acostar. “Moviste
demasiadas cosas”, dijo Martine. Y la ignoré porque es verdad. En
la mañana me levanté y fui a la cocina. Encontré la ventana que da
al techo cerrada, con la reja de protección y el seguro. Me sentí
presa. Sentí unas ganas terribles de vivir sola, de tener mi casa,
pero falta tanto que no debo desesperar. Hoy es mi día 15 de
cuarentena, en dos días llega abril y el cambio me da cierta
esperanza. Afuera siempre es mejor, me dijo la Feña cuando le
pregunté cómo era vivir en otro país. Afuera siempre es mejor. Me
encerré en mi pieza para no invadir a las chicas. En la tarde salí.
Fui a ver la tienda donde dejé reparando mi bicicleta y estaba
cerrado. Cagué con la bici hasta el final de la cuarentena. Después
fui al correo. Tengo dos mil fanzines que vender. El otro día
descubrí que el servicio postal sigue funcionando, decidí ofrecer
los zines por correo. Mi amigo Joel me compró cuatro, veinte
dólares. Soy tan rata que ese monto me movilizó y armé envíos
gratuitos para escritoras que amo. Lina Meruane en New York, Legna
Rodríguez Iglesias en Miami. Una amiga chilena me compró tres
envíos más. En total envié siete cartas, como cartas corrientes,
porque amo lo público y gastar poco dinero. Salí con mascarilla y
abrigada, aún hace frío acá. Mientras caminaba por la calle, sentí
que la vida seguía completamente normal. Pensé: la gente es muy
estúpida o muy valiente. Después de hacer el envío, me senté en
el parque. Siempre respeté la distancia social: no toqué a nadie,
nadie me tocó. Me pregunto si eso será suficiente para no enfermar.
Necesitaba aire, había empezado a disfrutar la soledad y justo
volvieron mis compañeras de casa. Tengo ganas de llorar. Cuando
regresé a casa traté de hacer mi día. Me senté en la cocina a
leer en el computador y a comer algo. Entonces noté que las chicas
armaban bolsas con ropa y mercadería. Are
you leaving again?,
pregunté. Y ellas: Yes.
Justo cuando me estaba acostumbrando a su presencia se volvieron a
ir. Vida culiá.
Sábado 4 de abril de 2020:
celebramos el cumpleaños de mamá
por whatsapp
Soñé que hacía el amor con una
mujer. No sé quién era, no existe en la realidad. Soñé que
estábamos sentadas una al lado de la otra, conversando en una
habitación. Ella me daba un beso y yo respondía con otro más
largo. Me cubría el cuello con sus brazos y yo lanzaba mi cuerpo
hacia ella. Nos besábamos intensamente. Entonces yo habría las
piernas y la montaba. Movía mis caderas. Escuchaba mis gemidos y los
suyos. Luego desperté. Caliente como nunca. Me apreté entre las
piernas un rato y me dormí otra vez. Hoy es mi día 20, en este
encierro 2020. Es cuatro de abril, cumpleaños de mi madre. Cumplió
57, mi padre murió a los 56. Mi madre era dos años más joven que
mi padre pero ahora ella es más vieja que él. Qué delirio, la vida
está dada vuelta. Sigo en el encierro, cocinando papas fritas,
tomando mezcal mientras hago videollamadas y subiéndome al techo. Es
increíble cómo gracias a internet igual estoy llena de gente, estoy
rodeada. Mi hermana preparó una torta que dividieron en tres casas:
de mi hermana, mi madre y mi abuela (son vecinas en Las Acacias). Yo
les miré comer por internet. Quemaría todos mis libros por un
abrazo. Hoy leí que un conductor de buses de Nueva York murió dos
semanas después de que una mujer le tosiera en la cara. Mi amiga
Paulina trabaja en el Hospital de Talagante y vio morir a un hombre
por el virus. El ministro de salud de Chile apareció en la
televisión hablando de la pandemia y tosió. He visto videos de
personas en las cárceles exigiendo mascarillas y jabón. Me dijeron
que en Chile tienes que pedir por internet un salvoconducto a
carabineros para salir máximo dos veces a la semana. Evito leer las
noticias porque los titulares sobre New York son oscuros, hablan de
fosas comunes y de más de 5 mil muertes. Tengo mucho miedo de morir,
pero tiene algo de bonito saber que no soy la única que se siente
así.
Martes 7 de abril de 2020:
sobreviví al cáncer, no me va a
matar un resfrío
Hoy me escribió Nadia, dijo que tiene
el virus. Quiero llorar a mares, es demasiado lo que pasa. Estuve el
lunes 30 de marzo con ella, cuando pasó veloz por casa a buscar sus
cosas para volver a Long Island. Han pasado ocho días, se supone que
hasta en catorce pueden presentarse síntomas. Estoy cagada de miedo.
Lo ideal es no exponerse, pero incluso en el mínimo contacto existe
la posibilidad de contagio. Como hoy, cuando mi dealer me rozó la
mano al pasarme los pitos o como ayer, cuando caminé por Bushwick
Avenue y toqué el pomo de una puerta y después me rasqué la cara o
me acomodé la mascarilla (que ya boté). Tengo susto. No creo que
muera, sobreviví al cáncer, no me va a matar un resfrío. No quiero
estar sola y no poder cuidarme. A eso le tengo miedo. A la soledad.
martes, 5 de mayo de 2020
"La Karen", Romina Reyes
1
Jara estaba frente a su computador bebiendo los restos sucios de una sopa china. En el líquido amarillento flotaban las verduras deshidratadas que habían logrado escaparse de las garras plásticas del tenedor. Cuando me vio me pidió un cigarro. “Lo estoy dejando”, le dije. “Da igual”, dijo él. Saqué unos Marlboro Light y nos fuimos a una ventana. Jara golpeó varias veces su cigarrillo contra el vidrio para condensar el tabaco. Yo nunca supe las ventajas reales de aquello, pero igual lo hacía. Como un mono, todo lo repetía igual que un mono.
Hablamos de la mañana, de las horas. El tiempo siempre nos ocupaba como si fuera una carencia o un deseo constante. Hablamos del día, del clima y entonces Jara me preguntó por la Karen. Yo lancé mi cigarro al vacío y miré un segundo a la calle para comprobar que no le cayera a nadie en la cabeza. Le dije que estábamos acabados y que seguíamos acabados.
—¿No te da pena?
—Estas cosas ya no me dan pena.
—Es cierto —dijo Jara, aplastando el cigarro contra el muro—, a mí tampoco.
Mi escritorio tenía de todo menos lápices. Me di una vuelta por la oficina para recoger algunos del suelo. Jara le llamaba a eso delincuencia, yo le llamaba necesidad. Si alguna vez me sacas mis cosas, me dijo Jara, te pego. Yo le pregunté si ese era un motivo realmente importante como para ponerse a pelear. Él me dijo que el motivo era lo que menos importaba.
La tarde se pasó en una luz que bajaba por las ventanas y se reflejaba en la pantalla del computador. Agarré un papel y escribí “Karen”, luego lo taché. Pensaba en la noche y me dije que podría ser, pero luego que mejor no. Entonces Jara me dijo que tomáramos un café.
La oficina tenía una cocina que era más bien un cuarto estrecho y blanco con agua potable y un microondas. Jara llenó el hervidor y yo saqué las cucharas. Puse las tazas sobre la mesa, la de Jara tenía la cabeza calva de un francés, la mía tenía un par de gatos gordos. Fue un regalo de la Karen. En realidad, me la prestó una vez que fui a su casa. En verdad, me la robé la última vez que estuve ahí. Los gatos eran horribles, pero fue lo primero que encontré. Cuando me la llevé, la taza todavía tenía una bolsa de te adentro y un cigarro empapado en el concho. Boté la bolsa y me quedé con el cigarro. No sé si la Karen se dio cuenta, no sé si alguna vez la extrañó. Cuando le conté a Jara me dijo que eso era triste.
—En el fondo, la gente es triste.
Salimos con medio día y media noche a cuestas. Yo tenía sed de cerveza, quería hundirme en el trago y ahogar a la Karen en la garganta. Le dije a Jara que fuéramos a tomar algo, pero él dijo que no podía, que tenía un cumpleaños, que no podía faltar.
—¿Y la Karen? —me preguntó.
—No sé si sea adecuado —le respondí.
Nos despedimos en el paradero de la 206, aunque ahora no esperé ninguna mirada tras mis pasos. Era viernes, y siempre me deprimían los viernes. Sobre todo ahora, que no estaba la Karen. No sé si lo triste era el día o acaso la perspectiva de llegar a mi departamento que nunca se terminaba de amoblar. En mi ventana todavía estaban las cortinas de la Karen, y en la ducha aún flotaban sus pelos. También tenía el cepillo de dientes que saqué de su cartera y que puse en el vaso del baño, el vaso del baño de una casa que tenía más cepillos que personas, o cuyas personas nunca se decidían a permanecer.
Caminé un rato por el centro, en figuras que me parecían círculos pero que eran más bien líneas rectas que se repetían sin cesar. Me metí al Portal Fernández Concha y pedí un completo que comí de pie. Le saqué el exceso de mayonesa con una servilleta de esas que uno no sabe si son de plástico o de papel. No me gusta la mayonesa, la encuentro vomitiva y demasiado amarilla. Tampoco me gusta el color amarillo. La Karen se burlaba de mi rechazo a algo tan simple, pero yo creía que en realidad era complicado. Una vez me regaló una mayonesa envuelta en una bolsa de regalo estampada con perros jugando cartas. También había una cajetilla de cigarros y unos condones, así que lo terminé agradeciendo.
Caminar lento entre gente que corre puede ser suicida. La Karen me lo advirtió una vez, pero no le hice caso. Además, ella es de las que corren. Me metí a jugar unas fichas en las máquinas de Merced para olvidarme. Cuando chico jugaba como condenado, pero con lo viejo le perdí el gusto. Ahora no me alcanza la plata para una consola o quizá es que siempre pienso en cosas mejores que comprar, como una revista o un libro o una golosina.
Aquel lugar tenía un gusto a pantalla, un olor a cigarros. Me sentí un poco ridículo y viejo a la vez, pero recogí mi orgullo de las máquinas. Busqué las de pelea, le gané unas fichas a un niño que ni siquiera me saludó. Todo era muy frío y pensar eso me dio nostalgia.
Me acordé de la playa, de los veranos. Para mí la playa no era el mar ni las palmeras, sino las noches en los juegos mientras las primas se probaban aros en las ferias artesanales. Casi sentí el mar y la arena en los calzoncillos. Todas las noches asaltábamos a los viejos para comprar miserables fichas oxidadas. Era fácil entonces dar patadas y golpes apretando botones. Seguía siendo fácil ahora. Yo nunca había estado en una pelea, aunque siempre pensé que me podría defender bien. Jara me dijo una vez que lo mejor que se podía en esa situación era reventar una botella en la cabeza del otro, que difícilmente alguien se levanta con eso.
—¿Y qué haces después?
—Después corres.
Hablamos de la mañana, de las horas. El tiempo siempre nos ocupaba como si fuera una carencia o un deseo constante. Hablamos del día, del clima y entonces Jara me preguntó por la Karen. Yo lancé mi cigarro al vacío y miré un segundo a la calle para comprobar que no le cayera a nadie en la cabeza. Le dije que estábamos acabados y que seguíamos acabados.
—¿No te da pena?
—Estas cosas ya no me dan pena.
—Es cierto —dijo Jara, aplastando el cigarro contra el muro—, a mí tampoco.
Mi escritorio tenía de todo menos lápices. Me di una vuelta por la oficina para recoger algunos del suelo. Jara le llamaba a eso delincuencia, yo le llamaba necesidad. Si alguna vez me sacas mis cosas, me dijo Jara, te pego. Yo le pregunté si ese era un motivo realmente importante como para ponerse a pelear. Él me dijo que el motivo era lo que menos importaba.
La tarde se pasó en una luz que bajaba por las ventanas y se reflejaba en la pantalla del computador. Agarré un papel y escribí “Karen”, luego lo taché. Pensaba en la noche y me dije que podría ser, pero luego que mejor no. Entonces Jara me dijo que tomáramos un café.
La oficina tenía una cocina que era más bien un cuarto estrecho y blanco con agua potable y un microondas. Jara llenó el hervidor y yo saqué las cucharas. Puse las tazas sobre la mesa, la de Jara tenía la cabeza calva de un francés, la mía tenía un par de gatos gordos. Fue un regalo de la Karen. En realidad, me la prestó una vez que fui a su casa. En verdad, me la robé la última vez que estuve ahí. Los gatos eran horribles, pero fue lo primero que encontré. Cuando me la llevé, la taza todavía tenía una bolsa de te adentro y un cigarro empapado en el concho. Boté la bolsa y me quedé con el cigarro. No sé si la Karen se dio cuenta, no sé si alguna vez la extrañó. Cuando le conté a Jara me dijo que eso era triste.
—En el fondo, la gente es triste.
Salimos con medio día y media noche a cuestas. Yo tenía sed de cerveza, quería hundirme en el trago y ahogar a la Karen en la garganta. Le dije a Jara que fuéramos a tomar algo, pero él dijo que no podía, que tenía un cumpleaños, que no podía faltar.
—¿Y la Karen? —me preguntó.
—No sé si sea adecuado —le respondí.
Nos despedimos en el paradero de la 206, aunque ahora no esperé ninguna mirada tras mis pasos. Era viernes, y siempre me deprimían los viernes. Sobre todo ahora, que no estaba la Karen. No sé si lo triste era el día o acaso la perspectiva de llegar a mi departamento que nunca se terminaba de amoblar. En mi ventana todavía estaban las cortinas de la Karen, y en la ducha aún flotaban sus pelos. También tenía el cepillo de dientes que saqué de su cartera y que puse en el vaso del baño, el vaso del baño de una casa que tenía más cepillos que personas, o cuyas personas nunca se decidían a permanecer.
Caminé un rato por el centro, en figuras que me parecían círculos pero que eran más bien líneas rectas que se repetían sin cesar. Me metí al Portal Fernández Concha y pedí un completo que comí de pie. Le saqué el exceso de mayonesa con una servilleta de esas que uno no sabe si son de plástico o de papel. No me gusta la mayonesa, la encuentro vomitiva y demasiado amarilla. Tampoco me gusta el color amarillo. La Karen se burlaba de mi rechazo a algo tan simple, pero yo creía que en realidad era complicado. Una vez me regaló una mayonesa envuelta en una bolsa de regalo estampada con perros jugando cartas. También había una cajetilla de cigarros y unos condones, así que lo terminé agradeciendo.
Caminar lento entre gente que corre puede ser suicida. La Karen me lo advirtió una vez, pero no le hice caso. Además, ella es de las que corren. Me metí a jugar unas fichas en las máquinas de Merced para olvidarme. Cuando chico jugaba como condenado, pero con lo viejo le perdí el gusto. Ahora no me alcanza la plata para una consola o quizá es que siempre pienso en cosas mejores que comprar, como una revista o un libro o una golosina.
Aquel lugar tenía un gusto a pantalla, un olor a cigarros. Me sentí un poco ridículo y viejo a la vez, pero recogí mi orgullo de las máquinas. Busqué las de pelea, le gané unas fichas a un niño que ni siquiera me saludó. Todo era muy frío y pensar eso me dio nostalgia.
Me acordé de la playa, de los veranos. Para mí la playa no era el mar ni las palmeras, sino las noches en los juegos mientras las primas se probaban aros en las ferias artesanales. Casi sentí el mar y la arena en los calzoncillos. Todas las noches asaltábamos a los viejos para comprar miserables fichas oxidadas. Era fácil entonces dar patadas y golpes apretando botones. Seguía siendo fácil ahora. Yo nunca había estado en una pelea, aunque siempre pensé que me podría defender bien. Jara me dijo una vez que lo mejor que se podía en esa situación era reventar una botella en la cabeza del otro, que difícilmente alguien se levanta con eso.
—¿Y qué haces después?
—Después corres.
Pero ahí no corrí. Me enfrenté a seis contrincantes, mezcla de marcianos, máquinas y superhombres. Pasé varias etapas, pero perdí. Siempre llega un momento en que se pierde. Quizá ahí hay que correr.
***
La ambulancia estaba estacionada frente al edificio. La sirena no sonaba, pero la luz roja seguía dando vueltas y alarmaba a los gatos. Parecía la escena de un accidente, solo que sin muertos ni ausencias de luz. Fumé un cigarro mientras miraba la escena pausada. Sentí que no tenía sabor a nada, que los cigarros light eran tan absurdos como todos los productos light. La Karen siempre tomó Coca normal, no le temía al azúcar ni a la diabetes. Creo que la respetaba un poco por eso. Al rato me aburrí de la escena detenida o quizá me aburrí de fingir que me interesaba, así que pedí permiso y entré a mi departamento.
La casa estaba vacía. Quedaban sobras de comida en un pote de microondas. Lo metí a calentar y encendí la tele. Le hice espacio a mis cosas en la mesa del living, que estaba llena de todo tipo de objetos desde ropa hasta alimentos. Al final, la mesa del living no era una mesa de comedor, sino sólo una mesa que llenaba de cosas que no cabían en otros lugares.
Comí frente a la pantalla una mezcla de puré y salsa rara que había hecho el fin de semana mezclando todos los trozos de verdura que pude encontrar. Eran las diez y ya había comido, ya había fumado. Busqué en mi celular el número de la Karen y lo pensé una última vez, pero me dije que no era una buena idea y ahí murió el pensamiento. Pensé que lo mejor era acostarme, aunque también lo más aburrido. Apagué la luz y me metí a la cama. Traté de masturbarme pero no lo logré. Entonces apreté los los ojos para forzar el sueño. Poco a poco llegó y me fui en una ola. Desperté a ratos asustado de nada. Ahí se acababa todo, pensé. Al menos, aquí me acabo yo. Entonces, sonó el teléfono.
La casa estaba vacía. Quedaban sobras de comida en un pote de microondas. Lo metí a calentar y encendí la tele. Le hice espacio a mis cosas en la mesa del living, que estaba llena de todo tipo de objetos desde ropa hasta alimentos. Al final, la mesa del living no era una mesa de comedor, sino sólo una mesa que llenaba de cosas que no cabían en otros lugares.
Comí frente a la pantalla una mezcla de puré y salsa rara que había hecho el fin de semana mezclando todos los trozos de verdura que pude encontrar. Eran las diez y ya había comido, ya había fumado. Busqué en mi celular el número de la Karen y lo pensé una última vez, pero me dije que no era una buena idea y ahí murió el pensamiento. Pensé que lo mejor era acostarme, aunque también lo más aburrido. Apagué la luz y me metí a la cama. Traté de masturbarme pero no lo logré. Entonces apreté los los ojos para forzar el sueño. Poco a poco llegó y me fui en una ola. Desperté a ratos asustado de nada. Ahí se acababa todo, pensé. Al menos, aquí me acabo yo. Entonces, sonó el teléfono.
2
La Karen vivía en una casa ubicada en el Santiago antiguo o lo que quedaba de él. Calles largas y secas con casas sin antejardín. La verdad es que nunca fuimos realmente a su casa, ya que la gente que va, se queda y permanece. Nosotros apenas pasábamos a dejar o a buscar algo. Ella entraba, yo la esperaba en el living y ojeaba sus libros tratando de descifrar algún significado oculto en ellos. La Karen tenía un solo estante con dos filas ordenadas según un criterio que nunca consulté pero sospechaba que tenía que ver con el color o la dureza de las tapas.
Una de aquellas veces me decidí por un libro y lo metí en mi pantalón. Al principio lo hacía solo para comprobar cuánto tiempo se demoraba ella en notar su ausencia. El resultado era que nunca lo notaba, o nunca lo decía, lo que era aún peor. Con el tiempo lo convertí en una costumbre hasta que el tiempo se terminó.
Fue un día, a pocos de los últimos o quizá ya en esos que le robé un libro. En realidad, lo tomé prestado. La verdad es que nunca tuve intención de devolverlo, pero me ganaron las circunstancias. Era un libro gordo y azul que nunca quise leer, o quizá hubiese leído de todas formas pero no ahí, no con ella. Un día la Karen me llamó y me dijo que le devolviera sus cosas, “y por favor, devuélveme el libro”, dijo. Y dijo “libro” como si pudiera subrayar la palabra con la lengua. Esa noche lo puse bajo mi almohada y antes de entregárselo, le rayé la última página con un mensaje patético. Ahora creo que es patético, pero entonces me pareció inteligente, quizá doloroso, vengativo. Pasó el tiempo y nunca me comentó nada. Quizá nunca lo vio. Tal vez lo vio, pero no quiso comentarlo. De todas maneras no hablábamos tanto, pero hablábamos de vez en cuando. Yo creo que nunca lo quiso comentar, y esa era la peor opción.
***
Paré a mear unas cinco veces antes de llegar. Me compré una caja de vino y cigarros para el camino. La noche no me asustaba y me gustaba caminarla. De todas maneras no era tan tarde y tampoco tan noche. Cuando golpee su puerta, aún era una buena idea. La Karen salió a abrir con una sonrisa pintada en el rostro. Detrás de ella reconocí a Olivos. Fue como si todas sus palabras se materializaran de pronto en alguien que no era ni tan parecido ni tan diferente a mí. Olivos me dio la mano y me pasó un vaso de plástico. En el living reconocí algunos sillones y también a algunas personas. Aquella fiesta me recordaba las reuniones familiares de las que siempre te quieres ir o que son el peor panorama que puedes tener. El momento en que fue una buena idea se desvanecía, pero traté de acostumbrarme.
Noté que la Karen estaba usando una corona de plástico con gemas artificiales color azul que le había regalado yo. Quise decírselo, en verdad era lo único que se me ocurría decirle, pero ella se escurría entre la gente. Y entre los besos y las manos que se le pegaban a la cintura, era inalcanzable. Olivos se mantenía cerca y callado y a veces creía que me miraba, pero no estaba seguro. La Karen también me miraba de repente o eso creía yo. Pero entonces vi aparecer a Jara con la consistencia de un fantasma. Me distraje. Él me miró entre sorprendido y enojado. A esa hora, a mí nada me sorprendía. Jara me pidió un cigarro, yo me saqué la cajetilla del bolsillo. Sin ningún motivo nos levantamos y salimos a fumar al patio como si no viéramos que todo el mundo lanzaba las cenizas sobre la alfombra. Yo pensé que la Karen podía estar siguiéndome con la mirada, pero era sólo una idea.
Jara me contó lo que hizo desde que salimos de la oficina hasta entonces, un relato común de un hombre que se entretiene cambiando una camisa por una polera. Hablaba solo, como si omitiera el hecho de que estábamos ahí, los dos, donde nunca habíamos estado.
Noté que la Karen estaba usando una corona de plástico con gemas artificiales color azul que le había regalado yo. Quise decírselo, en verdad era lo único que se me ocurría decirle, pero ella se escurría entre la gente. Y entre los besos y las manos que se le pegaban a la cintura, era inalcanzable. Olivos se mantenía cerca y callado y a veces creía que me miraba, pero no estaba seguro. La Karen también me miraba de repente o eso creía yo. Pero entonces vi aparecer a Jara con la consistencia de un fantasma. Me distraje. Él me miró entre sorprendido y enojado. A esa hora, a mí nada me sorprendía. Jara me pidió un cigarro, yo me saqué la cajetilla del bolsillo. Sin ningún motivo nos levantamos y salimos a fumar al patio como si no viéramos que todo el mundo lanzaba las cenizas sobre la alfombra. Yo pensé que la Karen podía estar siguiéndome con la mirada, pero era sólo una idea.
Jara me contó lo que hizo desde que salimos de la oficina hasta entonces, un relato común de un hombre que se entretiene cambiando una camisa por una polera. Hablaba solo, como si omitiera el hecho de que estábamos ahí, los dos, donde nunca habíamos estado.
—No deberías haber venido —dijo, consumiendo la mitad del cigarro de una bocanada.
—No es mi culpa.
—Olivos te va a sacar la cresta.
—No creo —dije yo.
Entonces Jara me puso una mano en la espalda y me miró, y me miró tan intenso que creí que ese momento iba a acabar en un beso o algo parecido. Entonces comenzó un relato, un relato breve pero lleno de frases significativas que transitaban en esos buenos años que siempre son años que ya pasaron, o años que ya no existen, o años habitados por personas desaparecidas que mantienen el nombre y la cara pero ya no siguen ahí. Y esas personas o esas caras o esos nombres desaparecidos pasan por lugares y por historias y por momentos lejanos que de una manera u otra llegaban a esta noche y se definían aquí, se definían ahora.
—¿Entonces? —le dije a Jara.
—Entonces, hueón —dijo él con una prepotencia repentina— que si Olivos te quiere sacar la chucha, yo también lo tengo que hacer.
Sus palabras quedaron atrapadas en mi oído. Sentí un deseo algo extraño, un poco de calor. Yo podría haber besado a Jara en ese momento, pero entonces él se levantó. Nos quedamos un rato más afuera, pensando en las palabras o quizá sólo con la cabeza vacía. Muy probablemente borrachos y seguramente con frío. Después de un rato me dieron ganas de mear y le dije eso a Jara, o quizá no le dije nada. Le pregunté qué iba a hacer él. Me dijo “entrar, supongo”. Y caminamos hasta la puerta.
Los libros seguían en el mismo lugar, aunque ya no estaban ordenados por los colores sino por un criterio que sospechaba era el tamaño o la cantidad de páginas. Yo estaba buscando un libro gordo y azul que parecía haberse esfumado. Me pregunté si Olivos lo habría visto, si él acaso le sacaría los libros como yo. Qué habría pensado si lo hubiera visto. Quise saber si valdría la pena, si acaso ese era un buen motivo.
Encontré el libro lejos del estante, bajo una lámpara. Estaba lleno de polvo. Era evidente que aún no lo leía, que ni siquiera lo había abierto. Ubiqué la última página y encontré mi letra, mi letra triste y llorosa. “Julio durmió abrazado a este libro” decía. Me di un golpe automático en el pecho, como un penitente azotándose en una misa. Traté de cubrir el libro con el cuerpo de manera inútil. Le arranqué la página. Luego lo devolví a su lugar. Y le robé otro libro.
Las manecillas del reloj había vuelto a ubicarse a la derecha y se movían aceleradas. Eran casi las 5 y yo no entendía cómo había llegado ese momento. Olivos estaba sentado en un sillón con la cabeza colgando como si fuera una roca pesada. Aún quedaba gente y quizá ya nadie se iba a ir. Jara iba y venía de todos lados y a todas partes. Se mantenía lejos, me hablaba lo suficiente y me pedía cigarros. Y la Karen, la Karen circulaba, bailaba, se caía.
Decidí irme, dije que me iba a ir. La Karen me dirigió la palabra por primera vez en la noche y me dijo que ya era tarde, que me podía quedar si quería, que no había problema.
—No es tan tarde —le dije—. De hecho, es temprano.
Me acerqué a ella y le besé la mejilla. Olía a vino tinto con cerveza. Ella me abrazó.
—No hablamos en toda la noche —me dijo al oído.
—No te vi.
—Mentira.
—A veces miento —le dije yo. Y me solté de su cuerpo.
Olivos me abrió la puerta. Fue la primera vez que lo tuve cerca y me di cuenta que la Karen sí tenía razón, que al final sí éramos del mismo porte y hasta nos parecíamos un poco. Le estiré la mano y él la recibió. Quizá ese fue el error, o quizá ahí comenzó todo o ahí acabó de terminarse. Olivos me tomó la mano y cerró sus dedos sobre ella. Se acercó a mí y me habló a milímetros de distancia. Su boca estaba tan cerca que casi podía saborear su saliva que me salpicaba a la cara en cada palabra. De sus labios secos salía la Karen y salía yo y su lengua nos juntaba y nos enredaba de tal forma que parecía real.
Yo traté de alejarme, pero Olivos no me soltaba. Entonces lo empujé.
La Karen se acercó y su boca se abrió en un diámetro insospechado, pero no escuché nada porque entonces vi que Jara venía también, caminando en cámara lenta, con una solemnidad de luces bajas y pelo sucio. Y Jara traía la misma botella de hace unas horas, sólo que completamente vacía. Jara levantó la botella por sobre la cabeza de Olivos, y por un segundo sonreí, pero fue sólo un segundo.
Y quizá esto es impreciso, pero podría asegurar que antes de que me llegara un puño a la nariz y de que la Karen gritara y de que la noche vibrara, vi en la cara de Jara un dejo de resignación, una gota de pena, aunque esto es impreciso. Vi su cara y su cuello y sus hombros resignados, hasta la botella que se quebraba en mi pelo resignada y los vidrios amarillentos que caían en mi ropa caían resignados y todo se volvió una lluvia que no recuerdo con claridad.
Un jodido día perfecto sobre la tierra, Patricio Pron
Si pudieras, piensas, les darías el premio a los autores de esos relatos, a todos, para que entrase algo de dignidad y de alegría en su vida y para que buscasen ayuda: un psicólogo, pastillas, lo que fuera. Sin embargo, tú estás allí para evaluar los relatos desde un punto de vista técnico, y, desde ese punto de vista, los relatos están mal, tienen problemas graves de sintaxis o estilísticos –los escritores de relatos para concursos parecen ignorar que la literatura puede y quizá debe sonar como una conversación y no como el monólogo de un William Shakespeare estreñido en el cuarto de baño– o, lo que es peor, terminan mal, en el sentido de que sus autores intentan dar a las situaciones que narran una solución genérica, ya fantástica, ya realista, que se adhiere a una convención y arruina sus textos, cuyo mérito principal era salirse, al menos parcialmente, de lo convencional y ya visto. Sabes también que, incluso si les dieras el premio, lo más probable es que sus autores se lo gastaran en móviles o en un coche usado o en ropa, en algo superfluo y que tapase la cicatriz, una tirita sobre el muñón abierto.
Axolotl | Ajolote, Julio Cortázar
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas… Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas… Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
domingo, 3 de mayo de 2020
One Last Poem For Richard by Sandra Cisneros
December 24th and we’re through again.
This time for good I know because I didn’t
throw you out — and anyway we waved.
No shoes. No angry doors.
We folded clothes and went
our separate ways.
You left behind that flannel shirt
of yours I liked but remembered to take
your toothbrush. Where are you tonight?
Richard, it’s Christmas Eve again
and old ghosts come back home.
I’m sitting by the Christmas tree
wondering where did we go wrong.
Okay, we didn’t work, and all
memories to tell you the truth aren’t good.
But sometimes there were good times.
Love was good. I loved your crooked sleep
beside me and never dreamed afraid.
There should be stars for great wars
like ours. There ought to be awards
and plenty of champagne for the survivors.
After all the years of degradations,
the several holidays of failure,
there should be something
to commemorate the pain.
Someday we’ll forget that great Brazil disaster.
Till then, Richard, I wish you well.
I wish you love affairs and plenty of hot water,
and women kinder than I treated you.
I forget the reason, but I loved you once,
remember?
Maybe in this season, drunk
and sentimental, I’m willing to admit
a part of me, crazed and kamikaze,
ripe for anarchy, loves still.
This time for good I know because I didn’t
throw you out — and anyway we waved.
No shoes. No angry doors.
We folded clothes and went
our separate ways.
You left behind that flannel shirt
of yours I liked but remembered to take
your toothbrush. Where are you tonight?
Richard, it’s Christmas Eve again
and old ghosts come back home.
I’m sitting by the Christmas tree
wondering where did we go wrong.
Okay, we didn’t work, and all
memories to tell you the truth aren’t good.
But sometimes there were good times.
Love was good. I loved your crooked sleep
beside me and never dreamed afraid.
There should be stars for great wars
like ours. There ought to be awards
and plenty of champagne for the survivors.
After all the years of degradations,
the several holidays of failure,
there should be something
to commemorate the pain.
Someday we’ll forget that great Brazil disaster.
Till then, Richard, I wish you well.
I wish you love affairs and plenty of hot water,
and women kinder than I treated you.
I forget the reason, but I loved you once,
remember?
Maybe in this season, drunk
and sentimental, I’m willing to admit
a part of me, crazed and kamikaze,
ripe for anarchy, loves still.
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